Kitabı oku: «El Espíritu Santo», sayfa 4

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Es muy importante que observemos de cerca cómo cada uno de los Tres Eternos Se ha esforzado notablemente por honrar a las otras Personas Divinas (nosotros tenemos que hacer lo mismo de la misma manera particular). ¡Cuán cuidadoso fue el Padre en guardar debidamente la gloria inefable del Amado de Su seno cuando Se despojó de la insignia visible de Su Deidad, tomando forma de siervo: Su voz se escuchó entonces proclamando: «Este es mi Hijo amado». Cuán constantemente el Hijo encarnado desvió la atención de Sí mismo y la dirigió hacia Aquel que Lo había enviado. De la misma manera, el Espíritu Santo no está aquí para glorificarse a Sí mismo, sino más bien a Aquel de Quien es vicario y Abogado (Juan 16:14). Bendito es entonces señalar cuán celosos han sido el Padre y el Hijo por salvaguardar la gloria y proveer para el honor del Espíritu Santo.

«Porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros» (Juan 16:7); Él no hará estas obras mientras yo esté aquí, y yo Le he encomendado todo. Como mi Padre visiblemente «todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Juan 5:22-23), así yo y mi Padre Lo enviaremos, habiéndole encomendado todas estas cosas, para que todos honren al Santo Espíritu, así como honran al Padre y al Hijo. Así, cada una de las Personas es cautelosa y cuidadosa en procurar la honra de las otras en nuestros corazones» (T. Goodwin, 1670).

El advenimiento público del Espíritu, con el propósito de marcar el comienzo y administrar el nuevo pacto, fue segundo en importancia solo hasta la encarnación de nuestro Señor, que sucedió para terminar con la antigua economía y sentar las bases de la nueva. Cuando Dios designó la salvación de Sus elegidos, estableció dos grandes medios: el don de Su Hijo y el don de Su Espíritu para ellos; de ese modo Se glorifica a cada una de las Personas de la Trinidad. Por lo tanto, desde la entrada del pecado, hubo dos grandes cosas que Dios prometió a Su pueblo: El enviar a Su Hijo para obedecer y morir; y el enviar a Su Espíritu para efectuar los frutos de ello. Cada uno de estos dones Divinos fue otorgado de una manera correspondiente al augusto Dador mismo, y a la naturaleza eminente de los dones. Muchos y marcados son los paralelos de correspondencia entre el advenimiento de Cristo y el advenimiento del Espíritu.

1. Dios dispuso que habría una señal acordada al descenso de cada uno de ellos del Cielo a la tierra para el desempeño de la obra que Se les asignó. Así como el Hijo estuvo presente con los israelitas redimidos mucho antes de Su encarnación (Hechos 7:37-38; 1 Corintios 10:4), Dios decretó para Él un advenimiento visible y más formal, que todo Su pueblo conocía —así aunque el Espíritu Santo fue dado para obrar la regeneración en los hombres durante toda la era del Antiguo Testamento (Nehemías 9:20, etc.) y movió a los Profetas a dar sus mensajes (2 Pedro 1:21), sin embargo, Dios ordenó que Él debería tener una llegada en estado, de manera solemne, acompañada de señales visibles y efectos gloriosos.

2. Tanto los advenimientos de Cristo como los del Espíritu fueron el tema de la predicción del Antiguo Testamento. Durante el siglo pasado se ha escrito mucho sobre las profecías mesiánicas, pero las promesas que Dios hizo acerca de la venida del Espíritu Santo constituyen un tema que generalmente es descuidado. Las siguientes son algunas de las principales promesas que Dios hizo para el Espíritu que habría de ser dado y derramado sobre Sus santos: Salmo 68:18; Proverbios 1:23; Isaías 32:15; Ezequiel 36:26, 39:29; Joel 2:28; Hageo 2:9: en ellos el descenso del Espíritu Santo fue anunciado tan definitivamente como lo fue la encarnación del Salvador en Isaías 7:14.

3. Así como Cristo tuvo a Juan el Bautista para anunciar Su encarnación y preparar Su camino, así el Espíritu Santo tuvo a Cristo mismo para predecir Su venida y preparar los corazones de los Suyos para Su advenimiento.

