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Capítulo 2
LA SOBERANÍA DE DIOS
EN LA CREACIÓN

“Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apocalipsis 4:11).

Habiendo visto que la soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios, observemos ahora cómo este carácter soberano imprime su sello sobre todos Sus caminos y Su proceder.

En el gran espacio de la eternidad, que se extiende antes de Génesis 1:1, el universo no había nacido aún y la Creación existía tan solo en la mente del Gran Creador. En Su majestad soberana, Dios vivía solo. Nos referimos a aquel período tan distante, antes de la Creación de los cielos y la tierra. Pero aún en aquel tiempo (si tiempo puede llamarse) Dios era soberano. Podía crear o no crear conforme a Su buena voluntad. Podía crear un mundo o un millón de mundos y, ¿quién habría de resistir Su voluntad? Podía llamar a la existencia a un millón de criaturas diferentes y colocarlas en absoluta igualdad, dotándolas de las mismas facultades y colocándolas en el mismo ambiente; o podía crear un millón de criaturas, todas diferentes entre sí, sin más característica común que su carácter de criaturas y, ¿quién habría de discutir Su derecho a hacerlo? Si quería, podía llamar a la existencia a un mundo tan inmenso que sus dimensiones escaparan por completo al alcance del cálculo finito, como crear un organismo tan pequeño que ni aún el más poderoso microscopio hubiera podido revelar su existencia al ojo humano. Quedaba dentro de Su derecho soberano tanto el crear al exaltado serafín para que brillara en torno a Su trono, como al diminuto insecto que muere en la misma hora en que nace. Si el Dios poderoso, en lugar de una uniformidad completa, hubiera decidido crear una vasta variedad en Su universo, desde el más sublime serafín al reptil que se arrastra silencioso, desde los mundos que giran en torno a sus ejes a los átomos que flotan en el espacio, del macrocosmos al microcosmos, ¿quién habría de disputar Su soberana voluntad? Consideren, pues, la acción de la soberanía divina mucho antes de que el hombre viera la luz. ¿Con quién consultó Dios en la Creación y disposición de Sus criaturas? Vean los pájaros volando por el aire, las bestias vagando por la tierra, los peces nadando en el mar y luego pregunten: ¿Quién los hizo diferentes entre sí? ¿No fue su Creador el que soberanamente les asignó sus diversos lugares y características?

Levanten los ojos al cielo y observen los misterios de la soberanía divina: «Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria» (1 Corintios 15:41). Pero, ¿por qué? ¿Por qué había de ser el sol más glorioso que los planetas que giran alrededor suyo? ¿Por qué había de haber estrellas de primera magnitud y otras inferiores? ¿Por qué tan sorprendentes desigualdades? ¿Y por qué había de haber estrellas fugaces o estrellas errantes (Judas 13)? La única respuesta posible es la siguiente: «Y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Apocalipsis 4:11).

Contemplemos ahora nuestro propio planeta. ¿Por qué dos terceras partes de su superficie habían de estar cubiertas de agua y por qué tan enorme extensión de la otra tercera parte restante había de ser inadecuada para el cultivo o la vivienda? ¿Por qué había de haber vastas porciones de pantanos, desiertos y bancos de hielo? ¿Por qué un país habría de ser tan inferior topográficamente a otro? ¿Por qué uno habría de ser fértil y otro casi estéril? ¿Por qué uno habría de ser rico en minerales y otro no producir ninguno? ¿Por qué el clima de uno habría de ser grato y saludable y el de otro todo lo contrario? ¿Por qué habría de abundar el uno en ríos y lagos, y otro estar casi desprovisto de ellos? ¿Por qué uno había de estar constantemente sacudido por terremotos y otro no conocerlos? ¿Por qué? Porque así agradó al Creador y Sustentador de todas las cosas.

