Kitabı oku: «Inhalación profunda», sayfa 3

Yazı tipi:

Grabado de Karl Heinrich Ulrichs.

Ulrichs echó el resto. En el año posterior a su discurso, publicó un panfleto en el que describía la experiencia de dirigirse a un auditorio tan hostil. «Levanté mi voz en oposición libre y clara contra mil años de injusticia», escribió. Sus palabras, finalmente firmadas con su propio nombre, eran feroces y firmes. «Hasta ahora, un debate desprejuiciado, público y abierto sobre el amor de hombre a hombre ha estado secuestrado. Solo el odio ha disfrutado de libertad de expresión. He atravesado estas barreras con todas mis fuerzas y sin ofender mi deber de respetar la moralidad pública». Tituló su panfleto «Espada furiosa», que sería un nombre estupendo para una marca de popper. El texto concluía con Ulrichs creando una identidad colectiva, usando el pronombre «nosotros» para representar a otros como él. «[Nosotros] no desfalleceremos», prometió. «[Nosotros] nos negamos a que se nos siga persiguiendo».

Los argumentos principales contra Prusia fallaron y esta continuó su expansión y, por tanto, asimilando el país natal de Ulrichs, Hannover. Durante los preparativos para la revisión del código penal, el Consejo Médico Prusiano se mostró contrario a una ley para la sodomía. Muchas de las casi cien peticiones al ministro de Justicia también se oponían (cinco de ellas eran de Ulrichs). Kertbeny también se opuso en dos publicaciones anónimas. Pero, en mayo de 1870, la ley fue promulgada. El párrafo 175 del código legal de la Confederación Alemana del Norte ilegalizaba la sodomía, definida como la penetración de un hombre a otro o la práctica de conductas sexuales entre un hombre y una bestia. Tendrían que pasar ciento veinticuatro años, hasta 1994, para que el párrafo fuera eliminado por completo de la legislación alemana.

La ley antisodomía se aprobó pese a la apasionada campaña de Ulrichs. Observando desde nuestra perspectiva lo que hizo, no puedo evitar pensar que vino desde el futuro. Por supuesto, como Ulrichs teorizaba, el deseo entre personas del mismo sexo es atemporal, forma parte de la naturaleza humana, es mundano por omnipresente. Y, sin embargo, le tocó una época y un lugar en el mundo en los que las actitudes que no lo aceptaban se habían convertido en leyes. Habría que esperar más de un siglo para que la escritora Audre Lorde apuntara que las herramientas del amo no sirven para desmantelar la casa del amo.

Así que, quizá, lo que demuestra que Ulrichs visitó Hannover y Múnich desde el futuro es cómo usó su potencial, y a sí mismo. Estaba familiarizado con el placer del que su cuerpo era capaz y tenía la suficiente confianza en sí mismo como para saber que aquello era natural y no tenía nada de malo. De tal manera que permitió que sus sentimientos permearan sus razonamientos legales. Aguantó frente a la hostilidad e hizo una defensa del placer. En su discurso a sus colegas, y en sus publicaciones, Ulrichs se convirtió en el primer defensor público de la emancipación de los cuerpos queer. En su libro Gay Berlin, Robert Beachy lo describe como «un innovador improbable». La innovación que mostró fue, en realidad, una performance. Cuando subió al escenario en un auditorio repleto de quinientos cuerpos alterados y molestos, Ulrichs era una visión de libertad.

Dos años después de la alocución fallida de Ulrichs en Múnich, Brunton llegó a Alemania. Envalentonado por el éxito de haberse licenciado y haber publicado un estudio innovador sobre el tratamiento de la angina, se mudó a Leipzig para profundizar en su investigación en un laboratorio dirigido por un científico llamado Carl Ludwig. Allí, Brunton presenció la forma exacta en la que el nitrito de amilo dilataba los vasos sanguíneos. Otros investigadores, en otros lugares, también estaban difundiendo el conocimiento existente sobre aquella sustancia de olor penetrante.

