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Lisandro Aristimuño

Canciones de un soñador

UMBERTO PÉREZ

Todos los días en el trayecto que va desde el barrio Chacarita, en donde se ubica su residencia, hasta Parque Chas, aquel barrio de forma circular que inmortalizara Bioy Casares en la novela Dormir al sol, Lisandro Aristimuño se acompaña de la voz de Nina Simone mientras conduce para llegar a las oficinas de Viento Azul, su productora, en donde también tiene su estudio de grabación. Transcurren los últimos días de enero de 2016 y después de varios intentos de establecer una conversación fluida, que se vio impedida por los cortes de luz veraniegos de la ciudad de Buenos Aires y la pésima señal de banda ancha que hay en el balneario uruguayo de Portezuelo, en donde acaba de presentar un show inédito junto al uruguayo Martín Buscaglia durante tres noches seguidas, la tecnología por fin se pone a nuestro favor: hay línea directa y clara entre Parque Chas y el popular barrio Fontibón, en Bogotá. La tercera es la vencida.

Aunque durante muchos años Aristimuño y Buscaglia formaron parte del sello porteño Los Años Luz –que editó los tres álbumes iniciales del primero y edita los discos del segundo en Argentina– jamás habían tocado juntos y apenas se reconocían. Así que la invitación a compartir tarima en simultáneo, en Portezuelo, fue la excusa perfecta para reunir a dos de los creadores de canciones más inquietos y particulares del continente en el último milenio. “Estoy agotado pero fue increíble”, dice. “Imaginate lo intenso que fue, porque nos conocimos y arrancamos a ver cómo nos llevábamos tocando. Había mucho nervio. Estuvimos charlando bastante, hicimos una sobremesa extensa en donde nos dijimos las cosas que habíamos escuchado del otro, cada uno había hecho una lista de las canciones que más le gustaban del otro para ver en dónde podíamos sonar bien juntos, y con qué instrumentos, porque los dos somos medio multiinstrumentistas. Así que fue un intercambio de palabra y de trabajo práctico, lo pusimos en acción ese mismo día, después de comer nos fuimos a ensayar desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche. Y fueron tres días así.”

Viento sur, ese que nace del río

Intensa, así podría describirse la vida de Lisandro Aristimuño Lehner desde que llegó a Buenos Aires detrás de un amor –porque también es una historia de amor–, a finales de 2001 en plena crisis política y económica, con apenas 23 años. “Cuando yo llegué Fernando de la Rúa se estaba yendo en helicóptero de la Casa de Gobierno, así que imaginate cómo estaba todo en Buenos Aires.”

Pero antes de la intensidad que le impondría la vida revuelta de la Capital, Aristimuño creció en medio de la tranquilidad bucólica de Viedma –capital de la provincia de Río Negro, en la Patagonia– combinada con el sopor mismo de un lugar que no le ofrecía nada. “Viedma es un lugar que tiene río y tiene mar, tiene las dos cosas, ahí desemboca el Río Negro que es el río que viene del norte y justo se junta con el mar. Así que hay una energía muy poderosa, porque se junta el agua dulce con el agua salada, eso me parece una característica fuerte. Pero es una ciudad bastante desierta en cuanto a la cosa artística. Es una ciudad esencialmente administrativa: se trabaja mucho a la mañana y después a la tarde siempre hace la siesta, como un reglamento. La vida nocturna casi no existe.”

Lisandro creció viendo trabajar a sus padres; papá, director de teatro, músico y arquitecto, y mamá, actriz. Entre sus primeros recuerdos musicales se encuentra una discoteca enorme de casetes de música latinoamericana y música ambiental que su padre usaba para musicalizar las obras que dirigía. Violeta Parra, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Peter Gabriel, Philip Glass, Rubén Blades, Rubén Rada y Eduardo Mateo, entre tantos. “Toda esa música le fascinaba a mi viejo y yo también me hice fan de todo eso. Me acuerdo de estar en el living, con la música sonando fuerte, y casi nadie hablaba pero bailábamos o cantábamos. O de mi vieja cantando mientras cocinaba, y yo escuchándola desde mi pieza, o sea que la música también se tomaba toda la casa.”

