Kitabı oku: «Iberoamérica sonora», sayfa 3
Segunda parte. El sacrificio
Introducción
(Lento)
“La vida en la ciudad me encanta y me enferma”, dice. “Amo vivir en la naturaleza y cantarle a los pájaros y los árboles, pero los pájaros y los arboles ya saben todo, entonces no tengo mucho más que decirles. Así que siempre vuelvo a la ciudad con una misión clara, que es el destino del canto. Esto que me dio ‘alguien’ y no me lo puedo quedar para mí sola: tiene que salir y lo tienen que oír todos los que lo sientan. Acá todo está tapado por el consumo y la miseria… Claro está que en toda esta peste hay cosas hermosas, pero no me gusta hacerme la boluda ante situaciones que me generan dolor. Entonces me toca accionar desde mi lugar: desplegar la canción como bandera de mi corazón.”
Círculos misteriosos
(Andante con moto - Più mosso - Tempo I)
De regreso a Buenos Aires, Sofía comenzó a trasladarse de la periferia hacia el centro. A tocar en el circuito de bares que unía la milonga de La Catedral con el Centro Cultural Matienzo. Poco a poco se fue acercando al campo gravitacional de los Cancionistas del Río de la Plata y, a fines de 2011, fue convocada a participar en una de las rondas organizadas en el bar Vuela el Pez. Encuentros acústicos y con espíritu de fogón, animados por Pablo Grinjot, Julieta Rimoldi, Tomi Lebrero, Lucio Mantel, Pablo Dacal, El Gnomo y varios más. En una de esas noches Sofía conoció a Ezequiel Borra.
Glorificación de la elegida
(Vivo)
“Un amigo me pasó un video sugiriéndome invitarla a una ronda y me acuerdo de que me quedé horas mirándola en YouTube”, dice Borra. “Sus canciones son luminosas. Y cuando canta parece que siempre estuviera por llegar la primavera.” La química fue inmediata. El encuentro en Vuela el Pez desató chispazos y, en el fondo de su morral, Sofía se llevó los discos de Borra: un puñado de organismos vivos y mutantes en algún sitio entre Tom Waits, Charly García y Tom Zé. Durante una temporada escuchó esa música a jornada completa y, en un arrebato de intuición, Sofía decidió convocarlo como productor. En El Placard, la casa y estudio de Borra, dispusieron el terreno para la grabación. Al cabo de un par de sesiones Sofía puso sobre la mesa noventa y seis canciones inéditas y los límites entre el disco y la vida se desdibujaron. “El primer horizonte no fue sonoro”, dice Borra. “Nos propusimos jugar sin presión, respetando los tiempos que nuestra relación y lo que iba sonando dictaminaban. Al principio ni siquiera sabíamos si se convertiría en un disco o no. Después de la difícil tarea de elegir un repertorio empezó el proceso de trabajar sobre esas tomas iniciales de cara a las orquestaciones que imaginábamos. Ahí ya estábamos bien adentro del disco. Experimentación de audio, sonidos, instrumentos, largas horas tocando, editando y buscando. Se mezcla con la vida porque pasa el tiempo y aparecen colores de muchos momentos. El proceso duró casi dos años y fue de la mano de la relación con Sofi. Es un trabajo producto del amor.”
Evocación de los antepasados
Apenas canta el primer verso de Júbilo los espíritus de Miguel Abuelo, Eduardo Mateo y Violeta Parra parecen acudir al llamado de Sofía Viola. No es casual. Más allá de las comparaciones, se trata de artistas que construyeron su obra al margen del mercado. De sus ritmos, de su tráfico de sacrificios y recompensas. Y uno de los combustibles primordiales de Júbilo es esa tensión entre el don y una vida libre: entre llevar adelante “una carrera” y simplemente regar las plantas, cocinar –su ceviche es célebre–, viajar o leer libros. En ese sentido el disco la impulsó, por primera vez, a tomar algunos gestos del profesionalismo. Por ejemplo, replicar los CDs en una fábrica. Presentarlo en un teatro o, verbigracia, sostener un ensamble: el exquisito Combo Ají, con el propio Borra (guitarra), Ale Franov (acordeón, flautas), Axel Krygier (teclados), Nico Echeverría (percusión), Juane Telechea (contrabajo) y el Pollo Viola (trompeta). “Yo respeto muchísimo a mi papá como músico: me parece que deslumbra a todos”, dice Sofía. “Cuando presentamos el disco me dijo que le daba cosa subir, que lo apabullé y se le hizo un nudo. Se puso nervioso, cosa que no es muy normal en él. Yo no le pedí nada. Que se sienta cómodo y haga lo que quiera. Y cuando el chabón sube queda como un silencio: es muy fuerte su presencia. Y para mí es como estar en casa. El Pollo nunca fue el papá que te felicita, sino el papá que te critica y siempre está apoyando en todo. Solamente te felicita cuando lo hiciste llorar.”