En los años en los que Ulrichs publicó los panfletos firmados con su nombre para reclamar las reformas legales que los cuerpos queer necesitaban, no muy lejos de allí, Brunton avanzaba en el conocimiento de lo que luego sería el popper. Me gusta imaginarme a Brunton y a Ulrichs cruzándose, quizá en un puesto ambulante de bratwurst durante una escapada de fin de semana a Berlín. Aunque la verdad es que Brunton no se quedó mucho tiempo en Alemania. Volvió a Londres e inauguró su propio laboratorio en el University College. También empezó a trabajar como profesor de Medicina en St. Bartholomew’s Hospital y continuó tratando con pacientes, alternando periodos de atención a una y otra faceta de su carrera. Encarnaba su convicción de que la medicina sería mejor si los médicos tuvieran un entendimiento claro del resultado de las terapias administradas.

A lo largo de su carrera, Brunton sacó partido de su potencial. Se convirtió en experto en terapéutica del Comité de Farmacopea del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña y en profesor habitual en la Asociación de Auxiliares de Farmacia, y en su necrológica de Chemist and Druggist en 1916 se le describió como un «gran médico». «Era maravillosamente encantador con sus pacientes», explicaba, «y, a menudo, sus palabras hicieron tanto bien como la medicina»6.

El nitrito de amilo también continuó sacando partido de su propio potencial. Cuando Brunton presentó la sustancia en una reunión del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña en diciembre de 1888, creó «mucho interés», según un artículo en Chemist and Druggist7. El uso del nitrito de amilo se extendió a lo largo de la profesión médica y otros doctores empezaron a probarlo para tratar todo tipo de dolencias. Uno de ellos era el doctor James Crichton-Browne, ubicado en Yorkshire. Descubrió que el nitrito de amilo era de utilidad para las mujeres, en especial para aliviar los dolores menstruales y también el dolor posparto. Observando los efectos en los pacientes, Crichton-Browne quedó fascinado por el rubor que causaba.

«Experimentando con el nitrito he comprobado repetidamente cómo cada vez que el enrojecimiento remitía los pacientes se mostraban estúpidos, confundidos y desconcertados», escribió en una carta fechada el 16 de abril de 1871. El receptor era un científico que estudiaba los aspectos biológicos de las emociones humanas, como, por ejemplo, por qué nos ruborizamos al experimentar ciertas emociones. Crichton-Browne dijo a su amigo que haría lo que fuera para ayudarle en sus investigaciones, así que le envió un paquete con las notas de sus observaciones. La carta continuaba: «Una mujer a la que administré nitrito de amilo en diferentes ocasiones me aseguró, me aseguró [sic] que tan pronto se le enrojecía la cara, se quedaba atontada». El científico que recibió la carta era Charles Darwin. No está claro, atendiendo al siguiente libro de Darwin, si probó el nitrito en él mismo o en sujetos de estudio, aunque Crichton-Browne le aconsejó: «Pienso que experimentar con esta materia arrojaría una luz valiosa sobre tus investigaciones, pero esto requeriría mucho cuidado y precaución y no estaría exento de peligro».

Inhalara o no, parece claro que Darwin se interesó por el trabajo de Crichton-Browne. Es fácil darse cuenta de por qué a un científico que reflexiona sobre la respuesta emocional que es el rubor le atrajo el enrojecimiento de la cara como respuesta física a la inhalación del nitrito de amilo. Darwin incluso escribió sobre el nitrito de amilo en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre en 1872, citando el trabajo de su amigo al describir cómo el enrojecimiento causado por la inhalación de nitrito de amilo se parecía al rubor «casi en cada detalle».

Los diferentes usos de los que Crichton-Browne dejó constancia probablemente llegaron a oídos de los autores de la edición de Martindale de Extra Pharmacopoeia of Unofficial Drug and Chemical and Pharmaceutical Preparations, en cuya entrada sobre el nitrito de amilo se decía de él que era «un líquido etéreo y amarillento de olor peculiar y no desagradable». El libro recoge su uso para el tratamiento de los dolores menstruales y el sangrado abundante tras el parto, tal y como lo describió Crichton-Browne, pero también para aliviar el asma, la migraña e incluso los mareos al navegar. En 1883, cuando se publicó por primera vez el tratado de farmacopea de Martindale, el nitrito de amilo aún era conocido principalmente por su aplicación en casos de angina y su efectividad ya se había extendido a lo largo de la profesión, llegando a otros países. Un artículo en el Boston Medical and Surgical Journal definía el nitrito de amilo como «el remedio por excelencia para la angina pectoris»8.

