Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 10

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Al encontrarse con Buffon en París, defendió al alce y al caribú y llegó a encargar astas y un esqueleto del primero para presentárselo al francés, aunque no tuvo mucho éxito en la obtención de un espécimen ejemplar del moose deer. Pero le enseñó al naturalista la piel de una enorme pantera, puesto que Buffon la confundía con el jaguar. El orgullo patrio de Jefferson fue lejos: «En el vestíbulo de su casa mando colgar, junto con armas y otros objetos de los indios, los cuernos y la cabeza de un alce y el cráneo de un mamut»234. Y llegaba al borde de lo fantástico:

Fundado en cierta osamenta fósil encontrada en Virginia —tal vez la de un oso hormiguero prehistórico—, inventaba en 1796-1797 un súper-león o un súper-tigre americano, tres veces más corpulento que el león africano y superior, por lo tanto, a estos felinos en la misma medida en que el mamut era superior al elefante, lo bautizaba y lo presentaba al mundo científico con el nombre de Megalonyx, el Uña Grande, que debió haber existido —mejor, que tenía que existir aún— en alguna parte de los Estados Unidos, aunque no fuera más que para intimidar y reducir al silencio a quienes negaban la existencia de tan grandes carnívoros en el Nuevo Mundo235.

Filippo Mazzei (1730-1816), amigo florentino aventurero de Thomas Jefferson, destacó la calidad de los bovinos criados en Rhode Island, de los caballos de Virginia y de los cerdos y ovejas, en general. El botánico italiano Luigi Gomes Castiglioni (1757-1832) relató los muchos pájaros amarillos y negros, y el querido mocking-bird, codiciado por su variado canto, además de las bellísimas plumas de tantas aves, aunque no fuesen canoras. Y el chileno Manuel de Salas (1754-1841), de propensión patriótica, escribió, en 1796, que en Chile no había fieras, insectos ni réptiles venenosos.

Siguiendo un movimiento pendular en las polémicas seculares, John Keats (1795-1821), en verso, habló del buey hambriento y sin alimento de las praderas norteamericanas, de los pájaros sin canto y sin gracia, de un burro parlante venido de Tahití y de los Monkey-men de los árboles, que eran de mala índole. En cambio, Percy Bysshe Shelley (1792-1822), en Oda al viento del Oeste, logró hacer un elogio a la alondra, en contraposición al ruiseñor aprensivo y mágico de Keats en Oda a un ruiseñor. El escritor francés François-René de Chateaubriand (1768-1848), por su parte, en cinco meses de viaje por América del Norte en 1791, pudo hablar sobre los insectos carnívoros, verdaderos «dragones alados» en el microscopio, además de la figura de grifos, hidras y otros seres que adquirían algún carácter fantástico.

Nikolaus Lenau (1802-1850), poeta de expresión germánica, dijo, sobre 1830, que en América «las bestias feroces son allí más [sic] temibles que los perros hidrófobos en Europa»236. Pero, cuando fue al Nuevo Mundo, el silencio de las selvas y la ausencia de ruiseñores le parecieron una maldición poética: «Vino no tienen, y tampoco tienen ruiseñores»237. Lenau no fue feliz en el continente americano, una tierra que consideró monótona y lánguida: «Yo no he visto aquí hasta ahora un perro bravo, un caballo fogoso, un hombre apasionado. No hay ruiseñores; peor aún, no hay verdaderas aves canoras»238. Esa cuestión del mutismo de las aves fue tan discutida que, más tarde, hasta Charles Darwin y Claude Lévi-Strauss se quejarían del silencio incómodo de los bosques brasileños. Darwin fue uno de los que pusieron a Buffon bajo revisión y al que le fascinaron los fósiles americanos de mastodontes, megaterios y elefantes, incluso junto a Robert Fritzroy, el capitán del Beagle que creía que los mastodontes eran demasiado grandes para haber entrado en el Arca de Noé.

