Kitabı oku: «Estética, política y música en tiempos de la Encyclopédie», sayfa 3
«Sea como sea», se pregunta D’Alembert, «hoy, cuando la animosidad se ha apagado, los folletos se han olvidado y los ánimos se han suavizado, mientras la atención dividida de los parisinos ociosos se ha volcado hacia temas más importantes y se dedica sin fruto y sin interés a los asuntos de Europa, ¿estaría permitido hacer un examen pacífico de nuestra querella musical?».82 Acallado el griterío entre los defensores del melodrama musical francés e italiano, el autor se propone realizar «un examen pacífico» de la polémica. D’Alembert arranca su análisis interrogándose si sería justo regular el gusto francés respecto de los espectáculos musicales siguiendo la opinión y el ejemplo de los extranjeros («esa muchedumbre de ingleses, españoles, alemanes y rusos, que acuden a París de todas partes», dice), por muy general que sea su apoyo a la ópera italiana. Fiel a la «verdad», expresada ya por él en la Enciclopedia, de que «el gusto, aunque sea poco común, no es arbitrario»,83 en lo concerniente a la finalidad de la ópera se adhiere a la doctrina clásica: «la comedia es el espectáculo del espíritu, la tragedia el del alma y la ópera el de los sentidos; he aquí todo lo que es y todo lo que puede ser», concluye.84 Esta distribución corresponde a una jerarquía en la que el teatro lírico ocupa el último lugar: la ópera es «el espectáculo de los sentidos y no podría ser otra cosa». Miradas las cosas desde este prisma, ¿cuál de las dos es preferible, la ópera italiana o la francesa? La respuesta es evidente. En tanto que espectáculo que tiene por objeto el placer de los sentidos, la ópera francesa, que «combina las máquinas, los coros, el canto y la danza, es preferible a la ópera italiana», casi sin maquinaria y sin danzas.85 La ópera francesa es una fiesta a la que están invitados todos los sentidos, la italiana no.86 El proyecto de D’Alembert consiste en impulsar una reforma a fondo de la escena lírica francesa, preservando e impulsando sus peculiaridades, sobre todo en el ámbito escénico, y proponiendo sugerencias tendentes a mejorarla en el musical:
…¿no sería posible, conservando el género de nuestra ópera tal como es, hacer unos cambios en la música que la hagan superior a la ópera italiana? Nos convertiríamos, así, en los legisladores de Europa en cuanto al teatro lírico, como lo hemos sido en el dramático; y esa gloria sería suficiente halago para nuestra vanidad. Ahora bien, parece que el único medio de conseguirlo es sustituir, si es posible, la música francesa por la italiana. Esta proposición exige que entremos en algunos detalles sobre el carácter de las dos músicas y sobre la manera de aplicar la música italiana a nuestra lengua.
Tras haber reconocido la superioridad de la parte literaria de la ópera francesa, pasa a considerar los tres elementos presentes en «nuestra música»: «el recitativo, los aires cantados y las sinfonías [la parte instrumental]».87 La superioridad del recitativo italiano respecto de «la languidez insípida e insoportable del recitativo de nuestras óperas» radica en que se halla tan próximo al discurso que hace olvidar que lo que se está escuchando es música; «si un músico quiere asegurarse si ha tenido éxito con su recitativo, que lo pruebe recitándolo a la italiana; y si le disgusta en ese modo, que tire su recitativo al fuego», recomienda el autor.88 De los aires cantados opina que, aunque los italianos abusen de las repeticiones, los trinos y los calderones, lo que con frecuencia redunda en detrimento de la expresión, «semejantes errores se corrigen fácilmente, para ello no hay más que borrarlos. En cambio, para hacer expresivos nuestros aires franceses, es preciso añadirles la vida que les falta; y eso no se hace de un plumazo; la música italiana es defectuosa por excesiva; la música francesa, por no serlo».89 En lo concerniente al acompañamiento instrumental, D’Alembert retoma uno de los caballos de batalla de Rousseau en su pugna con Rameau, la primacía de la melodía sobre la armonía:
El furor de nuestros músicos franceses se dedica a amontonar partes sobre partes; hacen consistir el efecto en el ruido; la voz queda cubierta y sofocada por sus acompañamientos, a los que ella, a su vez, perjudica. Uno cree estar oyendo veinte libros diferentes leídos al mismo tiempo; hasta tal punto tiene nuestra armonía poco de conjunto. ¿Hay que extrañarse si los italianos dicen que nosotros no sabemos escribir música? El origen de este defecto proviene de la prevención de nuestros artistas a favor de la armonía y en perjuicio del canto; pero en esto cometen un gran error. Por un oído que capta la armonía, hay cien a los que afecta preferentemente la melodía. No es que no reconozcamos todo el mérito de una armonía bien entendida: esta alimenta y ayuda agradablemente al canto, de manera que el oído menos adiestrado pone naturalmente y sin esfuerzo la misma atención a todas las partes; su placer continúa siendo único, porque su atención, aunque atraída por diferentes objetos, es siempre única. En eso consiste uno de los principales encantos de la buena música italiana; y esa es la unidad de melodía cuya necesidad ha establecido tan bien Rousseau en su Carta sobre la música francesa. […] Hay que reconocer que la melodía debe ser casi siempre el objeto principal. Preferir los efectos de la armonía a los de la melodía, con el pretexto de que una es el fundamento de la otra, es casi como si se quisiera sostener que los cimientos de una casa son el sitio más agradable para habitar, porque todo el edificio está encima.90
Sopesados los defectos y las virtudes, D’Alembert propone «transportar a la lengua francesa las bellezas de la música vocal italiana». Y sugiere empezar este ensayo «por el género cómico, cuyos espectadores son siempre menos severos contra las innovaciones que se les presentan», aduciendo en su favor un significativo ejemplo:
Habrá que comenzar por este mismo género cómico para probar si se juzga acertadamente el nuevo género de recitativo que hemos propuesto. Le Devin du village, cuyo recitativo está muy bien hecho y es muy adecuado para la cadencia, sería susceptible, si no me equivoco, de probar lo que digo y cabe pensar que funcionará bien. Así, ganando terreno poco a poco, no introduciendo de golpe innovaciones demasiado atrevidas, ni haciendo un intento tras otro, se estará en disposición de pronunciarse sin parcialidad ni precipitación sobre una de las tres propuestas avanzadas por Rousseau, la de que nosotros no podemos tener música, pues las otras dos me parece que están claras. Estoy firmemente convencido, como él, de que no tenemos música o, al menos, tenemos muy poca para vanagloriarnos; pero no puedo estar de acuerdo con la opinión que añade: que si alguna vez llegamos a tener una, será peor para nosotros, pues, según él, no la tendremos más que cuando hayamos cambiado la nuestra.91
Frente al radicalismo de Rousseau, que pretendía dejar a Francia sin otra música que la importada de Italia, el reformista D’Alembert, si bien se halla resueltamente a favor de la música italiana («como si hubiera dos músicas» y esta no fuera «la única merecedora de ese nombre»),92 imagina un porvenir para el teatro lírico francés que, teniendo en cuenta las críticas lanzadas por Jean-Jacques, conserve lo que sea digno de ser conservado. Y por eso concluye este texto heteróclito, en el que prescinde de las grandes reflexiones teóricas, reivindicando la creación artística frente a la filosofía: «He aquí unas reflexiones que tal vez se considerarán atrevidas, pero que, buenas o malas, no valen con toda seguridad un bello aire de música. El artista que crea y consigue un resultado satisfactorio es preferible al filósofo que razona; además, no hay que preocuparse de dar preceptos, cuando se es capaz de ofrecer modelos». En las materias del gusto la impresión es juez del primer momento, la discusión solo del segundo, había escrito D’Alembert en la Encyclopédie, de acuerdo con la enseñanza empirista.93
Rafael no hizo disertaciones, sino cuadros. En música, nosotros escribimos y los italianos interpretan. En este sentido, las dos naciones son la imagen de esos dos arquitectos que se presentaron a los atenienses para hacer un monumento que la república pretendía erigir. Uno de ellos habló un buen rato y muy elocuentemente sobre su arte; el otro, tras escucharlo, no dijo más que dos palabras: yo haré lo que él ha dicho.94
Para los músicos franceses había llegado el momento de ponerse manos a la obra, de emprender esta reforma.
