Kitabı oku: «Estética, política y música en tiempos de la Encyclopédie», sayfa 2

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Enardecido por la composición de esta obra –prosigue Jean-Jacques–, sentí un gran anhelo por oírla, y hubiese dado todo el mundo por verla representar a mi capricho, a puertas cerradas, como se dice que Lully hizo una vez representar Armide para él solo. Como no era posible tener este placer más que con el público, era preciso, […] para gozar de mi obra, hacer que pasase a la Ópera.40

El 18 de octubre, siete semanas después del estreno de La Serva padrona y cuatro antes de la aparición del primer panfleto de la disputa, se estrena en Fontainebleau, en presencia del Rey y de toda la corte, Le Devin du village:

La pieza fue mal representada en cuanto a los actores, pero bien cantada y ejecutada en cuanto a la música. Desde la primera escena, que verdaderamente es de una ingenuidad conmovedora, oí elevarse en los palcos un murmullo de sorpresa y de aplausos hasta entonces inaudito en este género de piezas. […] He visto obras que han suscitado más vivos transportes de admiración, pero jamás una embriaguez tan completa, tan dulce y tan conmovedora reinar durante todo un espectáculo, y sobre todo en la corte, en un día de primera representación.

A consecuencia del éxito obtenido en esta première, el plebeyo Rousseau es informado de que al día siguiente sería presentado al Rey, que quería concederle una pensión.

¿Se creerá que la noche que siguió a una jornada tan brillante fue una noche de angustia y de perplejidad para mí? […] Me imaginaba en seguida ante el Rey, y presentado a su majestad, quien se dignaba detenerse y dirigirme la palabra. Era el momento en que hacía falta firmeza y presencia de ánimo para responder. Mi maldita timidez, que me perturbaba ante el menor desconocido, ¿me hubiese abandonado ante el Rey de Francia o me hubiese permitido elegir bien en el instante lo que iba a decir?41

Ante el temor de no hallarse a la altura de tan excepcional oportunidad, el ciudadano de Ginebra, indeciso y orgulloso, toma de buena mañana una diligencia para París. «Sintió que el triunfo no sería del todo auténtico, no sería realmente suyo, si no lo rechazaba –conjetura Guéhenno–. Se exaltó con su desinterés. Tenía que irse».42 Se negará a volver a Fontainebleau, pese a que sus amistades le ruegan que reconsidere su decisión. A partir de esos días, Rousseau empezará a albergar recelos contra todos sus amigos.

Mientras se sucedían las escaramuzas de la guerra de panfletos, los italianos continuaban cosechando aplausos con sus intermezzi. Los responsables de la Academia, alentados por la corte, decidieron imprimir un giro a su programación, sustituyendo las anticuadas obras de Lully y Campra, tan criticadas ya entonces, por obras nuevas que hiciesen valer los méritos de la música francesa. De entre los estrenos, el que obtuvo una mejor acogida fue Le Devin du village, representada más de 400 veces desde marzo de 1753 hasta 1829.43 Su huella puede descubrirse tanto en Bastien und Bastienne, el primer singspiel compuesto por un jovencísimo Mozart (tenía doce años) al regreso de su primera gira parisina, sobre una adaptación alemana de una parodia teatral del Adivino,44 como en las Sans culittides, óperas cómicas sobre temas de actualidad que florecerán con el triunfo de la Revolución.45 También Goethe se sentirá seducido por esta obra de Rousseau, y en sus memorias escribirá, al evocar el ambiente cultural de Fráncfort en 1759, bajo la ocupación gala por las tropas de Luis XV:

Gustaba mucho entonces la comedia francesa en verso; se presentaban a menudo las obras de Destouches, Marivaux, La Chaussée, y recuerdo todavía claramente algunos tipos característicos. De las obras de Molière me han quedado pocos recuerdos. Lo que me produjo mayor impresión fue la Hypermnestra de Lernière, que, por ser nueva, se representaba con esmero y se repetía con frecuencia. También me hicieron una impresión muy agradable el Devin du village, Rose et Colas, Annete et Lubin. Recuerdo todavía los coros de muchachos y muchachas y sus movimientos.46