Friedrich Hegel afirmaría que «entre las aves, las más multicolores y admirables son las de los trópicos, que parecen casi plantas, cuya esencia propia se expresa, gracias a la luz y al calor de esos climas, en su envoltura vegetativa, el plumaje»239, pero el filósofo alegaba que eran prácticamente afónicos debido al alarido ensordecedor de los salvajes brasileños; en contraposición, para él, los pájaros del Norte cantaban mejor, como el ruiseñor y la alondra. Henry David Thoreau lamentaba que los poetas americanos prefiriesen oír cantar a las alondras y a los ruiseñores de su tierra natal.

El entusiasmado Alexander von Humboldt (1769-1859), por otro lado, veía en el Nuevo Mundo esplendor y maravilla: «De día, plantas y animales resplandecen con mil colores: las aves, los peces, hasta los cangrejos, azules y amarillos»240. El tropicalista destacaría la existencia de aligátores, pero también de cocodrilos, con uno de ellos que llegaba a tener más de 20 pies de largo, además de simios domesticables y del gato doméstico agigantado. El evolucionista e historiador francés Edgar Quinet (1803-1875) escribió que la fauna «insular» de América solo era grande en los reptiles. Pero fue él quien descubrió la base de la naturaleza en los protozoos: «La naturaleza no se apoya en colosos, en monstruos como el Leviatán o el Behemot, sino en micro-organismos imperceptibles»241.

Varios apologistas discutirían la feliz ausencia de animales feroces en América, donde lobos, osos y panteras causaban pocas heridas notables. En la Wilderness norteamericana, Walt Whitman (1819-1892) describiría el pantano insalubre, el mocking-bird y el Great Dismal Swamp —en Virginia y Carolina del Norte—, con reptiles, caimanes, lechuzas, gatos salvajes, insectos en profusión y hasta el curioso cascabel de las serpientes crotalus. En los prados, ante la falta de pájaros canoros, el nuevo canto sería el de las crawling monsters, las máquinas recolectoras de algodón, moledoras de trigo, descascaradoras de arroz, empacadoras de heno, aviso de una nueva civilización.

Herman Melville (1819-1891) tuvo el atrevimiento de criticar el escudo y el estandarte de Estados Unidos, con su altiva águila calva que, por él y por otros, había sido acusada de ruin, perezosa y cobarde, un animal impuro desde el Pentateuco. Se llegó a sugerir su sustitución como emblema, poniendo en su lugar al pavo, ave autóctona y simpática, o —irónicamente—, incluso, a la hormiga, la cascabel, una mona ciega y sordomuda o hasta un cocker spaniel. «Un animal emblemático es portador de mitos, de esperanzas y de pretensiones no del todo desdeñables»242.

Drouin de Bercy adujo con satisfacción que Dios243 había impedido la proliferación de elefantes, rinocerontes e hipopótamos en América para poner en su lugar a antas, pecarís y osos hormigueros; divulgaba que las aguas no tenían remolinos ni monstruos marinos y que los tiburones eran capaces de nadar e, incluso, tocar a los nadadores sin hacerles ningún daño.

A finales del siglo XIX había quienes veían América como aquella creación divina del tercer día, poblada por los seres del quinto, un continente de hormigas feroces y cocodrilos voraces.

Como he apuntado en este subapartado del nuevo continente, hago aquí un pequeño añadido para mostrar que, en el novísimo continente y en las zonas próximas, los enfoques de la naturaleza y de los hombres nativos no eran muy diferentes. El reportero de viaje Fernando de Magallanes, el italiano Pigafetta, escribió sobre las islas Molucas:

También existe en las islas una especie de aves que, según las describen los nativos, se deben parecer a nuestros grajos. Estos pájaros van a la playa; allí, las ballenas se los tragan vivos. Cuando les ocurre esto, los pájaros entran en el corazón del cetáceo y se ponen a devorarlo. La ballena naturalmente muere; el viento y las olas las empujan hasta la orilla, los indígenas las trinchan; y así encuentran los pájaros todavía vivos, ocupados en comerse el corazón244.

