Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 3
2
Una historia de monstruos
Unas alimañas fantásticas
Al adentrarnos en el origen de la relación entre el hombre y los demás animales, se pueden ver algunas pistas de los caminos que los unieron. Los interesados pueden atenerse a algunas fuentes clásicas y, entre ellas, aparece Vladimir Propp (1895-1970) como uno de los investigadores del siglo XX que más estudiaron la relación totémica entre las personas y los elementos del mundo, entre ellos, los bichos40. Me remonto aquí a los grupos humanos que consideraban a las personas, animales, plantas y minerales como constituyentes de un universo desprovisto de las separaciones modernas, tales como humano y animal, civilización y animalidad, cultura y naturaleza. Después de que los actos civilizatorios se instalaran en las primeras sociedades humanas, los animales siguieron siendo referencias fundamentales para los ritos y las ceremonias mágicas, e indicadores de buenos y malos presagios.
La obra de referencia en la que más me detengo en este texto es Las raíces históricas del cuento. En ella, Propp ofrece excelentes estudios sobre los seres fantásticos, a partir de sus escritos sobre el cuento popular —inicialmente el ruso— y, a la postre, haciendo comparaciones con narrativas de varios pueblos y épocas, en busca de elementos repetitivos originales y simples —fundando, así, una narratología propia—. Lo que quiero aprovechar de sus estudios —considerando el tenor estructuralista ruso que no se adecua tan bien a la movilidad de las formas contemporáneas del cine— son las referencias al origen de algunos elementos que todavía permanecen en los cuentos y relatos fantásticos41. Mi pensamiento se alinea con el de Propp cuando dice que «los investigadores cometen frecuentes errores, porque restringen su material a un asunto, a una cultura o a otras fronteras creadas artificialmente. Para nosotros, tales fronteras no existen». Ese punto de vista tiene resonancia en mis estudios, puesto que entiendo el mundo contemporáneo como una cadena subterránea de signos de lo fantástico, cada vez más enmarañados y multiplicados. De hecho, el ámbito de un análisis puede ser «internacional», término que el propio Propp utiliza en diversas ocasiones, demostrando que las repeticiones y recurrencias de los temas del cuento llamado «maravilloso»42 —el objeto de su obra en cuestión— se hacen notar entre diversos pueblos, en épocas distintas. Propp hará, entonces, incursiones detalladas por diversos temas, explorando la presencia de seres fantásticos (como el dragón y la Baba Yagá, la temida y polifacética hechicera rusa) y de animales en relatos populares. Son seres que, casi siempre, pululan por los bosques sombríos que inundan los cuentos de la gente del pueblo: «El bosque nunca se describe al detalle. Es denso, oscuro, misterioso, un poco convencional, no totalmente verosímil». Por él, recurrentemente, atraviesan los caminos hacia el «otro mundo».
Tras discurrir sobre isbas43 dotadas de piernas zoomórficas, sobre la relación entre muertos y vivos y las configuraciones plurales de la Baba Yagá y sus curiosas transformaciones, siempre reportándose a seres de mitologías diversas —por alusión y semejanza—, Propp encontrará un campo igualmente fructífero al tratar de animales auxiliares de los héroes. En el capítulo V de su libro, denominado «Los dones encantados», el águila y el caballo cobran importancia. La primera, por ser un animal que bendecía los campos tras el invierno al ser alimentada gentilmente por amables pastores, quienes le ofrecían diversos animales del campo. El segundo, por su relación con un mundo ya más civilizado —pues los equinos surgen cuando el hombre ya está desarrollando la ganadería—. Propp considera, así, que el caballo es el representante de una forma elaborada de «sociedad culta», reemplazando, tal vez, al reno y al perro. Es, tras ser alimentados, cuando generalmente estos animales —el águila, el caballo, pero también el dragón— logran ser generosos con su proveedor en los relatos recopilados. Surgirá, asimismo, la figura del caballo blanco —el color de los seres fantasmáticos que ya no tienen corporeidad—, muchas veces alado, con función de psicopompo, o sea, de guía del héroe por el mundo del más allá. También podrá ser rojo e ígneo, como el que montó san Jorge para luchar contra el dragón, revelando su naturaleza ctónica44, posteriormente acuática —en relatos de evolución más tardía (recuerdo aquí a Pegaso, que tenía relación directa con el agua)—. Es oportuno, en este punto, citar a Derrida:
Pegaso, caballo arquetípico, hijo de Poseidón y de la Gorgona, era por lo tanto hermanastro del propio Belerofonte que, descendiendo así del mismo dios que Pegaso, termina siguiendo y domando a una especie de hermano, otro sí mismo: yo estoy si(gui)endo a medias (a) mi hermano, diría este en suma, estoy si(gui)endo a mi otro y puedo más que él, le sujeto por el bocado. ¿Qué se hace cuando se sujeta a otro por el bocado? ¿Cuándo se sujeta a su hermano o su hermanastro por el bocado?45.
