Kitabı oku: «México obeso», sayfa 8
CAPÍTULO 4
Entender la obesidad en México. Un acercamiento desde la perspectiva de la descolonización de los “cuerpos obesos”
claudia rocío magaña gonzález
nadia xochiquetzalli gonzález briseño
juana maría meléndez torres
fátima ezzhara houssni
Introducción
El presente capítulo aborda de una manera general la relación entre prácticas alimentarias y obesidad en México con la finalida de reflexionar sobre cómo es percibida la obesidad en un proceso que Gracia-Arnaiz (2007) denomina “la medicalización de la salud”. Particularmente, el proceso aquí descrito permite vislumbrar el origen de una serie de percepciones sociales negativas acerca de la obesidad, desvinculadas de sus significados culturales y que, en algunas ocasiones, se asume como parte de un sistema cultural homogéneo, mejor conocido como el paradigma biomédico. Para este capítulo las prácticas alimentarias son un aspecto constitutivo del sistema alimentario, por lo que se retoma el concepto que Silvia Carrasco (1992) propone:
Un conjunto de normas y creencias que un grupo de personas comparten en relación con los alimentos y su manipulación, englobando las prácticas de decisión, elección, formas de almacenaje y preparación, orden y combinación de las comidas y formas de consumo, así como las pautas de organización, intercambio y participación individual o colectiva (p. 30).
La importancia de utilizar dicha noción es que las prácticas “se construyen social y colectivamente a través de un proceso sociohistórico que distingue a cada grupo –o a cada clase– con base en su relación con el capital económico y el capital cultural que posee cada uno” (Baltazar-Rangel y Zárate, 2014: 64). Además, esta conceptualización pone de manifiesto que la alimentación contemporánea responde a una interrelación entre naturaleza y cultura, pero también incluye la variante política (Meléndez, 2014).
Más adelante, en el segundo apartado, se describen los procesos de mercantilización y mundialización de la alimentación, los cuales han coadyuvado a la perpetuación de la obesidad como una enfermedad que recae sobre la capacidad de transformación del individuo y sus recursos, descontextualizado de sus sistemas sociales, así como de sus creencias y prácticas de salud (Ibáñez y Huergo, 2012). En dichos procesos sociales, tanto la obesidad como las prácticas alimentarias asociadas a esta epidemia reproducen un sistema de creencias e ideologías de poder, que desvinculan al ser humano de su cultura, su sociedad y el medio ambiente en el que se desarrolla.
En el último apartado se propone repensar estas relaciones de poder (prácticas e ideologías de la alimentación) en el contexto de las poblaciones rurales mexicanas, a partir de entender los procesos de medicalización, mercantilización y mundialización de la salud y alimentación. Dichos procesos están interrelacionados y constituyen una paradoja en la cual los individuos quedan en medio de un entorno que estigmatiza al “obeso”, lo culpabiliza y lo considera enfermo. Aunado a ello, las políticas de salud están desarticuladas de las políticas económicas y que privilegian a la industria alimentaria (Chapela y Cerda García, 2010). A partir de algunas reflexiones propuestas por los estudios latinoamericanos sobre la descolonización buscamos repensar cómo los sistemas de creencias, prácticas, acciones, estrategias y tácticas de y sobre la salud en México, pueden articularse como sistemas integrados y complementarios, si eliminamos las dicotomías y oposiciones binarias que el modelo de pensamiento occidental propone. Como conclusión se habla de la importancia de reconciliar la mente y el cuerpo del individuo y eliminar la escisión de las colectividades y sus sistemas culturales, modelo de pensamiento que ha abordado el problema de la obesidad. La propuesta epistémica y metodológica reflexiona sobre la importancia de ubicar social e históricamente la obesidad en contextos particulares. Es posible que se puedan plantear soluciones de intervención y prevención en salud y alimentación más adecuadas para atender la obesidad en el México actual (Arispe, Mazorco y Rivera, 2007).