Sin embargo, apareció un rival al nitrito de amilo. En 1879, William Murrell describió el éxito obtenido al aliviar el sufrimiento de los pacientes de angina tras administrarles nitroglicerina. De hecho, esta sustancia ya había sido estudiada previamente en animales, pero causó un dolor de cabeza tan intenso al investigador inicial, que no quiso probarla en humanos (aquel investigador era Brunton). Otros persistieron y la nitroglicerina llegó a ocupar el espacio del nitrito de amilo en el tratamiento de la angina. Hoy en día aún se prescribe en diferentes formas. Si alguna vez has jugado al Trivial, sabrás que la nitroglicerina también es un ingrediente clave en la producción de dinamita. Este uso sorprendente lo patentó Alfred Nobel en Alemania en 1867, el mismo año en el que tenían lugar los descubrimientos de nuestros dos innovadores del cuerpo. El trabajo inconexo de Ulrichs y Brunton en 1867 apuntaba a un futuro queer que ninguno de los dos hombres imaginó. No digo que haya una fecha en concreto a partir de 1867 en la que el futuro queer llegase. «Lo queer aún no está aquí», escribió José Esteban Muñoz9. «Aún no somos queer».

Muñoz escribió esto en 2009, pero esa fecha es irrelevante. Lo que afirmaba es que lo queer está para siempre fuera de nuestro alcance. Muñoz está muerto, como Brunton y Ulrichs, y hoy las personas queer persisten en la búsqueda para nuestros cuerpos de nuevas formas de ser, de actuar, de follar. Lo queer es una actitud, un deseo de cuestionar, de experimentar en direcciones sorprendentes. Es desde este espíritu de innovación constante desde el que debemos pensar en el discurso de Ulrichs y el descubrimiento de Brunton.

Pasaron muchos años antes de que la gente empezara a inhalar nitrito de amilo para follar. Seguro que Brunton se hubiera sorprendido al ver pasar las botellas de mano en mano entre gais. Un elemento de tantos en una subcultura que también se nutre de pantalones de cuero y pañuelos de colores. Pero me gusta pensar que hubiera recibido con alegría la experimentación de los hombres homosexuales y su descubrimiento de un uso alternativo para la sustancia que él popularizó. Después de todo, era un científico, y le encantaba estudiar la interacción entre las sustancias y el cuerpo humano.

Ulrichs performó un futuro que todo queer tiene que performar, normalmente, mil veces: declarar «esto es quien soy y no tiene nada de malo». Nadie había completado ese rito antes que Ulrichs. Fue un uso queer de su cuerpo, y me hace pensar en los usos queer de nuestros cuerpos que aún nadie ha experimentado. Pienso en estos dos hombres de la misma forma en la que pienso en el bromo a temperatura ambiente. Es imparable. Es una fuerza de la naturaleza elemental que altera lo que le rodea: apasionado, reactivo, siempre buscando una conexión.

Mi cuerpo es reconocible: piel rosa, pelo marrón, dos brazos, dos piernas, pene, ano, ombligo, esas cosas. Símbolos. No me reconozco en «tío» o «macho». Para el papeleo, soy un hombre, pero no hay nada en esa palabra que haga de ella una categoría más específica que «humano». Me reconozco en «gay», un eco que recorre siglos, pronunciado por los disidentes sexuales que son mis mayores. Si tengo que usar una palabra, usaré «queer» y me quedo con esa. Me miras a los ojos, ¿o qué?

Las etiquetas declaran un nombre en cada una de las botellitas: Jungle Juice, Everest, Blue Boy, Iron Horse, Double Scorpio, Oink!. Solo los símbolos las diferencian. Tipografía, color, diseño, ilustración, marcas, logotipos. La sustancia que hay dentro de las botellas se nos oculta. Nitrito de isoamilo, nitrito de isobutilo, nitrito de isopropilo, nitrito de isopentilo. Una técnica llamada espectroscopia de resonancia magnética nuclear puede identificar la combinación de líquidos de cada botella. Pero el vapor invisible que se eleva desde su interior es lo único que cuenta. «Iron Horse» es solo exhibición.

Al desenroscar el vapor pueden olerse sus notas. Puede sentirse su efecto latiendo a través de nosotros.

