Kitabı oku: «Rousseau: música y lenguaje», sayfa 3

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¿Qué intentaba pues decir Rousseau cuando afirmaba que para entender la música es preciso conocer el diccionario? ¿No parece tal afirmación estar en contradicción con todo aquello a lo que se refería al hablar del canto originario? ¿Y a qué época de la humanidad se refiere este canto originario? No se sale de estas aparentes contradicciones del discurso de Rousseau sin profundizar en el concepto mismo de naturaleza. Cuando Rousseau se refiere a los lenguajes en plural y delinea sus evoluciones y sus transformaciones a la luz de elementos naturales, como el clima, las necesidades de los hombres o sus actitudes, evidentemente formula una idea de la naturaleza asaz distinta de aquella elaborada por la larga tradición racionalista según la cual lo que era definido como naturaleza coincidía con lo universal. Rousseau, acaso por primera vez, hace coincidir naturaleza con aquello que es singular, tanto con la identidad propia de cada individuo como con la de cada pueblo.

Por eso, lo que emerge con gran evidencia, en las postrimerías del siglo XVIII, es que la naturaleza, identificada más frecuentemente con el mundo de las pasiones y de los sentimientos, encuentra su expresión más adecuada en la particularidad y en la singularidad no sólo de los individuos, sino también de los pueblos: los diversos lenguajes humanos constituyen el testimonio más evidente de ello. Así que, si por un lado se puede afirmar que los sentimientos son universales, comunes a todos los seres humanos, por el otro es preciso, otrosí, recordar que éstos representan al mismo tiempo aquello que hay de más celosamente privado en cada individuo. También a nivel de la colectividad, el modo en que un pueblo expresa sus sentimientos y sus pasiones constituye aquello que lo diferencia y lo distingue de los otros pueblos, su unicum. Decir, por tanto, que la música es natural y, por eso mismo, universal, significa afirmar de manera casi contradictoria que ésta está estrechamente ligada a aquello que de más íntimo, de más personal, existe tanto en un individuo como en un pueblo.

No es una casualidad que entre los ilustrados, en la segunda mitad del setecientos, esté bien clara la diferencia de opinión entre quien acentúa el valor de la diferencia, de la particularidad, de la variedad de las hablas, de los estilos nacionales, y quien por el contrario minimiza tales diferencias como accidentales, poniendo más bien el acento sobre aquello que emparienta todos los estilos, sobre aquello que hace iguales a todos los hombres; y no es una casualidad si entre estos últimos, en lo que respecta a la música, hallamos primero a un racionalista como Rameau y después a un músico cosmopolita como Gluck. Precisamente este último, en una carta de 1773 en el Mercure de France, afirmaba que su deseo supremo era la eliminación de las «ridículas diferencias» existentes entre los diversos tipos de músicas nacionales. Gluck aludía evidentemente a las famosas querelles que aún arreciaban en Francia y a la exageración ideológica e instrumental, más allá de cualquier realismo, de las supuestas diferencias estilísticas radicales entre la música italiana y la francesa que habría querido ver superadas en nombre de una razonabilidad superior. Pero la historia de la música, y no sólo la de la música, avanzaba por una vía completamente distinta a la auspiciada por Gluck y, a lo sumo, tendía al subrayado y la exaltación de aquellas «ridículas diferencias» que Gluck pretendía eliminar. De hecho, para el autor del Alceste, como ya para Rameau y para el ala más racionalista de la Ilustración, las artes, y la música en particular, debían intentar alcanzar valores de universalidad y, en consecuencia, de racionalidad natural, es decir, aquellos valores que de por sí coincidían con los valores del mundo civilizado, en otras palabras, con la Europa de la Edad del Siglo de las Luces. Más allá de las particularidades nacionales, de las diversidades estilísticas no esenciales, habría surgido una música resplandeciente en sus valores esenciales, fundada sobre principios naturales, sobre leyes universales. Tal posición se ha revelado, sin embargo, claramente perdedora frente al avance impetuoso de los nacionalismos y de las escuelas nacionales, frente a la revalorización de los particularismos, de los cuales muchos enciclopedistas, con Rousseau a la cabeza, se erigieron en defensores.