La medicalización de los cuerpos obesos y sus análisis contemporáneos
Hoy en día, la salud, la estética y el hedonismo, impregnan ideológicamente una parte importante del comportamiento alimentario contemporáneo (Meléndez, Cañez y Frías, 2012). Estas nociones dan cabida a una idea en la que los cuerpos obesos deben ser atendidos y modificados, ya que estos son percibidos como la antítesis de los valores orientados a la perfección corporal. Si se analiza lo anterior, podemos observar, por un lado, que en los actuales estilos de vida, tanto en los contextos urbanos como en los rurales, una gran cantidad de prácticas alimentarias y de salud que llevamos a cabo nos conducen a presentar estados de sobrepeso y obesidad; y por otro lado, están aquellas prácticas relacionadas con alcanzar y controlar un determinado peso corporal. Un tanto contradictorio.
Así pues, dentro de las prácticas alimentarias relacionadas con el sobrepeso y la obesidad, se incluye un elevado consumo de alimentos densamente energéticos, a partir de grasas y azúcares principalmente, así como de alimentos industrializados y de comida rápida; y, de manera opuesta, un bajo consumo de alimentos ricos en fibra, como cereales, frutas y verduras, y de alimentos regionales y de preparaciones tradicionales. Todo ello, enmarcado en un entorno de inactividad física.
En lo que corresponde a las prácticas alimentarias centradas en la reducción y el control de peso, destaca la restricción de uno o varios alimentos; el “eterno estar a dieta” que hace referencia a los múltiples cambios en el patrón de consumo de alimentos y el cual puede ser instruido por algún especialista en la materia, por recomendación de un amigo, familiar o conocido; o por voluntad propia, que puede incluir además el consumo de sustitutos alimenticios, así como alimentos “naturales” o producidos orgánicamente.
Ahora bien, en cuanto a la actividad física que realizan algunas personas con sobrepeso u obesidad, se puede decir que hay un auge en diversas prácticas, tales como fitness, workout o danza, las cuales son adaptadas por el individuo debido a una condición física, médica o por alguna inconformidad personal que modifica su constitución corporal.
Si bien este resumen descriptivo no es exhaustivo, sí nos muestra las tendencias generales en las cuales las personas realizan prácticas cotidianamente que les permiten controlar o no el incremento de su peso, aunado a que posibilitan vislumbrar las prácticas de decidir, elegir, almacenar y preparar los alimentos o combinar las comidas y sus formas de consumo (Carrasco, 1992). Es importante aclarar que el hecho de presentar una síntesis de esta naturaleza no permite entender del todo el significado y el contexto en el cual una persona decide, elige o prefiere realizar dichas prácticas; sin embargo, estos ejemplos de prácticas nos dan la opción de reconocer que la alimentación actualmente no está desvinculada de la salud, sino que, al contrario, existen en una relación estrecha que no puede ser separada en el individuo. Por lo tanto, para entender por qué en México se han incrementado las cifras de obesidad, es necesario conocer cómo se ha estructurado la noción de obesidad y cómo se ha visualizado desde la perspectiva medicalizada de la salud.
La caracterización de la obesidad como una enfermedad y la relación entre alimento y salud pueden remontarse varios siglos atrás. Al respecto, Foz (2005) hace una síntesis histórica sobre la misma, donde destaca que Hipócrates señalaba que “la muerte súbita era más frecuente en los obesos que en los delgados”. Menciona que Galeno concibió la obesidad como un estilo de vida inadecuado; y que en la cultura cristiana la glotonería fue señalada como pecado. Asimismo, habla de que en 1727 Thomas Short utilizó el término corpulencia, y mencionó al sedentarismo y la ingesta de alimentos dulces y grasos como causas de esta condición.1 Desde la perspectiva de Short, la corpulencia se estigmatizó al vincularse con la pereza y la glotonería. Y finalmente, el autor menciona que años después, en 1760, Malcom Fleming recomendaba moderar la cantidad de alimento ingerido, evitar la saciedad, preferir el pan negro y las verduras, evitar las grasas, además de realizar ejercicio.2 En pocas palabras, este breve recorrido histórico propuesto por Foz, permite reconocer que la obesidad no es un fenómeno nuevo y que desde su identificación entraña una serie de contradicciones morales, médicas y sociales.