Después llegó el deseo de tocar, y aprendió solo o casi, aprendió de la mano del rock argentino, o como allá lo llaman: el rock nacional. A los quince años Lisandro integró Marca Registrada, una banda de versiones, y unos años más tarde, con La Bisogna recorrió todos los casinos de la Patagonia interpretando canciones de Virus, Los Abuelos de la Nada y Soda Stereo, entre otros. “Esa fue mi escuela. Como soy autodidacta, sacar canciones de otro me sirvió para aprender a tocar la guitarra, a cantar y a armar un grupo. O sea, tener que sacar los mismos sonidos de la guitarra, de la batería y cantar en el registro de Cerati, Moura o Miguel Abuelo, te da una técnica bastante amplia. Yo siempre lo recuerdo con mucho cariño, porque a mis quince años arranqué cantando todo eso y empecé a entender cómo hacían estos genios para ensamblar todo. Ahí arranco mi oficio y mi manera de entender que la música también puede ser un trabajo.”

A la vez que Lisandro cantaba a Luis Alberto Spinetta o a Charly García, también empezaba a escribir sus propias canciones como un recurso emocional. “Las primeras canciones que escribí fue porque estaba enamorado, pensado que estaba haciendo cartas de amor; sabía que era un plus, me parecía linda forma de transmitir un mensaje desde el corazón hacia algo o alguien que amaba y ahí arranqué, esa fue la primera forma de poder transmitirle amor a alguien.” Quien recibía esas primerísimas cartas sonoras que escribía el joven Aristimuño es Luz, su esposa y madre de Azul, la hija de ambos. Junto a Lisandro, Luz es la responsable de esta historia de amor. Ella fue el motivo principal por el cual abandonó Viedma para siempre y ella fue la que lo animó a grabar esas canciones que acumulaba en sus cuadernos. “Yo nunca pensé en grabar un disco. Hacía canciones porque me ayudaban a expresarme y a poder sacar las cosas de adentro. Mejor dicho, la música me servía para poder expresar cosas que en lo cotidiano no podía sacar afuera, entonces nunca tuve la idea de armar un disco. Luego llegué a Buenos Aires porque mi mujer se vino a estudiar a Capital y yo la extrañaba mucho y quería estar al lado de ella. No me gustaba para nada Buenos Aires, pero me vine por amor y de repente empezó a surgir esto. Fue más una ocurrencia de mi mujer que mía, estábamos muy cortos de plata y empecé a estudiar para ser maestro jardinero, quería trabajar en los jardines de infantes para poder vivir de la música y generar dinero para subsistir. Pero mi mujer me decía: «¿Por qué no intentás grabar algo para vos? Mirá todas las canciones que tenés?» Entonces agarró todos los cuadernos y empezamos a elegir el repertorio. Para mí, eso era un sueño muy lejano y mi mujer me incentivó mucho para que eso se concretara.”

En medio de ese proceso de selección apareció Tatu Estela, ingeniero de sonido y entonces novio de su hermana mayor, que le grabó esas primeras canciones que, a la postre, darían forma a su primer disco: Azules turquesas (2004).

El álbum debut de Aristimuño era y sigue siendo ingenioso. A mediados de la primera década del siglo XXI Buenos Aires fue testigo de una eclosión de una nueva cancionística rioplatense; jóvenes cantautores como Pablo Dacal, Tomi Lebrero, Alvy Singer, Pablo Grinjot, el mismo Aristimuño y algunos mayores, como Gabo Ferro o Ariel Minimal, abordaban desde diferentes ángulos al formato canción; el interés por las músicas populares y tradicionales había sido cultivado con la misma pasión que el rock and roll dando paso a un episodio transformador de la música argentina. Bajo la misma perspectiva de una novela de formación, Azules turquesas presentaba a un autor joven que migraba a la gran ciudad envuelto de querencias y nostalgias. El quid y la sorpresa del debut de Lisandro radicaban en su atrevida exploración de sonoridades tradicionales intervenidas con ambientes electrónicos, dando forma a pequeñas piezas de filigrana pop.