4. Así como no fue hasta que «vino el cumplimiento del tiempo» que Dios envió a Su Hijo (Gálatas 4:4), así no fue hasta que «llegó el día de Pentecostés» que Dios envió Su Espíritu (Hechos 2:1).

5. Así como el Hijo se encarnó en la tierra santa, Palestina, así el Espíritu descendió en Jerusalén.

6. Así como la venida del Hijo de Dios a este mundo fue auspiciosamente señalada por poderosas maravillas y señales, así el descenso de Dios en Espíritu fue asistido y atestiguado por conmovedoras demostraciones de poder Divino. El advenimiento de Cada uno estuvo marcado por fenómenos sobrenaturales: el coro de ángeles (Lucas 2:13) encontró su contraparte en el «sonido del cielo» (Hechos 2:1), y la «gloria» Shekinah (Lucas 2:9) en las «lenguas como de fuego» (Hechos 2:3).

7. Como una estrella extraordinaria marcó la «casa» donde estaba el niño Jesús (Mateo 2:9), así un temblor Divino marcó la «casa» a la que descendió el Espíritu (Hechos 2:2).

8. En relación con el advenimiento de Cristo, hubo un aspecto tanto privado como público: de la misma manera fue con el Espíritu. El nacimiento del Salvador se dio a conocer a unos pocos, pero cuando iba a ser «manifestado a Israel» (Juan 1:31), fue identificado públicamente, porque en Su bautismo los cielos fueron abiertos, el Espíritu descendió sobre Él en forma de paloma, y la voz del Padre Lo reconoció audiblemente como Su Hijo. En consecuencia, el Espíritu fue comunicado a los Apóstoles en privado, cuando el Salvador resucitado «sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20:22); y más tarde Él vino públicamente el día de Pentecostés cuando toda la gran multitud de Jerusalén se dio cuenta de Su llegada (Hechos 2:32-36).

9. El advenimiento del Hijo fue para que Él se encarnara, cuando el Verbo eterno Se hizo carne (Juan 1:14); así también, el advenimiento del Espíritu fue para que Él Se encarnara en los redimidos de Cristo: como el Salvador les había declarado, el Espíritu de verdad «estará en vosotros» (Juan 14:17). Este es un paralelo verdaderamente maravilloso. Así como el Hijo de Dios Se hizo hombre, habitando en un «templo» humano (Juan 2:19), así la Tercera Persona de la Trinidad estableció Su morada en los hombres, a quienes se dice: «¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1 Corintios 3:16). Como el Señor Jesús Le dijo al Padre: «Mas me preparaste cuerpo» (Hebreos 10:5), para que el Espíritu pudiera decirle a Cristo: «Mas me preparaste cuerpo» (cf. Efesios 2:22).

10. Cuando Cristo nació en este mundo, se nos dice que Herodes «se turbó, y toda Jerusalén con él» (Mateo 2:3); de la misma manera, cuando se nos dio el Espíritu Santo, leemos: «Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos» (Hechos 2:5-6).

11. Se había predicho que cuando Cristo apareciera, no sería reconocido ni apreciado (Isaías 53), y así sucedió. De la misma manera, el Señor Jesús declaró: «el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce» (Juan 14:17).

12. Así como las afirmaciones mesiánicas de Cristo fueron puestas en duda, así el advenimiento del Espíritu fue desafiado de inmediato: «Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?» (Hechos 2:12).

13. La analogía es aún más cercana: así como Cristo fue llamado «bebedor de vino» (Mateo 11:19), ¡así se dijo de los llenos del Espíritu: «Están llenos de mosto» (Hechos 2:13)!

14. Así como Juan el Bautista anunció el advenimiento público de Cristo (Juan 1:29), Pedro interpretó el significado del descenso público del Espíritu (Hechos 2:15-36).

15. Dios asignó a Cristo la ejecución de una obra estupenda, la de comprar la redención de Su pueblo; así de la misma manera, se Le ha asignado al Espíritu la tarea trascendental de aplicar eficazmente a Sus elegidos las virtudes y los beneficios de la expiación.

16. Así como en el desempeño de Su obra el Hijo honró al Padre (Juan 14:10), así en el cumplimiento de Su misión el Espíritu glorifica al Hijo (Juan 16:13-14).

