Kitabı oku: «Inhalación profunda», sayfa 2

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Podrías ser una mujer, o una persona no binaria, intersexual o transgénero, queer o asexual, heterosexual, poliamorosa, monógama… o simplemente estar abierta a inhalar tus sentimientos para transportarte a un futuro al margen de descripciones y categorías. Quizá tengas un ritual privado. Guardas tu botellita escondida en el fondo del frigorífico. La sacas unas horas antes de cuando planeas usarla, acumulando las ganas de una noche reservada solo para ti, inhalando y pajeándote. O quizá te encuentres con otros, conectados y haciendo lo mismo, observándolos a través de la pantalla.

Los bares están para beber alcohol, las discotecas para bailar, las gasolineras para repostar. El único momento en el que el popper es el centro de la actividad es en las habitaciones de videochat compartidas entre usuarios que se lo toman en serio (capítulo 7). En la mayoría de las ocasiones, el popper es periférico. Incluso en un sex shop de un país en el que su venta es legal, es discreto: botellitas que se suelen guardar tras un plástico o detrás del dependiente. Las marcas se esfuerzan por gritar a su público potencial con nombres como FIST (puño), BRAIN FUCK (follada mental) y BANG!!. Usan una imaginería estridente o extrema. Pero sus diseñadores gráficos se ven constreñidos a una etiqueta pequeñita que no tiene mucho poder en una tienda llena de dildos desproporcionados y trajes de látex. Estas obras de arte en miniatura se abren paso a través del espacio oficial de la tienda con etiquetas que mienten. Los vendedores confían en que quien tiene que saber, sabe.

El popper es divertido, pero también es una presencia importante en muchas vidas, en la mesita de noche y en el historial de compras por internet. Es sorprendente que el vapor que sale de una botellita pueda convertirse en parte de alguien, pero espero que estos capítulos muestren cómo esto llega a ocurrir. No son una carta de amor al popper, ni tampoco una advertencia. Son solo una recopilación de hechos y pensamientos. Este libro empezó como una charla que di en el sótano del edificio Rose Lipman en Dalston como parte del Fringe! Queer Film & Arts Festival en 2019. El edificio fue concebido como biblioteca, pero yo usé el espacio para contar una historia que aún no era un libro. Seis meses más tarde Amália pegaría su línea blanca en el suelo del mismo espacio, que fue transformado en galería para la exposición de Queer Art(ists) Now. La contribución de Amália fue usar el edificio como escenario y pabellón deportivo. El recinto no es lo único que conecta el trabajo de Amália y este que tienes entre manos. De hecho, es la consecuencia de un espectáculo de una hora que él y yo escribimos juntos y llamamos «Stigma». Es mi compañero y conocer su cuerpo y su alma me hizo pensar. Abrí este capítulo con su performance «16.97056274847714» porque fue una inspiración de lo que sería el tema de este libro.

Me lancé con la historia del popper porque quería saber más sobre su origen, sobre cómo pasó de ser un remedio contra la angina a ser «popper» y para documentar el lugar que ocupa en nuestra cultura. Todo tipo de personas usan popper. Así que esta historia es sobre personas queer, indecisas, intersexuales, lesbianas, transgénero, bisexuales, asexuales y/o gais. Esto es, aquellas que encontramos nuestra comunidad en el QUILTBAGi además de otros humanos e incluso extraterrestres. Pero el popper está especialmente asociado a hombres homosexuales de países ricos de Occidente como el Reino Unido y Estados Unidos gracias a emprendedores como Miller y Freezer. Estas etiquetas también son parte de mi historia, y por eso me centraré en ellas en este libro. Así que mi mirada está puesta en los hombres homosexuales. Si quiero problematizar nuestras etiquetas, tengo que empezar por aquellas que aplico conmigo mismo. Ser un hombre gay es mi linaje, y artistas como Amália me inspiran para salirme de la línea sobre la que se supone que debo caminar. Si puedo estar en aquella galería, como estuve, y observar cómo el alma libre y queer de Amália se manifestaba, quiero ser capaz de hacer lo mismo con la mía. Quiero usar la forma en la que el popper me libera durante cuarenta y cinco segundos de ideas sobre ser «gay» u «hombre». Amália puede encontrar un alma queer atrapada en el cuerpo de una gimnasta que sonríe incluso si aterriza con un dedo del pie fuera de la línea. Quiero encontrar lo mismo en muchos más de nosotros.