Hay un detalle sustancial en el germen de ese disco: en Buenos Aires, Aristimuño halló en la computadora una herramienta definitiva. “Es como si hubiera visto una nave espacial. Yo estaba acostumbrado a buscar un batero, un bajista y un tecladista y, de repente, cuando me di cuenta de que con una computadora más bien sencilla podía hacer una especie de maqueta, también empecé a entender que, de algún modo, podía ser el productor de mis propios discos.”

La trilogía fundacional del cancionero Aristimuño la completan Ese asunto de la ventana (2005) y 39º (2007). Ambos discos dan cuenta de la expansión del universo sonoro de Lisandro y de su crecimiento como escritor de canciones, a la vez que finalizan el relato primigenio de su autor y, también, su relación con Los Años Luz. Su creador analiza esa unidad conceptual desde un frente lírico: “Escribía lo que me estaba ocurriendo, la llegada de alguien de la Patagonia a la ciudad; con Azules turquesas quise definir un poco de dónde venía, porque es un disco muy de paisajes, luego con Ese asunto de la ventana me agarró una especie de fobia de la ciudad, me costaba mucho vivir acá, y después 39º habla de lo que significa vivir en una ciudad y cómo todo cambia repentinamente. Al día de hoy los escucho y es como agarrar algo que escribí como diario íntimo y que de repente se hicieron disco y se hicieron públicos.” Y también tiene una explicación desde lo sonoro: “En Viedma no tenía computadora; cuando me vine a Buenos Aires, mi primo Carli (Aristide) que es mi guitarrista, tenía computadora en su casa y ahí es donde yo encontré la manera de poder mezclar mi guitarra criolla que me traje de la Patagonia con la electrónica y la cosa de ciudad. Carli empezaba a usar programas para hacer música y él me medio enseñó cómo se podía programar una batería o un teclado, y se dio esa unión, como volviendo a lo que te decía antes: la mezcla del agua de Río Negro y el Atlántico.”

Desnudar la canción

La obra cancionística de Aristimuño se caracteriza por las atmósferas que envuelven a cada disco y cada canción. Eso, probablemente, sea fruto de su afición por el cine. Clásicos como Amadeus –por la que siente fascinación–, París, Texas, El padrino, Tiempos modernos, la filmografía esencial de Allen y Scorsese y piezas de culto como Bailarina en la oscuridad, Petróleo sangriento, El gran pez, Laberinto, Volver al futuro o Las trillizas de Belleville son una señal clara del efecto que el sonido del cine tiene en Lisandro a la hora de grabar un disco. “Lo que básicamente me encanta de las películas es la música, las bandas sonoras. Lo que más me emociona son esas partes donde la música está realmente bien puesta. Me fijo mucho en el ambiente que hay, no sólo en la parte musical, sino también en los detalles, eso me envuelve, me hace vibrar. Y eso lo aplico a mi música: poder crear la atmósfera primero desde algún sonido. Te podría decir que mis canciones nacen de afuera hacia adentro. Me gusta mucho la idea de hacer todo lo que va detrás de eso, todo lo que no se ve. Es como si, de algún modo, yo fuera el director de la película. Entonces se me hace mucho más fácil poder transmitir lo que quiero que hagan los músicos, mi banda o incluso los invitados.”