Sea porque fue un apasionado lector de Rousseau, porque admiró a Morazt desde niño (a los dieciséis años realizó un viaje a Viena para conocerle) o por la influencia que ejerció en él el elogioso juicio de Goethe, el caso es que el interés de Ludwig van Beethoven se fijó en el aire47 de Colin «Non, non, Colette n’est point trompeuse», del que realizó una versión para tenor, violonchelo y piano. De las reseñas publicadas sobre la opereta francesa escrita al estilo italiano por Rousseau, Les trois chapitres ou la vision de la nuit du Mardi-gras au Mercredi des Cendres, de su camarada y amigo Diderot, fue la más ditirámbica, «la más admirable y la más sensible».48

Hacia finales de septiembre de 1753, Rousseau, indignado por el fracaso de Il Parataio, irrumpe en la arena del debate con su Lettre d’un symphoniste de l’Académie royale de Musique à ses camarades de l’orchestre, en la que acusa directamente a los músicos de dicha institución de ser los responsables del fiasco del intermezzo de Jommelli, achacando la mala acogida de la obra a la negligencia concertada de la orquesta. Escrito en un estilo más satírico que argumentativo, este panfleto menor propone once estratagemas para acabar definitivamente con los espectáculos italianos, estratagemas que, a juicio de su autor, constituyen «el método ordinario empleado con éxito» hasta el momento para hundir «los otros intermedios». Se trata de una «irónica demostración a contrario»:49 una defensa de la transparencia de la música italiana en oposición a la opacidad interpuesta por los privilegios de un cuerpo establecido y funcionarizado que los salvaguarda a base de intrigas. La apreciación estética anticipa ya el modelo de la deliberación política a la que casi una década más tarde dedicará el Contrato social, donde en aras de la legitimidad democrática explicará cómo y por qué las asociaciones parciales (en la Carta de un sinfonista, la orquesta, un cuerpo intermediario entre el público y el compositor; en el Contrato, el gobierno, «un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia»50) tienden siempre a desarrollar una voluntad propia y particular. Para vengarse, los sinfonistas, víctimas de su invectiva, lo cuelgan en la Ópera in effigie. «Si no se atentó contra mi libertad, no se ahorraron, al menos, los insultos; mi vida misma estuvo en peligro. La orquesta de la Ópera tramó el horrendo complot de asesinarme cuando fuese a salir de ella», denunciará en Las confesiones.51