Entre esa plétora de alusiones bestiales, me encuentro con las relaciones totémicas entre los hombres primitivos y los animales: «De este rito formaban parte determinadas danzas que se ejecutaban tras haberse vestido con las pieles de varios animales: bueyes, osos, cisnes, lobos, etc., cuyas cabezas se usaban como máscaras [...]. Eso debía simbolizar la transformación en animales»46. La representación-transformación en hombre-animal es muy antigua y se suma a las búsquedas de las probables raíces de elementos fantásticos que pueblan diversas culturas.
En varias situaciones, los animales totémicos —fundadores de clanes— se convertían en especies de espíritus guardianes individuales y sociales, desempeñando funciones que, en gran medida, no decían nada de sus características de agresividad o bravura: «El animal no es importante por su fuerza física sino por su vinculación y su pertenencia al reino de los animales en general». Por tanto, el animal —espíritu protector— muchas veces va a orientar e inspirar a un chamán que, por sí solo, ya representa otra transformación que se dio en el transcurso de los siglos: de cazador de presas a cazador de almas y curandero.
En ese recorrido, de la figura general del animal se llega a su fragmentación en numerosos objetos mágicos que los portadores llevaban consigo, tanto en la forma de objetos protectores como de amuletos. Vestir la piel o llevar la garra de un animal le confería un poder mágico a su dueño. Propp llegó a afirmar que «la forma más antigua de objetos mágicos son las partes de los animales». Y también: «Son precisamente esos talismanes y amuletos, esencialmente vinculados a los animales, los que constituyen el prototipo de nuestros “dones encantados”».
Más allá del uso de las fuerzas del elemento animal por medio de un utensilio mágico, la transformación del hombre en un animal es otro punto de interés: la persona se transformaba generalmente en aquel que le sirvió como tótem. En los ritos funerarios, al difunto se le envolvía en la piel de la criatura totémica, según la tradición de algunos pueblos cazadores.
Para el investigador, un mito, al perder su significación social, podría transformarse en cuento popular. Este último era capaz de provenir también directamente de la religión, sin pasar por una fase mitológica. Y, aunque un animal viniera —a partir de su concepción primitiva— a ser sustituido por un dios, con el paso del tiempo esa divinidad sería inicialmente zoomorfizada, conservando rasgos animales. Es lo que Propp ejemplifica:
Con la aparición de la agricultura y de las ciudades, el variopinto mundo animal de origen totémico comienza a perder su realidad. Se verifica un proceso de antopomorfización. El animal adquiere el cuerpo de un hombre; en algunos casos, lo último en desaparecer es el morro del animal. Así aparecen divinidades como Anubis con cabeza de lobo47, Oros con cabeza de halcón y otras semejantes. Por otro lado, las almas de los difuntos adquieren una cabeza humana sobre un cuerpo de pájaro. Así, poco a poco, el animal, se va transformando en ser humano. El proceso de antropomorfización está ya casi realizado en la figura de ciertos héroes como Hermes con unas pequeñísimas alas bajo los talones, hasta que, por último, el animal se transforma en atributo del dios: Zeus es representado con un águila.
Aparte del aspecto fúnebre, hay un matiz sobrenatural que quiero destacar: aquel de cuando alguien tenía una parte del cuerpo zoomorfizada, por lo general los pies: «El hombre con el pie de animal es un grado de transición desde el animal al hombre»48. En ese caso, se trata de la fusión animal-ser humano. A menudo, tras la antropomorfización, solo quedaba una parte anatómica zoomorfizada. Se puede percibir esta característica —muchas veces asociada a la índole demoníaca— en leyendas medievales en las que el diablo tiene pies de pato o patas de chivo. Asimismo, vale la pena recordar la figura de Pan y de los numerosos faunos y silvanos que lo acompañaban por los bosques de Europa, cuyas formas fueron demonizadas por el pensamiento católico medieval (recuerdo aquí a san Agustín, que asociaba las pesadillas nocturnas a los faunos; y ya en el Nuevo Testamento, las cabras eran igualmente asociadas al diablo)49. Hay, también, varios enanos y elfos con pies de animales, sobre todo, de ganso y de pato50, además de numerosas figuras femeninas con esas anomalías.
