Kitabı oku: «México obeso», sayfa 4

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Agroindustria y obesidad

El problema del sobrepeso y la obesidad que actualmente aqueja a casi una cuarta parte de la población mundial no es solo resultado de la estructura orgánica de nuestro cuerpo, más bien es consecuencia de las estrategias mercantiles desarrolladas por los grandes conglomerados agroindustriales que comenzaron a fortalecerse en el siglo XX, y que han tenido como premisa ver la comida no como un alimento, sino como una mercancía alimentaria.

El origen en el fortalecimiento de estos agronegocios transnacionales se ubica en el siglo XX, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos y Europa pudieron generar elevados excedentes agropecuarios (principalmente cereales) como resultado de la ejecución de mejoras tecnológicas, así como de la implementación de políticas de subsidios a la agricultura. Ello les permitió “acomodar” en el mercado internacional grandes montos de cultivos a precios dumping (es decir, por debajo de su costo de producción), lo cual se hacía principalmente bajo una visión geopolítica (Rubio, 2008; Friedmann y McMichael, 1989).

Posteriormente, la Revolución Verde, con el incremento en los rendimientos de los cultivos derivado de la aplicación intensiva de fertilizantes y herbicidas, insecticidas y fungicidas químicos, así como los sistemas de subsidios por parte de las potencias económicas, permitió el fortalecimiento de grandes agronegocios transnacionales, quienes al disminuir sus costos de producción e incrementar los niveles de rentabilidad, adquirieron cada vez mayor poder económico y político, lo que dio como resultado el surgimiento de lo que Philip McMichael (2002) llama corporate food regime, el cual se caracteriza por una agricultura global orientada ya no tanto por estrategias geopolíticas, sino por los intereses mercantilistas de grandes consorcios agroindustriales, quienes dominan las decisiones importantes en las cadenas.2

Al ser la búsqueda de crecientes utilidades el elemento central que mueve las decisiones en este régimen agroindustrial corporativo, los agronegocios, liderados por las cadenas minoristas y por las grandes agroindustrias procesadoras (250 compañías agroindustriales radicadas en 95% de los países anglosajones son las encargadas de señalar qué, cuándo y cómo comemos [Barruti, 2013: 278]), ejercen diversas acciones basadas en una política competitiva de creación de demanda y fomento a la misma, con base en productos atractivos, con calidad estética más que nutritiva, y que además sean vastos y tengan precios bajos.

En este sentido, inicialmente las agroindustrias buscan modificar el patrón de mercado para no responder a las demandas del consumidor, sino que ellas mismas sean las que creen esa demanda. Una primera medida al respecto ha sido suplir la responsabilidad de las familias, en particular de las madres, de elaborar diariamente los platillos que consumirán en el hogar, por productos semielaborados y elaborados que facilitan esta labor y que además suelen consumirse de manera aislada y fuera de casa, afectando uno de los principales actos de convivencia familiar. Con ello, el consumidor se ve en la necesidad de confiar su salud y nutrición en las empresas proveedoras.

En esta creación de demanda, las agroindustrias se han dedicado a fabricar mercancías alimentarias superfluas, que no son necesarias en la dieta del hombre, pero que generan esa necesidad a través de mecanismos mercadológicos. Igualmente, con el conocimiento del gusto natural del ser humano por las grasas, los azúcares y los carbohidratos, las agroindustrias se han dedicado elaborar productos basados en estos ingredientes que, por consecuencia, tienen alto contenido calórico.

Por otro lado, con el fin de fomentar la demanda incluso más allá de las necesidades del cuerpo (diversos estudios han mostrado que el ser humano come hasta 30% más de lo que lo hacía antes), las agroindustrias de las bebidas hacen uso excesivo del sodio para fomentar la sed, disfrazando el sabor salado con azúcares. Esta estrategia ataca al individuo por dos vías: el sodio que retiene líquidos, elevando con ello la presión sanguínea y el azúcar que se convierte en grasa al no ser transformada en energía.

