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Géneros y juventudes: pistas para el encuentro

La intersección de las temáticas género y juventud la encontramos en los años noventa, cuando la interdisciplinariedad parece emparejarlas. Proliferan en los estudios culturales las documentaciones y los filmes en torno a la diversidad sexual, la juvenil y la de género. El número de materiales incrementó en esta época, así como la pluralidad de sus contenidos.

Dos trabajos pioneros en México que cuestionaron la forma en que los estudios de juventud habían invisibilizado la presencia de las jóvenes en las culturas juveniles fueron “Chavas activas punks: la virginidad sacudida” y “Flores de asfalto. Las chavas en las culturas juveniles”, de Maritza Urteaga, publicados en 1996. En el primer trabajo, la autora cuestiona la figura de las mujeres en los movimientos juveniles y en la producción rockera, un rol altamente transgresor por romper con la idea de la pasividad y la candidez de lo femenino. Ser activa es lo que está en juego, ya que la idea guarda una connotación sexual y pública, mujer de la calle, “prostituta”, dice Urteaga (1996a).

La participación de féminas fuertes, si no agresivas, auténticas con sus deseos y fantasías sexuales, con sus discursos intimistas y subjetivos dentro del rock, expresa el impacto de las primeras teorías y reflexiones libertarias feministas en el sector universitario y clasemediero estadounidense. Los nombres de Janis Joplin, Joan Baez, Patti Smith, Carole Kin remiten a esta generación, a levantar el estereotipo de mujer rockera agresiva, activa, intensa, apasionada en la manifestación de sus deseos sexuales, “sucia” o natural, y se contraponen a la imagen social de mujer sumisa, pasiva, abnegada, recatada […] (Urteaga, 1996a: 102-103).

En el segundo trabajo la autora problematiza el pensamiento y las investigaciones de lo juvenil, rescatando no sólo la producción femenina en las culturas juveniles, sino la afectividad entre las y los punketos y rockeros desde lo que ella llama la territorialidad juvenil o los territorios por donde se mueven los jóvenes y dan sentido a su vida. La autora toma una postura reivindicativa del ser mujer, las chavas y sus quereres, ofreciendo una estructura reflexiva, en diálogo con McRobbie y Garber.

En 2008, Linda Duits publicó la etnografía Multi-Girl-Culture. Ethnography of Doing Identity, un estudio que parte del cuestionamiento de los cuerpos de las jóvenes y de los estudios sobre las chicas por décadas: los setenta, la cultura del cuarto y las mejores amigas; los ochenta fueron de feminismo; los noventa, “sí se puede” vs. “en riesgo”, y los estudios contemporáneos, para ofrecer después contextos y mapeos performativos en los que las jóvenes son puestas en escena desde sus posiciones, actos, prácticas, grupos de pares, etcétera.

No es gratuito que la más fértil línea de estudios que cruza las variables sexo y edad sea la salud sexual y reproductiva de los adolescentes, un asunto visto, tanto por el Estado como por la academia y la población en general, como un problema social a atender y controlar. Muy pocos trabajos han logrado superar esta visión y recoger las experiencias del embarazo desde las voces y visiones juveniles como lo hacen Rosario Román en Del primer vals al primer bebé: vivencias del embarazo en las jóvenes (2000), Zeyda Rodríguez Morales en Paradojas del amor romántico (2006) y Rogelio Marcial en “Culturas juveniles en Guadalajara: expresiones de identidad y visibilización femenina” (2012).