10. EL BALANCE
Decía Antonio Machado que los periodos revolucionarios, como el que a él mismo le había tocado vivir, son, contra lo que generalmente se afirma, los más insignificantes y los más equívocos de la historia, porque en ellos lo interesante ha pasado ya o no ha llegado todavía. Mutatis mutandis, eso mismo se podría decir de lo acontecido en el dominio musical en los años de la Querelle des Bouffons. De resultas de la disputa, la ópera francesa tradicional de Lully y Rameau empezó a caer en desgracia, aunque nada ocupó su sitio antes de que Christoph Willibald Gluck –un alemán, no un francés– entrase en escena, declarando públicamente su intención de consultar a Rousseau con el fin de «producir una música apropiada para todas las naciones y hacer desaparecer la ridícula distinción entre músicas nacionales»:95
Busqué –escribirá diez años después de que D’Alembert firmara el epílogo al debate abierto con la Querelle sobre la verdadera función de la música, considerada como lenguaje de los sentimientos, en un momento artístico en que la expresividad arrebata protagonismo a la mímesis– confinar la música en su verdadera función de servir a la poesía en la expresión de los sentimientos y en las situaciones de la trama sin interrumpir ni enfriar la acción mediante inútiles y superfluos ornamentos. Soy de la creencia de que la música debe dar a la poesía lo que la viveza de los colores y las luces y sombras bien dispuestas contribuyen a un dibujo bien compuesto, animando las figuras sin alterar sus contornos.
Además, también soy de la creencia de que la mayor parte de mi labor era buscar una sencillez hermosa y evitar una exhibición de dificultades a expensas de la claridad. No he asignado ningún valor al descubrimiento de algo novedoso, a menos que lo sugiriese de manera natural la situación y la expresión. Además, no hubo regla que no considerase con gusto digna de ser sacrificada por el solo motivo de crear un efecto.96
En lo concerniente a los aspectos que trascienden lo estrictamente musical, resultaría miope interpretar como una mera anécdota la concomitancia cronológica de la Querelle, del arrêt del Consejo Real de 1752 a la Encyclopédie y el asunto de los billets de confession,97 que había enfrentado al Parlamento de París con el Rey. Los philosophes aprovecharon la oportunidad que les brindaba la llegada de los Bufones a París para desprestigiar al Gobierno en la persona de los músicos que este amparaba y los espectáculos que promovía. Quisieron dejar claro que la revisión crítica de los conceptos y las teorías recibidos del pasado acometida por la Ilustración no se limitaba a los conocimientos científicos, sino que era igualmente aplicable a los campos de la política, la ética y la estética, empezando por el teatro y la música. Por su parte, el Gobierno, movido por el propósito de distraer la atención de una capital justamente indignada por los problemas políticos y religiosos, se sirvió también de la polémica estética, sobre todo a partir de la intervención de Rousseau, al instigar a quienes, partiendo de una concepción de la música como quintaesencia del alma nacional, veían peligrar el honor de Francia. Inscrita en el ritmo recurrente de las querellas del gusto que constituyen una característica de la cultura francesa desde finales de la centuria anterior, la disputa cristalizada entre 1752 y 1754 no era sin embargo la primera que confrontaba al arte francés y al italiano: el primer cotejo entre las músicas de los dos países se remonta a principios del siglo XVIII.98 A lo largo de años los partidarios de una y otra habían ido desgranando sus razones, pues como había sentenciado un salomónico François de la Rochefoucauld «las querellas no durarían mucho si todas las culpas estuvieran de una parte». La gran diferencia probablemente sea que uno de los principales actores de esta Querelle es un pensador de altos vuelos, ignívomo y radical, capaz de formular con coherencia un sistema teórico complejo en el que conviven la lingüística, la antropología y la estética.99 Sin la participación de Jean-Jacques Rousseau, la disputa no habría llegado a ocupar el lugar preferente que ocupa en la historia de las ideas.
1. Andrea Fabiano (ed.): Introducción a La «Querelle des Bouffons» dans la vie culturelle française du XVIIIe siècle, CNRS Editions, París, 2005, p. 13.
2. Cf. David Edmonds y John Eidinow: El perro de Rousseau. Traducción de José Luis Gil Aristu, Península, Barcelona, 2007, p. 103.
3. Philipp Blom: Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales. Traducción de Javier Calzada, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 173-174.
4. Donald J. Grout: «Opéra bouffe et opera-comique», en Histoire de la mu-sique, bajo la dirección de Roland-Manuel, Encyclopédie de la Pléiade, tomo II, París, 1963, p. 6.