Incluso el oscuro cri animal del que habla Diderot expresa de hecho una nueva forma de universalidad, una idea de naturaleza que se refiere a aquel elemento vitalista, acaso común –sin que la cosa parezca en modo alguno escandalosa– al hombre y al animal, y en cualquier caso preexistente no tanto a la civilización como, lo que es más importante, a las convenciones de la razón. Pero, en definitiva, a la pregunta de si las pasiones, los sentimientos y las emociones que constituyen el alma de la expresión musical son individuales o universales, se puede intentar dar una repuesta, permaneciendo siempre dentro de la óptica ilustrada, afirmando que la capacidad de experimentar sentimientos, de expresarlos a través del lenguaje y del canto, de comunicarlos y de manifestarlos al prójimo mediante los acentos y las inflexiones de las palabras es universal, y por tanto natural, en todos los hombres y en todos los pueblos. Sin embargo, los sentimientos y las emociones son precisamente sentimientos y emociones experimentadas por un individuo o por una colectividad y no pueden manifestarse más que a través de una expresión individual, particular, y no a través de convenciones dotadas de un convencionalismo abstracto y universal. El sentimiento es la sustancia vital más profunda, más celosamente personal y privada de los individuos y de los pueblos, y no es asimilable o reducible a una fórmula matemática o a una convención vacía y abstracta estabilidad entre pueblos distintos. Universales pues los sentimientos, en el sentido de que todos los poseen; pero particulares las formas a través de las cuales ellos se expresan. Universal es la capacidad de expresarse mediante la música, pero distinta la modalidad musical mediante la cual cada pueblo se expresa a sí mismo.

Se diría que, a la luz de esta nueva concepción, la naturaleza, según Rousseau, deriva de un indefinible amasijo de historia y metahistoria, de naturaleza y de convención, de aquello que abstractamente existe antes de la civilización y de la misma civilización, entendida como un proceso en el que los hombres aspiran a reencontrarse juntos para salir de la soledad del primitivismo y de la barbarie. La música, o mejor el canto, es lo que hace sentir al hombre que existen otros hombres: las pasiones y los sentimientos –de los cuales el canto es signo y expresión– no pueden existir en soledad. Por eso el canto es el primer signo de que existe una sociedad. La degeneración de la sociedad por un efecto perverso del progresar de la civilización es lo que ha hecho degenerar también al canto, escindiendo la palabra de la melodía sobre la que se fundaba y que le era propia.

Se puede así entrever el significado profundo que Rousseau atribuye al conocimiento de aquel diccionario sin el cual el hombre se queda frío incluso frente al canto más conmovedor. No se trata evidentemente de un diccionario de términos musicales, diccionario en el que quizá pensaba Rameau cuando teorizaba sobre la armonía como lenguaje natural en el sentido de universal y atribuía a las diversas figuras de la armonía significados emotivos prefijados. El diccionario, al que alude más veces Rousseau, es la lengua de cada pueblo, con su individualidad, con su particularidad, derivada de la historia vivida por ese pueblo; y por ello mismo es un vocabulario no universal, sino propio de cada comunidad humana. La llaneza expresiva de las lenguas, proyectada por Rousseau en un origen mítico y metahistórico, puede convertirse incluso en un ideal de proyectarse en un futuro mesiánico.

La individualización de la escisión entre palabra y música, efecto pero acaso también causa de la corrupción del mundo moderno, puede transformarse de igual modo en un arma eficaz de la crítica contra la sociedad. No en vano Rousseau concluye su tratado con un epígrafe que, en una lectura atenta, se revela central en su razonamiento, sobre la relación entre las lenguas y los gobiernos, que ante todo podría parecer un forzamiento en un ensayo en el que se debería tratar de algo completamente distinto, a saber, del origen de las lenguas y, por tanto, de la música. «Hay lenguas favorables a la libertad. Son las lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos...».[3]Las lenguas en las que no se ha verificado todavía esta escisión entre palabra y sonido, entre significado conceptual y acento sonoro y melódico del lenguaje, son las lenguas consonantes con la democracia: se trata evidentemente de una democracia mitificada, democracia que llega a identificarse con la Grecia antigua o con imaginarios países en los que vive una democracia participativa, en los que todo el pueblo colabora en la conducción de la cosa pública. No es importante que tal forma ideal de gobierno y de lenguaje acaso nunca haya existido, desde que el hombre ha salido de la selva; lo importante es la crítica que aflora en la sociedad actual, a la que se identifica con una sociedad autoritaria, privada de cualquier clase de democracia participativa. «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada, si no es con el cañón y los escudos; y como no se tiene nada que decir al pueblo salvo dad dinero, se le dice con carteles en las esquinas de las calles o con soldados en las casas. No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[4]