Puedo haber sido alguien que ha usado su cuerpo con propósitos indeseables. Si ellos lo dicen… El proyecto tras este libro es pensar en el objetivo de nuestros cuerpos, cómo los usamos y cómo nos situamos en la línea de Amália. El establishment ha pervertido los propósitos indeseables de las personas queer, o los ha excluido. Es por eso que muchos nos sentimos como «cuerpos marcados» suspendidos en la «niebla de popper» descrita por Richard Scott en su poema épico de la vida gay, Oh my Soho:

Estoy atragantado de vergüenza, desgarrado a golpes en callejones oscuros, mapa del tesoro de traumas enterrados. En ti he gastado mi vida — borracho, colocado de popper, mancillado, manchado de [lágrimas, Eros oxidado -como22.

No creo que Scott, su voz poética, esté oxidada cuando da pasos adelante en la historia con este brillante poema. Lo veo lleno de potencial, lleno de su poder biopolítico. Su cuerpo está colocado de popper, presente y dispuesto a conectar. Que sea ese otro tema en estos capítulos. Placer tras placer a través de conexiones insospechadas. Quisiera ofrecer a vuestra mente la experiencia que tantos cuerpos tienen al estar colocados de popper: llenos de potencial, buscando conectar y con la idea del ego alejándose. Las drogas buenas nos ofrecen esta experiencia, por supuesto, como los mejores artistas. Como Amália, avanzando sobre su línea en maillot, incomodando a la gente en la galería. Rechazando la categorización como hacen nuestros cuerpos en sus días de mayor libertad, Amália representó un momento de potencialidad queer. Puede que los emprendedores la hayan comercializado al envasar en botellitas subidones de libertad y utopía momentánea, pero el potencial siempre estuvo en nuestros cuerpos.

Tras la multitudinaria noche de estreno, Amália tendría que haber repetido la serie de ejercicio cada día a las 16:00:09, revelando su alma queer dieciséis veces durante dieciséis minutos. Pero era marzo de 2020 y Londres había empezado a intentar frenar un virus. Apareció a la hora acordada durante unos cuantos días, desesperado por conectar, con cada vez menos visitantes y al final la exposición acabó de forma prematura. Londres se confinó. La utopía queer de Amália se esfumó y cada uno huyó a su compartimento privado. Solo, en el mío, empecé a escribir estas páginas.

iQUILTBAG es una alternativa a LGTBIQ+. Además de jugar con la combinación de las palabras «quilt» y «bag», que permite imaginarlo como una bolsa hecha a mano cosiendo pedazos de diferentes materiales, el acrónimo está compuesto por Queer & Questioning, Unidentified, Intersexual, Lesbian, Transgender & Transexual, Bisexual, Asexual, Gay & Genderqueer. (N. del T.)

El cantante prefiere la penumbra. Apenas puedo ver su cara. Cuando el espectáculo tiene luz, brilla desde detrás de él. Estoy a treinta metros del escenario, cuerpos que chocan con el mío, preparados para un subidón. Me he traído popper porque la primera vez que escuché esta música fue introducida ilegalmente en una recopilación de porno. El editor del vídeo había superpuesto los cortes con textos e instrucciones cronometradas que indicaban cuándo inhalar. Ya llega ese mismo pulso, ahora en directo. El humo del escenario coagula el aire. En la oscuridad, los tres músicos producen un sonido llamado TR/ST.