Entre las colaboraciones que acumula a lo largo de su carrera se destacan Fito Páez, Kevin Johansen, Ricardo Mollo, el español Quique González, en quien vio una figura paterna para su canción “Otra canción de cuna”; Nekro, de Boom Boom Kid, a quien convocó por su espíritu punk para que lo acompañe en esa denuncia folk que es “How long”, o la entrerriana Liliana Herrero, como la compañera ideal para “El plástico de tu perfume”, una canción que retrata a una pareja de esposos ya mayores. Justamente, con Liliana Herrero –figura basal del folclore argentino contemporáneo– ha establecido una de sus relaciones artísticas y afectivas más fuertes; en el año 2014 produjo para ella el álbum Maldigo. “Liliana es como si fuera una tía, es alguien que cuando tengo alguna duda, te diría hasta personal o ideológica, siempre la llamo y le pregunto qué opina. Tenemos formas muy similares de ver la vida; es una artista muy moderna y tiene muy claro lo que significa hacer arte en la Argentina, entonces las conversaciones con ella me ayudan mucho a pensar y a canalizar cómo se puede transmitir de una manera digna y bonita algo artístico.”

Cuando Herrero le propuso a Aristimuño que la produjera le planteó un reto. “Imaginate la cabeza que tiene ella, que cuando me convocó me dijo: «Li, quiero sonar como Radiohead, me encantaría fusionar todo lo que vos tenés de electrónica y todo eso, con el folclore y con mi voz, quiero jugar con eso y creo que sos la persona indicada para poderme ayudar a sonar así». Lo que pasó después fue increíble porque, en realidad, los arreglos que más Radiohead se escuchan en el disco los hizo ella y yo fui el más folclórico. Fue algo muy raro, en algún punto ella era la joven y yo el viejo.”

Liliana Herrero no es la única artista consagrada que lo ha convocado como productor. Otro caso reciente es Fabiana Cantilo, con quien trabajó en la creación de Superamor (2015), un álbum que le devolvió a Cantilo el lustre de compositora. Pero también contemporáneos suyos le han encargado esa misma labor, como Tomás Lebrero, Mariana Baraj, Martín Bruhn o su hermano, Tomás Aristimuño. Para cumplir las expectativas de cada artista Lisandro tiene claro cuál es su papel en cada caso: “Hay una diferencia muy grande, ahí uno sale de su traje, de su ego, y se involucra con el ego del otro. Cuando uno trabaja para el disco de otro tiene que escucharlo, ver qué quiere transmitir, hacia dónde quiere ir y ayudarlo desde ese lugar”. Pero eso no es todo, para Lisandro no es suficiente sumarse como coproductor, en ocasiones también ha ido más allá y ha editado los discos de sus colegas. Viento Azul, el sello independiente y autogestionado –conceptos esenciales en su ideario– que creó para poder editar sus propios discos y que estrenó al editar su álbum doble Las crónicas del viento (2009), también sirve de plataforma para otros, como en su momento hiciera con el programa de radio Ese asunto suena raro que realizó entre 2008 y 2011. Además de la posibilidad de cumplir un sueño y editar en vinilo el consagrado Mundo anfibio (2012), también asoma otro proyecto que, indirectamente, revela el nervio del que está hecho. “Existe la posibilidad de editar un disco del uruguayo Gustavo Pena (1955–2004), El Príncipe. Es un recital que dio en la Sala Zitarrosa de Montevideo y que me influenció mucho. Es un artista del carajo y no se le dio demasiada bola acá en Argentina, entonces me gusta la idea de poder mostrar ese concierto y poder difundir su música, que también me hizo a mí. Ojalá que el disco se venda; siempre intento seguir produciendo y editando cosas mientras pueda, porque también es autogestión e implica un dinero.”