Rousseau identifica pues el problema de la democracia con el de la comunicación auténtica y no alienada: no existe la una sin la otra. Pero la comunicación es auténtica solamente cuando se sirve de instrumentos que poseen un cierto grado de naturalidad: «Las lenguas se forman de modo natural según las necesidades de los hombres. Cambian y se alteran conforme a los cambios de estas mismas necesidades. En los tiempos antiguos, en que la persuasión ocupaba el lugar de la fuerza pública, la elocuencia era necesaria. ¿Para qué serviría hoy, cuando la fuerza pública suple a la persuasión? (...)».[5]Hay, por tanto, una estrecha relación entre lengua, música, comunicación auténtica y sociedad democrática. Donde prevalece la comunicación basada únicamente en instrumentos convencionales y donde la naturaleza ha sido suprimida no se puede tener otra cosa que un hombre alienado en sus facultades fundamentales y una sociedad autoritaria donde la persuasión y la participación han sido sustituidas por el orden y la fuerza como únicos elementos de cohesión social.

A la luz de estas precisiones sería necesario reconsiderar toda la participación de Rousseau y también de otros enciclopedistas como D’Alembert, Grimm, Diderot, De Joucourt y del mismo Rameau, en las vívidas querelles dieciochescas sobre qué opera era superior, si la italiana o la francesa. Leyendo con la distancia que da el tiempo las crónicas de estas disputas, uno se queda a veces estupefacto por la virulencia de las polémicas y parece imposible que, en relación con aquello que podía parecer una mera cuestión de gusto, se planteasen batallas tan ásperas. En realidad, a menudo detrás de estas querelles se escondían problemas de un espesor bien distinto; y, en una época de severa censura, una discusión sobre la supremacía de Italia o de Francia en cuestión operística tal vez podía ser una estratagema para hablar de otros problemas hábilmente enmascarados por un asunto de artistas. También el libelo de Rousseau Lettre sur la musique francaise es difícilmente comprensible si no se tiene en cuenta este vasto contexto ideológico y político en el que asimismo se inscriben, sin duda, diferencias de gusto, pero cuya importancia era totalmente marginal y a menudo excusatoria.

La aspereza de las batallas por la música italiana contra la francesa y la bien conocida teoría de Rousseau según la cual los franceses no habrían podido tener nunca una música propia a causa de su lengua, parece completamente desproporcionada respecto al objeto de la disputa; en realidad, amaga una batalla bastante más densa e importante por la defensa de otros valores mucho más relevantes que una mera cuestión de gusto. La batalla era por una sociedad más justa y más democrática. El mito de la música italiana en los escritos de Rousseau iba parejo con el mito de la tragedia griega y de la música griega, una realidad mitificada pero del todo desconocida. Pero a menudo los mitos tienen una fuerza propulsora de la que la realidad carece; y éste es precisamente el caso de Rousseau y de sus teorías sobre la música, que tanta importancia tuvieron en todo el siglo XIX hasta Wagner y más allá: no se puede dejar de recordar que, cuando Rousseau escribía sus ensayos sobre la música, la Revolución francesa estaba a las puertas.