Acción ritual de los antepasados
(Lento)
Como una casa a la sombra de los tilos, Júbilo es fresco y tiene tantas puertas de entrada como canciones. Está cantado en tres lenguas (quechua, guaraní, castellano) y lo sostienen dos columnas. Una de ellas es “Me han robado el mar”. Una especie de opereta andina y unipersonal sobre la mediterraneidad de Bolivia: un diálogo entre la nación de Evo, la luna y el sol que Sofía interpreta recorriendo todo su registro vocal. “El otro día le contaba a mi maestra de canto que cada vez que terminaba de cantar esta canción me latía la garganta”, dice. “Yo creí que era una cuestión emocional, pero mi maestra me dijo: «Te estás exigiendo un montón porque ésta es tu última nota… o la bajas un tono o no la cantas más.» Así que le hago caso a mi maestra. Se llama Liliana Lecuona, tiene ochenta años y es amorosa. Siempre me felicita por más que nunca estudio nada: soy una vaga.” En la otra canción central Sofía canta como si estuviera en la cima de un cerro. Detrás de la marcación de candombe y el arreglo de cuerdas la letra esconde una fábula de redención que trata con cariño hasta a “las mosquitas”. Se llama “Respirar el alba” y, de alguna manera, cifra el espíritu del disco: los ancestros, la empatía, las formas del amor, la aventura. La tribu y la sal de la tierra. El hueso hondo y liviano de los pájaros. Cada hora ganada, perdida y recobrada del largo día de vivir.
Danza sagrada –la elegida– ( = 126)
“Ahora, mi objetivo número uno es que la gente baile. Mi objetivo número dos es que la gente escuche mientras baila.” Así es: en este preciso momento, en algún sitio, Sofía Viola canta y el público hace vibrar la tierra bajo sus pies. Las napas subterráneas serpentean hacia el océano. Una ola acompasa su rompiente. La luna parpadea. Una constelación se precipita hacia su ocaso. No necesitamos el Hubble para ver el nacimiento de esta estrella.
© Orquesta Típica Fernández Fierro
Orquesta Típica Fernández Fierro
Fernet, tango y rocanrol
GABRIEL PLAZA
Son las cinco de la tarde en Buenos Aires. La Orquesta Típica Fernández Fierro está por detonar otra de sus bombas musicales. El próximo fin de semana subirán a escena con el cantante Pil Trafa, integrante de Los Violadores, una banda mítica del punk argentino de los ochenta. El ensayo es en el CAFF (Club Atlético Fernández Fierro), el espacio que la orquesta fundó en 2004 en un taller mecánico y se convirtió en un templo del under tanguero. El encuentro de la orquesta con la banda punk es otro de sus últimos pasos simbólicos para la nueva escena del género, surgida en los últimos quince años. Otra jugada riesgosa para quebrar las tribus musicales. Otro movimiento de ruptura al que nos tienen acostumbrados, desde que aparecieron como catalizadores de una escena emergente y explosiva del tango en el 2001, tras una de las crisis económicas y sociales en la historia de la Argentina.