Contemplemos el reino animal y observemos la maravillosa variedad del mismo. ¿Es posible comparar entre el león y el cordero, el oso y el cabrito, el elefante y el ratón? Algunos como el caballo y el perro, están dotados de gran inteligencia; mientras otros, como las ovejas y los cerdos, casi carecen de ella. ¿Por qué? Algunos están destinados a ser bestias de carga, mientras otros disfrutan de una vida de libertad. ¿Por qué la mula y el asno habían de estar encadenados a una vida de afanoso trabajo, mientras se permite que el león y el tigre vaguen por la selva a su gusto? Algunos sirven de alimento al hombre, otros no; algunos son hermosos, otros feos; algunos están dotados de gran fortaleza, otros parecen ser completamente impotentes; algunos son ligeros en el andar, otros apenas pueden arrastrarse; algunos son útiles al hombre, otros parecen carecer de todo valor; unos viven muchos años, otros unos cuantos meses; unos son mansos, otros son feroces. Y, ¿por qué todas estas variaciones y diferencias? Lo que hemos dicho sobre los animales cuadrúpedos, se puede aplicar igualmente a las aves y peces.

Pero ahora consideremos el reino vegetal. ¿Por qué las rosas habían de tener espinas, mientras los lirios no las tienen? ¿Por qué una flor había de exhalar aroma fragante y otra no tener ninguno? ¿Por qué un árbol había de llevar fruto comestible y otro venenoso? ¿Por qué una planta había de resistir la helada y otra marchitarse con ella? ¿Por qué un manzano había de ir cargado de manzanas, y otro árbol de la misma edad y en el mismo huerto ser casi estéril? ¿Por qué una planta había de florecer doce veces al año y otra sólo una vez cada siglo? Verdaderamente «todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos» (Salmo 135:6).

Consideremos ahora las huestes angélicas. Cualquiera hubiera dicho que aquí encontraríamos uniformidad; pero no es así. Como en otros campos, también en este se muestra la misma voluntad soberana del Creador. Algunos de estos seres tienen un rango más elevado que otros; son más poderosos y están más cerca de Dios. La Escritura revela una jerarquía concreta y bien definida en las filas angélicas. De arcángel pasando por serafín y querubín, llegamos a los «principados y autoridades» (Efesios 3:10) y de los principados y potestades a los «gobernantes» (Efesios 6:12) y luego a los propios ángeles, y aun entre ellos leemos de «los ángeles escogidos» (1 Timoteo 5:21). De nuevo preguntamos: ¿Por qué esta desigualdad, esta diferencia en rangos y orden? Todo lo que podemos responder es: «Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho» (Salmo 115:3).

Por tanto, si vemos la soberanía de Dios desplegada en toda la Creación, ¿por qué ha de considerarse cosa extraña si la contemplamos actuando en la raza humana? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que Dios se complazca en dar cinco talentos a uno y a otro solamente uno? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña si uno nace con una constitución robusta y otro hijo de los mismos padres es débil y enfermizo? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña que Abel muera en la flor de su juventud, mientras que se permite que Caín siga viviendo durante años? ¿Por qué ha de considerarse extraño que unos nazcan negros y otros blancos; unos discapacitados y otros con elevadas dotes intelectuales; unos pasivos y otros rebosantes de dinamismo; unos con temperamento egoísta, rebelde, ambicioso, y otros abnegados, sumisos y desprendidos? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que la naturaleza dote a algunos para dirigir y gobernar, mientras otros son solamente aptos para seguir y servir? La herencia y el medio ambiente no pueden explicar todas estas variaciones y desigualdades. No; es Dios Quien hace la diferencia. ¿Por qué? «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mateo 11:26), ha de ser nuestra respuesta.

Debemos aprender esta verdad básica: el Creador es soberano absoluto, ejecuta Su propia voluntad, efectúa lo que Le agrada y no considera sino Su propia gloria. «Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo» (Proverbios 16:4). ¿Y acaso no tenía perfecto derecho a hacerlo? Puesto que Dios es Dios ¿quién pretenderá disputar Sus decisiones? Murmurar contra Él es solamente rebelión; discutir Sus caminos es contradecir Su sabiduría; criticarle es pecado de la peor especie. ¿Hemos olvidado Quién es Él? «Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?» (Isaías 40:17–18).

Capítulo 3
LA SOBERANÍA DE DIOS EN
SU ADMINISTRACIÓN

“Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos” (Salmo 103:19).

