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Evolución, cultura y estatus social
Antes de iniciar es pertinente considerar que la forma en la que se han alimentado los humanos ha pasado por un cambio evolutivo desde la prehistoria hasta nuestra época actual. Martínez y López-Espinoza (2009) señalaron este cambio, en términos de las modificaciones registradas en los hábitos alimentarios de los humanos al pasar de recolectores-cazadores a trabajadores-consumidores, denominando a este proceso de transformación “de la recolección al supermercado”. Esto sin duda es un elemento de vital importancia para iniciar la exposición del presente capítulo.
La evidencia científica muestra que durante la prehistoria, los seres humanos vivían como cazadores-recolectores, pasando por periodos de hambruna y periodos de una adecuada disposición de alimento. Un ejemplo de este fenómeno se puede observar en las manadas de leones o simios en estado salvaje (Collier, Hirsch y Kanarek, 1983; Whiten y Widdowson, 1992). Esta característica ambiental actuó como estímulo para que por evolución se desarrollará y preservará una particular carga genética, es decir, el desarrollo de “genes ahorradores”. Dichos genes favorecían el depósito de energía, lo que permitía que el acumulo de grasa fuera una condición visual de abundancia energética y, con ello, que los individuos fueran competitivos durante la edad reproductiva, con lo que aseguraban su descendencia y la supervivencia de la manada. Estos elementos sustentan actualmente la hipótesis de la obesidad como cambio evolutivo (Braguinsky, 2006; Chacín et al., 2011; Foz, 2004).
Hoy en día, existen lugares en que la obesidad es venerada y considerada como un estado deseable y de estatus social, tales como Mauritania, Nauru, Tahití, Afganistán y Sudáfrica. En los casos particulares de Mauritania, Nauru y Tahití, donde las mujeres cuya familia no posee fortuna o dotes para otorgar al futuro conyugue, esta recurre a la única alternativa posible: envía a la futura casamentera con mujeres llamadas “matronas”, quienes se encargan de suministrar abundantes cantidades de cuscús, dátiles y otros alimentos con un elevado contenido calórico con el objetivo causar obesidad. Esta práctica se da especialmente en épocas de abundancia de alimento, particularmente durante la cosecha. El consumo de alimento es forzado e incluso son obligadas a ingerir su propio vómito para evitar el desperdicio de alimento. Todo esto se hace con un objetivo final simple, la mujer obesa tiene asegurado su matrimonio, pues asegura un estatus social particular. Con base en los usos y costumbres de estas comunidades, la “engorda”, como se conoce a esta práctica, es el método más rápido, práctico y seguro para conseguir una pareja si no se cuenta con una dote (BBC Mundo, 2004; En estos países adoran a las chicas con sobrepeso, 2014).
Ahora bien, en lo que respecta al estatus y la posición que ocupan las personas obesas en la cultura occidental, cabe señalar que estos son completamente distintos. La experiencia que las mujeres de Mauritania, Nauru y Tahití viven, dista mucho de la realidad que la mayoría de las personas obesas experimentan día con día. Averett y Korenman (1996), reportaron que la obesidad femenina en la sociedad estadounidense está relacionada con un menor ingreso económico, comparado con el de las mujeres que presentan un peso corporal dentro de los límites recomendados. De la misma manera, los autores reportaron que el exceso de peso está vinculado con una discriminación en el mercado laboral, que las posibilidades de matrimonio disminuyen considerablemente. Adicionalmente, también relacionaron un bajo ingreso económico del cónyuge de mujeres con un índice de masa corporal alto.
Contreras (2005), por su parte, mencionó que un elemento de preocupación en las sociedades occidentales es que la población en general anhela ser delgada; no obstante, se percibe gorda, lo que ocasiona un alto nivel de sufrimiento por la contradicción que genera esta dicotomía. El fenómeno anterior se sustenta en una sociedad con una diversa oferta de alimentos deseables, poco saludables y altamente palatables, relacionados directamente con estándares de belleza. En este sentido, este vínculo produce una situación que, por un lado, pondera el deseo por la delgadez y, por otro, el miedo obsesivo a la gordura. Asimismo, estos comportamientos considerados parte de la modernidad tienen una predominancia principalmente femenina, con consecuencias patológicas como la anorexia nerviosa y la bulimia.