La letra serpentea, habla de la vergüenza que toma el control y la promesa de esperanza sin vergüenza. La música es nítida, pura, despreocupada. El sonido es un rayo láser atravesando el humo. Dejo de intentar usar los ojos y siento la multitud creciendo a mi alrededor. Uno de ellos es José, cuyo cuerpo se mueve con el mío. Recibimos golpes de otros cuerpos y del sonido del escenario. Oscuridad y dicha.

El extraño falsete del cantante es comodidad y es conexión. Dice que es misericordia y músculo y que así es como toca a su público. José y yo inhalamos popper. Nuestros cuerpos se aprietan el uno contra el otro. Todo es irresistible. Las manos de José, sus labios, su piel. José y yo nos metemos mano mientras el subidón inunda nuestros cuerpos. Es un mundo momentáneo, los pocos segundos del subidón, los noventa minutos del concierto; todo se disipará y el aire de fuera lo nublará todo una vez más. Por ahora, en este momento, es un mundo sin vergüenza imaginado por las figuras oscuras del escenario, nacidas del humo, una promesa hecha realidad.

Es como traerse algo del futuro, traerse unos cuantos segundos de quien queremos ser. Nos convertimos en nuestro potencial. Sin sufrimiento, solo placer. La sensación es tan, tan breve.

II. Dos innovadores del cuerpo

¿Habéis visto alguna vez algo de bromo? Es un líquido antipático, del color de la sangre cuajada. A temperatura ambiente es necesario almacenarlo en un recipiente sellado, como una ampolla de cristal. De esta forma se detiene el proceso que lo convierte en vapor. El bromo es tan volátil que, de verter el fluido marrón rojizo, podrían verse vapores de color naranja elevándose, buscando movida. El bromo es un elemento natural en busca de conexión. Parece estar vivo y lleno de potencial.

El bromo y el popper tienen en común a un hombre llamado Antoine Jérôme Balard. En 1826, Balard descubrió una sustancia en el agua del mar cerca de su pueblo natal en Montpellier, Francia, y tras algunas investigaciones concluyó que esta sustancia era un nuevo elemento, el bromo. (Había sido aislado en Alemania más o menos al mismo tiempo por Carl Jacob Löwig, con quien comparte el título de descubridor). Balard era un científico excéntrico que vivía en un desván desprovisto de calefacción sobre su laboratorio. Comenzó como farmacéutico de pueblo y ascendió hasta la Sorbona, la institución académica más prestigiosa de Francia.

Algunos años después de descubrir el bromo, Balard hizo pasar vapor de nitrógeno a través de alcohol de amilo. Este proceso produjo un curioso líquido del que emanaba un vapor penetrante. Balard debió acercar la nariz a este vapor e inhalarlo. Y se ruborizó. «Nada antes me había producido este efecto», dijo a un colega, según Thomas Dormandy en su libro El peor de los males: la lucha contra el dolor a lo largo de la historia1. «Soy un caradura, no me ruborizo con facilidad».

Era el año 1844. Balard supuso que inhalar el vapor había dilatado sus vasos sanguíneos y disminuido su presión arterial. No se le ocurrió qué uso darle. De eso se encargaría otra persona. Del mismo modo en que compartió la paternidad del bromo con Löwig, también compartiría la del nitrito de amilo, pero esto llegaría más tarde. Mientras Balard codescubría el nitrito de amilo en 1844, un bebé llamado Thomas Lauder Brunton nacía en Escocia. Este bebé crecería hasta convertirse en un médico e investigador que partiría del descubrimiento inicial de Balard.

Brunton es uno de los dos innovadores del cuerpo sobre los que me gustaría reflexionar aquí. No me parece exagerado decir que nos ha dado todos y cada uno de los subidones de popper que tenemos hoy.