Acaso éste es el mensaje más importante que Rousseau legó a sus contemporáneos y al siglo siguiente, mensaje que fue recogido no sólo por tantos filósofos de la edad romántica sino por los músicos mismos de las escuelas nacionales: de hecho, sus obras parecen seguir en el plano operativo propio el pensamiento de Rousseau y hacerse partícipes de su batalla, en la que la música ocupaba un lugar no secundario en la creación de una sociedad mejor, en la cual el hombre reencontrase la perdida unidad de sus facultades y su individualidad personales y nacionales.

El interés manifestado por los primeros románticos, desde Herder en adelante, por las músicas populares, por aquellas expresiones específicas, insustituibles e intraducibles del genio de una nación, confirma lo que los enciclopedistas ya habían entrevisto en sus vivaces querelles. Acaso sea posible reconocer un recorrido intelectual análogo, pasando del campo de la música al de la política, al recordar la manera en que la Revolución concibió los sagrados principios de liberté, égalité et fraternité: derechos universales, naturales, de todos los hombres y de todos los pueblos, pero que hallan su expresión, su realización, en las constituciones de cada una de las naciones, en las normas propias de cada pueblo, distintas en función de su propia historia, de su propio origen y de sus propias condiciones. Tal vez la gran invención de la Revolución, que hunde sus raíces en el pensamiento de los enciclopedistas, sea precisamente la idea de que lo universal puede expresarse sólo a través de lo individual, lo personal y lo particular; de otro modo la universalidad permanece abstracta y vacía de contenido.

Pero la historia de los hombres camina siempre por vías más tormentosas y a menudo más violentas y brutales que las de las disputas filosóficas. Esta compleja y tortuosa dialéctica entre universal y particular tiene en el siglo XIX uno de sus momentos más graves; no habrá, sin embargo, en el futuro, una fácil solución a este problema. Así, ésta continuará siendo una de las constantes que marcará la historia de la música, y no sólo de la música, de modo dramático durante todo el siglo XIX y más allá.

Traducción de Anacleto Ferrer

[1] Cf. Amalia Collisani: La musica di Jean-Jacques Rousseau, Palermo, L’Epos, 2007.

[2] Cf. Gli Illuministi e la musica, a cargo de E. Fubini, Milán, Principato, 1969, p. 176.

[3] Ibíd, p. 190.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

¿POSEE LA MÚSICA UNA POSICIÓN CENTRAL EN ROUSSEAU? ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA LECTURA CRÍTICA DE SU OBRA