En este sentido, la obesidad es en sí misma un elemento de aceptación y reconocimiento social o, por el contrario, un factor de estigma y discriminación (Averett y Korenman, 1996; Contreras, 2005; Meléndez, Cañez y Frías, 2010; Puhl y Heuer, 2009). Es necesario tener en cuenta que, al margen de la preocupación por la obesidad en México, existe una tolerancia a la misma en la cotidianidad de la vida de los mexicanos. Si se busca evaluar los alcances de esta tolerancia-aceptación, se puede hacer una lista de mitos sobre la obesidad infantil históricamente aceptados por la sociedad. Estos mitos son clasificados por Coronado (2014) de la siguiente manera: a) el gordito feliz; b) el gordito sano; c) el gordito que adelgaza con el estirón; d) los niños deben comer para crecer; e) es que salió a su padre/madre/abuelo, ¿qué le hacemos? Así, podría parecer que estos mitos que han sido la base para tolerancia-aceptación de la obesidad han sido superados; sin embargo, esto no es cierto del todo. Tal como señalan Meléndez et al. (2010), en México subsiste este tipo de mitos dada la existencia de una disociación y contradicción entre lo que se dice, lo que se desea y lo que se hace en torno a la obesidad.
El estado de la obesidad:
¿condición, enfermedad o epidemia?
Una de las primeras referencias en las que se describió la obesidad, es la realizada por el doctor Guy de Chauliac en su obra La grande chirugie, chirurgica magna, escrita en 1363, donde se señala que “una persona es gorda cuando se convierte en un gran montículo de grasa y de carne que le impide caminar sin enojo, tiene dificultad para calzarse los zapatos a causa del tumor de su vientre y no puede respirar sin impedimento”. Si bien esta caracterización es un referente histórico, no fue sino hasta 1977 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la clasifica como una enfermedad (Heshka y Allison, 2001). Cabe señalar que desde que la obesidad fue incluida en el catálogo de patologías de la OMS, la comunidad científica ha discutido ampliamente este punto.
Uno de los argumentos en relación con lo anterior es que la obesidad es, en el mejor de los casos, una condición que contribuye a desarrollar enfermedades como la hipertensión, la diabetes, enfermedades cardiacas, entre otras, pero que no es considerada en sí misma una enfermedad (Heshka y Allison, 2001; Sarnali y Moyenuddin, 2010). Sin embargo, los partidarios de clasificar la obesidad como enfermedad, justifican este señalamiento a partir de las implicaciones que por sí misma tiene en la salud de las personas, enfatizando el efecto sobre la duración y calidad de vida de quien la padece (Allison et al., 2008; Katz, 2014; Heshkav y Allison, 2001; Kolata, 1985). Adicionalmente, también se ha argumentado que clasificar la obesidad como enfermedad obliga a los estados a establecer la adecuada cobertura para su tratamiento y necesariamente reconocer el papel que la alimentación industrializada tiene en el desarrollo de enfermedades alimentarias (Currie et al., 2010; García, 2011).
De manera particular, la evidencia científica ha demostrado el papel causal que tiene: a) el consumo de refrescos (Anderson y Butcher, 2006; Basu et al., 2013; Ludwig, Peterson y Gortmaker, 2001); b) el consumo de comida rápida, chatarra o de alto nivel energético, es decir, una alimentación inadecuada (Currie et al., 2010; Chandon y Wansink, 2007); c) la publicidad dirigida al consumo desmedido (Enciso, 2014; Mehta, 2007); y d) la inactividad (Fox, 2003; Hill y Wyatt, 2005) en el desarrollo de la obesidad. A pesar de que estos no son los únicos elementos causales de obesidad, sin lugar a dudas son los más importantes.