Paralelamente al aspecto discutido antes, Propp presentará otro: aquel en el que un animal empieza a perder tanto su significación como su aspecto externo y se tiene, así, una fusión del estilo animal-animal/animales: «Son los que nadie ha visto jamás, pero que están investidos de un poder misterioso, ultraterrestre y extraordinario. Así se forman los seres híbridos, uno de los cuales es el dragón».
Otras veces, las deformaciones —como la presencia de un único ojo— podían ser atributos de lo diabólico o de lo profético —ya que la anatomía uniocular suele ser una variante de la ceguera, muchas veces presente en seres sabios y prestidigitadores—. Siempre han sido comunes las descripciones de mujeres-animales, ya sean diosas o hechiceras, como la cazadora Cibeles —madre de los dioses en Frigia y «señora de los animales» en la civilización minoica—, y la virgen Artemisa, diosa griega de la vida salvaje.
Remontándonos a los orígenes del cuento maravilloso, no puedo dejar de mencionar que el caudal y la multiplicidad de seres incorporados a las diversas culturas provienen más remotamente de las relaciones entre los llamados hombres prehistóricos con los fenómenos y seres del mundo natural al que pertenecían, los cuales, en gran parte, les causaban gran temor.
Propp tratará brevemente del miedo «a las fuerzas invisibles que rodean al hombre» como el más antiguo andamiaje para los fundamentos religiosos, los cuales erigirían una pléyade de representaciones zoomórficas y, posteriormente, híbridas y antropomórficas. Para el llamado hombre primitivo51 —e igualmente para muchos grupos humanos de nuestros días—, el aire, así como las aguas, el interior de la tierra y los bosques, estaban llenos de amenazas, siempre listas para arremeter contra el ser humano indefenso. El mundo conocido estaba poblado por seres misteriosos y, en su mayor parte, malos. Los primitivos les ponían nombre, contextualizándolos en sus tabús.
En las primeras concepciones religiosas —de origen fetichista y animista—, se encontraban reverencias, por ejemplo, a la piedra, al árbol, al rayo, a la luna, al agua, al pájaro y al lagarto. Posteriormente, también al perro y al caballo. Propp discurre sobre algunas suposiciones que crearon a los seres fantásticos —muchos de ellos híbridos—, a pesar de que hay más lagunas que completitudes en este incierto campo de investigación.
A algunos de los seres fantásticos, como al dragón, Propp le dedica muchas páginas, ya que es «un fenómeno extremadamente complejo y polifacético». El investigador ruso logró percibir versiones primevas y otras —posteriores— de un determinado mito, como el del dragón ctónico y telúrico que se transforma, en sociedades más tardías, en monstruo acuático.