Desde los estudios de sexualidad y salud reproductiva, el género ha sido un enfoque central que recupera los diferenciales de sexo asociados con la reproducción, la subjetividad y lo corpóreo-emocional. Aquí cabe señalar que, si bien la edad es crucial para definir a los adolescentes en términos poblacionales, la perspectiva tiende a ser demográfica, agrupando a las jóvenes desde lo fisiológico, una visión que desde el enfoque de juventudes ha sido utilizado para identificarlas como personas pasivas. Esta caracterización biologiza a las chicas ya que, al parecer, la reproducción en la corporeidad adolescente las selecciona y cristaliza de manera unívoca. Si lo analizamos detenidamente, el cuerpo joven está claramente atravesado por concepciones en torno a lo “normal y anormal”, lo “seguro y riesgoso” y, sobre todo, lo correspondiente a su edad de acuerdo con las normas socioculturales: las condiciones institucionales y discursivas que los sujetos producen y reproducen en torno a lo que socialmente se ha entendido por “varón”, “mujer”, “masculino”, “femenino”, “homosexual”, “heterosexual”, “transexual”, “intersexo”, “transgénero” y “lésbico-gay”. Butler, en “El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad” (2001), sostiene que la matriz heterosexual hegemónica no permite cuestionar las discontinuidades y multiplicidades del género, y por ello propone recuperar las formas en que los jóvenes se recrean a partir de sus prácticas sexuales y sus entendimientos corporales, lejos de enmarcarlos en las “reconocidas” identidades de género condicionadas institucional y discursivamente. Como Butler (2001) afirma, los sujetos producimos y reproducimos lo que hemos aprendido y entendido por “hombre”, “mujer”, “masculino” y “femenino”, y lo que es normal y seguro, tradicional o correspondiente. Sin embargo, para relativizar el entendimiento del género tenemos que ver el y los “géneros en disputa” de manera procesual, fragmentaria y yuxtapuesta a las identidades juveniles edificadas; es ahí donde nosotros podremos recuperar esas vivencias juveniles corpóreas en las que los ejes de género y sexualidad tienen un peso fundamental.

Para ilustrar lo anterior recurrimos a la historia de Ludovic, llevada a la pantalla por Alain Berliner en 1997: un niño con la mentalidad de una niña que sueña con ser mujer de adulto. Ludovic vive su niñez sin complicaciones, pensando en que lo más natural será cambiar de cuerpo y de género cuando sea mayor. Ma vie en rose es una película franco-belga-británica que muestra las intenciones de transitar de un género a otro y las complicaciones societales de las culturas parentales y de las instituciones que lo impiden, representadas por la adultez. La película ilustra que el cuerpo es una unidad orgánica sexuada disciplinada, pues encajona al ser en parámetros heteronormativos impidiendo posibilidades sexuales o vitalidades disidentes e incorporadas en sujetos innombrados (Butler, 2002). Ante una concepción clásica de género como sistema de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores en torno a la diferencia sexual (Ariza y De Oliveira, 1999) que organiza la relación entre los sexos de manera jerárquica (De Barbieri, 1991, 1993; Lamas, 1996; Rubin, 1975; Scott, 1996), vemos lastres de género tanto en la realidad objetiva, como en la subjetiva; un orden imponente con base en los significados del lenguaje, la historia y la cultura (Berger y Luckmann, 1976; De Barbieri, 1992; Marecek y Hare-Mustin, 1991). Nos queda un complejo entramado de relaciones sociales atravesadas por la desigualdad, las opresiones y las violencias que, como sistema de estratificación, nos da acceso a los bienes materiales e inmateriales de forma desigual, tanto a varones como a mujeres (Chafetz, 1984). Por ello, Butler (2001) indica que el feminismo no debiera idealizar ciertas expresiones de género porque esto al mismo tiempo origina otras formas de jerarquía y exclusión, y plantea cómo las prácticas sexuales no normativas cuestionan la estabilidad del género como categoría de análisis (Butler, 2001: 12), mostrándolo como forma rígida de sexualización de la desigualdad entre varones y mujeres (2001: 14); o, mejor dicho, la hegemonía heterosexual esconde las jerarquías de los géneros y subsume a cuerpos y prácticas de la erotización y el deseo (Butler, 2001).