Ahora bien, para disminuir costos y proveer productos que sean vastos y tengan un precio bajo a fin de incorporar con ello a los estratos sociales de menores ingresos e incrementar el universo de demanda, las agroempresas hacen uso de insumos de muy baja calidad nutricional, pero de alto contenido calórico. Un caso de ello es la harina refinada, cuyo origen se remonta a la Edad Media, cuando se quitaba la cáscara de los granos (que es la que contiene mayor cantidad de minerales, vitaminas y fibra) con el propósito de evitar que la humedad provocara su pudrición en el mediano plazo; sin embargo, en la actualidad esto ya no es necesario, pero se sigue realizando porque son más sencillos y baratos el procesamiento, empaquetado y almacenamiento de los alimentos si se hace con ingredientes más inertes como la harina blanca (Barruti, 2013: 285-286).

Otro ejemplo tiene que ver con el uso que hoy se hace del jarabe de maíz de alta fructuosa, sustancia generada a raíz de la sobreproducción de maíz que Estados Unidos comenzó a tener desde finales de la Segunda Guerra Mundial. En México, su uso en la industria alimentaria (en especial la refresquera) comenzó en 1990, pero su crecimiento ha sido exponencial al pasar de menos de cien mil toneladas en 1994 a casi un millón 500 mil toneladas en 2010; con estas cifras, este edulcorante controla ya 27% del mercado de edulcorantes calóricos en el país (García Chávez, 2011).

El jarabe de maíz de alta fructuosa es más dulce y cuesta la mitad que el azúcar (Barruti, 2013: 305), pero anula la leptina, por lo que el cerebro falla en enviar las señales de saciedad y el individuo sigue consumiendo sin necesitarlo. Esto sin considerar que, además, el jarabe de maíz de alta fructuosa disminuye la sensibilidad del organismo a la insulina predisponiéndolo a la diabetes; es metabolizado por el hígado como si fuera alcohol, exponiéndolo a una serie de enfermedades hepáticas; y en el caso de los embarazos, la placenta es permeable a la sustancia, de manera que los niños pueden volverse adictos a ella incluso antes de nacer (García Chávez, 2011).

Con productos baratos, pero llenos de calorías y escasos de proteínas, las grandes agroempresas han podido abastecer cada vez más a los sectores de bajos ingresos. De acuerdo con Hernández, Minor y Aranda (2013), en 2010 se observó que el costo de comprar mil calorías había disminuido en términos reales respecto a 1992, de manera que se facilitaba su compra para las personas con menores ingresos. Ello explica por qué en estos estratos sociales el problema del sobrepeso y obesidad ha crecido incluso a tasas superiores en relación con los demás grupos de población, aunque al mismo tiempo existe una elevada incidencia de desnutrición.

Para penetrar en estos sectores, incluso en las zonas rurales y marginadas física y socialmente, las agroindustrias ponen en marcha una serie de proyectos mercadológicos que en varias ocasiones disfrazan como programas sociales. Un caso muy claro de ello es el programa “Nutrir”, de la compañía Nestlé, en el que se promueven recetas enfocadas a una mejor alimentación para los niños, pero en ellas se incorporan ingredientes elaborados por la empresa.3

Para vender y ganar más, el tamaño sí importa

Dentro de las estrategias que las agroindustrias han impulsado para obtener más utilidades, destaca la elaboración de alimentos de mayor tamaño y bajo costo, que sean atractivos al consumidor. Es decir, se trata de incrementar el valor añadido de los productos, más sobre aspectos cuantitativos que cualitativos, vendiendo la idea de más por menos, lo que a su vez genera una sensación grata en el consumidor, mismo que se convierte en un comprador consuetudinario sin considerar qué es lo que le están vendiendo más barato.

Se puede decir este fenómeno inicia en la década de 1970 en los Estados Unidos, con el crecimiento de las cadenas de cómida rápida (fast food) (Nielsen y Popkin, 2003). De esta forma creció el tamaño de postres, refrescos, jugos, hamburguesas, papas fritas y pizzas, lo que provocó que el porcentaje de calorías obtenidas por el consumo de estos alimentos pasara de 18% en la década de 1970 a 27.7% veinte años después (Martínez et al., 2011: 23).

Según un estudio realizado por Lisa Young y Marion Nestlé (2002: 246), en los Estados Unidos la mayoría de los alimentos procesados han tenido un crecimiento importante en sus porciones de acuerdo con los estándares establecidos por las autoridades norteamericanas, destacando los casos de las galletas (con un tamaño 700% superior al estándar), la pasta cocida (480%), los bollos (333%), las carnes (224%) y los panecillos (195%). Del mismo modo, los envases de cerveza se introdujeron en un solo tamaño, pero hoy ese tamaño representa la más pequeña versión que se ofrece en el mercado; también las medidas actuales de las papas fritas son hasta tres veces superiores a las de hace 50 años, la de los refrescos es de hasta cuatro veces más (Nueva York busca crear conciencia sobre la comida de gran tamaño, 2012) y la de las hamburguesas de dos a cinco veces superiores.