5. El argumento es el siguiente: «La criada Serpina (que en italiano significa ‘pequeña serpiente’) se encarga del cuidado de la casa de Uberto, un rico solterón. Para huir de su tiranía, este anuncia que tiene idea de casarse. Serpina augura que ella misma se convertirá en la dueña de la casa. En primer lugar demuestra a Uberto que ya no le será posible prescindir de ella. Luego aparenta querer casarse, y le presenta a Uberto el “capitán Tempesta”, que no es otro que Vespone, el criado de la casa disfrazado. En vista de la actitud grosera que muestra el capitán, Uberto siente compasión por Serpina. Entonces esta le plantea un ultimátum: o paga 4.000 táleros de dote o se casa con ella. Uberto escoge el matrimonio y así la sirvienta se convierte en patrona». András Batta (editor) y Sigrid Neef (redacción): Ópera. Compositores, obras, intérpretes, Könemann, Barcelona, 2005, p. 440.
6. John F. Strauss: «Jean-Jacques Rousseau: Musician», Musical Quaterly, 64: 4, 1978, p.478.
7. Castil-Blaze: L’Académie Impériale de Musique…De 1645 à 1855, París, 1855, tomo primero, p. 110.
8. Denise Lunay: Introducción a La querelle des bouffons, tomo i, Minkoff Reprint, Ginebra, 1973, p. x.
9. Eugène Borrel: «La Querelle des Bouffons», en Histoire de la musique, bajo la dirección de Roland-Manuel, Encyclopédie de la Pléiade, tomo II, París, 1963, p. 28.
10. Denise Lunay, op. cit., p. XI. Este alejamiento de los «fastos mitológicos» hay que inscribirlo en lo que Tzvetan Todorov [El espíritu de la Ilustración. Traducción de Noemí Sobregués, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, Barcelona, 2008] denomina la aplicación del principio de autonomía que se halla en la base del proyecto de la Ilustración: «A poco que dejemos de aferrarnos a una imagen abstracta e idealizada y observemos a los hombres reales, nos damos cuenta de que también son infinitamente diversos, lo cual constatamos si vamos de un país a otro, pero también entre una persona y otra. Y de esto darán cuenta, mejor que la literatura erudita, los nuevos géneros que centran su atención en el individuo: la novela y la autobiografía. Estos géneros ya no aspiran a desvelar las leyes eternas de las conductas humanas, ni del carácter ejemplar de cada gesto, sino que muestran a hombres y mujeres singulares, inmersos en situaciones concretas. Y los muestra también la pintura, que se aleja de los grandes temas mitológicos y religiosos para presentar a seres humanos que nada tienen de excepcional, que se dedican a sus actividades corrientes, con sus gustos cotidianos» (pp. 13-14).
11. David Medina: Jean-Jacques Rousseau: lenguaje, música y soledad, Debate, Barcelona, 1998, pp. 303-304.
12. William Weber: «Música», en Vincenzo Ferrone y Daniel Roche (eds.): Diccionario histórico de la Ilustración. Versión española de José Luis Gil Aristu, Alianza Editorial, Madrid, 1988, pp. 191-192.
13. Friedrich Melchior Grimm: Lettre sur Omphale, en Denise Lunay (ed.): La querelle des bouffons, tomo i, Minkoff Reprint, Ginebra, 1973, pp. 11-12.
14. Ibíd., pp. 41-42.
15. Ibíd., pp. 38-39.
16. David Medina, op. cit., pp. 305-306.
17. Jean-Jacques Rousseau: Lettre à Grimm au sujet des remarques ajoutées à sa lettre sur Omphale, en Denise Lunay (ed.), op. cit., tomo I, p. 114.