Subjetividades, sujetos y corporeidades son personificadas con modos abyectos para resistir y romper el status quo. Tomamos cinco ejemplos cinematográficos protagonizados por chicas y chicos con actuaciones fuera de la “normalidad”. La película germanoamericana de 1999 Girl Interrupted, de James Mangold, ofrece una lectura sobre la respuesta adulta ante los comportamientos “fuera de lugar” de un grupo de jóvenes norteamericanas de los años sesenta, que fueron encerradas en hospitales psiquiátricos para corregir su actuar inseguro, titubeante y retraído. La segunda, también de 1999, Boys don’t Cry, nos muestra el sufrimiento y la lucha de una joven que nace con un cuerpo de mujer aunque discordante a su subjetividad, muy a tono con la película Ma vie en rose, de 1997, en la que el cuerpo sexuado reprime el género en ciernes. La biografía relatada en Boys don’t Cry expone las respuestas violentas por parte de los chicos, quienes juzgan, estigmatizan y agreden física, emocional y psicológicamente a la joven transgénero.

La cuarta película, de 2000, es Billy Elliot, filme que cuestiona la heteronormatividad de un niño que sueña con ser bailarín en vez de boxeador, oficio habitual en la tradición masculina irlandesa. Vemos aquí una cultura heteronormativa inflexible en la educación de los niños y la importancia de la tradición durante la pubertad y la adolescencia. La familia, como institución, se enfoca en orientar/prohibir/permitir ciertos gustos, dejando claro que los adultos y los padres son los que ejecutan el poder imponiendo límites que producen un orden en el cual cada quien debe ocupar su lugar y donde los niños son percibidos básicamente como pasivos (Urteaga, 2009).

La quinta y última película, de 2007, es la argentina XXY, dirigida por Lucía Puenzo. Ésta plantea las dificultades que una adolescente intersexual enfrenta en el momento de transitar a la adultez y tener que decidir entre seguir tomando medicinas para entrar a la heteronormatividad y operarse, o bien dejar crecer ambos genitales y vivir así, opción que la adultez no le brinda, sino que ella misma va desarrollando al paso del tiempo. A pesar del incondicional apoyo de sus padres ante los conflictos que genera su presencia y actitud, esta joven sufre de violencia y abuso por parte de otros chicos, quienes no entienden ni quieren entender su forma de ser, incluso viviendo estratégicamente en una isla lejana y pequeña. El tema de fondo discute la transexualidad, las normas de género y la corporeidad masculino-femenina, asuntos que el mismo guion no resuelve.

De modo que, si el género explica o mantiene las relaciones de la hegemonía heterosexual, entonces el reclamo de “universalidad” es una forma sumamente excluyente (Butler, 2001: 21). Aunque nuestras reflexiones vayan desde la descripción hasta la exploración de las normatividades que dan cuenta de las expresiones aceptables o no, nos preguntamos: ¿cómo actúan las suposiciones del género normativo en el ser joven? Al igual que el travestismo, algunas expresiones de la juventud salen de la normatividad de género: ¿acaso pueden ser éstas consideradas como ejemplos de subversión?, o ¿cuál es el sentido de la realidad de género que origina dicha percepción? y ¿cuáles son las categorías mediante las cuales vemos? Nuestras percepciones culturales, y habituales, fallan; en momentos no conseguimos entender los cuerpos que vemos, por ello vacilamos frente a otras categorías adyacentes que ponen en tela de juicio la realidad del género y la frontera que separa lo real de lo imaginario (Butler, 2001: 28).

Hemos abordado conexiones entre institución, adultez, sexo y diferencia; también el género como fuente primaria de las relaciones significantes de poder y como base de la organización igualdad/desigualdad, confesando procesos históricos con normativas previamente concebidas (Scott en Lamas, 1996). Un buen intento por ir más allá de los estudios sobre mujeres, sobre muchachas y sobre la sujeción femenina/dominación masculina consiste en analizar los géneros y las edades desde la incorporación física de los sexos; desde la personificación o la resistencia de las disciplinas y sujeciones, de acuerdo con otras condiciones como clase, raza, etnia o nacionalidad, es decir, entre distintos actores sociales e identidades encarnadas.

Al igual que la cuestión femenina, el tema de la juventud ha estado asociado con las inequidades y los diferenciales de poder porque las luchas, tanto simbólicas como políticas y sociales, surgen en torno a la legitimación del poder, validando el reconocimiento y otorgando el estatus por consentimiento o coerción de unos hacia otros (Bonder, 1999). Toda la investigación desarrollada sobre juventud está relacionada con una trama de poder y con dispositivos de control de los jóvenes (Bonder, 1999; Alpízar y Bernal, 2003), por tanto, es necesario no descartar los esfuerzos que desde la academia se han hecho para explicar y construir el concepto de juventud, debates que todavía perduran.