8. EL SEGUNDO ACTO

El 15 de noviembre, la disputa da un giro inesperado con la aparición de la Lettre sur la musique française, un ensayo menos ligero, menos bienhumorado, mucho más condenatorio que los publicados hasta la fecha. Jean-Jacques, atrabiliario a veces, impredecible siempre, que en calidad de colaborador de la Enciclopedia representa a la competencia musical, da una vuelta de tuerca a la querella con este texto buscadamente escandaloso, reclamando para sí el derecho a intervenir y orientar el gusto de sus contemporáneos debido a su condición de filósofo: «Solo quisiera intentar establecer algunos principios sobre los cuales, a la espera de hallar mejores, los maestros del arte, o más bien los filósofos, puedan encaminar su búsqueda, ya que, como decía antaño un sabio, le corresponde al poeta hacer poesía y al músico hacer música, pero solo al filósofo le corresponde hablar bien de una y de otra».52 Asumido este punto de vista, Rousseau declina ocuparse directamente de los Bufones, ahora que «han sido despedidos, o están a punto de serlo, y que ha pasado la hora de las cábalas», para lanzar un ataque únicamente dirigido contra la música francesa, pues cree «estar en disposición de aventurar» su opinión y se propone exponerla con su «franqueza habitual, sin temer ofender a nadie».53 La Querelle le brinda la primera oportunidad de aplicar sus teorías acerca del retorno a la naturaleza, le ofrece un excelente pretexto para exponer sus ideas sobre el arte en general y la música en particular (las alusiones a los intermedios italianos parecen ser solo añadidos a un cuerpo de tesis elaborado previamente por un autor que ya tenía una merecida reputación de elocuencia y provocación tras la publicación de su Discurso sobre las ciencias y las artes en 1750). Estas ideas, en el contexto de su concepción filosófica general, pueden resumirse así: hay un esencia, una naturaleza humana precivilizada cuyos contenidos son la inocencia, el amor y la generosidad, y un ser histórico, que es el resultado de esa naturaleza sometida a la determinación de lo social, especialmente de las ciencias y las artes. Una vez socializado, el hombre ya no puede volver al estado natural. «Como el advenimiento del mal ha sido un hecho histórico, la lucha contra el mal pertenece también al hombre en la historia», sentencia Starobinski.54 Para Jean-Jacques, aunque procedan de la degradación del hombre, las ciencias y las artes son muros levantados con objeto de impedir una degeneración mayor; su misión es construir sustitutos sencillos y eficaces para acceder al corazón. La predilección por la melodía y la desconfianza hacia la armonía, expresadas con rotundidad en esta Carta, quedan justificadas por el poder de aquella para «conmover al corazón infaliblemente». Rousseau «detesta la música destinada a hacer brillar al intérprete, y rechaza una música que no se dirija más que al placer de los sentidos. […] Para él, la personalidad del intérprete y el goce puramente sensitivo son obstáculos interpuestos entre una “esencia” musical y el alma del oyente. […] La magia de la melodía consiste en poder superar la sensación y hacerse puro sentimiento».55 Toda la música que se distancia de esta simplicidad, sea por la ruptura de la melodía o del ritmo, sea por la complejidad de la armonía, está corrompida por definición. Desde este punto de vista, los intermedios italianos son superiores a la más bella tragedia de Rameau, en el que personifica todos los vicios de la música francesa (conviene recordar a este respecto que, en el verano de 1745, Rousseau había estrenado en casa del señor de La Pouplinière, mecenas de Rameau, una ópera titulada Les Muses galantes por la que fue acusado infundadamente de plagiario por el encumbrado autor Dardanus). A estas teorías, todas ellas discutibles, hay que añadir la afirmación de que el ritmo verbal configura la melodía y que, por tanto, en cuanto a su valor musical intrínseco las lenguas acentuadas, como la italiana, son superiores a aquellas que como en la francesa abundan las sílabas mudas, sordas o nasales, tienen pocas vocales sonoras y son prolijas en consonantes y articulaciones. Así pues, mientras las lenguas meridionales poseen cualidades melódicas, las septentrionales necesitan una música fundada en la armonía que ejerza como artificio compensatorio de sus defectos naturales.

La armonía –explicará Saint-Preux a Julia en La nueva Eloísa, la exitosa novela epistolar que Rousseau publicará en 1761, reiterando las tesis expuestas por primera vez en la Carta sobre la música francesa– no es más que un lejano accesorio en la música imitativa; no hay en la armonía, propiamente dicha, ningún principio de imitación. Asegura, es cierto, las entonaciones; testimonia una mayor exactitud, y haciendo las modulaciones más sensibles, añade energía a la expresión y gracia al canto. Pero ese poder invencible de los acentos apasionados sale solamente de la melodía; de ella deriva todo el poder de la música sobre el espíritu. Forme usted las más sabias sucesiones de acordes sin mezcla de melodía, y se aburrirá al cabo de un cuarto de hora. Los hermosos cantos sin ninguna melodía son como una demostración del aburrimiento. Pero que el sentimiento dé alma al más simple canto y el público se mostrará interesado. Por el contrario, una melodía que no habla, canta siempre mal, y será la única armonía que nunca ha sabido decir nada al corazón. En esto consiste el error de los franceses sobre la fuerza de la música. No teniendo y no pudiendo tener una melodía propia en una lengua que carece de acento, y sobre una poesía amanerada que nunca conoció lo natural, no imaginan más efectos que los de la armonía y los estallidos de la voz, que no hacen los sonidos más melodiosos sino más ruidosos; y son tan desgraciados en sus pretensiones, que incluso esa armonía que buscan se les escapa; a fuerza de sobrecargarla, no saben escoger y desconocen los golpes de efecto, no hacen sino obras de relleno. Quieren mimar al oído y solo son sensibles al ruido; de tal manera que para ellos la voz más hermosa es aquella que canta más alto.56