Los gestos de la Fernández Fierro valen más que mil palabras y siempre funcionan como cachetazos al establishment musical. Como cuando tiraron un piano desde un viejo puente del barrio periférico de Pompeya para la foto de tapa de Destrucción masiva (2003), su segundo disco. Como cuando decidieron seguir tocando en las calles del barrio de San Telmo, a pesar que la policía quería arrestarlos por romper con las normativas. Como cuando decidieron subirse a un escenario con la misma ropa que utilizaban en la calle –remeras, jeans y zapatillas– al igual que los Ramones. Como cuando dejaron que su primer cantante, el Chino Laborde, saliera a cantar con un casco de moto en la cabeza una versión anfetamínica de “Canción desesperada” de Enrique Santos Discépolo (1901–1951, autor de “Cambalache”, entre otros clásicos). O como cuando convirtieron sus conciertos en ceremonias tan rockeras como tangueras y que los llevarían a festivales internacionales como el Lollapalooza y el Roskilde, sin renunciar a su espíritu independiente y cooperativo, a imagen y semejanza de la orquesta del legendario Osvaldo Pugliese.
“Nosotros, desde que arrancamos, teníamos esa idea. Estuvimos tocando mucho tiempo en la calle y pasaban pibes con la remera de Iron Maiden y se quedaban a vernos. Por iniciativa propia jamás hubieran ido a ver una orquesta de tango, pero se la llevaron por delante y les interesó. Se sintieron identificados y vinieron. Entonces se fue creando un público que no era el público del tango o del rock ni de la cumbia, sino gente que nos escuchaba y decía «vamo en esa»”, cuenta el contrabajista Yuri Venturín, director musical del grupo, sentando en una de las mesas de búnker de la OTFF.
Hace tiempo que el tango no producía un fenómeno tan interesante como el que despertó la Fernández Fierro en otros públicos ajenos al género. “Somos un grupo con personalidad, que además de hacer tango buscamos establecer un vínculo con nuestra generación, que era algo postergado en las orquestas. Eso se ve en el tipo de gráfica que usamos, en el vestuario, en el discurso, en la forma de sonar –áspera y violenta– que logramos”, dice el violinista Pablo Jivotovschii, otro de los doce integrantes del conjunto formado por tres violines, viola, violonchelo, piano, contrabajo, cuatro bandoneones y voz.
Esa estética y la actitud instrumental de la OTFF (sigla que recuerda a la de una organización sindical) generó un movimiento expansivo, a partir de una práctica musical y política. La intensidad de su sonido, los discos editados de forma independiente –Envasado en origen (2001), Destrucción masiva (2003), Vivo en Europa (2004), y el DVD Tango antipánico (2005), Mucha mierda (2006), Putos (2009), TICS (2012) y En vivo (2014)– el modelo de gestión cooperativa, la creación de un espacio de autogestión del tango actual como el CAFF, y de una plataforma digital de difusión de las nuevas composiciones del tango llamada Radio CAFF.
La Fernández Fierro se formó en 2001 y fue el resultado de un prototipo orquestal llamado La Fernández Branca (en honor a una marca de Fernet) que nació en 1998 cuando un grupo de músicos de la Escuela de Música Popular de Avellaneda (la frontera geográfica entre la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires) se juntaron a ensayar inspirados por el sonido de Osvaldo Pugliese. “La postal de aquella época era el sótano de Las Palmas, una confitería que estaba enfrente del Centro Cultural San Martín, por donde pasaban y ensayaban todas las orquestas desde 1938. Había una movida de arte y una humedad increíble. Nosotros empezamos a ensayar ahí y se hacían reuniones del sindicato de varieté: había enanos de circo y casting de bataclanas para los teatros de revista. Yo tenía veintiún años y para mí era un flash. El otro día pasé y el lugar es ahora un supermercado chino. Les pedí si podía ir al sótano. Es el depósito de vino mejor acustizado del país”, rememora Julián Peralta, el primer director musical de la Fierro, que se desvinculó en 2005 para armar Astillero.