En 1866, Brunton era el tipo de estudiante de Medicina brillante e impaciente que simplemente quiere que la gente se sienta bien. En la época de Brunton, el proceso por el que una terapia pasaba del laboratorio al paciente era muy largo y, a menudo, era aplicado por médicos que no tenían claro cuál sería el resultado. Para Brunton, la terapéutica era una ciencia endeble y esto le fastidiaba mientras recorría los pasillos del Edinburgh Royal Infirmary durante su formación médica.

La dedalera, o digital, por ejemplo, fue considerada un remedio casero para las afecciones cardiacas durante mucho tiempo. En 1785, el científico William Withering publicó el primer trabajo sobre esta planta como medicamento. Y aunque los médicos habían usado la digital antes de que Brunton empezara sus estudios, la forma exacta en la que funcionaba aún no se conocía. Tampoco se usaba como tratamiento de forma sistemática. Así que Brunton hizo de la digital el objeto de su tesis y llegó a probarla con él mismo. A la vez que buscaba entender el funcionamiento de la digital aplicada a las afecciones cardiacas, Brunton se buscó problemas con la totalidad de la profesión a la que intentaba unirse. Su tesis afirmaba que la terapéutica avanzaba de forma más lenta que la fisiología o la patología, como podía apreciarse en el ejemplo de la digital. Los médicos se limitaban al sistema de prueba y error administrando medicamentos diferentes a una variedad de pacientes, argumentaba, sin establecer protocolos terapéuticos estandarizados. «Abandonando este método insatisfactorio», escribió Brunton, «nos disponemos a buscar ansiosamente otro de una orden mucho más racional, que estará basado no solo en el conocimiento de los cambios inducidos por la enfermedad, sino en un estudio pormenorizado de la acción de los remedios prescritos para su curación».


Thomas Lauder Brunton en 1881 fotografiado por G. Jerrard.

Su atrevimiento fue recompensado. Su universidad premió su tesis con una medalla de oro. Aquello debió disparar la confianza del joven médico. El potencial para convertir hallazgos en tratamientos basados en conocimientos fisiológicos era inmenso. Tras la digital, otra sustancia esperaba a ser explotada. En particular, Brunton buscaba algo que ayudara a los pacientes que sufrían dolores en el pecho cuando la cantidad de sangre que fluía hacia su corazón no era suficiente. El problema recibía el nombre de «angina pectoris» y los médicos carecían de una forma fiable de aliviarlo. En aquellos días, los pacientes de angina eran tratados con sangrías controladas, pero no siempre funcionaban. Brunton escribió lo siguiente acerca de estos pacientes de angina: «Hay pocas cosas más frustrantes para un médico que sentarse junto a un paciente que sufre y lo mira con ansiedad esperando un tratamiento que le alivie un dolor que siente que ya no va a poder soportar»2. Esta frustración lo llevó hasta el nitrito de amilo, que fue producido por Balard en el mismo año en que nació Brunton. Todavía no se había dado con un uso para aquel vapor de olor penetrante, salvo hacer que los químicos se ruborizasen al inhalarlo. Pero Brunton había estado leyendo los trabajos de un químico en concreto, Benjamin Ward Richardson, que había pasado algún tiempo observando su efecto en conejos, ranas, gatos y perros. Incluso en sus amigos.

No todos los que inhalaron el nitrito de amilo de Richardson fueron objetos de estudio por voluntad propia. Un amigo suyo vio la botella con la sustancia sobre la estantería de Richardson, habiéndose ausentado el científico brevemente de la habitación, e inhaló un poquito. Cuando aquel volvió, el amigo seguía inhalando cada vez más profundamente y su cara y su cuello se habían puesto del color de la ternera cruda. Richardson intentó quitarle la botella de las manos. Ese hombre, quizás el primer vicioso de popper de la historia, acabó por ceder, de repente, sin palabras y buscando a tientas una mesa cercana para apoyarse. «Nunca olvidaré cómo galopaba el corazón de aquel hombre», escribió Richardson. «Cuando se apoyó en la mesa, esta vibró y reprodujo visiblemente las pulsaciones». Llevó a su amigo al aire libre y, tras unos instantes de decaimiento y bajón —todos hemos estado ahí—, se recuperó.