Siglos después, la obesidad se ha caracterizado como una epidemia global, la cual se considera, a la fecha, como causa de 3.4 millones de muertes y la pérdida de 3.9% años de vida (Ng et al., 2014). A nivel poblacional, se utiliza el índice de masa corporal (IMC) como indicador para determinar la obesidad, de acuerdo con el sexo y la edad. Caba señalar que este no es el mejor indicador para esta condición, pero es el que ha permitido de una forma más rápida y económica detectar esta problemática, así como realizar comparaciones (Rolland-Cachera, Bellisle y Sempé, 1989). A nivel mundial, se estima que ha habido un aumento constante en la prevalencia de obesidad en adultos, pasando en los años de 1980 a 2013 de 28.8 a 36.9% en hombres, y de 29.8 a 38% en mujeres (Ng et al., 2014); el aumento de su prevalencia se mantiene constante en niños y adultos en los denominados “países en vías de desarrollo” (Ng et al., 2014).
Es en razón de lo anterior que la obesidad ha sido señalada como una prioridad de salud mundial por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Para su control se han planteado intervenciones a nivel poblacional con la implementación de programas nacionales desde una perspectiva médico-científica (por ejemplo, el Acuerdo Nacional por la Salud Alimentaria [ANSA] en México). En países de bajo y mediano ingreso, se señala su especial urgencia a partir de “determinantes” como la ingestión calórica y el sedentarismo, además de la evaluación de los ambientes obesogénicos (Ng et al., 2014).
En relación con los programas de intervención y promoción de la salud desde una visión nacional y no adecuados a las condiciones de cada contexto, Chapela y Cerda (2010) señalan que:
Cualquier acción de promoción de salud, con la relativa excepción de prácticas de autopromoción de la salud, proviene de agencias o agentes que justifican esa acción conformando e imponiendo una idea de necesidad de intervención en donde la agencia propone y lleva a cabo intervenciones en, con y/o a través de la vida material de el otro, en sus prácticas, identidad, sentidos, valores y significados, de manera tal que el resultado de dichas intervenciones y quién es beneficiario efectivo, depende de la situación, el contexto y la relación que establece antes, durante y después de la intervención de las agencias promotoras (p.10).
En este sentido, no podemos obviar que toda propuesta de intervención está atravesada por relaciones de poder.
Asimismo, cabe reflexionar sobre la visión medicalizada de los cuerpos y de la alimentación. La perspectiva médica analiza la obesidad desde un paradigma centrado en la enfermedad y la salud, reduciendo la alimentación a interacciones biológicas y, en algunos casos, psicológicas, sin considerar la naturaleza compleja de la alimentación (Gracia-Arnaiz, 2007). En otros, se retoman elementos sociales, económicos o culturales, pero analizados desde paradigmas positivistas y asociaciones de variables que no permiten comprender la problemática en toda su complejidad.
Para entender el origen de esta perspectiva y sus limitaciones, hace falta la comprensión del contexto histórico. De acuerdo con Garrote (2000, citado en Ibáñez y Huergo, 2012),
Una de las principales metáforas acerca del cuerpo de finales del siglo XIX fue la imagen del hombre como máquina [paradigma mecanicista]. Esta analogía con el cuerpo humano (manejable y explotable) ocluyó la dimensión cultural, simbólica, política, social, económica y ecológica del comer. El hombre como cuerpo era reducido a su dimensión biológica (y patológica): gasto energético corporal, valor calórico de los nutrientes. […] La fórmula era cuantificar y pre-escribir “dietas” o “ingestas” universales (preventivas y científicamente prescritas), y a la par responsabilizar a cada individuo por el cuidado de su salud (p. 144).