La orquesta típica como institución, que había dado nombres ilustres para el tango como Pugliese, Troilo, Salgán, D’Arienzo, estaba a punto de desaparecer. Pero a fines de los noventa la semilla de la orquesta típica prendía en una nueva generación de músicos. Primero fue la orquesta El Arranque, que en 1997 despertó conciencia revisitando a los grandes directores y se conectó con maestros como Leopoldo Federico, Julián Plaza y Emilio Balcarce. Además, impulsó proyectos como la Orquesta Escuela, con el fin de recuperar los distintos estilos de las típicas para que lo toquen jóvenes instrumentistas. En otra línea, que podría llamarse la corriente de Boedo –menos académica, más callejera–, se empezaron a gestar nuevos proyectos como La Imperial, La Furca y la Fernández Branca, que tenían un perfil más cooperativo. “Éramos varios músicos jóvenes con la idea de recrear el movimiento de orquestas que eran una especie en extinción. Nos reuníamos en Boedo, en una biblioteca popular. Allí funcionamos durante un año como una especie de cooperativa de músicos. Nos servía para compartir experiencias, organizábamos conciertos cada quince días, con la pauta estética de que las orquestas hicieran sus propios arreglos. Llegamos a ser cinco orquestas. Algunas siguieron como la Fernández Fierro o La Imperial. Ese fue el caldo de cultivo para lo que está pasando ahora”, recuerda Federico Vázquez, que en ese entonces tocaba con La Orquesta La Furca, ya desaparecida.
Para cuando el grupo decidió rebautizarse como Orquesta Típica Fernández Fierro, el panorama de orquestas en comparación con la década dorada de los cuarenta seguía siendo un terreno semidesértico. Yuri Venturín, actual director musical de la OTFF, ayuda a reconstruir esos años iniciáticos. “Una de las principales razones por las que armamos la orquesta fue porque no había casi ninguna, salvo los viejos que quedaban como Pugliese y Salgán, a los que alcancé a ver, y que hacían música que había sido revolucionaria en su tiempo”. El contrabajista, que empezó a tocar tango a los diecinueve años cuando escuchó a la orquesta de D’Arienzo y que tomó la batuta de los arreglos musicales de la OTFF cuando se fue el pianista Julián Peralta en 2005, expone las razones de la aparición del grupo en ese contexto. “La música que se producía a mediados de los noventa no nos satisfacía para nada. Entonces agarramos el sonido potente de Pugliese como punto de partida para construir nuestra propia música y nuestra propia identidad. Pero a eso había que sumarle todo lo que pasó en el mundo: el rock fue el movimiento cultural más importante de Occidente de la segunda mitad del siglo XX y todo eso no lo podés ignorar. Una vez que los Sex Pistols subieron al escenario no podés subir como si eso nunca hubiera existido. A nosotros eso es algo que nos atravesó. Somos tangueros totalmente, pero el rock es parte de nosotros.”
Flavio Reggiani, conocido como “el Ministro”, es el carismático bandoneonista de dreadlocks y otro de los fundadores de la orquesta. En una entrevista en 2006 hacía hincapié en el impulso que puso en movimiento esta nave orquestal: el tango como la necesidad expresiva de una nueva generación, igual que en los cuarenta. “Todos veníamos de tocar en todos los géneros que te puedas imaginar, pero terminamos desembocando en el tango como nuestro lugar de expresión y pertenencia. De hecho, la necesidad de formar una orquesta surgió porque si no no hubiéramos tenido dónde tocar. En la época en que aparecimos casi no había orquestas, así que formamos una propia. La posibilidad de hacerlo como cooperativa tiene que ver con una postura que pasa por demostrar que cuando la gente se organiza puede lograr cosas. Por eso no nos gusta hablar del pasado, sino de la realidad. Nosotros no vivimos la época de los cuarenta, así que lo que nos importa es mostrar que hoy se sigue tocando tango y con toda la polenta que ofrece una orquesta. Somos un producto de esta Argentina.”
¿Al principio se sentían solos o adelantados a lo que estaba pasando en ese momento?
Yuri Venturín: Cuando empezamos a tocar sí nos sentíamos un poco solos. Los grupos que intentaban hacer algo sincero eran muy pocos. Nosotros planteábamos esta cuestión más directa y más violenta en la música y fuimos muy criticados, aun por la gente joven que estaba empezando a abordar el tango. Éramos resistidos. Eso nos gusta, es parte de la incomodidad que hay que crear. Si te subís a un escenario y pasás inadvertido está mal, algo tiene que pasar.
