Kitabı oku: «El Espíritu Santo», sayfa 2

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En el último capítulo nos esforzamos por proporcionar, a partir del testimonio de la Sagrada Escritura, evidencia abundante y clara de que el Espíritu Santo es una Persona consciente, inteligente y personal. Nuestra preocupación actual es la naturaleza y dignidad de Su Persona. Confiamos sinceramente en que nuestra presente investigación no sorprenderá a nuestros lectores por ser superflua: seguramente cualquier mente que esté impresionada con la debida reverencia por el tema en el que nos ocupamos admitirá fácilmente que no podemos ser demasiado minuciosos y particulares en la investigación de un punto de tan infinita importancia. Si bien es cierto que casi todos los pasajes que presentamos para demostrar la personalidad del Espíritu también contenían una prueba decisiva de Su Deidad, consideramos que el aspecto actual de nuestro tema es de tal importancia que merecía justamente una consideración separada, y más aún, ya que el error en este punto es fatal para el alma.

Habiendo mostrado, entonces, que la Palabra de Dios enseña expresa e inequívocamente que el Espíritu es una Persona, la siguiente pregunta a considerar es: ¿Bajo qué carácter debemos considerarlo a Él? ¿Qué rango ocupa Él en la escala de la existencia? Se ha dicho verdaderamente que, «[Sólo hay dos opciones] o Él es Dios, poseyendo como una Persona distinta una inefable unidad de la naturaleza Divina con el Padre y el Hijo; o Él es criatura de Dios separada infinitamente de Él en esencia y dignidad, teniendo solamente una excelencia derivada según el rango de su creación. No hay punto medio entre estas dos posturas, ya que nada intermedio puede admitirse entre el Creador y la criatura. De tal manera que incluso si el Espíritu Santo fuera puesto en la cima de la Creación (aun sobre el más excelso de los ángeles que trasciende sobre el más bajo de los reptiles), el abismo aún sería infinito, y Aquel que es llamado el Espíritu Eterno, no sería Dios» (Robert Hawker).

Ahora nos esforzaremos por mostrar a partir de la Palabra de Verdad que el Espíritu Santo Se distingue por tales nombres y atributos, que está dotado de tal abundancia de poder subestimado y que es el Autor de tales obras que trascienden por completo la capacidad finita y que no pueden pertenecer a nadie más que a Dios mismo. Por misteriosa e inexplicable que pueda ser la existencia de una distinción de Personas en la esencia de la Deidad para la razón humana, sin embargo si nos inclinamos sumisamente a las claras enseñanzas de los Oráculos Divinos, entonces la conclusión de que subsisten tres Personas Divinas que son coesenciales, coeternas y coiguales es inevitable. Aquel de Quien son obras tales como la Creación del universo, la inspiración de las Escrituras, la formación de la humanidad de Cristo, la regeneración y santificación de los elegidos, es y debe ser Dios; o para usar el lenguaje de 2 Corintios 3:17, «Porque el Señor es el Espíritu»

1. El Espíritu Santo es llamado expresamente Dios. Pedro le dijo a Ananías: «¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?» y luego, en el siguiente versículo, afirma «No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hechos 5:3-4); si, entonces, si mentir al Espíritu Santo es mentirle a Dios, necesariamente sigue que el Espíritu debe ser Dios. Nuevamente, los santos son llamados «el templo de Dios», y la razón que prueba esto es que «el Espíritu de Dios mora en vosotros» (1 Corintios 3:16). De la misma manera, el cuerpo del santo individual es designado, «templo del Espíritu Santo», y luego se hace la exhortación, «glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6:19-20). En 1 Corintios 12, donde se menciona la diversidad de Sus dones, administraciones y operaciones, se habla de Él de manera individual como «el Espíritu es el mismo» (1 Corintios 12:4), «el Señor es el mismo» (12: 5, «Dios […] es el mismo» (12:6). En 2 Corintios 6:16 al Espíritu Santo se le llama «Dios viviente».