La influencia de la “teoría mecanicista”, que prevalece en la visión medicalizada de la salud, se acentuó durante los siglos XVII y XVIII, misma que privilegió las cualidades sanitarias de los alimentos y no su relevancia cultural y social. Se consideraba a la comida como el combustible que mantenía el cuerpo humano. Sobre lo anterior, Gracia-Arnaiz (2007) menciona que:
El conocido físico inglés George Cheyne asumió la metáfora mecánica del cuerpo –instrumento formado de circuitos y flujos– para explicar que la comida constituía el combustible que abastecía la máquina humana y afirmar que la dieta rica, es decir, la consumida opíparamente por las elites constituía el origen de numerosas enfermedades y, por tanto, había que modificarla (p. 238).
Se puede decir que estas visiones mecanicistas de los siglos VII y XVIII prevalecen actualmente en la práctica médica y nutricional. Basta revisar algunas publicaciones para darnos cuenta que, a pesar del desarrollo tecnológico y científico, las bases ideológicas no se han repensado a la luz de las transformaciones sociales que en el mundo, y en particular en México, se han presentado en los últimos siglos y años. Por ejemplo, recientemente Hersch-Martínez (2013) publicó un artículo donde hace una reflexión sobre los aspectos sociales y culturales en la epidemiología. Sin embargo, como él mismo señala, las nociones de cultura y sociedad se abordan de manera imprecisa:
Una somera revisión de lo que se entiende por “sociocultural” en la literatura biomédica denota su carácter polisémico e impreciso, reflejando su marginalidad en el paradigma epidemiológico actual, aunque la alusión al término en ese ámbito se ha incrementado consistentemente en los últimos 30 años (p. 513).
La epidemiología, según la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se basa en la vigilancia de estados o eventos relacionados con la salud, tanto para describir su distribución como para analizar los factores determinantes de estos estados (OMS, 2014). Cuando se tiene identificado este “factor” se puede proceder a modificarlo; una vez que se retira esta condición, la consecuencia (obesidad) “tendría” que desaparecer. Como señala Hersch-Martínez (2013), lo sociocultural implica ámbitos y alcances diversos, además de interrelacionados, por lo que es complicado definir qué es lo que lo conforma, por lo tanto, las definiciones operativas que exige el análisis estadístico resultan reduccionistas y limitadas.
En los intentos por construir un paradigma epidemiológico incluyente de los aspectos sociales en la salud se han incorporado a los análisis los conceptos de cultura, a fin de tratar de operacionalizar las normas, valores, concepciones e ideologías de determinados grupos sociales y étnicos. Sin embargo, la fuerza de la perspectiva medicalizada de la salud sigue dando pie a que sea el conocimiento científico quien dicte los mecanismos de salud y, de alguna manera, que se invisibilicen o deslegitimen otros conocimientos que se enmarcan en la cultura. Algunos estudios señalan lo erróneo de las creencias en alimentación y la necesidad de fundamentarlas a través de la evidencia científica:
Desgraciadamente el interés por este tema se acompaña de gran proliferación de recomendaciones dietéticas basadas en mitos y creencias irracionales, con completo olvido de los principios establecidos por el estudio científico de la nutrición, y en no pocos casos en flagrante contradicción con los conocimientos generalmente aceptados y sólidamente documentados que actualmente poseemos (Castillo, León y Naranjo, 2001: 346)
No pretendemos desdeñar las aportaciones que se han gestado desde la medicina o las ciencias de la salud, pero sí buscamos entablar un diálogo que permita incluir estas otras perspectivas; es decir, que ambos sistemas de conocimiento (científico y cultural) sean reconocidos para ponerse al servicio de la sociedad.3
Otra cuestión a atender es la disponibilidad y la gran diversidad de información a la cual está expuesta la población en materia de alimentación y nutrición: las redes sociales y el internet, y no solo los “profesionales de la salud” estrictamente preparados en cuestiones alimentarias y científicas, proveen los lineamientos o sugerencias (Contreras, 1992). Así, las recomendaciones nutrimentales “basadas en evidencia científica”, pueden venir de la mercadotecnia de productos específicos, revistas femeninas, páginas web. Por lo tanto, desde el punto de vista biomédico, puede existir cierto desdén hacia prácticas alimentarias –pudiéramos llamarlas tradicionales–, asumiendo que la población no sabe comer y se propone la “educación nutrimental” como la solución a la “ignorancia” respecto a cómo alimentarse. Ahora bien, habría que preguntarse, tal como lo hace Gracia-Arnaiz (2007), lo siguiente: ¿es cierto que no se sabe comer?