Como otros jóvenes tangueros de esa generación dorada de los noventa, todavía eran considerados bichos raros. La gente joven, entre los veinte y treinta años, repudiaba el tango. La gente del ambiente tampoco los quería. No quedaba otra que salir a buscar el público a la calle. “Tenías que salir a buscar la gente directamente porque si leían en un volante la palabra tango salían corriendo. Por eso, con la Fierro tocamos en la calle para enfrentar al público y mostrarle que éramos otra cosa. Allí se acercaron músicos que tocaban, pero no estaban en el tango. En un momento empezamos a cruzar contactos entre los que querían armar una orquesta. Para nosotros no servía que hubiera una orquesta sola. Que el tango haya crecido, que tenga la vitalidad de hoy es gracias a que hay un abanico grande de grupos. La idea individualista de que solamente haya un grupo que suene bien no sirve. Suma más que haya un movimiento, que se sume público, que haya movida”, reconoce Patricio Bonfiglio, que fue bandoneón de la orquesta cuando tenía sólo diecinueve años, hasta que se fue para armar su propio proyecto, Rascasuelos, en 2004.
La orquesta necesitaba que más chicos y jóvenes se sumaran a la nueva escena del tango. Todavía bajo el nombre de la Fernández Branca decidieron formar a otros pibes, a la vez que ellos hacían la experiencia de sostener una agrupación orquestal, un formato en extinción para ese momento, para que la movida se hiciera más grande. De allí surgieron proyectos como La Branquita, donde estaba Agustín Guerrero –uno de los mejores directores de la actualidad– con once años y su hermano Emiliano, de nueve, que después formarían Cerda Negra y que bajaría considerablemente la edad promedio del tanguero en una orquesta típica: el más chico tenía dieciséis y el más grande veintiún años. Otro gesto simbólico. “El proyecto de La Máquina Tanguera empezó en 1999 en la sede del Club Mariano Boedo. Era un tugurio, con una biblioteca popular, un salón de juegos con gente que tenía un pasado de delincuencia muy claro y además un salón de fiestas. Ese fue un semillero. Ahí se armaron nueve orquestas y pasaron cien pibes de veinte años que todavía están dando vuelta en la movida del tango actual”, recuerda Peralta.
El panorama de orquestas con un promedio de edad de veinte a veinticinco años empezó a crecer considerablemente cuando la OTFF ya había sacado su cuarto disco, Mucha mierda, en 2006. Ese álbum es la piedra fundamental de la banda sonora de esa época junto a las producciones de otras típicas como Fervor de Buenos Aires, Cerda Negra, El Afronte, La Brava, La Imperial, La Furca y La Vidú de Florencia Varela, aglutinadas en la UOT (Unión de Orquestas Típicas), que animaban la escena. Las sedes eran los espacios propios de las agrupaciones, y los nuevos templos del under tanguero como Lo de Roberto (un bar–almacén de la década del cuarenta), el CAFF y Sanata Bar. También se extendía a los festivales independientes en cada barrio de la ciudad, o en nuevas plataformas de comunicación radial como Fractura Expuesta o medios de autogestión como Tinta Roja. Todas esas orquestas, con estilos, señas barriales y personalidades diferentes concordaban en varios puntos: el uso de instrumentos acústicos; la creación de tangos nuevos y arreglos originales de clásicos; una vestimenta desacartonada y una formación mínima de diez integrantes.
Este fenómeno de las orquestas jóvenes, que se propaga hasta la actualidad, reconoce parte de su expansión en los primeros recitales en vivo de la OTFF. Para esa generación del tango 2000 los conciertos de la Fierro fueron fundantes. Cuando Javier Arias, con veintiún años, los vio tocar en vivo, decidió armar su propia orquesta Fervor de Buenos Aires. “La Fierro fue clave para nuestra generación porque veíamos que era posible armar una orquesta típica. Eso les pasó a muchos otros y empezaron a aparecer un montón de típicas, a partir de verlos tocar en vivo”, dice el pianista y arreglador, que actualmente dirige y lidera Misteriosa Buenos Aires, una orquesta para bailarines que incluye composiciones nuevas y temas de rock versionados al tango como “Tema del Pototo”, una de las canciones seminales del rockero Luis Alberto Spinetta para su primer grupo, Almendra.