2. El Espíritu Santo es llamado expresamente Jehová, un nombre que es completamente incomunicable para todas las criaturas, y que no se puede aplicar a nadie excepto al Gran Supremo. Fue Jehová Quien habló por boca de todos los santos Profetas desde el principio del mundo (Lucas 1:68, 70), ¡sin embargo, en 2 Pedro 1:20 se declara implícitamente que todos esos Profetas hablaron por «el Espíritu Santo». (cf. también 2 Samuel 23:2-3, y comparar con Hechos 1:16)! Fue a Jehová a Quien Israel tentó en el desierto, «volvieron a pecar contra él, Rebelándose contra el Altísimo» (Salmo 78:17-18), sin embargo, ¡en Isaías 63:10 esto se denomina específicamente, «fueron rebeldes, e hicieron enojar su santo espíritu»! En Deuteronomio 32:12 leemos, «Jehová solo le guió», sin embargo hablando del mismo pueblo, al mismo tiempo, Isaías 63:14 declara, «El Espíritu de Jehová los pastoreó». Fue Jehová Quien le ordenó a Isaías: «Anda, y di a este pueblo: Oíd bien» (6:8-9), ¡mientras que el Apóstol declaró: «Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: Ve a este pueblo, y diles:…» (Hechos 28:25,26)! ¿Qué podría establecer más claramente la identidad de Jehová y el Espíritu Santo? Note que el Espíritu Santo es llamado «el Señor» en 2 Tesalonicenses 3:5.

3. Las perfecciones de Dios se encuentran todas en el Espíritu. ¿Por qué más está determinada la naturaleza de cualquier ser sino por sus propiedades? Aquel que posee las propiedades propias de un ángel o de un hombre es correctamente estimado. Por tanto, el que posee los atributos o propiedades que pertenecen únicamente a Dios, debe ser considerado y adorado como Dios. Las Escrituras afirman muy clara y abundantemente que el Espíritu Santo posee los atributos peculiares de Dios. Le atribuyen absoluta santidad. Como Dios es llamado «Santo», «el Santo», siendo descrito en ello por esa propiedad superlativamente excelente de Su naturaleza en la que Él es «magnífico en santidad» (Éxodo 15:11); así se designa a la Tercera Persona de la Trinidad como «el Espíritu de santidad» (Romanos 1:4) para denotar la santidad de Su naturaleza y la Deidad de Su Persona. El Espíritu es eterno (Hebreos 9:14). Él es omnipresente: «¿A dónde me iré de tu Espíritu?» (Salmo 139:7). Es omnisciente (cf. 1 Corintios 2:10, 11). Él es omnipotente: se le llama «el poder del Altísimo» (Lucas 1:35; cf. también Miqueas 2:8, y compare Isaías 40:28).

4. La absoluta soberanía y supremacía del Espíritu manifiesta Su Deidad. En Mateo 4:1 se nos dice: «Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto»: ¿Quién sino una Persona Divina tenía el derecho de dirigir al Mediador? ¡y a Quién sino a Dios Se hubiera sometido el Redentor! En Juan 3:8, el Señor Jesús hizo una analogía entre el viento que «sopla de donde quiere» (no estando a disposición o dirección de ninguna criatura), y las operaciones imperiales del Espíritu. En 1 Corintios 12:11 se afirma expresamente que el Espíritu Santo tiene la distribución de todos los dones espirituales, y no tiene nada más que Su propio placer por Su gobierno. Debe, entonces, ser «Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos». En Hechos 13:2-4 encontramos al Espíritu Santo llamando a los hombres a la obra del ministerio, que es únicamente una prerrogativa Divina, aunque los malvados lo han abrogado para sí mismos. En estos versículos se encontrará que el Espíritu designó su obra, les ordenó que fueran apartados por la iglesia y los envió. En Hechos 20:28 se dice claramente que el Espíritu Santo puso obispos sobre la iglesia.