Richardson estaba perplejo. Él mismo lo había inhalado más de cuarenta veces; para investigar, supongo. Convenció a sus amigos para que se apuntaran. Y, por supuesto, lo probó con todo tipo de animales. Empezó por meter conejos en cajas saturadas de vapor de nitrito de amilo e incluso inyectó el líquido en gatos. Al administrar la sustancia de diferentes formas a sus objetos de estudio de cuatro patas, advirtió una «excitación temporal» que parecía disminuir en cuestión de minutos. Algunos animales murieron, en especial aquellos a los que les hizo beber el líquido. Y algunas veces volvieron a la vida. Una rana que Richardson había dado por muerta después de administrarle nitrito de amilo se reanimó después de nueve días.

Pero fueron en concreto los efectos en los músculos y en los vasos sanguíneos lo que interesó a Brunton mientras leía el trabajo de Richardson. Este documentó sus observaciones acerca de un gato que había estado atrapado en una campana de cristal junto con una determinada cantidad de vapor de nitrito de amilo. «Su muerte llegó en dos minutos», escribió. Sin embargo, desconocemos cómo definía la muerte. La respiración del animal se había detenido, las pupilas se habían dilatado y Richardson y su colega no esperaron mucho tiempo antes de abrir el pecho de la pobre criatura. «El corazón se contraía vigorosamente», escribió en sus notas. Pronto, los músculos respiratorios empezaron a contraerse de manera espontánea, moviendo las costillas y el diafragma. Un músculo del muslo del animal también se contrajo. Estas señales de vida continuaron durante una hora y veinticuatro minutos.

Los vasos sanguíneos y los músculos se veían claramente afectados por el nitrito de amilo, y eran el objetivo que Brunton buscaba: una forma de bajar la presión sanguínea de los pacientes sin recurrir a las sangrías. «Ya que creo que el alivio producido por las sangrías se debe a la disminución que ocasiona en la tensión arterial», escribió, «se me ocurrió que una sustancia con el poder de disminuir [la tensión arterial] en un grado tan considerable como el nitrito de amilo probablemente tendría el mismo efecto y podría repetirse tantas veces como fuera necesario sin perjudicar la salud de los pacientes»3. Por eso las ranas eran tan importantes. La piel de sus ancas membranosas es tan fina como para poder observar los capilares. Quizá las ancas de rana permitieron la observación científica del efecto del nitrito de amilo en los vasos sanguíneos de una criatura viva.

Brunton, el médico que buscaba una forma de aminorar el torrente sanguíneo hasta el corazón de los pacientes con angina, leyó que Richardson vio cómo los capilares de las ancas de rana se dilataban cuando les hacía inhalar nitrito de amilo. «La velocidad a la que la sangre fluye se acelera enormemente», escribió Richardson. Esto debía ser lo que les pasaba a Richardson y sus amigos cuando inhalaban. Se dio cuenta de que la cara de las personas que lo probaban se enrojecía por la acumulación de sangre. Cuando se lo administró a un hombre calvo, pudo ver el mismo efecto prácticamente en la totalidad de la cabeza. Algunos humanos dicen sentir calor; otros, cosquilleo. «Cuando estos síntomas alcanzan su punto álgido se nota una sensación peculiar en la cabeza, una sensación de presión en la frente, de plenitud, de vértigo, un golpe de calor, pero sin dolor agudo», escribió Richardson. Estas palabras le dieron a Brunton la idea para una innovación corporal.