Primero, una palabra referente a la necesidad de que Dios gobierne el mundo material. Supongamos lo contrario por un momento. Supongamos que Dios creó el mundo, designó y estableció ciertas leyes (lo que los hombres denominan «las leyes de la naturaleza») y que, habiéndolo creado, se retiró abandonándolo a su suerte y a dichas leyes. Si así fuera, tendríamos un mundo sobre el cual no habría ningún Administrador inteligente que lo presidiera, un mundo controlado solamente por leyes impersonales; concepto digno del materialismo burdo y el ateísmo puro. Sin embargo, supongámoslo por un momento; y a la luz de tal suposición, ponderemos con detenimiento la siguiente pregunta: ¿Qué garantía tenemos de que en algún día cercano el mundo no sea destruido? Basta una observación superficial a «las leyes de la naturaleza» para percatarnos de que no trabajan uniformemente. Prueba de ello es que ninguna estación del año es igual a otra. Si las leyes de la naturaleza son irregulares en su operación, ¿qué garantía tenemos de que alguna catástrofe no azote nuestra tierra? «El viento sopla de donde quiere» (Juan 3:8), lo cual significa que el hombre no puede sujetarlo ni obstaculizarlo. A veces sopla con gran furor, y bien podría aumentar repentinamente en volumen e intensidad, hasta convertirse en un huracán de proporciones mundiales. Si no hay otras leyes que las de la naturaleza para regular el viento, quizá mañana pueda producirse un tornado tremendo que barra y destruya todo lo que existe sobre la superficie de la tierra. ¿Qué garantía tenemos contra semejante calamidad? En los últimos años hemos oído y leído mucho sobre nubes que se descargan e inundan comunidades enteras, causando espantosos estragos. Si el hombre es impotente ante estas cosas, si la ciencia no puede poner remedio alguno a que esto ocurra, ¿cómo sabremos que estas nubes no van a multiplicarse indefinidamente y que la tierra no será inundada por el torrente? De todas formas no sería nada nuevo; ¿por qué no habría de repetirse el diluvio de los tiempos de Noé? ¿Y qué decir de los terremotos? Cada cierto número de años, alguna isla o alguna gran ciudad es barrida de la faz de la tierra por uno de ellos; ¿y qué puede hacer el hombre? ¿Dónde está la garantía de que dentro de poco un terremoto de tremendas proporciones no vaya a destruir el mundo entero? Confiamos en que todo lector comprenda lo que estamos procurando demostrar: si negamos que Dios está gobernando la materia, si negamos que Él es «quién sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (Hebreos 1:3), ¡desaparecería todo sentido de seguridad!

Sigamos un razonamiento similar en lo que respecta a la raza humana. ¿Está Dios gobernando este mundo? ¿Está Él rigiendo los destinos de las naciones, controlando la marcha de los imperios, determinando la duración de las dinastías? ¿Ha prescrito Él los límites de los malhechores diciendo: «hasta aquí llegarás»? Supongamos por un momento lo contrario. Supongamos que Dios ha dejado la dirección en manos de Sus criaturas y veamos a dónde nos conduce tal suposición. Supongamos que todo hombre viene a este mundo dotado de una voluntad completamente libre y que es imposible controlarlo sin destruir su libertad. Vamos a suponer que además del conocimiento del bien y del mal, tiene el poder de escoger entre ellos, y que es completamente libre para decidir su propio camino ¿que significaría eso? bueno, la conclusión sería que el hombre es soberano, porque él estaría haciendo según su voluntad, constituyéndose como el arquitecto de su futuro. Pero en tal caso no tendríamos seguridad de que por mucho tiempo el hombre rechazara el mal y escogiera el bien. Si así fuera, no tendríamos garantía alguna de que la raza humana no cometería un suicidio moral. Si se eliminaran todos los frenos divinos y el hombre quedara absolutamente libre para hacer lo que gustase, todas las distinciones éticas pronto desaparecerían, la barbarie predominaría universalmente y un caos infernal se enseñorearía de la tierra. ¿Por qué no? Si una nación quita a sus gobernantes y repudia su constitución, ¿qué impide que todas las naciones hagan lo mismo?