III. ¿La creación del hombre?

El popper, como los hombres, se inventó en Estados Unidos. Cada cultura parece crear las categorías de «hombre» y «mujer» y establecer ciertos patrones. En algunos lugares, aquellos que se dedican a los negocios convierten estas ideas en bienes que puedan vender. Esta es la historia de cómo, durante el siglo XX, las ideas sobre los hombres, y sobre los hombres homosexuales, se utilizaron para hacer del popper un producto que hoy en día mantiene su popularidad.

La historia empieza en el siglo XVII, cuando un barco llegó a lo que hoy es Estados Unidos llevando a bordo a una familia de lo que hoy son los Países Bajos: las hijas, Geertien y Sara; el hijo, Douwe; la madre, Hester Jans; y el padre, Jellis Douw1. Su apellido era Fonda, y en 1651 se establecieron en Fort Orange, actual Albany, Nueva York. Los Fonda estaban entre las ochenta y dos familias que empezaron a labrarse una nueva vida, que, de hecho, acabaría por ser una forma de vida completamente nueva. Los colonos blancos se apropiaron de la tierra de los americanos originarios y la familia Fonda incluso fundó un pueblo con su nombre en el asentamiento de la aldea de Caughnawaga.

Jellis Douw Fonda destilaba brandi, trabajaba como herrero y se convirtió en el patriarca de una dinastía norteamericana. Los Fonda proliferaron por todo Estados Unidos; incluso podemos rastrear el crecimiento del poder blanco y su expansión a través de la familia Fonda. Después de Jellis Douw llegaron fabricantes de pistolas, granjeros, soldados y jueces. Comenzado el siglo XX, la mayoría de los Fonda vivían en Nebraska. Entre ellos, un bebé llamado Henry, que sería una de las más grandes estrellas de Hollywood y que fundaría la dinastía de los Fonda actores a través de Jane, Peter y Bridget.

Pero es otro Fonda, nacido solo unos años antes de Henry, cuya historia se cruza con la del popper. Howard Breese Fonda nació en 1896 en el seno de una de las familias Fonda que se habían quedado en el este, en New Rochelle, Nueva York. Howard creció y sirvió como médico en la Primera Guerra Mundial. Después cimentó su carrera en el ámbito farmacéutico e incluso inventó un inhalador para consumir nitrito de amilo. Su plataforma era Burroughs Wellcome, la empresa farmacéutica que ya era conocida por haber encontrado la forma de administrar algunos medicamentos. En la década de 1880, una empresa joven de Londres había crecido tras tomar la delantera vendiendo medicamentos en forma de comprimidos. Cuando Howard se unió a ellos en 1921, se habían expandido internacionalmente y abierto una base de operaciones para Norteamérica en Tuckahoe, un pueblo a algo menos de veintiséis kilómetros de Manhattan.

En ese lugar, no muy lejos de donde sus antepasados holandeses iniciaron su dinastía, Howard empezó como empleado médico en Burroughs Wellcome. En este momento el nitrito de amilo se producía y vendía en ampollas de cristal. Las ampollas eran unas cápsulas pequeñas y cilíndricas de solo unos centímetros de longitud que en uno de sus extremos se estrechaban. Era en este extremo donde la cápusla se sellaba aplicando calor. Cada cápsula contenía unos mililitros de nitrito de amilo líquido. Se vendían para uso médico, por prescripción facultativa, en lotes pequeños envasados en latas marcadas. A los pacientes de angina se les indicaba que partieran el cristal de la ampolla para inhalar el vapor que desprendía el líquido de su interior. Al abrir la ampolla de esta forma, hacía el famoso «pop». Esta distribución tan cómoda en formato de ampolla llevó a una cantidad masiva de prescripciones médicas que solo Thomas Lauder Brunton podría haber soñado cuando usó nitrito de amilo por primera vez en un paciente de angina. Entre otras cosas, el hecho de que cada ampolla contuviera solo una pequeña cantidad de la sustancia ayudó a evitar el tipo de desgracia que sufrió esta pobre chica en 1880:

La chica expulsaba grandes cantidades de fluido de su estómago, que saturó la habitación de un olor similar al del amilo. Su cara cobró un tono entre pálido y gris, las pupilas en extremo dilatadas, los ojos vidriosos, moviéndose sin rumbo en las cuencas. La boca estaba abierta de par en par, la respiración, espasmódica e irregular.