Michael O’Dea

Université Lumière Lyon 2

¿Cómo tratar sobre la centralidad de la música en Rousseau? Cuando el profesor Ferrer me propuso este tema, vi dos posibilidades: abordar la cuestión bajo la forma de una celebración, tratando esta centralidad como una evidencia largo tiempo escondida pero hecha manifiesta después de cuarenta años, o hacerlo de una forma más problemática. En el segundo caso, se trataría de interrogar a los textos sobre la música (y a aquéllos que no hablan de ella), reflexionando acerca de posibles configuraciones nuevas del conjunto. Hoy en día poseemos textos y estados de textos desconocidos en 1960, leemos atentamente obras perdidas de vista durante mucho tiempo, como el Essai sur l’origine des langues, nos demoramos como nunca antes en las páginas de las Confessions o de los Dialogues donde se habla de música. ¿Significa eso que hay que concluir sin más la centralidad de la música en Rousseau? Me parece que se puede defender con rigor aún otra tesis, en esencia la de las generaciones anteriores, según la cual la música sería simplemente la más importante de las numerosas pistas que Rousseau experimentó antes de encontrar su propia vía. Si fue músico, también fue aprendiz de diplomático, preceptor y secretario de Mme. Dupin. La música, desde esta perspectiva, sólo sería en el peor de los casos uno de tantos errores en la infancia caótica de un genio y en una juventud prolongada, donde la verdadera vocación de escritor y de filósofo no se revela más que a eso de los cuarenta años, cuando la Iluminación de Vincennes, que provoca el cambio profundo de perspectivas operado en el Discours sur les sciences et les arts. En el mejor, la música sería un elemento accesorio, de un interés histórico, pero en nada comparable por su importancia al pensamiento político de Rousseau, ni a la transformación de las sensibilidades que realiza a través de La Nouvelle Héloïse o Les Confessions. ¿Qué es lo que se puede oponer a este punto de vista? Evidentemente, en primer lugar, el volumen considerable de los escritos sobre música y la larga duración del interés de Rousseau por este arte: su primera publicación lleva por título Dissertation sur la musique moderne, y de la música tratan aún con profusión los Dialogues, al final de la vida de Rousseau. Pero el volumen no es en sí una prueba de valor. Ciertamente, se vacilará a la hora de descartar un asunto que ha preocupado durante tanto tiempo a uno de los pensadores más destacables de los últimos siglos, pero también se puede subrayar la diferencia entre un pensamiento siempre actual por muchos motivos, el del Second Discours o el del Contrat social, y una teoría de la música (limitada además en lo esencial a la ópera) que no tiene apenas actualidad, incluso si ha modificado indirectamente la evolución del arte lírico por su influencia sobre la ópera francesa de Gluck. Si se quiere situar la estética musical de Rousseau en el centro de su pensamiento, o en dirección a ese centro, es necesario entonces llegar a establecer un vínculo entre la filosofía del autor, tal como se ha desarrollado en los que él mismo considera sus grandes textos (sobre todo los dos discursos, el Emile y, eventualmente, el Contrat social), y la teoría de la música. Se trata de una empresa ardua, y sin duda arriesgada, para la que voy a sugerir al menos una vía de aproximación en la última parte de mi exposición, que será esencialmente la vía de la génesis, pues me parece que el pensamiento histórico de Rousseau se elabora mediante una interrogación acerca de los orígenes de la música y de su evolución. Lo que no basta para facilitar la articulación de una relación; como máximo podemos sugerir algunos paralelismos entre filosofía moral y música. Nuestra interrogación principal se referirá pues a la centralidad de la música, siendo considerada esa centralidad como una posibilidad y no como una evidencia. El modo de proceder consistirá, en primer lugar, en pasar revista a los escritos sobre la música, poniendo en valor sus aspectos más originales, con el fin de mostrar su importancia intrínseca. Sin embargo, habrá quien diga que esta importancia tiene estrechos límites, y en particular que está ligada a controversias cuyo interés es hoy escaso: restituir el pensamiento de Rousseau en este dominio será pues un ejercicio arqueológico. Finalmente, quien dice centralidad dice posicionamiento, en un campo compartido con otros elementos: es en este contexto en el que vamos a avanzar algunas ideas, un poco balbucientes, sobre la manera en que se podría defender la centralidad de la teoría musical en Rousseau.