Hay pocas experiencias tan movilizadoras en la música como escuchar en vivo a una orquesta de tango como la Fernández Fierro. La formación de doce integrantes –Yuri Venturín (contrabajo y dirección), “el Ministro”, Julio Coviello, Eugenio Soria, Fausto Salinas (bandoneones), Santiago Bottiroli (piano), Julieta Laso (voz), Bruno Giuntini, Pablo Jivotovschii, Federico Terranova y Alex Musatov (violines), Juan Carlos Pacini (viola) y Alfredo Zuccarelli (chelo)– es una aplanadora sónica y por momentos parece que un grupo como Megadeth sonara como una banda de k–pop. Sin correrse del tango y con una estética que lleva implícito el espíritu rockero al que pertenecen generacionalmente sus integrantes la OTFF convocó, desde sus inicios, ya sea por empatía y sonoridad, a un público distinto dentro del circuito.
Acusada de desprolija por sus detractores, la Fierro fue buscando su propia huella sonora, que en vivo brama desde el metálico sonido de los riffs de los bandoneones, los ostinatos de las cuerdas y la violenta oscuridad de su poética. Desde su primer disco, el prematuro Envasado en Origen (2002) hasta su última producción, En vivo (2014), lograron desmarcarse de la imagen nostálgica de las típicas para generar una propia movida a su alrededor, que la distingue del resto de las agrupaciones.
El repertorio inicial se apoyaba en versiones de temas de leyendas como Osvaldo Pugliese, Alfredo Gobbi, Julio de Caro, pero con arreglos propios, y luego se fue corriendo hasta lograr un discurso musical capaz de canibalizar obras de autores igualmente legendarios, aunque más modernos, como Astor Piazzolla, Osvaldo Tarantino, Daniel Binelli y otros que se escapaban del género, como el uruguayo Jaime Roos y la peruana Chabuca Granda. Así, hasta crear un corpus de canciones propias. Es verdad que después de quince años de historia la orquesta fue desarrollando en sus discos un ejercicio de estilo de una generación que, a prueba y error, estaba buscando su canción, su propia voz dentro del género, su argot y su forma de comunicarse. En el caso de OTFF eso emergió volcánicamente, como un grito nocturno y suburbano, simbología de un tango ubicado en la periferia, en el off del off de la postal, muy lejos de ese tango idiota, prototipo del cliché for export.
Un núcleo de piezas contundentes conforman su obra, apoyado en socios autorales como el Tape Rubín (letrista de la nueva generación) y Palo Pandolfo (letrista de rock), que reflejan la noche, la bronca, la rabia, el dolor de una Buenos Aires convulsionada y que la Fernández Fierro fue construyendo con el devenir de los años. Esa vertiente instrumental que le dio el marco apropiado a las nuevas letras se fue acelerando y acentuando como un rasgo definitorio: una línea de fuelles y violines que atacan constantemente, un marcatto constante en sus distintas capas instrumentales, una atmósfera densa y un compás endemoniado, que parece la respiración acelerada de una ciudad alienante y artificial.
El sonido de la Fernández Fierro es como la Buenos Aires que Piazzolla había imaginado en su visión futurista, pero que mutó en la oscuridad del rock argentino de los ochenta y que ahora vuelve en estos tangos críticos al sistema que huelen a Don Cornelio y la Zona (banda insigne del under de los ochenta) en “Sierpes”: “Noches de oscuros presagios/ de antiguos reproches/ de arpías y daño/ transas clamor sin destino/ Pidiéndole al cielo por otro camino”; que recuerdan el argot callejero del rock barrial en “Pegue su tren” (“Si todo está de muerte y la yeca yutea/ no vale tanto quemar crudo/ si la monada ya se declaró en fisura/ y el compañero en trip anarco”), o que se desangran en un tango social como “Puente Pueyrredón” (“urbe que enfrenta a la horda marginal/ a curar tu sed de sangre/ no alcanzó para hacerte más gris, Puente Pueyrredón”).