Este es el relato de un médico en Evansville, Indiana, después de tratar a una joven que por error tragó el equivalente a una cuchara de postre de nitrito de amilo. El antídoto fue café, opio y un masaje2. Así que las ampollas eran eficaces en la prevención de hechos como este, en el que la joven de Evansville bebió nitrito de amilo, pero tener que partir cristal para soltar el vapor no siempre era seguro. Howard se propuso solucionar este problema.

Doce años después de empezar en Burroughs Wellcome como empleado médico, Howard fue nombrado administrador de los laboratorios de investigación. Poco después se convirtió en el vicepresidente a cargo de la producción. Durante este periodo desarrolló un aparato sofisticado que haría que inhalar nitrito de amilo fuera más fácil y seguro. A pesar de que ya había muchas ampollas en el mercado y muchas empresas farmacéuticas las usaban para llevar su nitrito de amilo hasta la nariz de sus pacientes, el de Howard estaría contenido en un inhalador.

En su solicitud de patente, registrada el 23 de diciembre de 1942 a nombre de su empresa, Howard afirmaba que su innovación protegía al usuario de cualquier daño, evitaba fugas del contenido y podía ser producido en grandes cantidades. Es un objeto pequeño y discreto. El líquido se contiene en una ampolla de cristal lo suficientemente fina como para partirse bajo presión. La ampolla queda envuelta en papel secante, dispuesto en espiral alrededor del cristal dejando huecos en diagonal para permitir la salida del vapor una vez se haya roto el cristal. A continuación, se encuentra una capa exterior de papel encerado también dispuesto en espiral con huecos diagonales. Cuando el paciente aprieta el artilugio, el cristal se parte y el líquido se vierte en el papel secante, que lo absorbe. La capa de papel encerado sujeta los fragmentos de cristal. Los huecos que dejan ambas capas de papel permiten que el vapor del líquido ascienda hasta la nariz del paciente.

La solicitud de patente de Howard apunta incluso a que el papel podría estar revestido de alguna sustancia que cambiase de color si hubiera una fuga del contenido, y de esta forma el paciente podría identificar una ampolla defectuosa. Como inventor, estaba pensando en el futuro y en quienes le sucedieran en el laboratorio, añadiendo con entusiasmo que «la invención puede aplicarse a diferentes usos y es susceptible de cambios y modificaciones, como será evidente para cualquier experto en la materia». Howard continuó trabajando en diferentes puestos ejecutivos en Burroughs Wellcome, que tuvo la patente de su inhalador hasta que caducó en 1963. El mismo Howard «caducó» un año más tarde.


Dibujo de la patente del inhalador de nitrito de amilo.

Si leyerais su necrológica en el Bronxville Review Press and Reporter3, un periódico local del norte del estado de Nueva York, podríais apreciar un hilo conector que llega a Howard desde los Fonda que se establecieron desde lo que hoy son los Países Bajos en el siglo XVII. Es una historia de creación de conexiones, de un nombre, de trabajo y una vida respetable. El texto repasa los logros de Howard, incluyendo sus servicios al ejército y a la ciencia, su éxito como ejecutivo comercial y como hombre de familia (pero se deja la patente del inhalador de popper). A Howard le sobrevivieron su viuda, su hijo, su hija y cuatro nietos. La familia Fonda continuó tras la muerte de Howard, igual que su contribución a Burroughs Wellcome, que hoy sigue viva dentro de GlaxoSmithKline.

Howard Fonda es el tipo de persona que Estados Unidos creaba en el siglo XX: un hombre de negocios, un innovador, un marido, un padre. Un hombre vestido con un traje elegante que se dirige a algún sitio. Había pocas formas aceptables de ser un hombre en los años dorados de Howard, aproximadamente entre 1920 y 1960, pero Howard pareció encarnarlas. Es fácil ver que la vida que llevó Howard es la vida a la que muchos hombres aspiraban en aquellos años.