En el caso de los refrescos, la botella de Coca-Cola anunciada como familiar en 1950, era de 26 onzas (769 mililitros), mientras que en la actualidad existen botellas para consumo individual de medio litro. Por su parte, la hamburguesa original de McDonalds, con papas fritas y una Coca-Cola de 350 mililitros proporcionaban 590 calorías, en tanto que hoy el Extra Value Meal, que incluye un cuarto de libra con queso, supertamaño de papas fritas y de Coca-Cola, contiene mil 550 calorías (Equateq, 2012). Finalmente, las piezas de pan dulce hace 20 años pesaban en promedio entre 57 y 80 gramos, mientras que en la actualidad pesan entre 113 y 200 gramos.

Porciones grandes a costos bajos = más gordura

El interés de los agronegocios por ofrecer comidas de mayor tamaño a precios bajos, ejerce una fuerte presión en la producción primaria, especialmente en el sector pecuario. En este se ha registrado en las décadas más recientes una drástica reorganización de los métodos de producción, en que se impone la instalación de grandes plantas agroindustriales, con elevados inventarios de animales en espacios reducidos y controlados y con cambios sustanciales en las dietas que se les aplican, para atender la exigencia de producir animales de mayor tamaño, más productivos y que representen menores costos de producción. Las consecuencias que provocan con ello son, además del daño que se hace en el bienestar de los animales, la pérdida de sabor y nutrientes de los distintos subproductos, los riesgos que a la salud humana representa el abuso de hormonas y antibióticos, e incluso la concentración de la industria en pocos poderosos actores, quienes han incrementado la producción mundial (de 1980 a 2010 la población de pollos incrementó 169%, en tanto que la de cerdos lo hizo en 76% y la de vacas en 17% [Barruti, 2013: 216]), pero también han desplazado a pequeños y medianos productores.

La primera agroindustria afectada con las nuevas exigencias fue la avícola, que tuvo que reorganizar drásticamente sus esquemas de producción para responder a las demandas del comercio minorista y de las cadenas de comida rápida. Paul Roberts (2009: 137) señala que este cambio se originó a partir de la década de 1980, cuando la agroindustria de los Estados Unidos tuvo que acudir a la genética para desarrollar un pollo de mayor tamaño; el resultado fue un espécimen industrial que era el doble de tamaño que su predecesor de 1975, donde las pechugas llegaban a pesar más de medio kilogramo entre las dos, además de que alcanzaban ese tamaño en cuarenta días, cuando el pollo de granja necesitaba diez semanas.

Es importante señalar que, además de la genética, en muchos casos de producción pecuaria se acude al uso de hormonas para que permitan disminuir el tiempo de crecimiento del animal y para que sean más productivos. Esto ha sucedido en las industrias bovina y porcina de algunos países, donde se acude al uso de hormonas como ractopamina y clembuterol para generar mayor masa muscular en animales que se encuentran prácticamente estáticos. El problema estriba en que este tipo de hormonas, cuando se trasladan al ser humano, pueden generar diversos tipos de enfermedades,4 además de que afectan el ritmo y tiempos de crecimiento de niños y niñas.