5. Las obras atribuidas al Espíritu demuestran claramente Su Deidad. Se Le atribuye la Creación misma, no menos que al Padre y al Hijo: «Su espíritu adornó los cielos» (Job 26:13): «El espíritu de Dios me hizo» (Job 33:4). Está interesado en la obra de la providencia (Isaías 40:13-15; Hechos 16:6-7). Toda la Escritura es inspirada por Dios (2 Timoteo 3:16), cuya fuente es el Espíritu mismo (2 Pedro 1:21). La humanidad de Cristo fue formada milagrosamente por el Espíritu (Mateo 1:20). Cristo fue ungido por el Espíritu para Su obra (Isaías 61:1; Juan 3:34). Sus milagros fueron realizados por el poder del Espíritu (Mateo 12:38). Fue levantado de entre los muertos por el Espíritu (Romanos 8:11). ¿¡Quién sino una persona Divina podría haber realizado obras como estas!?

Lector, ¿tiene una prueba personal e interna de que el Espíritu Santo no es otro que Dios? ¿Ha obrado en usted lo que ningún poder finito podría hacer? ¿le ha sacado de la muerte a la vida?, ¿le ha hecho una nueva criatura en Cristo?, ¿le ha impartido una fe viva, le ha llenado de santos anhelos de Dios? ¿le insufla el espíritu de oración?, ¿toma las cosas de Cristo y se las muestra?, ¿aplica a su corazón tanto los preceptos como las promesas de Dios? Si es así, tiene usted muchos testigos en su propio seno, de la deidad del Espíritu Santo.

Los puntos de vista correctos del carácter Divino son el fundamento de toda piedad genuina y vital. Entonces, debería ser una de nuestras indagaciones principales buscar el conocimiento de Dios. Sin el verdadero conocimiento de Dios, en Su naturaleza y atributos, no podemos adorarlo de manera aceptable ni servirlo correctamente.

Ahora las tres Personas en la Deidad Se han revelado bondadosamente a Sí mismas a través de una variedad de nombres y títulos. Somos completamente incapaces de comprender la Naturaleza de Dios, pero Su persona y carácter pueden ser conocidos. Cada nombre o título que Dios Se ha apropiado para Sí mismo es aquel por el cual Él Se revela a nosotros, y por el cual Él quiere que Lo conozcamos y Lo poseamos. Por lo tanto, cualquier nombre que Dios Se atribuye describe Quién es Él (pues Él no nos engañaría al apropiarse de un nombre falso o incorrecto). Debido a esto, Dios nos manda confiar en Su Nombre; si lo hacemos encontraremos que Él es todo lo que significa Su Nombre.

Los nombres de Dios, entonces, tienen el propósito de expresarlo a Él; ellos exponen Sus perfecciones y dan a conocer las diferentes relaciones que Él sostiene con los hijos de los hombres y con Su propio pueblo favorecido. El propósito de los nombres es describir a su propietario. Por ello, cuando Dios creó a Adán y le dio dominio sobre el mundo visible, Él trajo a Adán las bestias del campo y las aves del cielo, para que él las nombrara (Génesis 2:19). De la misma manera, podemos aprender lo que Dios es a través de los nombres y títulos que Él ha tomado. Por medio de ellos, Dios Se describe a Sí mismo, a veces por una de Sus perfecciones, a veces por otra. Este es un campo de estudio muy amplio, no podemos por tanto decir más aquí. Estamos seguros que el buscador diligente y lleno de oración, encontrará este tema digno de fructífera investigación.

Lo dicho anteriormente sirve para indicar la importancia del aspecto actual de nuestro tema. Lo que el Espíritu Santo es en Su Persona Divina y Su carácter inefable se nos da a conocer por medio de los muchos nombres y títulos variados que se Le conceden en las Sagradas Escrituras. Un volumen completo, en lugar de un breve capítulo, bien podría dedicarse a su contemplación. Que seamos guiados Divinamente en el uso del espacio limitado que ahora está a nuestra disposición para escribir lo que magnificará a la Tercera Persona en la Santísima Trinidad y servirá como un estímulo para que nuestros lectores den un estudio más cuidadoso y una santa meditación a esos títulos de Él que no podemos considerar aquí. Posiblemente, podamos ayudar más a nuestros amigos dedicando nuestra atención a aquellos que son más difíciles de comprender.