Podría ser Dan Brown en Las horas, la novela de Michael Cunningham. Aunque Dan es un personaje muy secundario en una historia que se centra en las mujeres, es un claro ejemplo de lo que era ser un hombre. Vive en la parte de la novela situada en 1949, y el lector lo conoce a través de los ojos de su esposa, Laura. En realidad, es su historia, la de Laura, una exposición agónica de lo que era ser un ama de casa con un marido que hace todo lo que la sociedad piensa que debe hacer. Como Howard, Dan estuvo en el ejército y ahora tiene un trabajo fijo. Todo lo que quiere es una familia satisfecha en un hogar en paz. Mientras Dan es la encarnación de la estabilidad, Laura cree que se está perdiendo otra vida. «¿Por qué se casó con él?», se pregunta el libro, y durante el transcurso de un día Laura encuentra la respuesta. «Se casó con él por miedo, por miedo a estar sola, por patriotismo». Laura pasea por su casa perfecta y espaciosa mientras Dan trabaja en la oficina, tratando de recordarse que aceptar lo que se tiene es una virtud. Y, pese a ello, se rebela contra este ideal, especialmente en lo que concierne a su marido. «¿Por qué él no desea nada, más allá de lo que ya tiene?». Tiene el trabajo, la esposa, la casa, el hijo. Y eso es suficiente. Laura anhela más, y por eso conduce hasta una habitación de motel para leer La señora Dalloway, de Virginia Woolf.

El tipo de agitación que Laura siente en su interior se exterioriza en otra novela situada en el mismo periodo. Pero en Revolutionary Road, de Richard Yates, los personajes explotan, enfadados. El hombre de esta novela es Frank Wheeler, que quiere parecer agradable, interesante y excepcional. Como Dan Brown y Howard Breese Fonda, Frank sirvió en el ejército. Cree estar destinado a algo mayor que estar sentado en un escritorio. No quiere admitir que le gusta su trabajo de oficina en Knox Business Machines en Nueva York, pero se da cuenta de que se le da bien. Es una de tantas paradojas con las que Frank tiene que convivir en el hogar de zona residencial que comparte con su esposa April.

April y Frank son retratados como monstruos por culpa de sus circunstancias. Se maltratan mutuamente, frustrados por no haber alcanzado la grandeza que esperaban. Cuando ella le dice que se siente prisionera de una trampa, Frank grita «¡no me hagas reír!». Más tarde, cuando se reconcilian tras una discusión, April se disculpa y dice lo que él quiere escuchar. «Y le pareció que ningún otro momento de su vida había contenido nunca una prueba mejor de su hombría, si es que era necesaria. Abrazar a aquella chica domesticada, sumisa, diciendo “cariño mío” mientras ella prometía que gestaría a su hijo».

Pero en otra batalla dialéctica, April le llama infeliz. Le pregunta: «¡Dime cómo, a cuento de qué, se te ocurre llamarte a ti mismo un hombre!». Pienso en las pocas opciones que un hombre tenía para pensarse en las décadas de 1940 y 1950 en Estados Unidos. Estos hombres ficticios son, evidentemente, simbólicos. Pero creo que son representaciones ajustadas de lo que se sentía al ser un hombre de clase media en Estados Unidos mientras los negocios florecían, los barrios residenciales se multiplicaban y los cuerpos se agrupaban en familias. Tras el final de la guerra, esta era la forma de construir un futuro. Pero esa visión se basaba en ideas muy reduccionistas de lo que era aceptable que un hombre hiciera. Los personajes de Las horas y Revolutionary Road no hubieran sufrido tanto si no fuera por la idea de «hombre».

Solo hay que preguntar a otro Frank cómo de limitantes eran estas expectativas. Este Frank es real y en 1957 lo echaron de su trabajo estable como astrónomo en el Departamento de Mapas del Ejército de Estados Unidos. Frank Kameny fue despedido por ser homosexual, algo que se creía poco apropiado para un servidor público. Pero este maltrato acabó siendo más molesto para el establishment de lo que hubiera sido mantenerlo en su puesto de trabajo, ya que Kameny se convirtió en una de las figuras más importantes en la lucha por los derechos civiles de los homosexuales en Estados Unidos protestando, litigando, ejerciendo presión e incluso presentándose como candidato al Congreso. Su historia resuena con la de Karl Heinrich Ulrichs, con su campaña a favor de los derechos de los homosexuales y por ser obligado a dejar su trabajo en el gobierno de Hannover.

Kameny no era el tipo de hombre que se ajustaba al modelo de Dan Brown, Frank Wheeler o, quizá, Henry Fonda. Su representación de lo que suponía ser un hombre no era aceptable para quien le daba empleo, el gobierno, o para la mayoría de los que el gobierno describiría como «mis conciudadanos». Al llevar un tipo de vida alternativo, Kameny fue uno de los miles de hombres que amplió la idea de lo que podía significar ser un hombre en Occidente, incluyendo la posibilidad de pervertir la idea misma. Homosexuales como Kameny empezaron a crear un nuevo tipo de hombre desde mediados de siglo, un hombre al que a veces se podía ver inhalando popper mientras follaba.