Asimismo, otro cambio fundamental para minimizar los costos de producción ha sido el relativo a la dieta que se les da a los animales, la cual incluso va contra la estructura genética de los mismos. Así, en la industria bovina actualmente se alimenta a las vacas con granos de bajo precio (maíz y soya entre otros), cuando el aparato digestivo de estos rumiantes no es apto para ello. Igualmente, en la industria avícola alimentan con cereales (maíz, sorgo, cebada, trigo), subproductos, pigmentos, oleaginosas, minerales, vitaminas y aminoácidos; no obstante, existen denuncias de que en la alimentación de los pollos también se añaden diversos químicos, entre los que sobresalen la cafeína, los antihistamínicos, el arsénico y hasta los antidepresivos como Prozac (Love et al., 2012). Hay que mencionar que uno de los componentes principales que también se añaden son los antibióticos. El hecho de que los animales se encuentren hacinados a fin de que las empresas maximicen sus rendimientos por unidad de inversión, provoca que existan muchos mayores riesgos de aparición de enfermedades, las que además pueden propagarse a una gran velocidad. Por ello, las empresas se ven obligadas a usar antibióticos, que se utilizan tanto para fines terapéuticos como para promover el crecimiento. De acuerdo con Barruti (2013: 53), en los Estados Unidos se utilizan hasta 13 mil toneladas al año de antibióticos, cifra excesiva y que pone en riesgo la salud de las personas, pues el abuso de estas sustancias estimula que las bacterias mejoren sus niveles de resistencia y que con esto los antibióticos se vuelvan cada vez menos efectivos para combatir enfermedades, incluso aquellas que atacan al ser humano.

Recientemente se ha demostrado que algunos de estos antibióticos pueden ser detonadores de sobrepeso en el ser humano; en el caso de los recién nacidos que son expuestos a antibióticos, Adriana Vidal et al. (2013) expresan en un estudio reciente que estos tienen más riesgo de desarrollar sobrepeso años más tarde, aunque dicho estudio no aduce al consumo indirecto de estos antibióticos a través de la carne.

Una investigación más, liderada por Ilseung Cho et al. (2012), demostró que la administración de antibióticos aumenta la adiposidad y los niveles de hormonas relacionadas con el metabolismo; que existen cambios taxonómicos sustanciales en copias de genes clave implicados en el metabolismo de los hidratos de carbono a ácidos grasos de cadena corta, aumentos en los niveles de ácidos grasos de cadena corta y alteraciones en la regulación del metabolismo hepático de los lípidos y el colesterol. Según el estudio, este hallazgo tiene el potencial de entender cómo los antibióticos utilizados en la industria pecuaria pueden impactar en la obesidad infantil y en síndrome metabólico en adultos.

Cabe aclarar que no solo la industria pecuaria y sus antibióticos son los responsables del incremento en la obesidad mundial; paradójicamente también lo son las agroindustrias que producen alimentos para combatir el sobrepeso, tales como la producción de frutas y hortalizas. En este caso, la responsabilidad recae en el uso de agroquímicos empleados para fertilizar las plantas y para combatir a las plagas.

De acuerdo con Paula Baillie-Hamilton (2002), además de los factores fisiológicos y genéticos, la obesidad se ve afectada por factores ambientales que potencian la alteración de los procesos bioquímicos llevados a cabo por el cuerpo humano al momento de ingerir un alimento. En este sentido, los productos químicos orgánicos e inorgánicos sintéticos, cuyo uso ha crecido exponencialmente en muchas industrias, entre las que se encuentra la producción de vegetales, aunque pueden causar la pérdida de peso en el cuerpo humano en altos niveles de exposición de estos productos químicos, a concentraciones mucho más bajas es posible que se dañen muchos de los mecanismos naturales para el control de peso. De esta forma, dado que buena parte de las frutas y hortalizas que el hombre ingiere en la actualidad, contienen partículas de pesticidas, herbicidas y fungicidas utilizados por los productores, resulta factible que ello también esté impactando en el sobrepeso de los consumidores.

Finalmente, un aspecto más a resaltar es que la pandemia de la obesidad no solo tiene entre sus ganadores a la industria alimentaria, sino que existen otros actores que obtienen jugosos beneficios, sobre todo porque han sabido explotar los riesgos de salud que la obesidad genera, así como la convicción que cada vez se impone con mayor fuerza en todas las clases sociales, en el sentido de que lo esbelto es estético y da prestigio social.

En este sentido, tanto la industria farmacéutica, como la relacionada con la medicina estética y, por supuesto, la industria de la moda, se han visto sumamente beneficiadas. Según Daiana Martínez (2011), la lista Fortune 500 ubica a los laboratorios de medicamentos y cosméticos con mayores ganancias que la industria automotriz y del petróleo, además de que su rentabilidad se ha multiplicado en los últimos años hasta superar ocho veces el promedio de ganancias de las demás industrias. Cabe decir que 14 empresas transnacionales controlan el 80% de esta industria (Fortune, 2014).