El Espíritu Santo es designado por una gran cantidad de nombres y títulos en las Escrituras que claramente evidencian tanto Su personalidad como Su Deidad. Algunos de ellos son propios de Él, otros los tiene en común con el Padre y el Hijo, en la esencia indivisa de la naturaleza Divina. Mientras que en el maravilloso plan de la redención, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo Se nos revelan bajo distintos caracteres, mediante los cuales se nos enseña a atribuir ciertas operaciones a uno más inmediatamente que a otro, sin embargo, la agencia de cada uno no es para ser considerados tan distantes sino que cooperan y concurren. Por esta razón la Tercera Persona de la Trinidad es llamada Espíritu del Padre (Juan 14:26) y Espíritu del Hijo (Gálatas 4:6), porque, actuando en conjunto con el Padre y el Hijo, las operaciones del uno son en efecto las operaciones del otro, y en conjunto resultan de la esencia indivisible de la Deidad.

Primero, se le denomina «El Espíritu», lo cual expresa dos cosas. En primer lugar, Su naturaleza Divina, porque «Dios es Espíritu» (Juan 4:24); como bien lo expresan los Treinta y nueve artículos de la Iglesia Episcopal, «sin cuerpo, partes, ni pasiones”. Él es esencialmente puro, es un Espíritu incorpóreo, distinto de toda sustancia material o visible. En segundo lugar, Su modo de operación en los corazones del pueblo de Dios, es comparado en la Escritura con el «aliento» o el movimiento del «viento» (ilustraciones adecuadas de este mundo inferior, ya que son elementos invisibles y vitalizadores). «Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán» (Ezequiel 37:9). Por eso fue que en Su descenso público en el día de Pentecostés, «de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados» (Hechos 2:2).

Segundo, se Le llama eminentemente «El Espíritu Santo», que es Su denominación más habitual en el Nuevo Testamento. Se incluyen dos cosas. Primero, se tiene respeto por Su naturaleza. Jehová es distinguido de todos los dioses falsos de esta manera: «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad…?» (Éxodo 15:11). De la misma manera el Espíritu es llamado Santo, para denotar la santidad de Su naturaleza. Esto aparece claramente en Marcos 3:29-30, «pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno. Porque ellos habían dicho: Tiene espíritu inmundo» (se contrasta aquí Su naturaleza inmaculada, con la del espíritu inmundo) Observe también cómo este versículo también proporciona una prueba clara de Su personalidad, porque el «espíritu inmundo» es una persona, y si el Espíritu no fuera una Persona, no se podría hacer oposición comparativa entre ellos. Así también vemos aquí Su Deidad absoluta, ¡porque sólo Dios podría ser «blasfemado»! En segundo lugar, este título considera Sus operaciones y eso en lo que se refiere a todas Sus obras, porque toda obra de Dios es santa, al endurecer y cegar, al igual que al regenerar y santificar.

Tercero, se le llama «buen Espíritu» de Dios (Nehemías 9:20). «Tu buen espíritu» (Salmo 143:10). Él es designado así principalmente por Su naturaleza, que es esencialmente buena porque «Ninguno hay bueno sino uno: Dios» (Mateo 19:17); así también de Sus operaciones, porque «el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad» (Efesios 5:9).

Cuarto, se le llama el «espíritu noble» (Salmo 51:12), así designado porque es un Dador sumamente generoso, otorgando Sus favores solidariamente como Le place, literalmente, y sin reproche; también porque es Su obra especial liberar a los elegidos de Dios de la esclavitud del pecado y de Satanás, y llevarlos a la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Quinto, se le llama «Espíritu de Cristo» (Romanos 8:9) porque fue enviado por Él (Hechos 2:33) y como promotor de Su causa en la tierra (Juan 16:14).