Propp también estudiará el significado de estos seres del imaginario popular en la conducción y paso del héroe y del humano muerto hacia «el otro lado», el mundo del más allá, la tierra de los confines. Siempre se tiene la idea de la aparición de animales fantásticos cuando las personas están realizando una travesía, ayudándolas o mostrándose como un obstáculo. El dragón híbrido —casi siempre una mezcla de reptil y pájaro— es uno de esos animales, junto con los caballos voladores o, incluso, los grandes peces y ballenas (remontándonos a mitos como el del bíblico Jonás). Muchos héroes son tragados o regurgitados para ser transformados o para adquirir una nueva vida u ofrecer algún beneficio a la colectividad —traer el fuego y las primeras semillas, o inventar la cerámica, por ejemplo—. La relación héroe-animal, en su origen, es siempre totémica: se entra en comunión con el tótem, transformándose en él para, luego, formar parte de un clan. Esa fusión entre el hombre y el ser totémico se ponía de manifiesto igualmente tras la muerte, cuando los ritos funerarios preconizaban que se envolviera el cuerpo fallecido en la piel del animal del clan. Posteriormente, algunos dioses, como los de la Grecia Antigua, aparecerán también envueltos en pieles. Muchas veces, el animal se hacía presente en forma de espíritu protector al iniciado, quien solía llevar consigo objetos mágicos y protectores, como uñas, garras y pieles: «la forma más antigua de objetos encantados son las partes de los animales». Se aprecia, de esta forma, que los animales están en la base de iniciación ritualística y por qué no, en el puntal de la modificación de la horda hacia la estructuración de una tribu organizada52. Es por eso por lo que la investigadora Jacqueline Held (1980) afirmó que, para un niño muy pequeño —cuyo pensamiento se asemejaría, según ella, al del hombre «primitivo»—, todo animal le parecería, en principio, un hermano ancestral, una referencia al animal humanizado, al animal-hermano, a los que ese niño puede prestar sus pensamientos, lenguaje y deseos. Para Held:
Si el animismo infantil personifica la piedra, la planta, el astro, el objeto inerte fabricado por el hombre, su predilección –se dijo a menudo– se refiere ante todo al animal: sueño lejano, sueño ancestral de fusionarse con él; tótems de las denominadas sociedades primitivas; variantes religiosas o filosóficas metempsicosis; creencias que impregnan tan profundamente al hombre que se encuentran aún muy cerca de nosotros: en las leyendas bretonas, por ejemplo, que nos son transmitidas por Anatole Le Braz: en su muerte, el alma del difunto sale por su boca, en forma de mosca, de mosquito o de rata blanca, saluda a todos los objetos de la granja, pasea sobre los caballos en el establo, sobre las herramientas en el granero, diciendo, así, adiós a todo lo que amó53.
Siguiendo en el ámbito de esta discusión, cito a otro investigador que se esforzó por entender la cuestión de las relaciones mágicas entre seres humanos y animales: el astrónomo Carl Sagan. Le dedicó un libro al estudio de las falacias y manifestaciones pseudocientíficas de fenómenos y seres fantásticos y asombrosos. Con el tono bastante rígido con el que trata el tema, presentó su interpretación del miedo en relación con los monstruos, el cual, según él, se fundamenta en la relación ancestral entre humanos y animales feroces:
Parte de la razón por la que los niños tienen miedo de la oscuridad puede ser que, hasta hace poco en nuestra historia evolutiva, nunca han dormido solos, sino acurrucados y seguros bajo la protección de un adulto... usualmente la madre. En el Occidente ilustrado los dejamos solos en una habitación oscura, les deseamos buenas noches y nos cuesta entender por qué a veces lo pasan mal. Evolutivamente es totalmente lógico que los niños tengan fantasías de monstruos que asustan. En un mundo con leones y hienas al acecho, esas fantasías contribuyen a impedir que los niños pequeños sin defensas se alejen demasiado de sus protectores. [...] Los que no tienen miedo de los monstruos no suelen dejar descendientes. A la larga, supongo, en el curso de la evolución humana, casi todos los niños acaban teniendo miedo de los monstruos. Pero, si somos capaces de evocar monstruos terroríficos en la infancia, ¿por qué algunos de nosotros, al menos en alguna ocasión, no podríamos ser capaces de fantasear con algo similar, algo realmente horrible, una ilusión compartida, como adultos?54.
Por su parte, el historiador Robert Darnton escribió un texto que habla de la representatividad de algunos animales en diversas culturas humanas y destaca al gato. El autor nos recuerda que los pueblos escogen determinadas criaturas para ser portadoras de sentidos ocultos y sobrenaturales —como «cerdos, perros y ñandús, además de los gatos»55—. Por eso, según él, los judíos no comen cerdo y los ingleses suelen insultar a los demás con la expresión «hijo de perra» (son of a bitch). «Algunos animales se prestan a los insultos, de la misma forma que son “buenos para pensar”, en la famosa fórmula de Lévi-Strauss». Recojo algunos de los apuntes del investigador norteamericano sobre los gatos para reflexionar sobre la pluralidad sígnica que un animal puede asumir.