Si hace poco más de cien años la sangre de los revoltosos corría por las calles de París, ¿qué certeza tenemos que antes de terminar el presente siglo cada ciudad de este mundo no va a presenciar un espectáculo similar? ¿Qué impide que el desorden y la anarquía lleguen a ser universales? Y es debido a estos interrogantes que nos hemos propuesto demostrar la necesidad, la permanente necesidad, de que Dios ocupe el trono, tome el principado sobre Su hombro y controle las actividades y destinos de Sus criaturas.

¿Pero acaso tiene algún problema el hombre de fe en percibir el gobierno de Dios sobre este mundo? ¿Acaso no puede el ojo ungido discernir, incluso entre tanta confusión y caos, que la mano de Dios controla y dirige los asuntos de los hombres, incluso aquellos relativos a la vida cotidiana? Consideren por ejemplo al labrador y sus cultivos, ¿qué pasaría si Dios no los controlara? ¿Qué impediría que todos ellos sembraran pasto en sus tierras cultivables y se dedicaran solamente a la crianza del ganado? Si así fuera, ¡habría una hambruna mundial de trigo y maíz! Y en cuanto al trabajo del correo. Supongamos que a todos se les ocurriera escribir cartas solamente los lunes, entonces los responsables no podrían manejar el correo de los martes. Lo mismo con los que atienden en las tiendas. ¿Qué pasaría a cada ama de casa se le ocurriera hacer compras los miércoles y se quedaran en casa los demás días? Pero en lugar de que ocurran tales cosas, existen granjeros en diferentes países que crían el ganado y que cultivan granos de diferente tipo para proveer a las casi incalculables necesidades de la raza humana, el correo se distribuye casi uniformemente a lo largo de toda la semana, y algunas personas compran los lunes, otras el martes y así sucesivamente. ¿Acaso estas cosas no evidencian que la mano de Dios controla y domina sobre todas las cosas?

Habiendo demostrado de manera resumida la necesidad imperiosa de que Dios reine sobre este mundo, observemos ahora el hecho de que Dios efectivamente gobierna y que Su dominio se extiende a todas las cosas y todas las criaturas y es ejercido sobre ellas.

1. Dios gobierna la materia inanimada.

El hecho de que Dios gobierna la materia inanimada y que esta materia cumple Su deseo y lleva a cabo Sus decretos, se demuestra claramente en el propio hecho de la revelación divina. «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz (…) Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así (…) Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así». (Génesis 1:3, 9, 11) Como declara el salmista: «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó y existió» (Salmo 33:9).

Lo que se declara en el primer capítulo de Génesis se ilustra después en toda la Biblia. Cuando las iniquidades de los hombres antes del diluvio habían alcanzado su plenitud, Dios dijo: «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá» (Génesis 6:17); y en cumplimiento de esto leemos: «El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Génesis 7:11–12).

Observemos también el control absoluto y soberano de Dios sobre la materia inanimada en las plagas de Egipto. A su mandato, la luz fue convertida en tinieblas y un río en sangre; cayó granizo y la muerte se apoderó del impío país del Nilo, hasta que su altivo monarca se vio obligado a clamar pidiendo liberación. Notemos particularmente cómo la Escritura hace énfasis aquí en el control absoluto de Dios sobre los elementos:

Y Moisés extendió su vara hacia el cielo, y Jehová hizo tronar y granizar, y el fuego se descargó sobre la tierra; y Jehová hizo llover granizo sobre la tierra de Egipto. Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada. Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo destrozó el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país. Solamente en la tierra de Gosén, donde estaban los hijos de Israel, no hubo granizo (Éxodo 9:23–26). La misma distinción se observa en conexión con la novena plaga: «Jehová dijo a Moisés: Extiende tu mano hacia el cielo, para que haya tinieblas sobre la tierra de Egipto, tanto que cualquiera las palpe. Y extendió Moisés su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones» (Éxodo 10:21–23).