La obesidad en México:
beneficios privados y costos públicos

Frecuentemente se señala que la comida mexicana tiene que ver mucho con los niveles de sobrepeso y obesidad que se viven en el país, principalmente cuando se habla de antojitos como tacos, pozole o tostadas. Si bien es cierto que el abuso en el consumo de estos platillos predispone al consumidor a desarrollar obesidad, la realidad es que no se puede acusar a los mismos del problema actual; de hecho, la tortilla apenas tiene 81 calorías y el pozole 220. Además, estos platillos son completos en cuanto a los nutrimentos que proveen; por ejemplo, el pozole contiene maíz, verduras y carne de cerdo, de manera que aporta proteínas, vitaminas, minerales, fibra e hidratos de carbono. Los tacos o los sopes, por su parte, combinan maíz con frijol y verduras, por lo que son capaces de proveer proteínas de alta calidad. En todo caso, lo que más impacto tiene en el peso de los consumidores es que en la actualidad la industrialización ha distorsionado lo tradicional, ya que se prefiere lo frito y empanizado en lugar de lo asado o a la plancha.

Un dato que corrobora que la cocina tradicional mexicana no puede ser acusada de ser promotora de obesidad, se encuentra en el hecho de que hasta 1988 la incidencia de sobrepeso en los adultos era de 25%, mientras que la obesidad solo implicaba a 9.5% de la población (Gutiérrez et al., 2012: 184). Para 1999 las condiciones ya habían cambiado drásticamente, pues 36% de los adultos tenían sobrepeso y 26% obesidad.

Por lo tanto, podemos señalar, con un alto porcentaje de certidumbre, que el tema de la obesidad se volvió un problema grave de salud pública en México a partir de la apertura económica y comercial que en el país se implementó desde 1983 y que se vio fortalecida en 1989 con la presidencia de Carlos Salinas de Gortari y en 1994 con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Tales decisiones de política comercial permitieron la llegada al país de múltiples alimentos industriales que anteriormente no eran consumidos en México, así como de empresas minoristas y cadenas de comida rápida.5

Hoy en día, el incremento en el consumo de carbohidratos refinados y azúcares ha impactado en el crecimiento extraordinario de las tasas de sobrepeso y la obesidad, que a la fecha afecta a 7 de cada 10 mexicanos. Ahora bien, como ya se mencionó antes, tal incremento conlleva una serie de trastornos de salud que impactan en la economía del país y en las finanzas del Estado. Al respecto, Ketevan Rtveladze et al. (2013: 1) señalan que en 2008 la pérdida de productividad debido a muertes tempranas por enfermedades derivadas de la obesidad fue de 25 mil 099 millones de pesos (mil 931 millones de dólares); 13.5% más que en el año 2000 en términos reales.

Igualmente, en ese año el costo directo del sector salud por la atención médica de las enfermedades atribuibles al sobrepeso y la obesidad (enfermedades cardiovasculares, cerebro-vasculares, hipertensión, algunos cánceres, atención de diabetes mellitus tipo 2) fue de 42 mil 246 millones de pesos, 61% más que en el año 2000 en términos reales, lo que representa 33.2% del gasto público federal en servicios de salud a la persona (Secretaría de Salud, 2010: 12).

Por lo tanto, si se suman ambos costos, lo que al país le representó la obesidad en 2008 ascendió a 67 mil 345 millones de pesos (valor presente), pero se estima que dicha cifra alcanzó 80 mil millones de pesos en 2012 (Rivera-Dommarco et al., 2013), y se estima que para 2017 se incrementará hasta 150 mil 860 millones de pesos (Secretaría de Salud, 2010: 12). Lo anterior significa que si no se toman las medidas pertinentes, en tan solo cinco años se habrá duplicado el costo económico del sobrepeso y la obesidad, convirtiéndose en un problema cada vez más grave para la economía del país.

Si dentro de los costos de producción de las empresas se incluyera el elevado gasto que representa la atención médica por la obesidad, así como la pérdida de productividad por las muertes asociadas a la misma, seguramente la producción de alimentos con alto contenido calórico no sería el negocio que hoy es. Sin embargo, al no suceder así, esto se convierte en un subsidio más que el Estado y la sociedad mexicana están haciendo a grandes empresas, la mayoría de ellas transnacionales, situación que de ninguna manera debería seguir ocurriendo.

Antonio López Espinoza
v.s.
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