En cuanto al cuestionamiento anterior, algunos autores asumen que si la alimentación no se fundamenta en principios médicos y científicos, es, entonces, producto de la ignorancia (una verdad, unívoca, científica, única y homogeneizante):
El mito alimentario se presenta muchas veces como resto de un pasado de ignorancia, pero también es debido a creencias erróneas fomentadas por intereses comerciales, económicos y por una publicidad tendenciosa. La población está bombardeada por toda clase de opiniones infundadas y contradictorias y se encuentra en un lamentable estado de confusión, que le impide distinguir la realidad de la fantasía (Castillo et al., 2001: 346).
Por otra parte, la modificación de los hábitos alimentarios no está determinada de modo exclusivo por la preocupación por la salud, más bien es porque “engordar no consiste en contraer una obesidad mórbida, sino en dejar de tener un cuerpo socialmente aceptable” (Gracia-Arnaiz, 2007: 240). De este punto de vista, podría realizarse un profundo análisis crítico sobre la medicalización de la alimentación, el rechazo social de la obesidad, las conductas alimentarias de riesgo y los trastornos de la conducta alimentaria, que si bien aquí no se ahonda por cuestiones de espacio y discusión, son temas que forman parte de esta perspectiva reflexiva sobre la obesidad medicalizada.
Aunado a todo lo mencionado, la salud y la alimentación también se pueden abordar a través de los llamados programas “culturalmente apropiados” en los que: “La mercadotecnia social, entendida como la aplicación de conocimientos y metodologías de la mercadotecnia tradicional a los temas sociales, ha demostrado ser un enfoque efectivo para el diseño de intervenciones para la modificación de comportamientos” (Escalante-Izeta et al., 2008: 317).
Estos programas plantean que la cultura del otro –la que no es científica–, es errónea y puede modificarse. No obstante, estas propuestas omiten la comprensión de los contextos, los porqués de lo que se consume; más bien sustituyen sus conocimientos o prácticas por la cultura “medicalizada” que es considerada apropiada para atender la salud y la alimentación. Esta situación se da en programas gubernamentales en regiones consideradas como “pobres”, “indígenas” o “culturalmente retrasadas”, lo cual tiene fuertes implicaciones políticas. Un estudio al respecto señala que “otro punto es asegurar que las mujeres no relacionen el programa con causas electorales, ya que como se mostró en los resultados, algunas mencionaron no querer acostumbrar al niño al complemento ya que dependía del gobierno en turno” (Escalante-Izeta et al., 2008: 317).
¿Cómo se puede entonces establecer un diálogo, no solo entre disciplinas, sino también entre quienes pretendemos modificar el comportamiento alimentario y quienes llevamos a cabo el comportamiento alimentario?
Este llamado al diálogo no es nuevo. Por un lado, el antropólogo francés Igor de Garine (2004) ha enfatizado la pluridisciplina en los estudios sobre alimentación y nutrición, la importancia de trabajar en conjunto nutriólogos y antropólogos culturales, sociales y biológicos. Por otro lado, Pérez-Gil (2009) lo retoma en su artículo sobre cultura alimentaria y obesidad, donde indica que:
Es importante insistir en la necesidad de establecer un diálogo entre la antropología y la nutrición, pues “la alimentación constituye una de las múltiples actividades de la vida cotidiana de cualquier grupo social y, por su especificidad y polivalencia, adquiere un lugar central en la caracterización biológica, psicológica y cultural de la especie humana (p. 393).