Los ejemplos mencionados no son casos aislados. Ante el decreto de Dios, el fuego y el azufre descendieron del cielo y las ciudades del llano fueron destruidas, al tiempo que un fértil valle quedaba convertido en un nauseabundo mar de muerte. A su mandato, las aguas del Mar Rojo se dividieron para que los israelitas pasaran en seco y a Su palabra se volvieron a juntar destruyendo a los egipcios que los perseguían. Una palabra Suya y la tierra abrió sus fauces para tragarse a Coré y a su grupo de rebeldes. El horno de Nabucodonosor fue calentado «siete veces más» su temperatura normal y en él fueron echados tres hijos de Dios; pero el fuego ni siquiera quemó sus ropas, aunque mató a los hombres que se habían acercado a él.

¡Qué formidable demostración del poderoso gobierno del Creador sobre los elementos nos fue ofrecida cuando, hecho carne, habitó entre los hombres! Véanle dormido en la barca. Se levanta la tormenta, el viento ruge y las olas azotan con furor. Los discípulos están con Él, temerosos de que su pequeña embarcación se inunde, despiertan a su Señor, diciendo: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» Y entonces leemos: «Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza» (Marcos 4:38–39). Observen también cómo el mar, ante la voluntad de su Creador, lo sostuvo sobre sus olas. A Su palabra la higuera se secó; a Su contacto la enfermedad huyó instantáneamente.

Las grandes luminarias celestes son también gobernadas por su Hacedor y obedecen Su voluntad soberana. Tomemos dos ilustraciones. Al mandato de Dios el sol retrocedió diez grados en el reloj de Acaz para ayudar a la débil fe de Ezequías (2 Reyes 20:11). En tiempos del Nuevo Testamento, Dios hizo que una estrella anunciara la encarnación de Su Hijo, la estrella que se apareció a los magos de oriente, de la cual se nos dice que: «iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño» (Mateo 2:9).

¡Cuán descriptiva es esta declaración!: «El envía su palabra a la tierra; velozmente corre su palabra. Da la nieve como lana, y derrama la escarcha como ceniza. Echa su hielo como pedazos; ante su frío, ¿quién resistirá? Enviará su palabra, y los derretirá; soplará su viento, y fluirán las aguas» (Salmo 147:15–18). Las mutaciones de los elementos están sujetas al control soberano de Dios. Es Dios Quien retiene la lluvia y es Dios Quien la da cuando quiere, como quiere y a quien quiere. Los observatorios meteorológicos se atreven a predecir el tiempo, pero ¡cuán frecuentemente se burla Dios de sus cálculos! Las «manchas» solares, las actividades cambiantes de los planetas, la aparición y desaparición de los cometas, las perturbaciones atmosféricas, son simples causas secundarias, pues tras ellas está Dios mismo. Habla Su Palabra una vez más: «También os detuve la lluvia tres meses antes de la siega; e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover; sobre una parte llovió, y la parte sobre la cual no llovió, se secó. Y venían dos o tres ciudades a una ciudad para beber agua, y no se saciaban; con todo, no os volvisteis a mí, dice Jehová. Os herí con viento solano y con oruga; la langosta devoró vuestros muchos huertos y vuestras viñas, y vuestros higuerales y vuestros olivares; pero nunca os volvisteis a mí, dice Jehová. Envié contra vosotros mortandad tal como en Egipto; maté a espada a vuestros jóvenes, con cautiverio de vuestros caballos, e hice subir el hedor de vuestros campamentos hasta vuestras narices; mas no os volvisteis a mí, dice Jehová» (Amós 4:7–10).

He aquí pues, que Dios gobierna verdaderamente la materia inanimada. La tierra y el aire, el fuego y el agua, el granizo y la nieve, los vientos tormentosos y los mares alborotados. Todos cumplen la palabra de Su potencia y realizan Su voluntad soberana. Por consiguiente, cuando nos quejamos del tiempo, estamos en realidad murmurando contra Dios.