17. Como el Padre rindió santa deferencia al Hijo al ordenar a los discípulos: «a él oíd» (Mateo 17:5), de la misma manera el Hijo muestra respeto por Su Paracleto al decir: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apocalipsis 2:7).

18. Así como Cristo encomendó a Sus santos a la seguridad del Espíritu Santo (Juan 16:7; 14:16), el Espíritu entregará a esos santos a Cristo, como la palabra «tomaré» en Juan 14:3 lo implica claramente. Confiamos en que el lector encontrará el mismo deleite espiritual al leer este capítulo que el escritor al prepararlo.

En Pentecostés, el Espíritu Santo vino como nunca antes. Entonces sucedió algo que inauguró una nueva era para el mundo, un nuevo poder para la justicia, una nueva base para el compañerismo. Ese día, el temeroso Pedro se transformó en el intrépido evangelista. Ese día, el vino nuevo del cristianismo rompió los odres viejos del judaísmo, y la Palabra salió en una multiplicidad de lenguas gentiles. Ese día parece que más almas fueron verdaderamente regeneradas que durante los tres años y medio del ministerio público de Cristo. ¿Qué había pasado? No es suficiente decir que el Espíritu de Dios fue dado, porque Él había sido dado mucho antes, tanto a individuos como a la nación de Israel (Nehemías 9:20; Hageo 2:5); no, la pregunta urgente es, ¿en qué sentido fue dado entonces? Esto nos lleva a considerar cuidadosamente el significado del advenimiento del Espíritu.

1. Fue el cumplimiento de la promesa divina. Primero, del Padre mismo. Durante la dispensación del Antiguo Testamento, declaró, una y otra vez, que derramaría el Espíritu sobre Su pueblo (cf. Proverbios 1:23; Isaías 32:15; Joel 2:28, etc.), y ahora estas declaraciones de gracia fueron consumadas. Segundo, de Juan el Bautista. Cuando estaba conmoviendo los corazones de las multitudes con su llamado al arrepentimiento y su llamado al bautismo, muchos pensaron que debía ser el Mesías esperado durante tanto tiempo, pero les declaró: «Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lucas 3:15-16). En consecuencia, lo hizo en el día de Pentecostés, como lo muestra claramente Hechos 2:32-33. Tercero, de Cristo. Siete veces el Señor Jesús confesó que daría o enviaría el Espíritu Santo: Lucas 24:49; Juan 7:37-39; 14:16-19; 14:26; 15:26; 16:7; Hechos 1:5, 8. De estos podemos notar particularmente, «cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre […] él dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26): «Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré» (Juan 16:7).

Lo que sucedió en Juan 20:22 y en Hechos 2 fue el cumplimiento de esas promesas. En ellas contemplamos la fe del Mediador: Él se había apropiado de la promesa que el Padre Le había dado: «Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís» (Hechos 2:33), fue por anticipación de la fe que el Señor Jesús habló como lo hizo en el pasaje anterior.

«El Espíritu Santo fue el regalo de ascensión de Cristo por Dios, para que Él pudiera ser otorgado por Cristo, como Su don de ascensión a la iglesia. Por eso Cristo había dicho: ´He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros´. Este fue el don prometido del Padre al Hijo, y el don prometido del Salvador a Su pueblo creyente. Qué fácil es reconciliar ahora la aparente contradicción de las palabras anteriores y posteriores de Cristo: ‘Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador’; y luego, ‘mas si me fuere, os lo enviaré’. El Espíritu fue la respuesta del Padre a la oración del Hijo, por lo que el don fue transferido por Él al cuerpo místico del que Él es cabeza» (A. T. Pierson en Los hechos del Espíritu Santo).

2. Fue el cumplimiento de un tipo importante del Antiguo Testamento. Es esto lo que nos explica por qué el Espíritu fue dado el día de «Pentecostés», que era una de las principales fiestas religiosas de Israel. Así como hay un significado profundo en el hecho de que Cristo haya muerto el día de la Pascua (siendo el antitipo de Éxodo 12), así también hay una verdad profunda detrás del hecho de la venida del Espíritu 50 días después de la resurrección de Cristo. El tipo está registrado en Levítico 23, al que aquí solo podemos hacer una breve alusión. En Levítico 23:4 leemos: «Estas son las fiestas solemnes de Jehová».