18. Platée –el ballet bouffon escrito siete años antes de la llegada de los italianos a París, en el que Rameau parodiaba a la tragedia musical– se representa en cuatro ocasiones entre 1745 y 1754. La primera en Versalles, Teatro del castillo, el miércoles 31 de marzo de 1745; la segunda en París, en la Academia Real de Música, el martes 4 de febrero de 1749; la tercera en París, en la Academia Real de Música, el jueves 5 de febrero de 1750; la cuarta nuevamente en París, en la Academia Real de Música, el jueves 21 de febrero de 1754. La página de créditos de las tres primeras ediciones del libreto, impresas antes de la Querelle, en lo relativo al género indica que se trata de un «ballet bouffon», mientras que la de la última edición, impresa ya en pleno periodo de crisis, suprime el término bouffon. Sylvie Bouissou [«Platée de Rameau à l’avant-garde d’une évolution du goût», en Andrea Fabiano (ed.): La «Querelle des Bouffons» dans la vie culturelle française du XVIIIe siècle, CNRS Editions, París, 2005, pp. 25-41] piensa que entrar en una disputa en la que tanto el público como los eruditos asociaban la ópera bufa con la ópera italiana y la tragedia musical con la ópera francesa habría conducido a Rameau «a tomar posiciones en este falso debate estético, que juzgaba probablemente irrisorio e inútil». Con esta ópera, el de Dijón «anticipa en seis años la Querelle y la necesidad de una evolución del gusto y de las mentalidades franceses. Lejos de adherirse a la ideas de los enciclopedistas (principales defensores de la música italiana), no reniega de la estética de la música francesa, pero en cambio revuelve los principios y los valores morales de la ópera. Con este propósito impone el género cómico sobre el muy serio escenario de la Academia Real de Música de París, reivindica la adaptabilidad del idioma francés para ser musicado frente a las futuras teorías rousseaunianas, desacraliza a los héroes de la mitología y transgrede la decencia al confiarle el papel protagonista de la muy femenina Platée a un hombre travestido de rana ninfómana» (pp. 32-34).
Conviene recordar también que D’Alembert había ensalzado a Rameau, al que calificaba de «artista filósofo», en el Discurso preliminar que precedía al primer volumen de la Enciclopedia, su mayor contribución a la obra [Discurso preliminar de la Enciclopedia. Traducción de Consuelo Berges, Ediciones Orbis, Barcelona, 1985]: «Rameau –decía–, llevando la práctica de su arte a tan alto grado de perfección, ha llegado a ser a la vez modelo y objeto de la envidia de un gran número de artistas, que le censuran mientras se esfuerzan por imitarle. Pero lo que más particularmente lo distingue es haber reflexionado con rico fruto sobre la teoría de este arte, haber sabido encontrar en el bajo fundamental el principio de la armonía y de la melodía; haber reducido por este medio a leyes más ciertas y más simples una ciencia entregada antes de él a reglas arbitrarias o dictadas por una experiencia ciega. Me apresuro a aprovechar la ocasión de celebrar a este artista en un Discurso destinado principalmente al elogio de los grandes hombres. Su mérito, que nuestro siglo se ha obligado a reconocer, solo será bien conocido cuando el tiempo haya hecho enmudecer a la envidia, y su nombre, caro a la parte más esclarecida de nuestra nación, no puede aquí molestar a nadie. Pero aunque desagradara a algunos pretendidos Mecenas, sería muy de compadecer un filósofo que, incluso en materia de ciencias y de gusto, no se permitiera decir la verdad» (p. 101).
19. Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones. Traducción de Aníbal Froufe (traducción cedida por ediciones Edaf), Ediciones Orbis, Barcelona, 1991, p. 337.
20. Servando Sacaluga: «Diderot, Rousseau et la querelle musicale de 1752. Nouvelle mise au point», Diderot Studies, x, 1968, pp. 133-173 (cit. p. 148).
21. Andrea Fabiano (ed.): Introducción a La «Querelle des Bouffons» dans la vie culturelle française du XVIIIe siècle, CNRS Editions, París, 2005, p. 19.
22. P hilippe Vendrix: «La Reine, le Roi et sa maîtresse: Essai sur la représentation de la différence durant la Querelle des Bouffons», Il Saggiatore Musicale. Rivista Semestrale di Musicologia, 5/2, 1998, p. 232.
23. Barón d’Holbach: Lettre à une dame d’un certain âge sur l’état présent de l’Opéra, en Denise Lunay (ed.), op. cit., tomo i, pp. 121-125.
24. Philipp Blom, op. cit., p. 175.
25. Citado por Philipp Blom, op. cit., p. 158.
26. Philipp Blom, op. cit., p. 175.
27. Sobre la ciudad de donde procede el profeta, Boehmischbroda, comenta Denise Lunay [op. cit., tomo i]: «resulta bastante curioso que este nombre singular se parezca al de Deutschbrod, lugar de nacimiento de J. Stamitz, que precisamente acaba de realizar una estancia (1751) para hacer oír una de sus sinfonías. Los vaticinios del “Pequeño profeta”, su compatriota, ¿no serán el eco de sus propias impresiones y críticas hacia la escuela francesa?» (p. XVI). En un estudio reciente, Françoise Pélisson-Karro [«Le petit prophète de Boehmischbroda de Friedrich Melchior Grimm», en Andrea Fabiano (ed.): La «Querelle des Bouffons» dans la vie culturelle française du XVIIIe siècle, CNRS Editions, París 2005, pp. 119-130], apunta la posibilidad de que el enigmático personaje del «Pequeño profeta» sea Gluck y no Stamitz. «Gluck no es menos bohemio que Stamitz, tiene a su favor haber sido alumno de los jesuitas en Praga y más de un detalle del relato concuerda con él» (p. 129).