Cabe mencionar que otros autores han realizado llamados a abordar la alimentación como un hecho extremadamente complejo, en el que se tienen que tomar en cuenta cuestiones biológicas, ecológicas, tecnológicas, económicas, sociales, políticas e ideológicas (Contreras, 1992). Por ello, para continuar con este diálogo, se presentará una síntesis muy somera de abordajes sobre la cultura desde la antropología, ya que como hemos revisado, el “problema de la obesidad” en su gran mayoría es reducido al dilema de cómo bajar de peso para mejorar la salud y no en relación a la salud-bienestar, como es el caso de Zepeda Castañeda (2005). Habría que decir que el problema se complejiza y agudiza porque desde esta perspectiva se afirma que es fundamental estudiarla o ubicarla en la esfera de lo sociocultural, sin que necesariamente se reflexione sobre esta “socioculturización de la obesidad”.
A nivel internacional, existen algunos estudios que han puesto de manifiesto que la obesidad es un problema social. Las investigaciones realizadas por de Garine (1995) en algunas sociedades africanas y europeas, explican cómo ocurre lo anterior. Por su parte, en Francia, Poulain (2009), en su libro Sociología de la obesidad, pone de manifiesto la gran complejidad del problema haciendo un análisis de la situación europea. Algunos investigadores en México también han trabajado el tema de la obesidad como un problema social (Meléndez et al., 2010, 2012). Carrasco (1992), por ejemplo, conceptualiza a la obesidad como un problema de inseguridad alimentaria. En este sentido, existen algunos esfuerzos por tratar de entender desde otras miradas este problema tan complejo, el cual no puede ser visto solamente a la luz de una sola disciplina y descontextualizado socialmente.
En el caso particular de México, algunas investigaciones se han orientado a enfatizar la relación entre la obesidad y las políticas públicas4 derivadas de ella; sin embargo, han sido abordadas principalmente desde la epidemiología. Los autores que concuerdan con esta relación, dicen que son dos procesos “sociales-económico-políticos” los que han impactado en el desarrollo y prevalencia de la obesidad en México y en el mundo: la urbanización y la occidentalización de la dieta (Barquera et al., 2010; González, 2002; Ortiz, Vázquez y Montes, 2005). Estos procesos, que equívocamente se asumen como “factores”, son los que repercuten en los famosos “estilos de vida”. Por ende, en la literatura sobre la obesidad se encuentran ennumeradas todas aquellas características que se han modificado y que impactan directamente en la acumulación de grasa en los cuerpos “obesos” sin que necesariamente se reflexione sobre su relación; desde la perspectiva nutricional existen esfuerzos por analizarlos dentro de lo que se ha denominado las transiciones epidemiológicas o transiciones alimentarias.
Qué de novedoso podemos escribir si epidemiólogos, médicos, nutriólogos, antropólogos, e incluso programas gubernamentales o instituciones internacionales como la OMS, coinciden en que el problema de la “obesidad” es un problema individual y al mismo tiempo social. Como afirman Ortiz et al. (2005), “el patrón alimentario está determinado por la desigualdad social y factores inherentes a la liberalización social de la economía, como lo es la amplia y a la vez homogénea oferta de la industria alimentaria” (p.18).
El análisis del contexto social, económico, político en el que realizamos nuestras prácticas alimentarias resulta imprescindible para comprender la problemática. Pero, es necesario un análisis desde una perspectiva crítica y compleja, pues abordarlo desde perspectivas reduccionistas, podría hacernos perder la sensibilidad de puntos clave del problema. Un ejemplo de esta situación, es el intento de incluir los aspectos económicos en el análisis de la problemática alimentaria. Al buscar una relación entre la obesidad y los elementos “socioeconómicos” y debido al tipo de análisis, se delimita lo “socioeconómico” al ingreso per cápita familiar o a la situación rural o urbana de los individuos (Wang, 2001). De esta forma, en la búsqueda de esta relación, los resultados pueden ser contradictorios, pues en algunos casos se delimita como factor de riesgo, en otros como protector, y en otros no se encuentra asociación. De manera similar, al intentar llevar el estudio al análisis multi-céntrico, es decir, con poblaciones de diversas características y contextos, los resultados vuelven a ser discordantes. De este modo, quedamos sin comprender esta relación, que va más allá de un análisis reducido y lineal, de las múltiples realidades alimentarias.