Sexto, se Le llama «Espíritu del Señor» (Hechos 8:39) porque posee autoridad Divina y requiere nuestra sumisión sin vacilaciones.

Séptimo, se Le llama «el Espíritu eterno» (Hebreos 9:14). «Entre los nombres y títulos por los que se conoce al Espíritu Santo en las Escrituras, el de ‘el Espíritu eterno’ es Su apelación peculiar, un nombre que, a primera vista, define con precisión Su naturaleza y lleva consigo la prueba más convincente de la Divinidad. Nadie más que «el Alto y Sublime, el que habita la eternidad», puede ser llamado eterno. De otros seres, que poseen una inmortalidad derivada, se puede decir que como fueron creados para la eternidad, pueden disfrutar, a través de la benignidad de su Creador, una futura duración eterna. Pero esto difiere tan ampliamente como lo es el este del oeste, cuando se aplica a Aquel de Quien estamos hablando. Solo de Él, Quien posee una auto existencia no derivada, independiente y necesaria se puede decir, ‘el que es y que era y que ha de venir’, excluyendo a todos los demás seres, que es eterno» (Robert Hawker).

Octavo, se le llama «el Paracleto» o «el Consolador» (Juan 14:16) para lo que no se puede dar una mejor traducción, siempre que se tenga en cuenta el significado en español de la palabra. Consolador significa más que Consolador. Se deriva de dos palabras en latín, corn «junto a» y fortis «fuerza». Por lo tanto, un «consolador» es alguien que está al lado del necesitado para fortalecer. Cuando Cristo dijo que Le pediría al Padre que Le diera a Su pueblo «otro Consolador», dio a entender que el Espíritu tomaría Su propio lugar, haciendo por los discípulos, lo que Él había hecho por ellos mientras estuvo con ellos en la tierra. El Espíritu nos fortalece de diversas maneras: Nos consuela cuando estamos abatidos; nos da gracia cuando estamos débiles o tenemos temor, y nos guía cuando estamos turbados.

Cerramos este tema con unas pocas palabras de la pluma del difunto J. C. Philpot (1863): «Que nadie piense que esta doctrina de la distintiva Personalidad del Espíritu Santo es una mera contienda de palabras, o un asunto sin importancia, o una discusión sin provecho, que podemos aceptar o dejar, creer o negar, sin dañar nuestra fe o esperanza. Por el contrario, deje que esto quede grabado firmemente en su mente, que si niega o no cree en la Personalidad del Espíritu bendito, niega y no cree con ella la gran verdad fundamental de la Trinidad. Si la doctrina de usted no es sólida, entonces su experiencia es una ilusión, y su práctica una imposición».

Tememos que el terreno que ahora vamos a pisar será nuevo y extraño para la mayoría de nuestros lectores. En las ediciones de Studies in the Scriptures [Estudios de las Escrituras] de enero y febrero de 1930, escribimos dos artículos bastante extensos sobre «El pacto eterno». En ellos consideramos principalmente la conexión entre el Padre y el Hijo: ahora vamos a abordar la relación del Espíritu Santo en este mismo asunto. Los oficios de Su pacto están íntimamente conectados y de hecho fluyen de Su Deidad y Personalidad, porque si Él no hubiera sido una Persona Divina en la Deidad, no habría tomado parte en el Pacto de Gracia ni podría haberlo hecho. Antes de continuar, definamos nuestros términos.

Por «Pacto de Gracia», nos referimos a ese pacto santo y solemne celebrado entre las augustas Personas de la Trinidad en nombre de los elegidos, antes de la fundación del mundo. Por la palabra «oficios» entendemos la totalidad de esa parte de este pacto sagrado que el Espíritu Santo Se comprometió a realizar. No sea que algunos supongan que la aplicación de tal término a la Tercera Persona de la Deidad sea despectiva a Su inefable majestad, señalemos que de ninguna manera implica subordinación o inferioridad. Significa literalmente un cargo, confianza, deber o empleo particular, conferido para algún fin público o beneficioso. Por eso leemos del «oficio del sacerdote» (Éxodo 28:1; Lucas 1:8), del «oficio» apostólico (Romanos 11:13), etc.