La primera de ellas es la Pascua (versículo 5) y la segunda la de los «panes sin levadura» (versículo 6, etc.). Las dos unidas entre sí hablando del Cristo sin pecado ofreciéndose a Sí mismo como sacrificio por los pecados de Su pueblo. La tercera es la de la «gavilla mecida» (versículo 10, etc.), que fue la «primicia de los primeros frutos» (versículo 10), presentada a Dios «el día siguiente del día de reposo (judío)» (versículo 11), una figura de la resurrección de Cristo (1 Corintios 15:23).

La cuarta es la fiesta de las «semanas» (cf. Éxodo 34:22; Deuteronomio 16:10, 16) así llamada debido a las siete semanas completas de Levítico 23:15; también conocida como «Pentecostés» (que significa «Quincuagésimo») debido a los «cincuenta días» de Levítico 23:16. Fue entonces cuando se empezaba a recoger el resto de la cosecha. En ese día, se requería que Israel presentara a Dios «dos panes para ofrenda mecida», que también eran designados como «primicias para Jehová» (Levítico 23:17). El anti tipo de la salvación de los 3 000 en el día de Pentecostés: las «primicias» de la expiación de Cristo, cf. Santiago 1:18. El primer pan representaba a los redimidos de entre los judíos, el segundo pan era anticipatorio y apuntaba a la reunión de los elegidos de Dios de entre los gentiles, comenzada en Hechos 10.

3. Fue el comienzo de una nueva dispensación. Esto se insinuó claramente en el tipo de Levítico 23, porque en el día de Pentecostés definitivamente se requería que Israel ofreciera «el nuevo grano a Jehová» (Levítico 23:16). Claramente fue anunciado en un tipo aún más importante y significativo, a saber, el del comienzo de la economía mosaica, que tuvo lugar solo cuando la nación de Israel entró formalmente en una relación de pacto con Jehová en el Sinaí. Ahora es muy sorprendente observar que solo pasaron 50 días desde que los hebreos salieron de la casa de servidumbre hasta que recibieron la Ley por boca de Moisés. Salieron de Egipto el día 15 del primer mes (Números 33:3) y llegaron al Sinaí el primero del tercer mes (Éxodo 19:1, nota «en el mismo día»), que sería el cuarenta y seis. ¡Al día siguiente Moisés subió al monte, y tres días después la ley fue dada (Éxodo 19:11)! Asimismo, al igual que hubo un período de 50 días desde la liberación de los israelitas hasta el principio de la economía mosaica, ¡de la misma manera, el mismo tiempo transcurrió entre la resurrección de Cristo (cuando Su pueblo fue liberado del infierno) y el comienzo de la economía cristiana!

El hecho de que una nueva dispensación comenzó en Pentecostés aparece además de las «lenguas como de fuego» (Hechos 2:3). Cuando Juan el Bautista anunció que Cristo bautizaría «en Espíritu Santo y fuego» sus oyentes pudieron haberlo entendido como el castigo sobre otros pueblos ajenos a los judíos, pero a la vez es posible que más bien en sus mentes se hayan despertado otros pensamientos. Quizá ellos recordaron la escena en la que su gran progenitor le preguntó a Dios, Quien le prometió que heredaría esa tierra en la que era extranjero: «Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?» La respuesta fue «un horno humeando, y una antorcha de fuego …» (Génesis 15:17). Recordarían el fuego que vio Moisés en la zarza ardiente. Así como la «columna de fuego» que guiaba por la noche, y el Shekinah que descendía y llenaba el tabernáculo. Por lo tanto, en la promesa del bautismo de fuego, ¡reconocerían de inmediato la proximidad de una nueva manifestación de la presencia y el poder de Dios!