Fueren cuales fueren los motivos que impulsaron a Rousseau a publicar la Carta poco después de haber escrito él mismo una opereta en lengua francesa,57 esta es sin duda la pieza más importante de toda la disputa, plagada de textos circunstanciales. La originalidad de Rousseau, que, como diría Chesterton, porque es original siempre está volviendo a los orígenes, consiste, a juicio de Fubini,

…en haber sabido desarrollar de modo adecuado la concepción de la música en tanto lenguaje de los sentimientos, así como en haber elaborado una teoría sobre el origen del lenguaje que habría de justificar y dar fundamento a tal concepción. Por primera vez, la polémica sobre la música italiana y francesa deja de ser, simplemente, un problema de gusto, de preferencia personal, para hallar en el pensamiento rousseauniano una seria justificación teórico-musical y filosófica.58

La reacción no se hizo esperar, y toda la agitación provocada hasta entonces por la Querelle vino a concentrarse en el propio Rousseau («los directores de la Ópera, por toda respuesta, privaron al autor de sus honorarios y le quitaron sus entradas, lo que le hizo decir que no se conoce un proceder como este en Música», recordará René-Louis de Girardin en 1781 en el Advertissement a Les consolations des misères de ma vie. Recueil d’Airs, Romances et Duos).59 La Carta sobre la música francesa, escribirá en Las confesiones,

…levantó contra mí a toda la nación, que se creyó ofendida en su música. La descripción del increíble efecto de este folleto sería digna de la pluma de Tácito. Era la época de la gran disputa entre el parlamento y el clero. El parlamento acababa de ser exiliado; la efervescencia estaba en su auge; todo amenazaba una sublevación cercana. Apareció el folleto; al instante, todas las demás disputas fueron olvidadas; no se pensó más que en el peligro para la música francesa, y no hubo más sublevación que contra mí. […] Cuando se lea que este folleto ha impedido tal vez una revolución en el Estado, se creerá estar soñando.60

Si bien por aquel entonces Jean-Jacques empezaba a ver enemigos por todas partes, al parecer motivos no le faltaban.61 A partir de 1753 la Querelle cambia de tono, se vuelve violenta, se llena de acrimonia y de animosidad: el padre Castel, autor de la Lettre d’un Académicien de Bordeaux sur le fons de la musique, à l’occasion de la Lettre de M. R*** contre la Musique Françoise, niega al ciudadano de Ginebra, en su calidad de extranjero, el derecho a adoptar una posición ante la cuestión musical, pues es algo que solo compete a los «verdaderos franceses, verdaderos patriotas, verdaderos súbditos del Rey».62 «Entre estas cosas tan ofensivas, las hay que están equivocadas o que son absolutamente falsas […]. Creo que una obra semejante no es propia ni de un filósofo ni de un ciudadano; sino de un cerebro enfermo, de un corazón errado y de un espíritu peligroso y falso», sentencia Jacques Cazotte en sus Observations sur la lettre de J.-J. Rousseau;63 y cambia de motivo: por miedo a ser identificado con Jean-Jacques nadie osa defender abiertamente la música italiana. En este segundo periodo de la disputa no hallamos más que una sucesión de respuestas a la Carta sobre la música francesa, donde uno de los temas más frecuentados es el de la autonomía de la música respecto de la lengua. En esta línea argumentativa se inscribe, por ejemplo, la Apologie de la musique française, publicada por el abbé Marc-Antoine Laugier en 1754, para el que «el carácter de una música nacional no depende en absoluto de la calidad de la lengua, sino de la medida del genio. Es el genio y solamente el genio el que engendra lo que la música tiene de más amable y de más conmovedor». Si no fuese así,

…si fuera verdad que la música obtiene su principal característica de la calidad de la lengua, las palabras latinas puestas en canto deberían producir en todos los países el mismo carácter de música. Ahora bien, lo contrario es evidentemente cierto. El gusto nacional se hace sentir igualmente en el canto del latín y del francés, y nuestros motetes son tan diferentes de los motetes a la italiana como Lully lo es de Pergolesi. Es preciso, pues, reconocer que la calidad de una lengua no afecta en nada al carácter de la música; y que a pesar de nuestro francés, feo y desagradable, podemos componer cantos muy hermosos, si tenemos el genio para ello.64