2. Dios gobierna a las criaturas irracionales.

¡Qué ilustración tan sorprendente del gobierno de Dios sobre el reino animal encontramos en Génesis 2:19!: «Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre». Si se objetara que esto ocurrió en el Edén, y antes de la caída de Adán y la maldición consiguiente sobre toda criatura, acudiríamos al hecho histórico del Diluvio, donde otra vez Dios mostró evidentemente Su gobierno soberano sobre los animales. Observen en este texto cómo Dios hizo que viniera a Noé toda clase de criaturas vivientes: «Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo; macho y hembra serán. De las aves según su especie, y de las bestias según su especie, de todo reptil de la tierra según su especie, dos de cada especie entrarán contigo, para que tengan vida» (Génesis 6:19–20). Todos estaban bajo el control soberano de Dios. El león de la selva, el elefante del bosque el oso polar, la terrible pantera, el lobo indomable, el tigre sanguinario, el águila de altísimo vuelo y el cocodrilo que se arrastra, todos, con su ferocidad nativa, ¡se someten dócilmente a la voluntad de su Creador y vienen al arca de dos en dos!

Nos hemos referido a las plagas enviadas sobre Egipto como ilustración del control del Creador sobre la materia inanimada, pero volvamos de nuevo a ellas parea ver cómo hablan del perfecto dominio de Dios sobre las criaturas irracionales. A Su palabra, el río produjo ranas en abundancia que penetraron en el palacio de Faraón y en las casas de sus siervos; y, contrariamente a sus instintos naturales, se introdujeron en las camas, en los hornos y en las artesas (Éxodo 8:3). Enjambres de moscas invadieron la tierra de Egipto, sin embargo, ¡no las hubo en tierra de Gosén! (Éxodo 8:22). Después, el ganado enfermó repentinamente y leemos: «he aquí la mano de Jehová estará sobre tus ganados que están en el campo, caballos, asnos, camellos, vacas y ovejas, con plaga gravísima. Y Jehová hará separación entre los ganados de Israel y los de Egipto, de modo que nada muera de todo lo de los hijos de Israel. Y Jehová fijó plazo, diciendo: Mañana hará Jehová esta cosa en la tierra. Al día siguiente Jehová hizo aquello, y murió todo el ganado de Egipto; mas del ganado de los hijos de Israel no murió uno» (Éxodo 9:3–6). De manera semejante Dios envió una plaga de langostas a Faraón y a su tierra, designando el tiempo de su visitación, determinando su marcha destructora, y marcando los límites de sus destrozos.

No son los ángeles los únicos que obedecen los mandatos de Dios, sino que también las bestias hacen según Él quiere. He aquí que el arca sagrada, el arca del pacto, está en el país de los filisteos. ¿Cómo ha de ser devuelta a su tierra? Noten los medios que Dios utilizó y cuán completamente estaban bajo su control: «Entonces los filisteos, llamando a los sacerdotes y adivinos, preguntaron: ¿Qué haremos del arca de Jehová? Hacednos saber de qué manera la hemos de volver a enviar a su lugar (…) Haced, pues, ahora un carro nuevo, y tomad luego dos vacas que críen, a las cuales no haya sido puesto yugo, y uncid las vacas al carro, y haced volver sus becerros de detrás de ellas a casa. Tomaréis luego el arca de Jehová, y la pondréis sobre el carro, y las joyas de oro que le habéis de pagar en ofrenda por la culpa, las pondréis en una caja al lado de ella; y la dejaréis que se vaya. Y observaréis; si sube por el camino de su tierra a Bet–semes, él nos ha hecho este mal tan grande; y si no, sabremos que no es su mano la que nos ha herido, sino que esto ocurrió por accidente». ¿Y qué ocurrió? ¡Cuán sorprendente es lo que sigue! «Y las vacas se encaminaron por el camino de Bet–semes, y seguían camino recto, andando y bramando, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda» (1Samuel 6). Igualmente sorprendente es el caso de Elías: «Y vino a él palabra de Jehová, diciendo: Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de Querit, que está frente al Jordán. Beberás del arroyo; y yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer» (1 Reyes 17:2–4). El instinto natural de estas aves de presa fue reprimido y en vez de comerse los alimentos, los llevaron al siervo de Jehová en su solitario retiro.