Hay que señalar que esta relación multicausal ha sido permanentemente ignorada por los gobiernos y organismos encargados de las políticas públicas de salud y alimentación. Así lo demuestra la evidencia del estudio realizado por Marie Ng et al. (2014), en el que participaron más de cien centros e institutos de investigación y organismos científicos y gubernamentales de todo el mundo, donde se incluyeron 188 países en los que se analizó de manera nacional, regional y global la prevalencia del sobrepeso y la obesidad en adultos y niños desde 1980 hasta 2013. Los resultados indican que en las últimas tres décadas, el número de casos con sobrepeso y obesidad paso de 857 millones en 1980 a 2.100 millones en 2013, lo cual demuestra que 3 de cada 10 individuos padecen obesidad o sobrepeso, tanto en países desarrollados como en países con ingresos bajos o medios. El estudio también reporta que el exceso de peso entre adultos se ha incrementado en mujeres (de 30 a 38%) y en hombres (de 29 a 37%). Por su parte, en los países desarrollados se detecta una mayor prevalencia en los hombres, mientras que en los demás países la prevalencia es mayor en las mujeres. A nivel regional, las naciones que integran América Central, África del Norte, el Oriente Medio y las naciones insulares del Pacífico y el Caribe muestran tasas de sobrepeso y obesidad; tasas extraordinariamente elevadas de 44% o más. En lo que corresponde al análisis por país el reporte no es menos preocupante, ya que más del 50% del total de personas que padecen obesidad en el mundo (671 millones) viven tan solo en 10 países: los Estados Unidos, China, India, Rusia, Brasil, México, Egipto, Alemania, Pakistán e Indonesia (Ng et al., 2014).
Por lo tanto, con base en esta evidencia científica, es posible afirmar que todo, absolutamente todo lo que se ha hecho hasta el día de hoy en cuanto a políticas públicas de salud, programas específicos de control, implementación de medidas farmacológicas, educativas o de salud comunitaria, no han funcionado para modificar la tendencia de crecimiento de la obesidad mundial. Según declaraciones de Christopher Murray, director del Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) y fundador de la Carga Mundial de Morbilidad (GBD), “en las últimas tres décadas, ningún país ha conseguido reducir las tasas de obesidad, con seguridad, podemos predecir que la obesidad seguirá aumentando a medida que incrementan los ingresos en los países más desfavorecidos, a menos que se tomen medidas urgentes para hacer frente a esta crisis de salud pública” (Murray y Ng, 2014).
En México, la comparación entre las encuestas nacionales de salud y nutrición (ENSANUT) de 2006 y 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012) muestra que en 2006 la prevalencia de sobrepeso y obesidad en niños de 5 a 11 años de edad fue de 26.8% en niñas y 25.9% en niños, mientras que en 2012 fue de 32% para niñas y 36.9% para niños, lo que representa un significativo aumento. En adolescentes entre 12 y 19 años se encontró que la prevalencia de sobrepeso en el sexo femenino aumentó de 22.5% en 2006 a 23.7% en 2012 (5.3% en términos relativos), mientras que en el sexo masculino se observó una ligera reducción de 20 a 19.6% (-.02% en términos relativos), en el mismo periodo de tiempo. El incremento más notorio fue en la prevalencia de obesidad, al pasar de 10.9 a 12.1% (11.0%) en el sexo femenino, y de 13 a 14.5% (11.5%) en varones (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).
Finalmente, en adultos mayores de 20 años se muestran los siguientes resultados: en el análisis de tendencias de las categorías de índice de masa corporal (IMC) en mujeres de 20 a 49 años de edad se observó que en el periodo de 1988 a 2006 la prevalencia de sobrepeso incrementó 41.2% y la de obesidad, 270.5%. Si bien la tendencia de sobrepeso disminuyó 5.1% entre el año 2006 y 2012, la de obesidad aumentó 2.9%. En el caso de los hombres en el periodo de 2000 a 2012, la prevalencia de sobrepeso subió 3.1% y la de obesidad lo hizo en 38.1%. Al agrupar el sobrepeso y la obesidad, la prevalencia se incrementó en un 14.3% entre la encuesta del año 2000 y la de 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).
Es evidente que los aumentos en las prevalencias de obesidad en México se encuentran entre los más rápidos documentados en el plano mundial. De 1988 a 2012, el sobrepeso en mujeres de 20 a 49 años de edad se incrementó de 25 a 35.3% y la obesidad en 9.5 a 35.2%. El hecho de que 7 de cada 10 adultos presenten sobrepeso, y que de estos la mitad presenten obesidad, constituye un serio problema de salud pública (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012).