Para el primer semestre de 2016 Aristimuño planeó salir de gira por el interior de la Argentina para presentar Lisandro Aristimuño en concierto (2015), dos volúmenes grabados en directo entre 2012 y 2014. Pero también revela que está próximo a grabar un nuevo disco. “Ya tengo unas once canciones más o menos armadas, y mi idea es cambiar un poco el proceso de producción. Voy a trabajar con un coproductor, Ari Corder, un amigo que laburó mucho conmigo en los primeros discos. Era el tecladista de la banda y dejamos de tocar porque tuvimos una pelea, pero ahora nos reencontramos y volvimos a trabajar juntos. Estoy muy contento porque aparte de volver a tener una amistad muy fuerte con él, lo admiro mucho como productor, me parece que me puede dar una mano muy grande. Estamos en proceso de arreglos y de creación de las canciones y me parece una buena dupla porque él baja más a tierra y yo soy más volátil, eso va a darle un concepto general al disco.” Lo que adelanta no es poco, teniendo en cuenta que hasta ahora todo el proceso de gestación de sus discos ha sido uniforme y que la cumbre de ese proceso creativo la alcanzó con Mundo anfibio. “Quiero que sea un disco bastante despojado, crudo, y sin muchos arreglos, ¿viste que yo siempre cargo mucho los discos? En este caso no maqueteé nada, simplemente están las ideas grabadas, la guitarra y la voz con un micrófono y nada más. También tengo la intención de grabar con otros músicos por el tema del sonido, la idea es grabarlo medio en vivo en el estudio.”

En los últimos tres lustros Aristimuño se transformó en un referente de la música argentina. Heredero de la tradición rockera y en diálogo con los cancionistas de su generación, el tránsito desde pequeños antros como La Vaca Profana hasta un escenario consagratorio como el Gran Rex fue siempre sostenido y a paso seguro. “Siento mucho orgullo por mi equipo de trabajo, por mi banda y por lo que logramos. Estoy orgulloso del grupo y de la familia que armé para trabajar y para poder llegar ahí”, dice. “Ser del interior me ayudó muchísimo, el hecho de disfrutar algo pequeño y no estar esperando lo grande, ya lo que tenés, y que lo otro si llega, llega, y si no llega, no llega. Yo nunca me imaginé que podía ser amigo de Ricardo Mollo, producir a Fabiana Cantilo o tocar con Fito Páez, son cosas que fueron llegando. Cuando vivía en Viedma nunca pensaba en eso para ser músico. Nunca busqué ir al transatlántico, prefiero tener un bote que lo arreglo cuando se pincha, lo pongo en el patio, lo parcho y salgo otra vez al mar.”


© Flor Carrozza

Sofía Viola

La consagración de la primavera

MARTÍN E. GRAZIANO

Primera parte. Adoración de la tierra

Introducción

(Lento. Più mosso. Tempo I)

Durante su estancia en las islas Galápagos Charles Darwin se dedicó a estudiar con detenimiento las conductas de los pinzones. Entre otras cosas, el naturalista inglés observó que cuando varios grupos de pinzones competían por la misma fuente de alimentación, eventualmente alguno comenzaba a desarrollar un pico diferente para poder comer otra cosa. Bueno, para la música popular argentina Sofía Viola es un salto evolutivo: el pinzón con pico nuevo.

Augurios primaverales

(Tempo giusto)

“Mi mamá me dejaba llorando con la música al palo en la cuna”, dice Sofía sobre su infancia en Lanús, una localidad del sur del Gran Buenos Aires. “Ella es melómana y bailarina de ritmos latinos, así que desde chiquita escuchaba Ismael Rivera, Héctor Lavoe, Celia Cruz, Billie Holiday, La Lupe, Oscar D’León, Tita Merello, Dexter Gordon, Little Richard, Pérez Prado… Mi papá siempre tocó la trompeta, así que recuerdo que todas las mañanas me despertaba con su sonido y lo acompañaba en su rutina de estudio. Después me hizo estudiar ese instrumento y otros, me metió en el conservatorio… siempre insistiendo con que estudie música. Pero no pude recibir la teoría y me salí con la mía: yo quería cantar. Una vez que mantuve firmeza con la voz, me indicó que toque la guitarra y que componga tangos. Siempre me acompañó con su crítica filosa, que valoro y respeto. Me guió desde su humildad de sabio consejero y dejó que yo haga la mía. Ellos me criaron con mucha libertad, conciencia y amor. Supieron ponerme los límites y yo supe sacarlos.”