Los estudios de juventud en México

Está ampliamente documentado el origen y desarrollo de la investigación sobre lo juvenil en México la cual se remonta a finales de los años setenta y principios de los ochenta, periodo durante el cual hemos acumulado un amplio conjunto de saberes sobre las juventudes (Evangelista et al., 2010). Así, por ejemplo, Mendoza (2011) plantea que durante el siglo XX tuvieron poca relevancia y que no fue hasta 1985, a partir de la celebración del Año Internacional de la Juventud, cuando ésta adquirió cierta relevancia en la agenda gubernamental y académica. Fue entonces cuando surgieron los primeros esbozos teóricos en el estudio de la juventud en México, en los que destacaron temas relacionados con organizaciones juveniles y con las culturas e identidades juveniles, enfatizando el tema de su heterogeneidad.

Los estudios divergen en dos líneas: investigaciones con carácter etnográfico sobre las diferentes identidades o grupos juveniles —chavos banda, darks, punks, rockeros, fresas, grafiteros, cholos, etcétera—, y estudios que analizan la juventud desde una visión global a partir de temas como demografía, educación, trabajo, migración, salud, drogadicción y adicciones, participación política, género, violencia, religión y valores juveniles.

En relación con la juventud, se observa que el sistema social en general ya no otorgaba a este grupo los espacios necesarios para su inserción en la sociedad; ello evidencia el agotamiento del:

“[…] estereotipo construido por la sociedad mexicana sobre el ser joven” (Urteaga, 2000: 405). Además, puso de manifiesto la emergencia de un nuevo actor juvenil, el joven de las colonias urbano-populares y barrios urbano-marginales; fue así como aparecieron los chavos banda en las zonas marginales de la ciudad de México y los cholos en los barrios populares del norte del país. Estos acontecimientos marcaron el punto de partida de un intenso debate académico en relación con el origen social, organicidad y naturaleza de los chavos banda y de otras agrupaciones y fenómenos juveniles (Mendoza, 2011: 201).

Para Urteaga, es posible distinguir tres momentos en la investigación en México sobre juventud: el primero se caracteriza por abordar temáticas relacionadas con los inicios de la crisis estructural en nuestro país que se desarrollan fundamentalmente por investigadores en y desde la ciudad de México; es decir, se trata de investigaciones vinculadas con el surgimiento de las bandas juveniles como formas de agrupación, con el movimiento estudiantil y con la reorganización del trabajo juvenil. En el segundo momento, a mediados de los años ochenta e inicios de los noventa, los temas se diversifican para abarcar identidades, estéticas y hablas, así como la noción emergente de culturas juveniles. En ese momento se suman investigadores de distintas regiones del país, con lo cual se desestabiliza el centralismo característico de la producción intelectual en cuanto a la juventud. El tercer momento, que llegó para quedarse, comenzó a finales de los años noventa y lo conforman investigadores de prácticamente todo el país que se ocupan de dos temáticas centrales: “la subjetividad en sus articulaciones con la política, los afectos, las adscripciones identitarias, y los procesos estructurales atravesados por las dinámicas de la globalización y del neoliberalismo: empleo, educación, migración, y muchas otras temáticas” (Urteaga, 2005: 2).

Para varios autores, la manera en que se ha investigado a los jóvenes desde las ciencias sociales implica una posición en una de dos concepciones en conflicto: concebirlos desde la mirada institucional, en un estatus de subordinación a la sociedad adulta, y por tanto de indefinición, o bien reconocerles el estatus de sujetos sociales y agentes culturales (Pérez, 2000; Tuñón y Eroza, 2001; Urteaga, 2000). En la primera acepción, los jóvenes son vistos y tratados por la sociedad adulta como futuros sujetos y nunca como sujetos en el presente, de ahí que la sociedad se ocupe de ofrecerles lo necesario en su preparación para ser adultos: educación, empleo, salud, vivienda, etcétera (Urteaga, 2000; Urteaga, 2009).