Sin embargo, en México la respuesta a este enorme problema de salud pública por parte de las autoridades gubernamentales ha sido lenta, azarosa y sin una dirección y liderazgo específico, incluso para al menos controlar este crecimiento exorbitante de casos de obesidad. Tal como lo señalaron Barquera et al. (2010), el primer Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria propuesto por el gobierno federal nace de manera tardía a partir del diagnóstico de la situación en México. Con los resultados obtenidos en la ENSANUT 2006 era posible identificar la necesidad de contar con una política integral, multisectorial, multinivel y con una coordinación efectiva para lograr cambios en los patrones de alimentación y actividad física, todo con el firme objetivo de prevenir enfermedades crónicas y reducir la prevalencia de sobrepeso y obesidad. Aunque, la política nacional en México para la prevención y control del sobrepeso y la obesidad, establecida en el Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria. Estrategia para el control del Sobrepeso y la Obesidad, llegó al menos cuatro años tarde.
Barquera et al. (2010) refieren que el acuerdo mencionado tenía como metas y objetivos específicos lograr en el año 2012 los siguientes puntos:
Revertir en niños de 2 a 5 años el crecimiento de la prevalencia de sobrepeso y obesidad a menos de lo existente en 2006.
Detener en la población de 5 a 19 años el avance en la prevalencia de sobrepeso y obesidad.
Desacelerar el crecimiento de la prevalencia de sobrepeso y obesidad en la población adulta.
Con la evidencia científica obtenida de la comparación de resultados de la ENSANUT 2006 y 2012 (Olaiz-Fernández et al., 2006; Gutiérrez et al., 2012), y de los datos del estudio internacional realizado por Marie Ng et al. (2014), se puede decir tácitamente que hasta hoy las políticas, acuerdos y regulaciones nacionales en México para el control y prevención de la obesidad no han logrado alcanzar las metas y objetivos planeados (Gómez, 2013). Es posible predecir con la evidencia científica publicada al respecto (Barrera et al., 2010; López-Espinoza et al., 2012), que las recientes acciones tomadas por la Comisión Fereral para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) –dependiente de la Secretaría de Salud–, que regula el horario de difusión publicitaria de productos que tengan altos niveles de grasas, azúcar o sal en televisión, así como la modificación de la etiquetación de alimentos y bebidas no alcohólicas, no cambiará ni detendrá la tendencia nacional de aumento del sobrepeso y la obesidad (El semanario sin límites, 2014; Anuncia Cofepris nuevo etiquetado y publicidad para comida “chatarra”, 2013).
Así pues, todo lo anterior muestra la complejidad que existe en cualquier nivel o área del conocimiento para tratar la obesidad. Resultado de ello, es que en mayo de 2004 tuvo lugar la 57 Asamblea Mundial de la Salud, con el objetivo de declarar la obesidad como la epidemia del siglo XXI a partir del número de personas que a nivel mundial padecen esta enfermedad y los efectos que sobre la salud se producen (OMS, 2004). Un elemento adicional que soporta esta declaratoria, es la carga económica que representa la obesidad para cualquier sistema de salud en el mundo. En 2008 los costos atribuibles a la obesidad en México fueron de 42 mil millones de pesos, equivalente a 13% del gasto total en salud (0.3% del producto interno bruto). De no aplicar intervenciones preventivas o de control costo-efectivas sobre la obesidad y sus patologías asociadas (diabetes mellitus, enfermedades cardiovasculares, hipertensión y cáncer), para 2017 los costos directos podrían llegar a 101 mil millones de pesos (101% más con respecto al costo estimado en 2008) y los costos indirectos se incrementarían hasta 292% para 2017 en comparación con el año 2008, lo que representaría de 25 a 73 mil millones de pesos (Gutiérrez-Delgado, Guajardo-Barron y Álvarez del Río, 2012).