Juego del rapto

(Presto)

Año 2000. Mientras la Argentina se dirigía hacia su propio iceberg, un programa tomaba la trasnoche de la televisión pública como si fuera la orquesta del Titanic. Se llamaba Medios locos y, aunque su tono era celebratorio, no sacaba los ojos del maelström: acompañado por una banda estable, el legendario periodista Adolfo Castelo intervenía los titulares de los diarios para hacer su propia comedia del naufragio. A veces los visitaba una niña de once años que, según anunciaba el programa, era “La supuesta hija de Perón”. Cantaba una cumbia, improvisaba un monólogo y se metía al público en el bolsillo. Para la mayoría era una perfecta –y adorable– desconocida. Unos pocos iniciados la reconocieron. Era Sofía Viola, la sobrina del fundador del Parakultural: la usina contracultural donde se incubaron las expresiones más radicales del teatro y la música popular de la primavera democrática, a mediados de los ochenta.

Rondas primaverales

(Tranquillo. Sostenuto e pesante. Vivo. Tranquillo)

“Para cantar tango vas a tener que enamorarte y vas a tener que emborracharte”, aleccionaba el Pollo Viola a su hija, “y después vas a tener que desenamorarte y vomitar”. Sofía siguió al pie de la letra las enseñanzas de su padre y, cuando tenía dieciséis años, quedó prendada de un cuarentón que era el propietario de una célebre cueva porteña de cómics. “Lo escuchaba todos los jueves a las dos de la mañana en un segmento que hacía en Rock&Pop”, recuerda Sofía. “Me acuerdo de que le había encargado una remera de Flash Gordon y llamaba al programa para saber si había llegado. ¡Le llegué a preguntar si quería juntarse a tomar un café!” Alimentada con el combustible del amor no correspondido, se lanzó a recorrer la noche de Temperley y desembarcó en Ludoviko: el Teatro Bar donde alumbró a Curda, el payaso mala onda y tanguero que durante dos años le otorgó sus primeras millas de vuelo en la bohemia. “Un día sentí la necesidad de hacerme cargo de lo que estaba diciendo –explica Sofía–, porque las canciones estaban diciendo cosas y ya no las podía decir un payaso”. Entonces se tatuó un pajarito con un verso de Violeta Parra (“Arriba quemando el sol”) y, cuando finalmente cumplió la mayoría de edad, se presentó con su propio nombre y anunció el comienzo de su viaje. “La primera vez que salí de Argentina fue con los del Teatro Bar: actores, malabaristas, payasos y músicos en busca del pan cerca del mar”, recuerda. “A (las playas uruguayas de) Cabo Polonio fuimos a parar. Andábamos como gitanos con tiendas de trapo. En esos días tocábamos todo el tiempo y eso me curtió bastante: la voz toda rasposa y gritona sin ninguna clase de sutileza. En síntesis, los viajes me sumaron plumas, calle y pan.”

Juego de las tribus rivales

(Molto allegro)

Durante generaciones y generaciones los músicos argentinos de rock, tango, jazz, cumbia y folclore pusieron sus distancias. Más allá de algunos intentos, no lograron abonar un mapa en común: ese territorio mestizo que, en países vecinos como Uruguay o Brasil, propició el Tropicalismo o el Candombe–beat. Autores como Pablo Dacal o Lisandro Aristimuño advirtieron esa necesidad y, a comienzos del nuevo milenio, comenzaron a hacer sus ensayos para reorganizar la música del Río de la Plata. Si bien cada uno proponía una estética diferente tenían en común la reverencia por el formato –la canción– y también un origen: eran músicos iluminados por el rock que, desencantados con el rumbo del género, se habían desterrado por voluntad propia. Así, mientras Sofía Viola surcaba el viaje iniciático donde iba a incubar su primer repertorio, los Cancionistas del Río de la Plata también se lanzaron a explorar: encontraron los folklores, el jazz, la canción latinoamericana, el tango, la chanson y la música académica. Lo metabolizaron todo. Ya no para cantar los avatares de otras décadas o seguir el pulso del mercado adolescente. Descubrieron que, si querían vivir su propio tiempo, tenían que encontrar su propia canción.