Pero, a pesar de su suposición nada convencional, Pigafetta rechazaba los testimonios que consideraba fantásticos:

El hechizo del trópico lo predisponía a dar crédito incluso a cosas increíbles. A veces, sin embargo, objeta que, en su opinión, las historias de los salvajes no son más que fábulas; por ejemplo: la de que existían un poco al norte de aquella región, en el golfo de China, aves tan grandes que pueden cargar sin esfuerzo a un hombre adulto y a animales de mayor envergadura; o la del islote de las Molucas, cuyos habitantes, enanos, no alcanzan un codo de altura, pero tienen unas orejas tan descomunales que pueden acostarse cómodamente en una de ellas y taparse con la otra. Esto, para Pigafetta, solo podía ser una historieta de marineros245.

Los mares del sur a menudo adquirían un carácter ambiguo, extraño y arcádico. James Cook, en abril de 1770, en las proximidades de Sídney, hizo su apreciación sobre el canguro: «extraño animal de estatura de hombre y cabeza de ciervo, un animal de rabo enorme, que se mantiene erecto sobre las dos patas, pero que suele desplazarse con saltos de rana»246. La ciencia de Europa incluso llegó a dudar de un animal tan «improbable» en términos de combinaciones de formas —poniendo de manifiesto que sus conformaciones «a lo bestiario» generaban desconfianza y asco—. El navegador Wallis, en 1767, en Tahití, habla de los nativos asombrados con los clavos de hierro que los marineros europeos empleaban para intercambiar víveres locales, los cuales parecían brotar de algún espino milagroso, según la fantasía de quien aún vivía en la Edad de Piedra. Debido a ello, varios de ellos acabaron siendo plantados y regados en jardines. Cien años antes de las famosas especulaciones de la ocultista Helena Blavatsky, se creía que los aborígenes de la Isla de Pascua deberían haber sido muy altos, de tal forma que un humano normal podría pasar entre sus piernas, pero James Cook ayudó a terminar con ese mito247. Incluso en 1895, el libro de A. F. Calvert, La exploración de Australia, retrataba una fauna que provocaba malestar.

Ni en Asia ni en el Nuevo Mundo los descubridores se toparon con cuadrúpedos tan particulares como los que son característicos del continente austral. Por ejemplo: el canguro, un «animal que es medio ardilla, medio ciervo, con cinco garras en las patas delanteras y tres en las traseras, como los pies de las aves, en las cuales apoya su paso saltarín»; o el «topo que pone huevos y tiene pico de pato», como rezan los antiguos informes248.

A pesar de tan antagónicas y polares, esas visiones son útiles para entender el lugar que ocupó lo fantástico en diferentes momentos de la historia humana, principalmente cuando las atenciones se centraban en la zoología: «En definitiva, la furia iconoclasta de De Pauw ha dejado buenos resultados. Ha puesto fábulas y espejismos seculares bajo el ojo fríamente irónico de la razón»249.

Noticias del bestiario brasileño

¿Y qué decir de los monstruos brasileños, muchos de ellos verdaderamente gargantúas amerindios, a los que lo pedagógicamente correcto de las últimas décadas, unido a la carnavalización y a la folclorización del pensamiento, los ha transformado en meras figuras estáticas, casi siempre de honesta apariencia y baja peligrosidad? La edulcorada simplificación de la profusa hibridación cultural de Brasil redujo los diversos elementos monstruosos a una repetitiva y mal elaborada tríada étnica, de tal forma plasmada por muchos libros académicos y literarios que parece imposible añadir cualquier información diferente a este caudal de «conocimientos incuestionables»: se cree ciegamente, por ejemplo, que la sirena de los ríos, Iara, es de origen totalmente indígena, al igual que un primo suyo, el galanteador delfín rosado amazónico. Asimismo, se insiste en atribuirles a los nativos el origen de una teogonía que fue creada, en gran parte, por los jesuitas, en la que un ente abstracto muy secundario y que se metamorfoseaba en trueno —Tupá— pasó a ser considerado el dios supremo. Sin ninguna relativización, esos mitos se van solidificando y proliferando ad infinitum por los medios más diversos.