“Tenemos más de diez años de historia como escena en los que pasó de todo, se armaron y desarmaron grupos, y también apareció todo un repertorio nuevo. Lo bueno es todo lo que puede llegar a venir”, anunciaba optimista el violinista Federico Terranova cuando lanzaron el compilado de Radio CAFF, que reunía el tango nuevo del siglo XXI.
Para comunicar esa nueva voz autoral los cantantes de la orquesta fueron piezas esenciales de su estética. “El Chino” Laborde, una de las voces de los inicios hasta que se fue del grupo tras la grabación del disco TICS (2012), trazó la construcción interpretativa y estética de la orquesta y funcionó como el anfitrión perfecto para acercar la banda a una nueva audiencia. En las noches paganas del CAFF “el Chino” era capaz de aparecer en polleras, rompiendo con la tradicional imagen de guapeza del cantor de tangos o cantar todo el recital de espaldas al público. Laborde clavó, en el inconsciente colectivo de una nueva generación los nuevos himnos de la orquesta –“Sierpe”, la increíble versión de “Buenos Aires Hora Cero/Las Luces del Estadio” (Piazzolla/Jaime Roos) y “Pegue su tren”– gracias a su histrionismo y su verba barrial. Cuando parecía que su salida ruidosa del grupo dejaría un vacío difícil de llenar apareció Julieta Laso.
Con la orquesta su voz transmuta en una P. J. Harvey rea, que se deja llevar por historias de una Buenos Aires de pesadilla, violenta, anárquica, oscura y demencial. Su lengua punzante, su fraseo rabioso y su actitud punk se acoplan a la perfección al sonido actual de la Fernández Fierro, que parece el de una locomotora descontrolada a todo vapor. Laso navega cómoda en ese vendaval sónico que envuelve a la audiencia y parece despertar al tango de un cachetazo violento.
La orquesta legitimó la voz de la nueva integrante con el contundente En vivo (2014). Julieta inaugura allí una etapa de la orquesta más oscura y radical que la anterior. La máquina del tango más fiero parece mostrar sus dientes y sus uñas filosas, desafiando al destino, provocando al azar. “Son bandadas de cuervos que no vienen ni van/ puente absurdo en la niebla/ grito en la oscuridad/, son canciones de cuna para no despertar/, voces suaves y mudas, invitando a no estar”, brama la vocalista de forma tenebrosa, como si estuviera leyendo a Edgar Allan Poe, subida sobre esa nave de los locos, con un curso obstinado, delirante, que ayudó a cambiar el rumbo de un género musical.
La historia de la Fernández Fierro es el presente de un género y es la historia colectiva y coral de una generación. Es la historia de cómo un grupo de jóvenes, mientras la Argentina ardía literalmente en llamas en los planos económico y social, hizo surgir de las cenizas un género que tenía firmada el acta de defunción. Es la historia de cómo un grupo de músicos inexpertos llevados por un impulso, una fuerza inexplicable y subterránea, crearon junto a otra veintena de orquestas y solistas una de las escenas más vibrantes y con más identidad de la música argentina del nuevo milenio. Es la historia de cómo la orquesta típica, uno de los formatos de gloria del tango que llegó a su máxima expresión entre los cuarenta y los cincuenta, se transformó en un artefacto cultural y radical para disparar su inconformismo a la sociedad contemporánea.
En definitiva, es la historia de cómo esa nave de los locos suicidas, destinada a estallar en el océano, terminó creando una canción desesperada y dolorosa, que identifica a los hijos deudores del rock en medio de este cambalache social y político. Una canción porteña feroz, áspera, valiente, incómoda, oscura, barrial, alienante, intransigente, lunfarda, frenética, violenta, febril y existencial. Una canción nueva, donde el tango hizo yunta con el rock. Un grito de rebeldía generacional que anunció una nueva edad de oro, a pesar del cinismo reinante en el medio musical. Como canta el Indio Solari, ídolo de las masas rockeras en la Argentina: “El futuro llegó hace rato. Todo un palo, ya lo ves”.1
© Maia Alcire
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