En 1753, el mismo año en que ve la luz la Carta sobre la música francesa y el Mercure de France publica la pregunta propuesta por la Academia de Dijon para un nuevo concurso, «Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres y si es autorizada por la ley natural», Rousseau añade un Prefacio a la comedia de 1730 Narciso, o el amante de sí mismo –que se había estrenado finalmente en la Comédie Française los días 18 y 20 de diciembre de 1752, con una asistencia de público muy respetable (796 y 913 espectadores respectivamente)–, de la que funciona como una especie de panfleto defensivo concebido en respuesta a las acusaciones reales o potenciales65 lanzadas contra él por los detractores del Discurso sobre las ciencias y las artes, en cuyas tesis fundamentales se ratifica:

Todo pueblo que tiene costumbres y que, por consiguiente, respeta sus leyes y no quiere refinar sus antiguos usos debe preservarse con cuidado de las ciencias y, sobre todo, de los sabios, cuyas máximas sentenciosas y dogmáticas le enseñarían pronto a despreciar sus usos y sus leyes; lo que una nación no puede nunca hacer sin corromperse. El más mínimo cambio en los hábitos, por ventajoso que fuese en algunos aspectos, siempre resulta perjudicial para las costumbres. Pues los hábitos son la moral del pueblo; y en cuanto deja de respetarlos, ya no hay más regla que sus pasiones ni más freno que las leyes, que pueden en ocasiones contener a los malvados, pero nunca volverlos buenos. Además, una vez que la filosofía ha enseñado al pueblo a despreciar sus hábitos, este encuentra pronto el secreto para eludir sus leyes. Digo entonces que sucede con las costumbres de un pueblo como con el honor de un hombre: es un tesoro que hay que conservar, pero que es irrecuperable cuando se ha perdido.

Pero una vez que un pueblo está hasta un cierto punto corrompido, hayan o no contribuido las ciencias, ¿hay que prohibirlas o preservarlo de ellas para hacerlo mejor o para evitar que empeore? Esta es otra cuestión en la que me he declarado positivamente por la negativa. Pues primeramente, ya que un pueblo vicioso no regresa nunca a la virtud, no se trata de volver buenos a quienes ya no lo son, sino de conservar en tal estado a quienes tienen la dicha de serlo. En segundo lugar, las mismas causas que han corrompido a los pueblos sirven en ocasiones para prevenir una corrupción mayor; así es como aquel que ha echado a perder su temperamento por un uso indiscriminado de la medicina está obligado a recurrir todavía a los médicos para mantenerse con vida; y es así como las artes y las ciencias, después de haber dado a luz a los vicios, son necesarias para impedir que se transformen en crímenes; los cubren al menos con un barniz que no le permite al veneno exhalarse tan libremente. […] Pregunto ahora dónde está la contradicción de que yo mismo cultive gustos cuyo progreso apruebo. Ya no se trata de llevar a los pueblos a actuar bien, sino solo de distraerlos de hacer el mal; hay que ocuparlos con naderías para apartarlos de las malas acciones; hay que entretenerlos en lugar de predicarles. […] Recomiendo, pues, a aquellos que tan ardientemente buscan algo que reprocharme, que se dediquen mejor a estudiar mis principios y a observar mi conducta, antes de acusarme de contradicción y de inconsecuencia.66

Para Rousseau, pensador paradójico donde los haya, las artes asumen en las sociedades modernas, minadas irremediablemente por la corrupción moral, una función casi terapéutica. Ellas son a un tiempo el veneno y el antídoto contra la expansión del mal.

En este punto de la Querelle, cuando se suceden los panfletos contra el principal colaborador musical de la Enciclopedia, entra en liza el autor de su discurso preliminar –el mismo que, según Grimm, había «dado la señal» para que fuesen los filósofos quienes en materia de gusto dictasen las leyes a la nación– con un opúsculo titulado Réflexions sur la musique en général et sur la musique française en particulier. Y lo hace reivindicando para los filósofos –como Jean-Jacques, al que cita expresamente– el derecho –basado en una «competencia» teórica que acaso ellos sean los únicos en poseer, pues «el espíritu de análisis que exige no parece apenas compatible con el genio de la invención»– a expresar sus ideas sobre la música: «Cada arte tiene una teoría que contiene sus principios fundamentales y justifica los efectos que produce. Esta teoría, tal como ha observado muy bien el señor Rousseau, es competencia de los filósofos».67