Una vez más, cuando leemos que «se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos» (Hechos 2:3), se encuentra más evidencia de que ahora había comenzado una nueva dispensación. «La palabra ‘sat’ en las Escrituras marca un final y un comienzo. El proceso de preparación ha terminado y el orden establecido ha comenzado. Marca el final de la creación y el comienzo de las fuerzas normales. ‘Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día’. No hay cansancio en Dios. Él no reposó de la fatiga: lo que significa es que toda obra creativa se realizó. La misma figura se usa para el Redentor. De Él se dice ‘habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, (Él) se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas’. Ningún otro sacerdocio se había sentado. Los sacerdotes del Templo ministraban de pie porque su ministerio era provisional y preparatorio, una parábola y una profecía. El propio ministerio de Cristo era parte de la preparación para la venida del Espíritu. Hasta que Él ‘se sentó’ en gloria, no podría haber dispensación del Espíritu… Cuando se completó la obra de la redención, el Espíritu fue dado, y cuando Él vino, ‘se sentó’. Él reina en la Iglesia como Cristo reina en los cielos» (Samuel Chadwick en The Way to Pentecost [El camino a Pentecostés]).

«Hay pocos incidentes más esclarecedores que el registrado en ‘En el último y gran día de la fiesta’ en Juan 7:37-39. La fiesta era la de los Tabernáculos. La fiesta propiamente dicha, duraba siete días, durante los cuales todo Israel habitaba en tiendas. Se ofrecían sacrificios y se observaban ritos especiales. Cada mañana uno de los sacerdotes traía agua del estanque de Siloé, y en medio del toque de trompetas y otras demostraciones de gozo, el agua era vertida sobre el altar. El rito era una celebración y una profecía. Conmemoraba la provisión milagrosa de agua en el desierto, y daba testimonio de la expectativa de la venida del Espíritu. En el séptimo día cesaba la ceremonia del agua derramada, pero el octavo era un día de santa convocación, el día más importante de todos.

«Aquel día no se derramó agua sobre el altar, y fue en el día sin agua que Jesús se paró en el lugar y clamó, diciendo: ‘Si alguno tiene sed, venga a mí y beba’ Luego añadió estas palabras: ´El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva´. El Apóstol agrega el comentario interpretativo: ´Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado´. ´Como dice la Escritura´. No existe tal pasaje en las Escrituras como el citado, sino que la parte profética de la ceremonia del agua se basaba en ciertos símbolos y profecías del Antiguo Testamento en los que el agua fluyó de Sión para limpiar, renovar y fructificar el mundo. Un estudio de Joel 3:18 y Ezequiel 47 proporcionarán la clave del significado tanto del rito como de la promesa de nuestro Señor.

«El Espíritu Santo ‘aún no había venido’, pero fue prometido, y Su venida debería ser del lugar de la sangre, el altar del sacrificio. El Calvario abrió la fuente de la cual brotó la bendición de Pentecostés» (Samuel Chadwick).

4. Era la Gracia de Dios fluyendo hacia los gentiles. Hemos considerado el significado del descenso del Espíritu y hemos señalado que fue el cumplimiento de la promesa Divina, el cumplimiento de los tipos del Antiguo Testamento y el comienzo de una nueva dispensación. También fue la Gracia de Dios fluyendo hacia los gentiles. Pero primero observemos y admiremos la maravillosa gracia de Dios que se extendió a los judíos mismos. En su encargo a los apóstoles, el Señor Jesús dio órdenes de que «se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén» (Lucas 24:47), no porque los judíos tuvieran ya un pacto permanente ante Dios, porque la Nación fue abandonada por Él antes de la crucifixión, cf. Mateo 23:38, sino para mostrar Su inigualable misericordia y soberana benignidad. Por consiguiente, en los Hechos vemos Su amor brillando en medio de la ciudad rebelde. En el mismo lugar donde el Señor Jesús había sido inmolado, ahora se predicaba el Evangelio entero, y tres mil personas eran avivadas por el Espíritu Santo.