28. Juan Nepomuceno (Jan Nepomucký en checo) (ca. 1340-20 de marzo de 1392) es el santo patrón de Bohemia. Según la leyenda, era confesor de la Reina de aquel país y se negó a romper el secreto de confesión. Fue el primer santo en morir mártir por guardar dicho secreto y es considerado el protector contra las calumnias. Beatificado en 1721 y canonizado por el papa Benedicto XIII ocho años después, los jesuitas lo escogieron en 1731 como su segundo patrono y extendieron su culto a ultramar.
29. Friedrich Melchior Grimm: Le petit prophète de Boehmischbroda…, en Denise Lunay (ed.), op. cit., tomo i, p. 140.
30. Ibíd., pp. 143-145.
31. P aul-Marie Masson: «L’opéra française de Lully à Rameau (1687-1733)», en Histoire de la musique, bajo la dirección de Roland-Manuel, Encyclopédie de la Pléiade, tomo I, París, 1963, p. 1641.
32. David Medina, op. cit., p. 309.
33. Béatrice Durand-Sendrail: La musique de Diderot. Essai sur la hiéroglyphe musical, Éditions Kimé, París, 1994, p. 37.
34. «Curiosa inadvertencia. Además, esta ópera, la última de su autor, había sido representada en Roma en 1751, pero nunca había sido ni impresa, ni ejecutada en París. Diderot no podía, pues, conocerla, sino por una copia manuscrita de las partituras vocales (no evoca el aspecto orquestal de la obra, no cabe duda de que no le había sido posible leer la partitura íntegra) o por una audición fragmentaria en casa de un músico o en un salón (pero esta es una hipótesis gratuita). Nada en su texto sugiere, por otra parte, que hubiese tenido un conocimiento real de esta música; si bien sugiere que se efectúe una comparación, no es él mismo el que la esboza. Resulta verosímil que la idea le haya sido sugerida por algún músico o por algún entendido, sobre la identidad del cual no nos da ninguna información». Pierre Citron: Introduction, en Diderot: Musique, hermann, Éditeurs des Sciences et des Arts, París, 1983, p. 6.
35. Béatrice Durand-Sendrail, op. cit., p. 39.
36. Sylvie Bouissou, op. cit., p. 27.
37. Béatrice Durand-Sendrail, op. cit., p. 42.
38. Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones, 1991, p. 330.
39. Daniel Paquette: «Jean-Jacques et la musique italienne», L’Éducation Musicale, 541/542, 2007, p. 10.
40. Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones, 1991, p. 330.
41. Ibíd., pp. 333-334.
42. Jean Guéhenno: Jean-Jacques Rousseau. Traducción de Anna Montero, Edicions Alfons el Magnànim, Valencia, 1990, p. 230. Para Maurice Cranston [El romanticismo. Traducción de José Manuel Pedrosa, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1997] «resulta aleccionador comparar el libreto de su obra Le Devin du village con La Serva padrona de Pergolesi. La ópera de Rousseau presenta a una pastora consternada porque su amante la ha abandonado por una dama aristocrática. Al final, el amor se impone porque el adivino del pueblo ayuda a devolver el pastor a la pastora, y los dos acaban felices y profundamente unidos. Una fábula muy diferente a la de la ópera de Pergolesi, en la que una criada consigue demostrar que es el partido más apropiado para su señor. Si el mensaje de La Serva padrona es igualitarista, el argumento de la ópera de Rousseau es el de que la gente debe buscar y encontrar el amor y la felicidad dentro de su propio estrato social, en vez de intentar traspasar las barreras de clase. No resulta demasiado sorprendente que Le Devin du village fuese tan del gusto del Rey cuando se representó en Fontainebleau, ya que, pese a lo “radical” de la música, el libreto era claramente conservador» (p. 12).