Por tanto, no hay nada incorrecto en usar la palabra «oficio» para expresar las partes diversas que el Hijo y el Espíritu Santo asumieron en el Pacto de Gracia. Como Personas en la Trinidad son iguales; como partes pactantes son iguales; y ello en Su infinita condescendencia Se comprometieron a comunicar a la Iglesia favores y bendiciones indecibles. Sus oficios misericordiosos (que tan bondadosa y voluntariamente abrazaron) no destruyen ni disminuyen esa igualdad original en la que Ellos subsisten desde la eternidad en la perfección y gloria de la esencia divina. De la misma manera en la que el hecho de que Cristo asumiera el «oficio» de «Siervo» no opacó ni canceló Su igualdad como Hijo; asimismo, el hecho de que el Espíritu libremente asumiera el oficio de aplicar los beneficios del pacto eterno (el Pacto de Gracia) a Sus beneficiarios, no mengua Su honor, y gloria esencial y personal.

La palabra «oficio», entonces, aplicada a la obra del pacto del Espíritu Santo, denota lo que Él bondadosamente Se comprometió a realizar mediante un compromiso estipulado y establece, bajo un término integral, la totalidad de Sus benditas promesas y actuaciones en nombre de la elección de gracia .En el pacto mismo (en su realidad y provisiones) hay un remedio singularmente maravilloso y precioso para proporcionar un entendimiento iluminado y un corazón creyente. Que haya existido un Pacto en absoluto, que las tres Personas en la Deidad Se hayan dignado a entrar en un pacto solemne en nombre de una sección de la raza caída, arruinada y culpable de la humanidad, debería llenar nuestras mentes con santo asombro y adoración. Cuán firme se estableció así un fundamento para la salvación de la iglesia. No se dejó lugar para contingencias, no se dejó lugar para incertidumbres; su ser y su bienestar estaban asegurados para siempre por un decreto eterno y convenio inalterable.

Ahora bien, el «oficio» del Espíritu Santo en relación con este «pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado» (2 Samuel 23:5), puede resumirse en una sola palabra: santificación. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad acordó santificar los objetos de la elección eterna del Padre y de la satisfacción redentora del Hijo. La obra de santificación del Espíritu fue tan necesaria, sí, tan indispensable para la salvación de la iglesia, como lo fue la obediencia y el derramamiento de sangre de Cristo. La caída de Adán hundió a la iglesia en inconmensurables profundidades de dolor y miseria. La imagen de Dios en la que habían sido creados sus miembros fue desfigurada. El pecado, como una lepra repugnante, los infectó hasta el fondo del corazón. La muerte espiritual se extendió con efecto fatal sobre todas sus facultades. Pero el misericordioso Espíritu Santo Se comprometió a Si mismo a santificar a esos miserables y prepararlos y adecuarlos para ser participantes de la santidad y vivir para siempre en la presencia inmaculada de Dios.

Sin la santificación del Espíritu, la redención de Cristo no serviría de nada a nadie. Es cierto que Él efectuó una expiación perfecta e introdujo una justicia perfecta, por lo que las personas de los elegidos son reconciliadas legalmente con Dios. Pero Jehová es santo, además de justo, y el poder disfrutar de Su morada también es un asunto santo. Allí ministran santos ángeles cuyo clamor incesante es: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:3). Entonces, ¿cómo podrían los pecadores impíos, no regenerados y no santificados habitar en ese lugar inefable en el que «no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira» (Apocalipsis 21:27)? Pero ¡oh, la maravilla de la gracia del pacto y el amor del pacto! El más vil de los pecadores, el peor de los miserables, el más vil de los mortales, puede y entrará por las puertas a la Ciudad Santa: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11).