Pero el Evangelio ya no estaría restringido a los judíos. Aunque los apóstoles debían comenzar su testimonio en Jerusalén, el glorioso y todo eficaz Nombre de Cristo debía ser proclamado «en todas las naciones». La prueba de esto se dio cuando «varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo» (Hechos 2:5) exclamaron: «¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?» (versículo 8). Era algo completamente nuevo. Hasta ese momento, Dios había usado el hebreo o una modificación del mismo. Por lo tanto, la opinión de Bullinger de que se inauguró entonces una nueva dispensación «judía» (la «pentecostal») es divinamente descartada. Lo que ocurrió en Hechos 2 fue una inversión parcial y en bendito contraste con lo que se registra en Génesis 11. Allí encontramos que «las lenguas se dividieron para destruir una unidad maligna y para mostrar el santo odio de Dios por la iniquidad de Babel». En Hechos 2 tenemos la gracia en Jerusalén, y una unidad nueva y preciosa, que sugiere otro edificio (Mateo 16:18), con piedras vivas; contraste los ‘ladrillos’ de Génesis 11: 3 y su torre (P. W. Heward). En Génesis la división de lenguas fue en juicio; en Hechos 2 las lenguas repartidas eran en gracia; y en Apocalipsis 7:9-10 vemos hombres de todas las lenguas en gloria.

A continuación, consideramos el propósito del descenso del Espíritu.

1. Dar testimonio de la exaltación de Cristo. El Pentecostés fue el sello de Dios sobre el Mesianismo de Jesús. En prueba de Su complacencia y aceptación de la obra sacrificial de Su Hijo, Dios Lo levantó de los muertos, Lo exaltó a Su propia diestra y Le dio el Espíritu para que Lo derramara sobre Su Iglesia (Hechos 2:33). Se ha señalado bellamente que, en el borde del efod que llevaba el sumo sacerdote de Israel, había campanillas de oro y granadas (Éxodo 28:33-34). El sonido de las campanas (y lo que les daba sonido eran sus lenguas) proporcionaba evidencia de que estaba vivo mientras servía en el santuario. El sumo sacerdote era un tipo de Cristo (Hebreos 8:1); el lugar santo era una figura del cielo (Hebreos 9:24); el «estruendo del cielo» y el hablar «en lenguas» (Hechos 2:2,4) eran un testimonio de que nuestro Señor estaba vivo en el cielo, ministrando allí como el Sumo Sacerdote de Su pueblo.

2. Para ocupar el lugar de Cristo. Esto se desprende claramente de Sus propias palabras a los apóstoles: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» (Juan 14:16). Hasta entonces, Cristo había sido su «Consolador», pero pronto regresaría al Cielo; sin embargo, como Él pasó a asegurarles, «No los dejaré huérfanos, vendré a ustedes» (interpretación marginal de Juan 14:18); Él «vino» a ellos corporativamente después de Su resurrección, pero «vino» a ellos espiritual y permanentemente en la Persona de Su Adjunto en el día de Pentecostés. El Espíritu, entonces, llena el lugar en la tierra de nuestro Señor ausente en el Cielo, con esta ventaja adicional de que, durante los días de Su carne, el cuerpo del Salvador lo confinó a un lugar, mientras que el Espíritu Santo, no habiendo asumido un cuerpo como el modo de Su encarnación, reside por igual y en todo lugar en cada creyente y permanece en él.

3. Promover la causa de Cristo. Esto se desprende claramente de Su declaración sobre el Consolador: «El me glorificará» (Juan 16:14). La palabra «Paracleto» (traducida como «Consolador» en todo el Evangelio) también se traduce como «Abogado» en 1 Juan 2:1, y un «abogado» es alguien que aparece como representante de otro. El Espíritu Santo está aquí para interpretar y vindicar a Cristo, para administrar por Cristo en Su Iglesia y Reino. Él está aquí para lograr Su propósito redentor en el mundo. Él llena el Cuerpo místico de Cristo, dirigiendo sus movimientos, controlando a sus miembros, inspirando su sabiduría, supliendo su fuerza. El espíritu Santo Se convierte para el creyente individualmente y para la iglesia colectivamente en todo lo que Cristo hubiera sido si hubiera permanecido en la tierra. Además, busca a cada uno de aquellos por quienes Cristo murió, los vivifica a una vida nueva, los redarguye de pecado, les da fe para aferrarse a Cristo y los hace crecer en gracia y ser fructíferos.