Los llamados mitos portugueses, indígenas y africanos, por ese orden de preponderancia, configuran una simplificación de los hibridismos culturales brasileños. Recuerdo que Câmara Cascudo criticaba buena parte de lo que menciono aquí ya en los años cuarenta, en su esencial Geografía dos mitos brasileiros, una obra que, a mi juicio, parece mucho menos envejecida de lo que podría suponerse. Evidentemente, ese es otro campo de estudio que se abre y que debe ser ampliado en un esfuerzo aparte. No obstante, considerando la amplitud tentacular de este libro, me incumbió la iniciativa de disertar en este subcapítulo, aunque sea brevemente, sobre los seres fantásticos tradicionales de Brasil.

Al igual que discutí anteriormente los muchos miedos del mundo buffoniano-depauwniano, se puede dibujar, en el caso del Brasil colonial, un cuadro muy parecido al del panorama del restante continente americano: de una parte, la fascinación; de otra, el extrañamiento. La colonia portuguesa representaba tanto el paraíso como el inferno, reunidos en una región de desafíos purgatoriales: los monos eran razas humanoides y los colibrís eran los «gansos de los árboles», por ejemplo, integrantes de un movimiento perceptivo del invasor que buscaba llevar lo desconocido al ámbito de lo que les era conocido. Nuestros tordos inquietaban a los ibéricos por frecuentar las palmeras, lo que, siglos después, se transpuso a la poesía nacionalista de Gonçalves Dias. El historiador A. d’Escragnolle-Taunay250 hace pintorescas descripciones al comentar diversas referencias sobre nuestra zoología fantástica. Por ejemplo, se dijo que, entre nuestras aves, las «mariposas» solían volar del campo a alta mar, donde se ahogaban; ya se sugirió el uso de apestosas mofetas para finalidades bélicas; se afirmó que la iguana se alimentaba del viento y que algunas culebras se nutrían con la leche de los senos de las mujeres mientras dormían. Los cronistas y jesuitas portugueses colaboraron enormemente, con su imaginación muy vívida, a la transposición, modificación y recreación de muchos mitos y leyendas. A sus ojos, ¿cómo no admirar la singularidad de un tucán y la lentitud de un perezoso? ¿Y cómo no horrorizarse con los rituales de antropofagia del «nativo pagano»? Aparte de las temidas amazonas, las selvas sudamericanas estaban pobladas por gigantes, espíritus errantes y almas bravías y gritadoras. Perderse en la jungla era casi siempre treta y obra de algún espectro, y ahogarse en un río se debía a las artimañas de la temida ipupiara, que en muy poco recordaba a las delicadas sirenas y a las bellas mouras peninsulares, como ya he explicado. La fusión de elementos de estas últimas produjo la figura seductora de Iara o madre del agua, prometedora de fortuna a quien con ella se casase.

Sin embargo, es a Câmara Cascudo a quien acudo cuando pienso en una cierta presentación mitológica de las leyendas de Brasil. En Geografia dos mitos brasileiros, en el capítulo «Ciclo de los monstruos», comenta aspectos generales de nuestros entes fantásticos. Para ello, se remonta a la tradición clásica de los cíclopes antropofágicos y de los gigantes, y se refiere igualmente a otras entidades de tierras orientales y africanas. Como ilustración, el Capelobo, el Mapinguarí y el Labatut brasileños tendrían un único ojo en muchos relatos. Otro ser que se clasificaba en la lista de los gigantes era Gorjala, de origen principalmente europeo: se llevaba a su víctima en sus fuertes brazos para luego devorarla a dentelladas. Esa criatura está en la matriz de la fructífera imaginación brasileña, pero enseguida se diluyó entre otros monstruos de gran estatura y ferocidad. Su lugar lo ocuparon el Mapinguarí y el Capelobo.