Es imposible señalar con exactitud el momento en el que el nitrito de amilo se convirtió en una droga recretiva, usada especialmente por hombres homosexuales para rebajar las inhibiciones e intensificar los orgasmos. Pero es posible afirmar que los esfínteres se relajaron bien de verdad en la década de 1960.

En 1960, la Secretaría de Estados Unidos para la Alimentación y los Medicamentos (la FDA por sus siglas en inglés) decidió que el nitrito de amilo era lo bastante inocuo como para que la necesidad de ser administrado por prescripción médica se eliminase. Desde ese momento los pacientes de angina podrían encontrar las ampollas de nitrito de amilo de venta libre en las farmacias. Pero en un margen de cuatro años, las empresas farmacéuticas presentaron a la FDA pruebas de que se estaba haciendo un uso abusivo del producto. A los farmacéuticos y a las empresas farmacéuticas les llamó la atención que hombres jóvenes de aspecto sano solicitaran este producto, dado que no estaban en la franja de edad de los pacientes de angina. A las empresas farmacéuticas les inquietaba que o bien ellas o bien sus clientes se vieran afectados si el producto se usaba para otros propósitos.

Para cuando aquella década acabó, dos hombres habían llegado a la Luna y muchos más vivían vidas gais en Nueva York y San Francisco. Estos hombres eran más libres que nunca, pero aún se les intimidaba con violencia frecuentemente, incluso por parte de la policía. En 1969 se unieron a otros disidentes del sexo y del género para, por fin, responder a los golpes. El levantamiento de Stonewall Inn propagó el movimiento por los derechos de los homosexuales que Kameny y otros llevaban años impulsando y le aportó una energía nueva, rabiosa y contracultural. Ese mismo año, la FDA se doblegó ante la insistencia de las empresas farmacéuticas y los grupos de presión preocupados por el nitrito de amilo. La FDA recuperó la obligatoriedad de la prescripción médica. Por supuesto, era demasiado tarde. Cuando haces pop, ya no hay stop.

De la misma forma en la que el Departamento de Policía de Nueva York fracasó en su intento de impedir que las personas queer se unieran para bailar y follar y vivir, la FDA fracasó en su intento de hacer que dejaran de inhalar popper.

Vale la pena repasar ahora las ideas en liza sobre lo que podía ser un hombre. A finales de la década de 1960, los Franks y Dans de barrio residencial aún eran numerosos, pero, desde luego, ya estaban de retirada. Estaban siendo atacados por la proliferación de diferentes formas de ser un hombre. De los hippies a los Panteras Negras, rebeldes, beatniks y poetas. En particular, la subcultura floreciente de pervertidos y maricas también les ponía las cosas difíciles. Activistas bien organizados exigían el derecho de los homosexuales a trabajar para el gobierno y en el ejército, así como la eliminación de la homosexualidad de la lista de desórdenes psiquiátricos en 1973. Simultáneamente, personas queer ávidas de placer vivían sus vidas desafiando aquello que Dan Brown hubiera considerado normal.

La revuelta de Stonewall de 1969 dio a los homosexuales confianza para vivir abiertamente su sexualidad y su identidad de género. El historiador Jim Downs escribió en su libro Stand by Me que el número de noviembre de 1970 de la revista Gay Sunshine sacaba a tres hombres desnudos con el pelo por los hombros y maquillaje tendidos en muebles cubiertos de peluche. Esto se consideraba «femenino», pero la representación en estas imágenes de hombres gais de principios de la década de 1970 era positiva, carente de la «vergüenza» de la feminidad o de la debilidad de la que se había acusado a los hombres homosexuales en el pasado. Aquella revista fue una de las tantas que se fundaron en la nueva y floreciente subcultura gay. Juntos, los activistas encorbatados que defendían los derechos de los homosexuales y sus hermanos queer, que propugnaban el amor libre, crearon periódicos, librerías y cafés, iglesias y comunidades. Algo que surgió de todas estas innovaciones sociales fue la norma sobre el aspecto y el comportamiento de los hombres homosexuales, gracias a productos vendidos para obtener beneficios.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺293,58