43. Existe una grabación reciente, realizada en agosto del 2006 en la Kleiner Konzertsaal Solothurn bajo la dirección de Andreas Reize, y editada por cpo en el 2007, con la soprano Gabriela Bürgler en el papel de Colette, el tenor Michael Feyfar en el de Colin y el barítono Dominio Wörner en el de le Devin.
44. El singspiel alemán es una comedia musical con diálogos hablados. «El tema de Bastián y Bastiana tiene su origen en un vodevil de Jean-Jacques Rousseau, cuyo Le Devin du village representó una alternativa popular tanto a la majestuosa tragedia lírica de Lully y Rameau como a la apreciada variedad de ópera italiana. La obrita de Rousseau tuvo un éxito duradero: en París se mantuvo en el repertorio desde el estreno (1753) hasta 1829. El gran triunfo dio lugar a una parodia bajo el título Les Amours de Bastien et Bastienne que se estrenó en el mismo año. La primera Bastiana la representó madame Favart, una actriz muy apreciada en aquellos tiempos. Actuó –para satisfacción del público y contrariando las reglas vigentes– con un vestido de campesina de lino, con los brazos desnudos y zuecos de madera. Mozart presenció una representación durante su primera estancia en París en 1767. La obra fue traducida y adaptada por Friedrich Wilhelm Weiskern, actor popular de Viena». András Batta (editor) y Sigrid Neef (redacción): Ópera. Compositores, obras, intérpretes, Könemann, Barcelona, 2005, p. 342.
45. Daniel Paquette: «L’influence musicale de J.-J. Rousseau sur la Révolution française», en Robert Thiéry (ed.): Rousseau, l’Émile et la Révolution française, Actes du colloque international de Montmorency 1989, Ville de Montmorency, 1992, pp. 535-545.
46. Goethe: Memorias de mi vida. Poesía y Verdad. Traducción de José Pérez Bances, Editorial Tebas, Madrid, 1979, p. 75. Según Claude Dauphin (La Musique au temps des encyclopédistes, Centre International d’Étude du XVIIIe Siècle, Ferney-Voltaire, 2001, p. 71, nota 6) es necesario resituar algunos años después el descubrimiento de Rose et Colas, de Monsigny y Sedaine (1764) y de Annete et Lubin, de Blaise y Favart (1762).
47. El Aire, según Rousseau [Diccionario de música. Edición de José Luis de la Fuente Charfolé, Akal, Madrid, 2007], es un «Canto que se adapta a la letra de una canción, o de una pequeña pieza de poesía apropiada para ser cantada; por extensión, se llama aire a la canción misma.
»En las óperas se llama arias a todos los cantos medidos para distinguirlos del recitativo y, por lo general, a todo aquel fragmento completo de música vocal o instrumental que forma un canto, ya sea porque este fragmento constituya una pieza entera en sí, ya porque pueda desvincularse del todo del que forma parte y ejecutarse de forma separada.
»Si el argumento o el canto está dividido en dos partes, el aire se llama dúo; si en tres trío, etcétera.
»Saumaise cree que esta palabra viene del latín aera; y Burette es de su parecer, […] la palabra aera fue utilizada exclusivamente para designar el canto; de donde proviene […] la palabra francesa air y la italiana aria utilizada con un sentido análogo.
»[…] Una melodía culta y agradable, una melodía inventada por el genio y compuesta por el gusto, es la obra maestra de la música; es en ella donde se desenvuelve una bella voz, donde brilla una sinfonía; en ella la pasión contribuye insensiblemente a conmover el alma por el sentido. Después de un bello aire, nos sentimos satisfechos, el oído no desea más; permanece en la imaginación, se lleva consigo, se repite a voluntad […]. El verdadero aficionado jamás olvida los aires bellos que escuchó durante su vida».
48. Jean Guéhenno, op. cit., p. 237.
49. Cf. Marianne Massin: «Jean-Jacques Rousseau ou la transparence musicale contre le pouvoir des intermédiaires», en Jean-Jacques Rousseau: Lettre d’un symphoniste de l’Académie royale de Musique à ses camarades de l’orchestre, Rumeur des Ages, La Rochelle, 1996, pp. 7-33.
50. Jean-Jacques Rousseau: Contrato social. Traducción de Fernando de los Ríos, Espasa-Calpe, Madrid, 1975, p. 84.
51. Jean-Jacques Rousseau: Las confesiones, 1991, p. 338.
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