Al describir los efectos del nitrito de amilo, los investigadores victorianos no hicieron mención alguna a la excitación sexual o la repentina necesidad de ser follado. Pese a observar un «golpe de calor» en alguno de los sujetos de estudio humanos, Richardson no amplió sus investigaciones hasta considerar los efectos en los músculos del ano. Dejó un reguero de cadáveres de gatos y conejos espídicos, pero ningún diagrama de bonitos ojetes fruncidos. Brunton tampoco exploró ese camino, al menos a tenor de sus notas. Pero en el invierno de 1866, mientras estudiaba en el Edinburgh Royal Infirmary, conoció a un paciente llamado William H. Este joven solo tenía veintiséis años, pero se había formado como herrero y más tarde había trabajado como cobrador en un peaje. Su primer trabajo debió ser demasiado exigente para él, porque las notas de Brunton revelan que William sufría problemas cardiacos. Cuando Brunton lo conoció, William había padecido recientemente un dolor sordo e intenso cerca del pezón izquierdo que se repetía cada tres días durante al menos media hora. El dolor ocurría tras años de ataques poco frecuentes después de haber sufrido reumatismo de niño. Después de un ingreso hospitalario de tres semanas en la primavera anterior, William había regresado al hospital justo antes de Navidad. Los médicos le administraron aconitum, que ralentiza la frecuencia cardiaca, y digital. Ninguno funcionó, y Brunton le dio brandi. Este remedio, más fuerte, tampoco ayudó, así que ya solo quedaba una opción.

En su experimento, Brunton no dio palos de ciego: actuó de forma coherente con sus deseos de llevar las investigaciones del laboratorio al paciente solo en caso de contar con un entendimiento aceptable de los efectos de dicho tratamiento en el cuerpo. Había leído en el trabajo de Richardson que el nitrato de amilo dilataba los vasos sanguíneos e incluso había debatido sobre sus efectos con su colega de Edimburgo, Arthur Gamgee, que había hecho algunas pruebas sobre ello que no había publicado. Brunton obtuvo el permiso para el experimento por parte del médico supervisor, y Gamgee produjo para él una pequeña cantidad de nitrito de amilo. Así es como Brunton pudo administrar a su paciente, William, nitrito de amilo. El 12 de marzo de 1867, Brunton observó:

El dolor volvió, como de costumbre, a las 03:00. Rocié una toalla con unas gotas de nitrito de amilo y el paciente las inhaló. El primer efecto visible fue enrojecimiento de la cara, y el paciente sintió ardor en la cara y el pecho. El dolor desapareció casi simultáneamente a la aparición de estos fenómenos, pero regresó a los tres minutos. Entonces, inhaló cinco gotas más y el dolor volvió a desaparecer y no regresó4.

El remedio no hizo nada por resolver el problema subyacente, pero, sin duda, alivió el dolor. El médico parecía debatirse entre hacer que William inhalara nitrito de amilo y darle unos deditos de brandi. Pero, por supuesto, el nitrito de amilo funcionó. Brunton escribió que el dolor volvía cada noche y que siempre desaparecía cuando William inhalaba el vapor que salía de la toalla empapada en nitrito de amilo. En un mes ya habían encontrado un nuevo método de inhalación. Uno que los viciosos contemporáneos del popper quizá reconozcan. El 10 de abril Brunton observó: «El paciente continúa teniendo el dolor cada noche, y en vez de inhalar el nitrito de amilo de una tela, lo hace de la botella. Dos o tres inhalaciones suelen ser suficientes para aliviar el dolor».

El efecto del nitrito de amilo en el paciente de Brunton parecía magia. Como médico, debió sentir el alivio de su propio sufrimiento al observar las dificultades de su paciente. Y, como científico, debió sentirse satisfecho al ver que la aplicación del cada vez más extenso conocimiento sobre el nitrito de amilo podía mejorar la vida de un paciente. Brunton acudió directo al Lancet con la noticia del tratamiento de William. Su artículo «On the use of nitrite of amyl in angina pectoris» se publicó en 1867.

No había nada gay en el nitrito de amilo en 1867. De hecho, no había nada gay en Edimburgo, donde Brunton vivía y trabajaba. Por supuesto que los hombres follaban entre ellos, y las mujeres también, a pesar de la famosa falta de imaginación de la reina Victoria. Pero hay pocas pruebas de estas actividades privadas. La única señal de lo que hoy llamaríamos vida gay es una pequeña cantidad de acusaciones por sodomía entre hombres. En realidad, faltaban décadas para que algo que se pudiera llamar vida gay floreciera en Escocia, y unas cuantas más hasta que el vapor que William inhaló fuera parte de esa vida.