Parece que, desde hace muchos siglos, los gatos eran adecuados para una jarana, a la que no se prestaría una vaca, por ejemplo, hasta el punto de que los felinos se hicieron populares en Europa a principios de la era moderna, por ejemplo, cuando los niños los ataban en palos para asarlos en las hogueras. Durante siglos, los gatos sugerían hechicería y era señal de mal augurio cruzarse con algunos de ellos por la noche, más aún si eran negros o blancos. Al fin y al cabo, el felino bien podría ser un representante del diablo o, incluso, una bruja metamorfoseada. Para protegerse de los maleficios que ese bicho podría causar, tendría que ser mutilado. Si se enterrase vivo, un gato exterminaría las malas hierbas de un determinado terreno. El pan no crecería en las panaderías si algún minino estuviese cerca y la sangre de su oreja podría beberse con vino tinto para curar la neumoní, o sus heces ser ingeridas con vino para aliviar los cólicos. Comer el cerebro fresco de un gato causaría invisibilidad. Maltratar a ese animal significaba llevar infortunios a la casa de sus dueños, de igual forma que un minino en la cama de un moribundo podría ser el diablo esperando la nueva alma que sería conducida al infierno. En el ámbito del lenguaje, chatte y pussy, términos para «gata» en francés e inglés respectivamente, hacen alusión, todavía hoy, a los genitales femeninos. Y la figura del gato siempre ha estado asociada a la sexualidad «predatoria» del hombre. En algunos cuentos populares, las jovenzuelas que comían carne de gato generaban una camada de gatitos y el refrán «de noche todos los gatos son pardos» quería decir que cualquier mujer era, en horas más oscuras, suficientemente voluptuosa para mantener relaciones sexuales.
En este subcapítulo, empecé con Propp y termino con Morin (1969, 1997), investigador que siempre discutió con mucha propiedad los fenómenos vinculados a la cultura, en especial, la de masa, poniendo de relieve a menudo el cine, soporte que privilegió bastante en sus análisis.
Es innegable la aportación de este filósofo al pensamiento contemporáneo, aunque, en esta obra, yo no haya trabajado con sus conceptos como, por ejemplo, el del imaginario.
En el comienzo de El espíritu del tiempo: ensayo sobre la cultura de masas56, Morin estableció lo que llamó «segunda industrialización» como un nuevo momento, el de la industrialización del espíritu en el ámbito de la noosfera —la esfera del conocimiento humano (una tercera esfera tras la geo y la biosfera)—. Reconoció la llamada «tercera cultura» —la cultura de masas— como aquella que representaría mejor los valores de la sociedad de masas. Y la cultura de masas sería «cosmopolita por vocación y planetaria por extensión». Y en ella Morin ubicará lo imaginario, que «se constituye según arquetipos», el cual le ofrece al hombre común y toma de él —en un movimiento de dos direcciones— diversas representaciones que forjarán los contenidos de la sociedad de consumo. «La cultura de masa está [para el hombre común], animada por este doble movimiento de lo imaginario remendando a lo real y de lo real tomando los colores de lo imaginario».
En su concepción de imaginario, Morin se puso a localizar los mitos y hábitos de un presunto «hombre universal» que, si por una parte abdicó, durante siglos, de creencias paganas, por otra emergió en una sociedad mediatizada. Para él, esta última fue capaz de poner nuevos dioses y astros en los pedestales del cine, de la moda, de los medios impresos y —más contemporáneamente—, siempre de acuerdo con su raciocinio, de internet y de todo lo relacionado con la tecnología y medios virtuales.
Morin llamaría «hombre universal» u «hombre imaginario» —un «anthropos universal»— a este hombre curioso y audiovisual, puesto que «responde a las imágenes por identificación o proyección». En ese hombre, estaría el reconocimiento de la universalidad y de la puesta en común de los reinos imaginarios de diversos pueblos. «Un hombre puede más fácilmente participar en las leyendas de otra civilización que adaptarse a la vida de esta civilización». Desde esa perspectiva, esto podría ilustrarse, por ejemplo, con los primeros años del cine, en los que los por entonces nuevos soportes se reapropiaban de los elementos de la cultura popular, transformándolos en temáticas recurrentes en las producciones cinematográficas. «En otras palabras, mediante lo estético se establece la relación de consumo imaginario». Ya no mediante el rito chamánico, sino a través de la estética del espectáculo, se puede, para Morin, vivir los mismos procesos psicológicos que el hombre primitivo de pensamiento mágico experimentaba al encontrar lo fantasmagórico, lo sobrenatural y lo fantástico. Al fin y al cabo, el cine sería un real de lo imaginario, cuya cosificación siempre sería continua, diferente a la de la religión, por ejemplo. En otras palabras, la perplejidad que paralizaba al «hombre salvaje» ante una visión alrededor de una hoguera podría traducirse, según el filósofo francés, en el encantamiento que el hombre imaginario vivía en una película o, de forma aún más general, en todo lo que pasase por la imagen.