Según Pérez (2000), lo común es tomar en cuenta a los jóvenes cuando son considerados problema, y a veces más desde el sentido común que desde información certera sobre lo que piensan y sienten. En el mejor de los casos, se les concibe como sujetos sujetados, con posibilidades de tomar algunas decisiones, pero no todas; con capacidad de consumir, pero no de producir; con potencialidades para el futuro, pero no para el presente. Además, el autor destaca cuatro tendencias generales de esta mirada institucional hacia la juventud: 1) concebirla como una etapa transitoria, trivializando su actuación como factor fundamental de renovación cultural de la sociedad; 2) enviarla al futuro, asumiendo que mientras llegan a la adultez sólo hay que entretenerlos; 3) idealizarla, por ello todos son buenos o todos son peligrosos, descalificando su actuar y mostrando preocupación sobre su control, y 4) homogenizar lo juvenil al desconocer la multiplicidad de formas posibles de vivir la juventud.

Desde este enfoque, la designación de la juventud como problema configuró un campo semántico sobre el ser joven que colocó al “ellos” en riesgo y al “nosotros”, los adultos, con la autoridad y el permiso social de controlarlos y restringirlos a fin de evitar consecuencias negativas de sus acciones. “La representación de la juventud como un problema está relacionada con la creación de instituciones controladoras, medios de surveillance (vigilancia), y modos de estandarización de acuerdo con un patrón dominante de lo que debe ser un joven” (Monsiváis, 2002: 167). Hoy en día, a decir de Urteaga (2010), la academia tiene el compromiso de estudiar a la juventud en sus propios términos para rescatar así la creatividad propia de las culturas juveniles y alejarse de la idea de que todo lo que hacen los jóvenes tiene como referencia al mundo adulto; en el mismo sentido, los jóvenes tienen el compromiso activo de determinar sus propias vidas, las vidas de quienes los rodean y de las sociedades en las que viven.

Jóvenes y sexualidad

Gran parte de la investigación sobre jóvenes en la década de los noventa se dio en el marco de la definición de la salud sexual y reproductiva como un campo de conocimiento, y de la acción pública, hasta cierto punto desde la definición del joven como problema. Aun cuando desde mediados de los ochenta, a decir de Stern (2008), ya se habían llevado a cabo investigaciones sobre embarazo adolescente y sus consecuencias para la salud, fue en esta década cuando se incrementaron los trabajos en la materia con la paulatina incorporación del tema de la sexualidad entre jóvenes y adolescentes. A decir del autor, entre 1995 y 2005 se realizaron numerosos estudios descriptivos “sobre aspectos de la salud sexual y reproductiva de los adolescentes desde muy diversas perspectivas disciplinarias, entre otras, la biomédica, la epidemiológica, la psicológica, la psiquiátrica, la antropológica, la demográfica y sociológica, y desde diversos campos de acción: la educación, la salud, la comunicación y otros” (Stern, 2008: 62).

Villaseñor, por su parte, analizó una decena de estudios realizados entre 1993 y 2003 en los que se indagó sobre lo que los adolescentes pensaban acerca de la sexualidad y otras cuestiones de salud reproductiva, e identificó lo inapropiado que resultaba el uso del término “adolescente” como categoría descriptiva de una etapa del desarrollo, en primer lugar porque los propios sujetos así denominados no se identificaban como tales, e incluso percibían un tono despectivo al ser nombrados así, y, en segundo lugar, la autora cuestionó el uso del término, al que calificó de estático, simplista y descontextualizado. Más aún, interrogó al ámbito académico respecto a “una intención no explícita de ejercicio del poder y de clasificación discriminatoria” al utilizarlo (Villaseñor, 2008: 84). Bien dice Aggleton que: “la juventud y la adolescencia son periodos de la vida construidos socialmente, artefactos culturales establecidos en momentos específicos de la historia para servir propósitos específicos, y que están imbuidos con significados que pueden indicarnos tanto acerca de las preocupaciones de los adultos como de los jóvenes mismos” (2001).