¿Son necesarias más pruebas? No hay que ir lejos para encontrarlas. Dios hace que una asna muda reprenda la locura del profeta. Envía dos osas de los bosques a devorar a cuarenta y dos de los atormentadores de Eliseo. En cumplimiento de Su palabra, hace que los perros coman la carne de la impía Jezabel. Sella las bocas de los leones de Babilonia cuando Daniel es echado en el foso, aunque más tarde hace que devoren a los acusadores del profeta. Prepara un gran pez para que trague al desobediente Jonás, y al llegar la hora ordenada, le obliga a vomitarlo en tierra seca. A Su mandato y en cumplimiento de Su palabra, un pez lleva a Pedro una moneda para el tributo. Así vemos que Dios reina sobre las criaturas irracionales, bestias del campo, aves del aire y peces del mar; obedecen Su mandato soberano.

3. Dios gobierna a los hijos de los hombres.

Nos damos perfecta cuenta de que esta es la parte más difícil de nuestro tema y, por consiguiente, nos ocuparemos de ella más extensamente en las páginas que siguen; pero de momento, y antes de entrar en detalles, vamos a considerar el hecho del gobierno de Dios sobre los hombres en general.

Nos vemos confrontados con ciertas alternativas entre las cuales hemos de escoger: Dios gobierna o es gobernado; Dios dirige o es dirigido; Dios hace lo que quiere o lo hacen los hombres.

¿Y es difícil escoger entre estas dos alternativas? ¿Diremos que el hombre es un ser tan rebelde que escapa al control de Dios? ¿Diremos que el pecado ha enajenado al pecador, apartándolo del Dios tres veces Santo de tal forma que ahora se encuentra fuera del ámbito de Su jurisdicción? ¿O diremos que, por haber sido el hombre dotado de responsabilidad moral, Dios ha de dejarlo enteramente sin control por lo menos durante el período de su examen? ¿Se desprende necesariamente, por el hecho de que el hombre natural es un proscrito enemigo del cielo y un faccioso que se opone al gobierno divino, que Dios es impotente para cumplir Sus propósitos por medio de él? Lo que queremos decir es, no solamente que Él puede encaminar a bien los efectos de las acciones de los malhechores, ni que traerá a los impíos ante Su tribunal para que se pronuncie contra ellos sentencia condenatoria (pues esto lo creen también muchas personas que no son cristianas); sino que cada uno de los actos del más desobediente de Sus súbditos está enteramente bajo Su control. Más aún, que dicha criatura, sin saberlo, está llevando a cabo los designios secretos del Altísimo. ¿No fue así en el caso de Judas? ¿Es posible escoger un caso más extremo? Por tanto, si aquel rebelde estaba efectuando el designio de Dios, ¿no hemos de pensar lo mismo de todos los demás?

Nuestro objetivo aquí no es llevar a cabo una encuesta filosófica ni llegar a una conclusión de tipo metafísico, sino cerciorarnos de las enseñanzas de la Escritura sobre este profundo tema. ¡A la ley y al testimonio!, pues solamente allí podemos aprender del gobierno divino: Su carácter, Su designio, Su modus operandi y Su alcance. ¿Qué es, pues, lo que ha agradado a Dios revelarnos en Su bendita Palabra referente a Su control sobre las obras de Sus manos y particularmente sobre aquella que, en su origen, fue hecha a Su propia imagen y semejanza?

«En él vivimos, y nos movemos, y somos» (Hechos 17:28). ¡Qué afirmación tan impactante! Noten que estas palabras no iban dirigidas a una de las iglesias de Dios, ni a un grupo de santos que hubiera alcanzado un plano de elevada espiritualidad, sino a un público pagano, a los que adoraban al «Dios no conocido» y a los que se burlaban cuando oían hablar de la resurrección de los muertos. No obstante, el apóstol Pablo no vaciló en declarar enfáticamente a los filósofos atenienses, a los epicúreos y a los estoicos, que vivían, se movían y tenían su ser en Dios, lo cual no sólo significaba que debían su existencia y preservación a Aquel que hizo el mundo y todo lo que en él hay, sino también que sus mismas acciones estaban bajo la administración y control del Dios de los cielos y la tierra (cf. Daniel 5:23).

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Hacim:
331 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9781629462585
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