«El filósofo no actúa guiado por sus pasiones, sino después de reflexionar; viaja en la noche, pero lo precede un antorcha», así era caracterizada la labor del filósofo en el artículo anónimo dedicado a su figura en la Enciclopedia, probablemente escrito por Diderot.68 En calidad, pues, de filósofo, fiel al compromiso que comporta su condición de lampadóforo, D’Alembert –el «geómetra», también, al que se refiere Grimm en su panfleto–69 intenta iluminar y no incendiar. Se muestra moderado y conciliador. A partir de una explicación bastante tradicional –según la cual todas las artes tienen el mismo principio, la imitación de la naturaleza; solo en los medios difieren– propone una teoría interesante para definir la especificidad de la mímesis musical, que se desarrolla en dos tiempos, ya que convoca dos modos de percepción distintos. En la primera aproximación, la música es «pintura armoniosa» que no emplea más que «sonidos en sus cuadros». «Esta música […] en cuanto tiene su modelo en la naturaleza (quiero decir, los sonidos que imita) es común a todas las naciones. […] Todas las músicas tienen aquí nivel: el carácter de las lenguas no puede influir de ninguna manera en estos efectos».70 En la segunda, el autor recuerda que, si bien la música no puede pintar los sentimientos, sí está capacitada para «despertar su idea». En este punto es necesario señalar una diferencia importante entre D’Alembert y la mayoría de sus contemporáneos. Mientras que la mayoría de estos pretenden que el lenguaje de la música es natural, él piensa que es arbitrario y significativo:

La poca conexión que hay entre los sonidos y todas las demás ideas que la música podría querer expresar haría pensar que es incapaz de pintarlas. En efecto, es cierto que no se podría percibir nada parecido a un sentimiento, por ejemplo, en ninguna de las combinaciones posibles de sonidos armónicos: pero como los hombres han unido sus ideas a sonidos, estos sonidos, que se han convertido en signos, han adquirido la facultad de despertar no solamente estas ideas, sino también las de los sentimientos y diferentes estados del alma.71

El autor de este texto, que en ciertos aspectos podría ser calificado de prorrousseauniano, piensa también que el carácter de la música viene dado por la lengua:

Desde que los hombres comenzaron a formar sociedades, la necesidad con que se encontraron de comunicar sus ideas les llevó a inventar sonidos para que fueran sus signos. […] La música, no teniendo otro modelo que estos sonidos, necesariamente ha tenido que seguir todas sus variaciones y, por consiguiente, también las del lenguaje. […] Cada nación, que tiene su particular lengua, debe tener una música análoga a su lengua.72

El hecho de que la música se fije sobre los sonidos de la lengua explica la falta de expresividad de la música francesa:

Cuanto más variada sea la prosodia de una lengua, los que la hablan serán más sensibles a las expresiones de la música y más expresiva será su música. En cambio, cuando las lenguas no tienen ninguna o casi ninguna prosodia, la música, falta de modelos, no puede expresar nada. […] De aquí se deduce que en una lengua como la nuestra, en la que todas las palabras se pronuncian casi con el mismo tono, la música no puede reproducir más que un pequeño número de ideas, porque apenas las hay que tengan como signo sonidos precisos, como los que utiliza la música.73

La divergencia con el ginebrino estriba en que el autor de estas Reflexiones concluye, lógicamente, que es inútil cambiar:

Este sería el momento de aplicar nuestros principios a la música italiana; pero siento que esto sobrepasa mis fuerzas: no conozco suficientemente esta música, ni la lengua sobre la que está hecha, para emitir un juicio exacto. […] Antes de poder percibir las expresiones de una música, hay que estar habituado a relacionar sus ideas con los sonidos que le han servido de modelo: hay que haber aprendido a escucharla.