Las investigaciones en materia de salud reproductiva y sexualidad de adolescentes realizadas en la década de los noventa permitieron reconocer las diferentes conceptualizaciones de los riesgos para la salud sexual y reproductiva entre adolescentes, expertos y prestadores de servicios; el carácter protector de la permanencia escolar; la mayor vulnerabilidad entre los adolescentes de contextos más pobres, y el papel del contexto y la posición social, edad y género en tanto condicionantes que limitan el abanico de opciones de un comportamiento aparentemente libre, voluntario y autodeterminado (Villaseñor, 2008; Caballero, 2008).

Uno de los temas ampliamente estudiado fue el llamado embarazo adolescente. Stern y García (2001) identifican que en los estudios realizados sobre la temática subyacen dos enfoques: uno tradicional, que define el embarazo adolescente como un “problema” único y universal, y otro que ofrece una comprensión del fenómeno amplia, procesual, y por lo tanto dinámica, con interpretaciones específicas y particulares de acuerdo con los diversos contextos socioculturales.

El tránsito de un enfoque a otro, o incluso la emergencia misma del segundo enfoque, da cuenta de las implicaciones que subyacen a ambas posiciones teóricas. En este sentido, asumir el embarazo adolescente como un “problema” implicó argumentaciones tales como que contribuía a la pobreza y que no tendría que ocurrir porque en la adolescencia no se deberían tener relaciones sexuales; por lo tanto, cuando ocurre es resultado de un comportamiento individual desviado. En ese sentido, la concepción de adolescencia universalista y sociocentrista que este enfoque asumió supone seres incompletos e incapaces de tomar decisiones. Frente a esta realidad construida, los adultos nos erigimos con el derecho a intervenir en sus vidas y a tomar decisiones que los beneficien, o incluso a ejercer un mayor control sobre ellos (Stern y García, 2001).

Las investigaciones realizadas desde este enfoque permitieron, a decir de Stern y García (2001), conocer la incidencia del embarazo adolescente y del acceso y uso de métodos anticonceptivos entre adolescentes, describir a la población de adolescentes que se embaraza y “analizar posibles asociaciones entre el embarazo temprano y otras variables” (Stern y García, 2001: 339). Pero, sobre todo, estas investigaciones revelaron la necesidad de una definición distinta del embarazo adolescente al problematizar la concepción de que es un problema sólo de morbimortalidad materno infantil, de crecimiento de la población, de conducta anormal o de reproducción intergeneracional de la pobreza.

El nuevo enfoque desde el cual se empezó a investigar el embarazo adolescente da cuenta de un salto epistémico en la forma de concebir a los adolescentes desde la academia. En principio se partió de una definición de la adolescencia misma como un concepto histórico y socialmente construido que permite documentar la diversidad de formas de vivir la etapa entre la niñez y la adultez tan variadas como los contextos socioeconómicos y culturales posibles. Los estudios se alejaron así de la concepción occidental hegemónica que denominaba adolescentes a las personas entre los 13 y 19 años que prácticamente sólo estudiaban, pero que se encontraban próximos a independizarse de la familia de origen para continuar estudios de educación postsecundaria (Stern y García, 2001).

A principios de los noventa surgió en México el Programa de Salud Re-pro-duc-tiva y Sociedad de El Colegio de México, en el marco del cual se dio gran parte de la investigación sobre salud sexual y reproductiva realizada en el país. Al mismo tiempo se realizaban investigaciones en El Colegio de la Frontera Norte, El Colegio de la Frontera Sur, El Colegio de Sonora y El Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo. Entre los temas que se investigaron destacan, por su carácter emergente y de frontera, aquellos sobre los comportamientos y prácticas de los adolescentes y jóvenes relacionados tanto con el ejercicio del derecho a una sexualidad placentera, como con las consecuencias de las prácticas sexuales al inicio de la vida adulta (Lerner y Szasz, 2008). Sin embargo, Aggleton (2001), a principios del siglo XX, destacaba que los estudios sobre las necesidades sexuales y reproductivas de los jóvenes se centraban en los embarazos no deseados y en la adquisición de enfermedades de transmisión sexual en tanto consecuencias negativas del comportamiento sexual. Para el autor este énfasis resultaba en una comprensión limitada de la sexualidad de los jóvenes, pero sobre todo insistía en la idea de “considerar la sexualidad de éstos en términos negativos —como algo que debe ser refrenado y controlado, y no como una fuerza creativa capaz de ofrecer placer, realización y crecimiento” (Aggleton, 2001: 370).