Rousseau declara en sus obras autobiográficas haber «nacido para la música». No estamos obligados a tomar esta declaración al pie de la letra, como el anuncio de una vocación única: sin duda hay que interpretarla en primer lugar a la luz de los arrepentimientos de Rousseau, que retrospectivamente considera que su carrera literaria es la fuente de todas sus desdichas. Con todo, Rousseau se atribuye en los Dialogues un papel predominante: el ausente «Jean-Jacques» le puntualiza que, si él ha nacido para ese arte, fue «no para envanecerse de su persona en la ejecución, sino para impulsar sus progresos y realizar descubrimientos. Sus ideas en el arte y sobre el arte son fecundas, ina gotables».[1]La declaración resulta tanto más sorprendente cuanto se suele tener la impresión de que Rousseau subestima su propio trabajo en el dominio musical. Éste es en particular el caso de los artículos musicales de la Encyclopédie, a menudo destacables, que redacta en un período muy corto, entre 1748 y 1749. En las Confessions dice haberlo hecho «con mucha prisa y muy mal».[2]Al principio, como Rousseau recuerda en el mismo pasaje, la Encyclopédie no debía ser más que la traducción y la adaptación de la Cyclopædia inglesa de Chambers.[3]Ahora bien, es posible que en la época en que Rousseau escribió sus artículos, el proyecto no evolucionara mucho más allá de esta modesta primera idea y que, por consiguiente, Rousseau juzgara con severidad sus propios artículos al compararlos con los de Diderot, por ejemplo. Es innegable que en los artículos de Rousseau se escuchan los ecos de Chambers. Es, no obstante, bastante más ambicioso en su desarrollo que otros autores, como el abate Mallet, que a menudo en los primeros tomos se contenta con utilizar tal cual la traducción que se le facilita. Para Rousseau, incluso de haberse sentido tentado por una solución tal, lo que parece poco probable, el asunto hubiese resultado imposible, dada la ausencia de toda referencia en Chambers a las teorías armónicas de Jean-Philippe Rameau, convertido en una autoridad de primer orden en estas cuestiones y del que D’Alembert haría el elogio en el «Discur so preliminar». La primera tarea de Rousseau es integrar el sistema armónico de Rameau en sus artículos.[4]Lo hace, pero de una forma crítica que sin duda no se corresponde con las expectativas de los directores de la Encyclopédie, los dos próximos intelectualmente a Rameau: d’Alembert publicaría en 1752 una obra de vulgarización del sistema ramista, los Elémens de musique; Diderot había ayudado al compositor en la redacción de una obra aparecida en 1750. Sabemos por una carta de Rousseau que d’Alembert estaba lo bastante molesto por el tono de sus artículos como para intervenir sobre el texto en los primeros tomos de la obra.[5]A decir verdad, el propio Rousseau se hallaba preso en una situación paradójica. No tenía a su disposición ninguna otra teoría de la armonía más que la de Rameau: era pues necesario explotarla y fundamentar sus planteamientos teóricos sobre este sistema. Al mismo tiempo, estaba ya manifiestamente convencido de las insuficiencias del sistema, y establecía ya un vínculo entre este sistema y las características de la música francesa que le desagradaban: se puede ver en Accompagnement, que es por orden alfabético el primer artículo salido de su pluma. En 1745, Rameau había humillado a Rousseau en público; puede decirse que en la Encyclopédie Rousseau se venga, pero su venganza es intelectual, pues planteará objeciones a las que a los partidarios de Rameau (y al compositor mismo) se les hace difícil responder. La música será así, desde 1748, el lugar de una reflexión constante.

Rousseau va al grano en la Encyclopédie. En el artículo «Consonnance» da cuenta, por ejemplo, de su profundo escepticismo en lo concerniente al placer de los acordes consonantes. Ésta era una noción fundamental del sistema de Rameau y, al mismo tiempo, uno de sus puntos más débiles: la acústica, ciencia hacía poco constituida, había demostrado con solvencia el fundamento físico de la armonía, pero el placer suscitado por los acordes era una simple constatación, sin verdadera explicación científica. Se puede citar a Rousseau al respecto: «(...) toda esta explicación no está fundada, como se aprecia, más que en el placer que se pretende que el alma recibe a través del órgano del oído del cúmulo de las vibraciones, lo cual, en el fondo, no es más que una mera suposición». La teoría de Rameau sería entonces un compuesto extraño, con una parte rigurosamente científica, demostrada por la física, pero completado por otra que es sólo una hipótesis gratuita. En el artículo «Dissonnance», Rousseau vuelve a la carga. El modo menor es disonante, pero produce placer al escucharlo: ¿es entonces natural o no? Rousseau sugiere que Rameau se contradice en lo concerniente a esta cuestión, delicada para su sistema. Su comentario es mordaz: «Pero el Sr. Rameau cree poder conciliarlo todo: la proporción le sirve para introducir la disonancia, y la falta de proporción le sirve para hacerla sentir». Según él, el sistema que elogian sus amigos directores de la Encyclopédie como si se tratara del modelo mismo de una forma científica de proceder verdaderamente moderna, se derrumba cuando lo examinamos de cerca.