Es importante ver que la misión del Espíritu tiene el propósito de continuar y completar la de Cristo. El Señor Jesús declaró: «Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido? De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!» (Lucas 12:49-50). La predicación del Evangelio debía ser como «fuego en la tierra», dando luz y calor a los corazones humanos; fue «encendido» entonces, pero se propagaría mucho más rápidamente después. Hasta Su muerte, Cristo fue «angustiado»: el propósito de Dios no consistía en que el Evangelio fuera predicado más abierta y extensamente; sino que después de la resurrección de Cristo, se extendería a todas las naciones. Después de la ascensión, Cristo ya no fue «angustiado» y el Espíritu fue derramado en la plenitud de Su poder.

4. Para investir a los siervos de Cristo. «Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:49) había sido la palabra de Cristo a Sus apóstoles. Suficiente para que el discípulo sea como su Maestro. Él había esperado, esperado hasta los 30 años, antes de ser «ungido a predicar buenas nuevas» (Isaías 61:1). El siervo no está por encima de su Señor: si Él estaba en deuda con el Espíritu por el poder de Su ministerio, los apóstoles no deben intentar su obra sin la unción del Espíritu. En consecuencia, esperaron y el Espíritu vino sobre ellos. Todo cambió: la osadía suplantó al miedo, la fuerza vino en lugar de la debilidad, la ignorancia dio lugar a la sabiduría, y a través de ellos se obraron poderosas maravillas.

A los apóstoles que había escogido, el Salvador resucitado «les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre», asegurándoles que «recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:2, 4, 8). En consecuencia, leemos que, «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos» (Hechos 2:1): su unidad de mente evidentemente recordó el mandato y la promesa del Señor, y su expectativa confiada de su cumplimiento. El «día» judío era desde la puesta del sol hasta la puesta del sol siguiente, y como lo que sucedió aquí en Hechos 2 ocurrió durante las primeras horas de la mañana, probablemente poco después del amanecer, se nos dice que el día de Pentecostés había «llegado plenamente».

Las marcas externas del advenimiento del Espíritu fueron tres: «del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba», las «lenguas repartidas, como de fuego» y el hablar «en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen». En cuanto el significado preciso de estos fenómenos, y la incidencia práctica de ellos en nosotros hoy, ha existido gran diferencia de opinión, especialmente durante los últimos 30 años. Dado que Dios mismo no ha considerado conveniente proporcionarnos una explicación completa y detallada de ellos, corresponde a todos los intérpretes hablar con reserva y reverencia. De acuerdo con nuestra propia medida de luz, trataremos brevemente de señalar algunas de las cosas que parecen más obvias.

Primero, el «viento recio que soplaba» que llenaba toda la casa era la señal colectiva, en la que, aparentemente, todos los 120 de Hechos 1:15 compartían. Este fue un emblema de la energía invencible con la que la Tercera Persona de la Trinidad obra en los corazones de los hombres, derribando toda oposición ante Él, de una manera que no se puede explicar (Juan 3:8), pero que es evidente de inmediato por los efectos producidos. Así como el curso de un huracán puede rastrearse claramente después de su paso, la obra transformadora del Espíritu en la regeneración se manifiesta de manera inequívoca a todos los que tienen ojos para ver las cosas espirituales.

En segundo lugar, «y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos» (Hechos 2:3), es decir, sobre los Doce, y solo sobre ellos. La prueba de esto es contundente. Primero, fue solo a los Apóstoles a quienes el Señor les habló en Lucas 24:49. Segundo, solo a ellos, por el Espíritu, les dio mandamientos después de Su resurrección (Hechos 1:2). Tercero, solo a ellos les dio la promesa de Hechos 1:8. Cuarto, al final de Hechos 1 leemos, «(Matías) fue contado con los once Apóstoles». Hechos 2 comienza con «Cuando» conectándolo con 1:26 y dice, «(los Doce) estaban todos unánimes juntos» y el Espíritu ahora «se asentó» sobre ellos (Hechos 2:3). Quinto, cuando la multitud asombrada se reunió, exclamaron: «¿no son galileos todos estos que hablan?» (Hechos 2: 7), ¡es decir, los «hombres (en griego, «varones») de Galilea» de 1:11! En sexto lugar, en Hechos 2:14-15, leemos: «Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les habló diciendo: Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. Porque éstos no están ebrios», ¡la palabra «éstos» sólo puede referirse a los «once» que están de pie con Pedro!

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