Aggleton (2001) se extrañaba de no reconocer en los estudios que revisó una descripción diferenciada, en cuanto a la determinación del riesgo sexual, de acuerdo con la clase social, el género o la cultura, en tanto que se consideraba la edad como el único factor determinante. El autor atribuye la ausencia de este análisis, que sí estaba presente en los estudios realizados con población adulta, al “grado en que las ideologías populares acerca de la adolescencia parecen haberse ganado, literalmente, los corazones y las mentes de las personas que trabajan en este campo” (Aggleton, 2001: 370).

No cabe duda de que tanto la categoría de adolescente como la de joven, usadas incluso de manera indistinta en las investigaciones, no son más que “artefactos discursivos” que dan cuenta de articulaciones histórico-culturales afianzadas de acuerdo con las condiciones sociales y culturales que las producen. En este sentido, observamos la casi obsolescencia del concepto de “joven problema”, para dar paso a la concepción del joven sujeto de derechos. Esta transición conceptual también redefinió la idea misma de quiénes son jóvenes, superando con ello la atadura a un rango de edad biológica que, a decir de Monsiváis (2004), imprimía a la categoría un carácter ahistórico y estático, pasando por alto que las prácticas juveniles tienen lugar en un mundo cambiante. La categoría no se refiere a una condición “objetiva” de las personas (Monsiváis, 2004) ni a un “dato natural” (Reguillo, 2000), “sino a un conjunto de discursos que definen posiciones o interpelaciones. Se trata de un conjunto de sistemas de significación arraigados en distintas esferas” (Monsiváis, 2004: 169).

En este sentido, la juventud, entendida como periodo de problemática transición o como identidad, no deja de ser una construcción social e histórica que explica comportamientos individuales al tiempo que reproduce o resemantiza modelos hegemónicos del ser joven.

Jóvenes y etnicidad

La relación de lo juvenil con la cuestión étnica se ha discutido más recientemente y ha generado una serie de enfoques para explicar la emergencia del periodo juvenil en los grupos indígenas como una etapa apenas re-conocida no sólo por la academia, sino por diversas etnias. Esto se debió al desconocimiento lingüístico y cultural por parte de los estudiosos, así como al desinterés en los ciclos, tránsitos y pases vitales. Ahora, la revisión de trabajos históricos, y sobre todo de etnografías, diccionarios y tesinas, así como de documentos políticos, educativos, gráficos y orales, ha servido para entender y explicar contextos, problemáticas y cambios entre los jóvenes indígenas latinoamericanos. En 2002, Pérez Ruiz documentó el “nuevo rostro” de los muchachos indígenas migrantes en las ciudades y más tarde, en el mismo año, publicó en el boletín de la Dirección de Antropología del INAH el sugerente artículo “Los jóvenes indígenas: ¿un nuevo campo de investigación?”, en el que cuestionó la novedad de este campo temático. En 2005 y 2006, Feixa y González evidenciaron la ausencia de trabajos sobre infancia, adolescencia y juventud entre los grupos indígenas y rurales, y rompieron con el supuesto de que la mayoría de indígenas latinoamericanos iniciaba su vida laboral y sexual a temprana edad por su extracción socioeconómica, lo que explicaba la “supuesta” omisión sociohistórica de la infancia y la juventud. El nacimiento de las juventudes urbano-populares y su estudio en los años ochenta fueron antesalas de las juventudes indígenas y rurales de los noventa, mientras que los procesos de modernización, migración e interculturalidad lo fueron para la conformación de líderes y representantes en los movimientos indígenas y grupos en lucha.