Cortejo del sabio

Después de una temporada en Uruguay Sofía Viola puso proa hacia San Marcos Sierra, un pueblo que, entre las montañas y los ríos cordobeses, construyó su propio mito hippie. Durante su segunda noche allí se subió al escenario de La Panchería y, entre el público, descubrió a José Luis D’Amato, uno de los pilares periodísticos de revistas fundacionales del rock argentino como el Expreso Imaginario. “Demostraba un interés sobrenatural, sin dudas era muy buen espectador”, dice Sofía. “Le dediqué una canción y, cuando terminé de tocar, me acerqué a su mesa. Me preguntó de dónde había salido y le comenté que mi tío era Omar Viola, del Parakultural, a lo cual respondió con alegría porque lo conocía de la Escuela de Mimo. La cosa siguió porque me invitó a conocer su rancho ecológico, así que al otro día lo busqué y me encontré con una reunión de jóvenes y adultos compartiendo un almuerzo, carcajadas y vino. El viejo me hizo cantar y así fui ganando mi beca de hija adoptiva. Primero acampamos en su fondo, después me dio una habitación y refugio eterno.” A fines de ese mismo año D’Amato le propuso grabar su primer disco en su casa ecológica: corrieron la mesa, instalaron un estudio portátil y, al cabo de cinco días, ya tenían listas las canciones de Parmi. Un debut que, si bien estaba grabado con energía solar y en un entorno bucólico, aún era un disco urbano. Amateur –en el mejor sentido de la palabra– y, aunque predominaran los instrumentos acústicos y no hubiera ni un tema remotamente parecido a los Sex Pistols, sonaba más punk que buena parte de la escena punk porteña. “Si no era por José yo no hacía nada”, confiesa. “Fue el puntapié inicial para una nueva etapa de mi vida. Sumado a toda la sabiduría que me transmitió, todo aquello dio lugar a una nueva visión acerca del mundo.”

Adoración de la tierra

(Lento)

Con Parmi bajo el brazo Sofía armó nuevamente su mochila y partió rumbo al norte: Villazón, Oruro, Cochabamba, Copacabana, la Isla del Sol, Cuzco, Machu Picchu. El viaje arquetípico de la iniciación latinoamericanista que, en sus manos, fue un manantial de inspiración: Sofía tomó notas, bailó, aprendió rudimentos del quechua, bebió, trabajó para una ONG en el Valle Sagrado de los Incas, abrazó a la Pachamama y celebró tanto casamientos como velorios. En esa exploración compuso, entre otras canciones, “El vals de la muerte”. “Nació el primer día que tuve un charangón en las manos”, dice. “Me inspiró el sonido, la letra empezó a salir sola. Nunca había pensado cómo sería mi muerte, pero la imaginé mientras sonaba el vals: me gusta que, si no nos creman, nos coman los gusanos. Por más doloroso que sea para los vivos, está muy bien que se celebre el nacimiento, el crecimiento y la muerte. Festejemos: un día más, un día menos en la vida.”

Danza de la tierra

(Prestissimo)

Como Robert Johnson, Sofía Viola volvió modificada de su periplo. Sus nuevas canciones podían articular todo sin pensar: música andina (yaraví, huayno, cueca) y rock argentino, hot jazz y ranchera, tango y cumbia, vals criollo y vallenato. También humor y autogestión, conciencia planetaria y equilibrio. Munanakunanchej en el Camino Kurmi, la fotografía movida de aquel viaje, era una prueba contundente. Desde el grito de “Aceves Mejía” hasta la plegaria secreta de “Muna munanqui”, pasando por “No me des merca” y “Caca en la cabeza” –su alegato contra la colonización gastronómica–, la voz caudalosa parecía unir, como la Cordillera de los Andes, el altiplano con el Caribe y los algodonales del Mississippi. Todo sin costuras. Absolutamente metabolizado en su mirada: como la epifanía de Neo en el clímax de Matrix.

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