Se podría objetar que, carente de un sistema que reemplace al de Rameau, Rousseau está obligado a apoyarse en sus indicios anecdóticos para criticarlo: así, según él, las diferencias de gusto individuales son una prueba de que el sistema ramista no es válido. Pero esto es confundirse respecto del ángulo de ataque del filósofo, que consiste precisamente en mostrar que lo humano está ausente del sistema de su adversario. Sea mostrando que personas diferentes prefieren tal o cual acorde, sea sugiriendo que los chinos y los indios de América practican otros intervalos que los europeos, Rousseau plantea y replantea incansablemente la cuestión de la recepción. La física del sonido es una cosa, y en ese punto suele ceder el terreno sin intentar librar combate, pero el placer musical no tiene según él apenas vínculo directo con ella. Ciertamente, siempre al acecho de apoyos intelectuales, citará en varias ocasiones en sus artículos los Principes d’acoustique de Diderot, donde se sugiere que el placer musical nace de una percepción de las relaciones. La idea constituye ya un principio de teoría de la recepción, y Rousseau, que después la rechazará, se la apropia con gratitud, igual que mucho más tarde, en el Dictionnaire de musique, hará el elogio del Traité de l’harmonie de Tartini. En realidad, lejos de hallarse aprisionado en lo anecdótico, Rousseau comienza ya a poner las bases de una teoría de la música distinta, descartando la física de los sonidos para, en su lugar, poner en valor una estética afectiva fundada en la transmisión del sentimiento por la voz. Es en el artículo «Musique» donde se ve el signo más claro de la futura evolución del pensamiento de Rousseau, cuando escribe:

Nunca los más bellos acordes del mundo interesaron tanto como las inflexiones conmovedoras y bien cuidadas de una bella voz; y quienquiera que reflexione sin parcialidad sobre lo que le conmueve más en una bella música bien ejecutada, sentirá, sea lo que sea lo que se pueda decir, que el verdadero imperio del corazón pertenece a la melodía.[6]

Es sustituyendo la armonía por las inflexiones conmovedoras de la voz como Rousseau escapará de Rameau y llegará a construir otra teoría de la música; en la frase citada vemos ya perfilarse una oposición que será esencial: la armonía, los acordes, no reclaman más que a los sentidos ni proporcionan, en consecuencia, más placer que el sensorial, en tanto que lo que Rousseau llamará más tarde la música imitativa transporta al oyente en cuerpo y alma. Es en la melodía donde se inscribe el sentimiento, ella es la que reproduce y amplifica aquellos acentos que constituyen el rastro de la emoción en el lenguaje humano. En una palabra, el modo de proceder de Rousseau, que ya se perfila en la Encyclopédie, consistirá en sustituir por una estética (y a más largo término una antropología) la ciencia de la música creada por Jean-Philippe Rameau.

Si insisto en estas primeras tentativas de contestación, pero también de construcción, es porque la capacidad mostrada en los artículos de la Encyclopédie para encontrar los fallos de un sistema y para empezar sin dilación a esbozar otras posibilidades, es la prueba de un compromiso intelectual con la música que, ocultado durante mucho tiempo, se perseguirá durante toda la vida de Rousseau. La Lettre sur la musique française (1753) será para sus contemporáneos el más clamoroso de sus escritos a este respecto. Retengamos de este escrito, más que su carácter polémico (incluso si una separación tal es imposible), las etapas de la puesta en orden de un sistema de pensamiento. Pues, en lo sucesivo, para Rousseau, en el origen de toda música se hallará la lengua: a la estructura del sonido opondrá la elaboración por la especie de un sistema de signos que tiene sus orígenes en la expresión de la emoción. Lo esencial de la música está necesariamente, pues, en el canto. Por otra parte, la noción de música imitativa, prefigurada en la Encyclopédie, encuentra aquí su desenlace. Se trata de una música que por su imitación sostenida de la voz humana emociona, suscita fuertes sentimientos en el oyente: de hecho, el canto lírico, situado por Rousseau en una categoría aparte, es superior a todas las otras formas de música, que se limitan al dominio sensorial. El esquema histórico de la Lettre está próximo aún a los modelos propagados por las Luces: una expresividad de la voz conocida por los antiguos y perdida renace en Italia, aunque bastante más tarde que las otras artes. En Francia, por el contrario (y ésta es la aportación particular de Rousseau), un renacimiento semejante ha sido imposible debido a la naturaleza de su lengua, fuertemente articulada y consonántica. La ópera francesa sólo es pues una especie de caricatura de lo que este arte debería ser.

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508 s. 15 illüstrasyon
ISBN:
9788437086989
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