Sería, pues, inútil que una ópera italiana sustituyera nuestra ópera francesa. Nuestro oído, poco hecho para esta música, no distinguiría más que unos sonidos armoniosos: las diferentes imágenes que podría pintar se perderían para nosotros y no suscitarían ninguna idea en nuestro espíritu, poco acostumbrado a relacionar sus ideas con tales sonidos. La música francesa, aunque sea poco expresiva, siendo más análoga a nuestra lengua, está más hecha para nuestros órganos.74

Maurice Barthélemy señala un par de motivos de conveniencia que, unidos al carácter templado y calculador de D’Alembert, explican el tono de su primera intervención en la Querelle. El primero es que ni él ni Diderot podían indisponerse con madame de Pompadour, amante del Rey y valedora de la Enciclopedia, participando en la disputa al lado de los bufonistas después del decreto de suspensión de la obra de 1752, y mucho menos después del giro que había tomado tras la publicación de la Carta de Rousseau. El segundo es que desde el aristocrático salón de madame du Deffand, una destacada anfitriona social que lo protege, se prepara en esos meses la candidatura de D’Alembert a la Académie Française, donde entrará en 1754.75 El armisticio de la guerra de los rincones se negocia finalmente en los salones.

Durante esta última fase de la Querelle, las óperas de la compañía italiana pasan a un segundo plano de las preocupaciones. En Pascuas de 1754 expira el contrato que unía al empresario Bambini con la Academia Real de Música. La partida de la troupe será llevada a escena en el Théatre Français, el 13 de febrero de ese año, en la comedia en verso Les Adieux du goût, de Claude-Pierre Patu y Michel Portelance, y en la Comédie Italienne, doce días después, en Le Retour du goût, de François-Antoine de Chevrier. En esta última, aparecen los Bufones, el «rincón de la Reina» y una personificación del Gusto, que proclama: «la marcha de los Bufones anuncia mi regreso». Con esta coda cómica –un estrambote– concluye la Querelle des Bouffons.76 Pero igual que empezábamos esta historia por un principio que no lo era, también este es un final que no lo es completamente.

9. EL EPÍLOGO

Los ecos de la disputa ya casi se habían extinguido cuando, en 1759, D’Alembert publica De la liberté de la musique, una obrita donde pasa revista a las principales cuestiones suscitadas por la estrepitosa querella musical de las años precedentes. En este texto, expresión última de su posición mediadora, de su voluntad conciliadora, el filósofo y matemático, cáustico como solía, pone de manifiesto el trasfondo del debate, destacando puntualmente «la relación entre un cierto gusto musical y la ideología revolucionaria»:77 El opúsculo empieza constatando que «en todas las naciones hay dos cosas que hay que respetar: la religión y el gobierno», si bien en Francia «se podría añadir que hay una tercera: la música del país»;78 quienes la ataquen lo hacen a riesgo de su tranquilidad y aun de su vida. Tal es la importancia que los franceses dan a su música que, prosigue:

…me sorprendo ante todo de que, en un siglo en el que tantas plumas se han ejercitado sobre la libertad de comercio, sobre la libertad de los matrimonios, sobre la libertad de prensa, sobre la libertad de los cuadros, nadie haya escrito todavía sobre La libertad de la música. Ser esclavos en nuestras diversiones sería, empleando la expresión de un escritor filósofo, degenerar no solamente en cuanto a la libertad, sino incluso respecto a la esclavitud. «Tenéis la vista muy corta, responden nuestros grandes políticos; todas las libertades se relacionan y son igualmente peligrosas. La libertad de música supone la libertad de sentir; la libertad de sentir entraña la de pensar; la libertad de pensar, la de actuar; y la libertad de actuar es la ruina de los estados. Conservemos, pues, la ópera tal como es, si queremos conservar el reino; y pongamos un freno a la licencia de cantar, si no queremos que la de hablar la siga pronto».79

E ironizando sobre las argumentaciones de sus oponentes concluye:

Será difícil de creer, pero es exactamente verdad que en el diccionario de ciertas personas, bufonista, republicano, frondista,80 ateo (olvidaba materialista), son términos sinónimos. Su lógica profunda me recuerda la lección de un profesor de filosofía. «La dióptrica es la ciencia de las propiedades de las lentes; las lentes suponen los ojos; los ojos son uno de los órganos de nuestros sentidos; la existencia de nuestros sentidos supone la de Dios, pues es Dios quien nos los ha dado; la existencia de Dios es el fundamento de la religión cristiana; vamos a probar, pues, la verdad de la religión como primera lección de dióptrica».81

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9788437093161
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