Y, aun así, Brunton comparte el año del descubrimiento del nitrito de amilo como tratamiento contra la angina con un salto adelante en los derechos de los homosexuales. El artículo de Brunton salió en 1867, el mismo año en que tuvo lugar el momento más importante en la historia de la libertad sexual.

A la vez que Brunton se presentaba ante sus colegas con el avance clínico que acababa de protagonizar, otro hombre, en otro país, también se levantó ante sus iguales. Karl Heinrich Ulrichs era un abogado del reino de Hannover. Ulrichs pensaba que las leyes que regulaban la decencia pública criminalizaban los actos sexuales entre hombres de forma injusta y estaban fundamentadas en prejuicios. Le preocupaba que una eventual expansión de Prusia que se anexionara el reino de Hannover extendiera la prohibición absoluta de la sodomía. Ulrichs llevó su argumento a una conferencia de la Asociación de Juristas, celebrada en Múnich en 1867. Se levantó ante quinientos abogados y, entre abucheos, hizo su declaración. En efecto, dijo: «Soy gay, y la ley es gilipollas».

Lo que une a estos dos notables hombres de nombre triple, Thomas Lauder Brunton y Karl Heinrich Ulrichs, es que en el mismo año ambos vieron el potencial de nuestros cuerpos para ser liberados del sufrimiento y vivir vidas más plenas. Brunton y Ulrichs fueron innovadores que ayudaron especialmente a las almas queer a disfrutar de sus cuerpos, de manera individual y en comunidad. Hemos visto cómo el enfoque experimentalista de Brunton encontró el primer uso para el nitrito de amilo. Así que ahora miraremos atrás para ver cómo Ulrichs llegó a dar su famoso discurso de 1867. A los veintitrés años, Brunton estaba a las puertas de una carrera prometedora. Sin embargo, la carrera que Ulrichs había escogido ya estaba acabada, a pesar de que solo tenía cuarenta y dos años.

Ulrichs nació en una familia conservadora, cristiana y burguesa. De un joven como él se hubiera esperado que se formara como burócrata u hombre de la Iglesia. A los diecinueve años se matriculó en la Universidad de Gotinga. Estudió Derecho y se mostró partidario de la idea de un estado germanófilo unificado que incluyera los distintos reinos, como el suyo, Hannover. Esto le colocó en contra del expansionismo de Prusia. Ulrichs se adentró en este debate en la universidad, donde también descubrió sus deseos:

Me encontraba en un baile, y entre los asistentes había unos doce alumnos de Forestales, jóvenes, bien desarrollados y muy elegantes con sus uniformes. Aunque en otros bailes nadie había llamado mi atención, sentí una atracción tan fuerte que quedé fascinado. Me hubiera lanzado sobre ellos. Cuando me retiré tras el baile, me sentí realmente ansioso en mi habitación, solo, sin ser visto, únicamente preocupado por el recuerdo de aquellos jóvenes tan guapos5.

Ulrichs, sin embargo, seguía centrado en sus objetivos: recibir buenas notas y honores por sus ensayos. Tras la universidad encontró un trabajo respetable como burócrata y empezó a subir en el organigrama. En 1845 ya era un juez auxiliar en el Ministerio de Justicia de Hannover. Y fue entonces cuando se vio obligado a dimitir. «Se dice que a Ulrichs se le ve a menudo en compañía de personas de clase baja en circunstancias que permiten concluir una relación estrecha», rezaba un informe que se hizo llegar a sus superiores. «Se me llamó la atención sobre un rumor que decía que Ulrichs practicaba lujuria antinatural con otros hombres». Las leyes de Hannover permitían la encarcelación de cualquiera que fuera sentenciado culpable de «lujuria antinatural bajo circunstancias que causen ofensa pública». Aunque Ulrichs nunca cometió ningún crimen, un agente de la policía confirmó el informe y esto fue suficiente para preocupar a sus superiores. Las habladurías sobre uno de los suyos cayendo en la lujuria antinatural afectarían a la reputación de todo el ministerio. Su cuerpo era demasiado peligroso; su posición, insostenible.