De lo dicho en el último párrafo debe quedar claro que la santificación es tan indispensable como la justificación. Ahora bien, hay muchas fases presentadas en las Escrituras de esta importante verdad de la santificación, en las cuales no podemos entrar aquí. Baste decir que ese aspecto que ahora tenemos ante nosotros es la obra bendita del Espíritu sobre el alma, mediante la cual Él internamente hace que los santos sean reunidos para su herencia en la luz (Colosenses 1:12) sin este milagro de gracia, nadie puede entrar al Cielo. «Lo que es nacido de la carne, carne es» (Juan 3:6): no importa cómo sea educado y refinado, no importa cuán disfrazado por ornamentación religiosa, sigue siendo carne. Es como todo lo demás que produce la tierra: ninguna manipulación del arte puede cambiar la naturaleza original de la materia prima.

Ningún proceso de fabricación puede transmutar el algodón en lana, o el lino en seda: trazamos, torcemos, hilamos o tejemos, blanqueamos y revestimos todo lo que podamos, su naturaleza sigue siendo la misma. De modo que los predicadores hechos por hombres y todo el cuerpo de religiosos de las criaturas pueden trabajar día y noche para transformar la carne en espíritu, pueden trabajar desde la cuna hasta la tumba para hacer a las personas aceptas para el Cielo, pero después de todo su trabajo para blanquear al etíope y para mudar las manchas del leopardo, la carne sigue siendo carne y no puede de ninguna manera entrar en el reino de Dios. Nada más que las operaciones sobrenaturales del Espíritu Santo servirán. El hombre no solo está contaminado hasta la médula por el pecado original y actual, sino que hay en él una incapacidad absoluta para comprender, abrazar o disfrutar de las cosas espirituales (1 Corintios 2:14).

La necesidad imperativa, entonces, de la obra de santificación del Espíritu radica no solo en la pecaminosidad del hombre, sino en el estado de muerte espiritual por el cual es tan incapaz de vivir, respirar y actuar hacia Dios, así como el cadáver en el cementerio es incapaz de abandonar la tumba silenciosa y moverse entre los ajetreados lugares de los hombres. De hecho, sabemos poco de la Palabra de Dios al igual que de nuestro propio corazón, si es que necesitamos pruebas de un hecho que nos encontramos a cada paso; la vileza de nuestra naturaleza y la completa muerte de nuestro corazón carnal se nos imponen a diario y cada hora, que son una cuestión de conciencia tan dolorosa para el cristiano, como si viéramos la visión repugnante de un matadero, u oliéramos la mancha de muerte de un cadáver.

Supongamos que un hombre nace ciego: tiene una incapacidad natural para ver. No hay argumentos, licitaciones, amenazas o promesas que puedan hacerle ver. Pero en cuanto se hace el milagro: que el Señor toque los ojos con Su mano Divina; él ve de inmediato. Aunque no puede explicar cómo ni por qué, puede decir a todos los que se oponen: «una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Juan 9:25). Y así es en la obrade santificación del Espíritu, iniciada en la regeneración, cuando se da una nueva vida, se imparte una nueva capacidad, se despierta un nuevo deseo. Se lleva adelante en su renovación diaria (2 Corintios 4:16) y se completa en la glorificación. Lo que quisiéramos enfatizar especialmente es que ya sea que el Espíritu nos esté redarguyendo, obrando el arrepentimiento en nosotros, soplando sobre nosotros el espíritu de oración o tomando las cosas de Cristo y mostrándolas a nuestros corazones gozosos, Él está cumpliendo Sus oficios del pacto. Rindámosle la alabanza y la adoración que Le corresponde.

Para la mayor parte de lo anterior, estamos en deuda con algunos artículos del difunto J. C. Philpot.

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Hacim:
360 s. 35 illüstrasyon
ISBN:
9781629462936
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