En torno a la controversia para clasificar a la obesidad como enfermedad, es imprescindible considerar que la discusión científica sobre la caracterización de la dualidad salud-enfermedad ha estado presente desde los inicios de la humanidad (Cervantes, 2011; Valencia, 2007). En este sentido, determinar que la obesidad es una enfermedad es hasta hoy un tema no acabado. A pesar de ello, para cuestiones prácticas, nos apegaremos a la caracterización que la OMS estableció en 1946 del binomio salud-enfermedad al determinar que la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Por su parte, la enfermedad es entendida como la alteración estructural o funcional que afecta negativamente el estado de bienestar (Barrios, 2014; OMS, 1946, 2003). Con esto, es posible afirmar que la obesidad por sí misma cumple con los criterios para clasificarse como enfermedad, dado que la obesidad produce una alteración estructural y funcional en los individuos y, por ende, afecta dicho estado de bienestar (Heshka y Allison, 2001; Kolata, 1985). Aunado a esto, también es posible señalar la responsabilidad que tiene el Estado en su prevención y control, y de manera prioritaria, el papel de gobierno y sociedad para reconocer las causas, ya señaladas, de la misma, y establecer programas nacionales para erradicarlas.
Si bien la definición de obesidad y el sobrepesos de la OMS (2014) se explica como una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud, misma que tiende más a delimitar los elementos para identificarla y clasificarla de acuerdo con su severidad, lo cierto es que desde 1995 la OMS declaró a la obesidad como enfermedad y así lo expresa en todos sus documentos. Una forma simple de medir la obesidad es con el IMC; esto es el peso de una persona en kilogramos dividido por el cuadrado de la talla en metros. Una persona con un IMC igual o superior a 30 es considerada obesa, y si es igual o superior a 25, se clasifica con sobrepeso.
A partir de toda esta serie de aportaciones es posible, entonces, caracterizar la obesidad como una enfermedad, compleja multifactorial y crónica que involucra factores ambientales (sociales y culturales), genéticos, fisiológicos, metabólicos, conductuales y psicológicos (Bagchi y Preuss, 2013).
Obesidad, ¿un negocio?
Algunos elementos que complican el desarrollo e implementación de planes, programas o políticas efectivas para el control y disminución de la obesidad, sean mundiales, nacionales o regionales, son los millonarios recursos financieros, las fuentes de empleo y las patentes y derechos generados en torno a esta enfermedad (Bes-Rastrollo et al., 2013; Santa Rita, 2014).
Por lo tanto, existe una gran cantidad de señalamientos que aseguran que la obesidad es un gran negocio que genera miles de millones de dólares anuales en ganancias para diferentes sectores. Por una parte, se encuentran los recursos producidos por los factores que predisponen a desarrollar obesidad. A manera de ejemplo, en México se estima que durante el año 2014 el nuevo impuesto a refrescos aportará más de 12 mil millones de pesos (alrededor de 915 millones de dólares) a la recaudación tributaria (Hinojosa, 2013).
Por otra parte, es necesario tener en cuenta la cantidad de ventas millonarias obtenidas para tratar la obesidad. En el país existen actualmente 18 laboratorios farmacéuticos que se disputan un mercado con valor superior a 2,240 millones de pesos (Santa Rita, 2014). Cabe señalar que es imposible contar con el total de la información económica (ventas, inversiones, ganancias, impuestos) vinculada con las causas, diagnóstico, tratamiento y, por supuesto, mantener la obesidad; no obstante sí es posible darse una idea general de la cantidad de dinero que se produce y mueve en relación con esta enfermedad. Un detalle significativo que lector debe considerar, son las ganancias que se obtienen por las ventas de dietas mágicas, masajes, medicamentos alternativos, ropa especial, membresías de gimnasios, artículos deportivos, comida chatarra o actualmente llamada de alta densidad energética, fármacos, refrescos y toda una gran cantidad de elementos que producen ganancias, generan empleos y establecen intereses, ya sean moralmente éticos o no (Barroso, 2012; Luna, 2007; Muñoz, 2012; Restrepo, 2010).
Finalizaremos esta sección con una pregunta que tiene como objetivo principal llamar a una profunda reflexión sobre lo que hacemos en torno a esta enfermedad, ¿está la humanidad dispuesta a terminar con la obesidad y su economía de oro?