Ulrichs, que aún no había cumplido treinta años, poseía una mente brillante con potencial para servir al ministerio durante décadas, pero ya había sido expulsado. Durante la siguiente década trabajó un poco como abogado rural y cada vez más como escritor, involucrado en la campaña a favor de la unificación alemana. En privado, comenzó a escribir a miembros de su familia sobre sus deseos sexuales por los hombres, afirmando que se trataba de una parte «inherente» a él. Empezó a publicar panfletos sobre este tema bajo seudónimo. En dos panfletos de 1864 introdujo su idea de categorías distintas: urning, u hombres que desean a otros hombres; dioning, o personas que se sienten atraídas por el sexo opuesto, y urninden, o mujeres que desean a otras mujeres. Durante el año siguiente publicó tres panfletos más, también bajo seudónimo, en los que reclamaba tolerancia y cambios legales. Aunque ninguna ley en Hannover castigaba formalmente el sexo entre personas del mismo sexo, este se veía afectado por leyes sobre decencia pública combinadas con prejuicios, tal y como el mismo Ulrichs había experimentado en el ministerio. Sus atrevidos panfletos indujeron debates y se distribuyeron en Baden y Sajonia, y también en Italia, Francia, los Países Bajos e Inglaterra. Incluso se intercambió correspondencia con Karl-Maria Kertbeny, otro escritor que había empezado a anotar en su diario entradas apresuradas sobre su gusto por los hombres.

Durante los siguientes cinco años, Ulrichs continuó desarrollando su teoría sobre lo innato del deseo entre personas del mismo sexo y la interconexión entre género y sexualidad. Entre sus ideas estaba la noción de un tercer género, formado por el cuerpo de un hombre y el espíritu de una mujer. Dejaba claro que él, el autor anónimo, se identificaba en ese tercer género. Su amigo Kertbeny también siguió escribiendo sobre el asunto y de hecho acuñó los términos y conceptos de homosexualität y heterosexualität como parte de la naturaleza de cualquier persona.

En este periodo, Prusia, que tenía en su legislación leyes contra la sodomía, estrechaba el cerco sobre Hannover. Fue en ese momento de 1867 cuando Ulrichs tomó el estrado en Múnich, durante el sexto congreso de la Asociación de Juristas Antiprusianos. Se trataba de una organización que se encargaba de convocar a los especialistas en Derecho para tratar, entre otros asuntos, la unificación germana, de la que se mostraba a favor. En 1867, la situación era precaria. Prusia acababa de formar la Confederación Alemana del Norte y buscaba seguir expandiéndose. Ulrichs debió tener la esperanza de poder confiar en el sentimiento antiprusiano del auditorio cuando se dirigió al escenario para explicar su audaz punto de vista: los Estados Germánicos tenían leyes que causaban el sufrimiento de personas inocentes, su suicidio, incluso, declaró Ulrichs. Una potencial expansión prusiana introduciría leyes aún más duras contra este grupo de inocentes. Cuando reveló que estaba hablando de las personas que se sentían atraídas por otras personas de su mismo sexo, empezaron los abucheos. Los gritos que llegaban de la multitud formada por quinientos abogados decían cosas como «¡Para ya!» y «¡Crucifixión!». Ulrichs estuvo a punto de abandonar el estrado, pero algunas personas de mente más curiosa le animaron a seguir. Explicó al público que las personas a las que defendía sentían sus deseos como parte de su naturaleza. El discurso causó sensación, pero no llegó a ningún puerto.

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