Para Morin: «Lo imaginario es el más allá multiforme y multidimensional de nuestras vidas y en cual estas se bañan». Según su pensamiento, lo imaginario tendría la fuerza, también, de libertar a los monstruos que nos habitan, junto con los sueños feéricos, y sería capaz de crear nuevos mundos en los que lo fantástico pasaría a ser la tónica. En este sentido, tendríamos un imaginario espectral, en el que el ser humano se vería capaz de vivir tanto la proyección como la identificación, en un movimiento dialéctico. En la tónica moriniana, se puede creer en la posibilidad de exorcizar el mal que habita en el mundo interno viendo una película sobre demonios, o sentir redención al contemplar una escena de sacrificio y expiación, en una especie de catarsis purificadora.
En los medios de la sociedad de masa, según Morin discutió, el hombre común podría vivir tanto la descarga como la recarga de pulsiones agresivas, al entrar en el estado de hipnosis voyeurista que es el propio acto de ver una película. Sobre este asunto, identifica un doble aspecto: un espectáculo puede tanto incitar como apaciguar al sujeto, pero nunca curarlo de su furia latente, puesto que «la civilización es una fina película que puede solidificarse y contener el fuego central, pero sin apagarlo». Lo imaginario, para él, surge, por consiguiente, repleto de figuras, muchas de las cuales renacidas y vivificadas a partir de antiguas mitologías, desafiadoras de la muerte y aptas para ir incluso más allá de esta. En ese movimiento, se recalca uno de los grandes miedos del hombre moderno: el del enfrentamiento de la realidad de la muerte, la antagonista de la felicidad en muchas mitologías. En este enfoque, si nuestro mundo real está lleno de riesgos, a pesar de la tecnología y de la ciencia, es posible que queramos refugiarnos en sitios donde el peligro no nos afecte hasta el punto de matarnos. A fin de cuentas, los monstruos de las películas ofrecen proyecciones y, a la vez, resguardan identificaciones de los sujetos, sin, no obstante, exterminarlos: «De hecho, la cultura de masas invoca las disposiciones afectivas de un hombre imaginario universal, cercano al niño y a lo arcaico, pero siempre presente en el homo faber moderno». Ella es capaz de crear una mitología para ese nuevo hombre, que ya no es sagrada, sino profundamente profana y realista. Por eso, conforme piensa el filósofo, no se miraría más al cielo buscando dioses, sino a los carteles de las películas y a las portadas de las revistas, así como a los programas de variedades —cada vez más repetitivos y banales—, a las fotos de los paparazzi y, yendo más allá, a los personajes de los videojuegos, a los jugadores del próximo campeonato de fútbol, a las imágenes que seducen a los navegantes y popularizan diversas webs cada día. Ahí es donde están las divinidades del complejo panteón laico que se consolidó en el siglo XX y se extiende durante el siglo XXI. Como afirmó Magalhães: «Todo ese pasado de oralidad poblado de monstruos ciertamente asombraría un día a un presente comandado por la literatura y, particularmente, por el cine».
Sin embargo, a mi juicio, se hace difícil pensar contemporáneamente en un «hombre universal» y que también se alíe a arquetipos. Ya nace en el seno de una sociedad de múltiples soportes, con un sutil o casi inexistente «espíritu del tiempo», tal y como el propio Morin defendió: «La cultura de masa no se aguanta en las espaldas del Zeitgeist, está adherida a las orlas de su vestido».
Sin embargo, aunque se reconozca el valor de las ideas de Morin, se hace inevitable considerar la relevancia de los estudios de lo poshumano para el pensamiento en torno a lo fantástico contemporáneo: no en vano, de la cultura de masas se llega a la cultura de los medios y, seguidamente, a la cibercultura, como tan bien explicó la investigadora Lúcia Santaella en uno de sus libros57. Según ella, en los tiempos actuales, la masa se multiplica por la velocidad en una condición absolutamente heterogénea. Debido a ello, mi trabajo se encamina igualmente por aportes derivados de los estudios del campo de lo poshumano.