Hoy apenas conocido, el Mapinguarí —a pesar de su relativa Modernidad— era el monstruo más conocido en la Amazonia, verdadero asustador de siringueros. Lo describían como un enorme hombre de pelos negros que le cubrían todo el cuerpo. Sus manos eran largas y tenía garras. Vagaba no solo de noche, sino en la penumbra de los tupidos bosques, confundiéndose con las sombras densas de los árboles. Su boca era vertical, recorriendo su horrenda anatomía desde la nariz hasta el estómago, lo que le permitía tragarse prácticamente entero al hombre que atrapaba. Sus pies eran pezuñas al revés, dejando marcas que confundían la dirección que seguía a los ojos del caboclo asustado.

El mito del Capelobo circuló durante mucho tiempo por los ríos del estado de Pará: esa criatura tenía la misma ferocidad del Mapinguarí, pero guardaba cierto parecido zoológico con el tapir. Cogía a su presa por el cuello, ya fuese un animal de compañía o un hombre, y le chupaba la sangre. Era, así pues, una clase de hombre lobo indígena muy temido. Su versión en el estado de Maranhão lo presentaba como un gritador que abrazaba fatalmente a su víctima y le chupaba la masa encefálica por medio de su trompa. En ese feroz bestiario también estaba el Pé de Garrafa [Pie de Botella], cuyo nombre se debe a que tenía un único y enorme pie que dejaba huellas redondas en los bosques. Adoraba dar alaridos, pero los caboclos difícilmente lo veían. Equivalía al Bicho-Homem del estado de Minas, de igual brutalidad. Se supone que la pata única y redonda de dichos gigantes es un atributo de contribución jesuítica.

El Labatut, presente en la tradición de la sierra del Apodi, en Rio Grande do Norte, tenía un único ojo y era descrito como un hombre enorme con los pies redondos, cubierto por bastos pelos como los del puercoespín. Su nombre se debió a un terrible general de nombre Pedro Labatut que, allá por donde pasaba, dejaba un rastro de sangre y desgracia.

También como parte de esta selecta antología de monstruos brutales, menciono aquí a uno de los pocos remanentes africanos, el Quibungo bahiano que, como el distante Mapinguarí, tenía una boca en vertical o, a veces, en la espalda, la cual se abría como un saco para meter dentro a su prisionero, que casi siempre era un niño. Tal característica —una boca enorme que iba hasta el abdomen— estaba presente, desde la Edad Antigua, en las terribles figuras de los Blemias, supuesto pueblo acéfalo africano descrito por Plinio el Viejo en su Historia Natural, Libro V. La boca y los ojos de los Blemias se localizaban en el pecho y en la barriga. A medida que Brasil lentamente se urbanizaba, las figuras monstruosas migraban a los pueblos, como el Papa-Figo, un viejo andrajoso que raptaba niños para comerse sus hígados, lo que tenía relación con una terrible terapia en torno a la lepra, presente en tradiciones más antiguas.

El erudito y literario Tupá, originalmente un ente muy vago, se convirtió en nature god para usos catequísticos y dejó nublada la figura matricial del Yuruparí, el cual, por mera necesidad de conformación maniqueísta cristiana, fue asociado al diablo. En aquellos tiempos de los viajes coloniales, Satán era un ser omnipresente: se manifestaba en las aldeas, en las misiones, en los bosques, en el campo y en la costa. Si hubo una divinidad más amplia en la vasta colectividad de los tupi-guaranís del Brasil colonial, esa fue la figura prominente del popular Yuruparí. Si, por un lado, no pasaba de un ogro de los bosques, bestial y devorador, que mucho ayudó a la catequesis, por otro, se revistió de una función organizadora y totémica. A su versión de dios musical tupí-guaraní se le rendían misteriosos cultos en diversas tribus, en torno a las cuales había instrumentos musicales tabú y ritos de iniciación dolorosos y exclusivamente masculinos.

Yuruparí parece haber surgido como un mito solar y legislador: un género de héroe remoto, hijo del Sol, que habría descendido a la tierra durante un periodo matriarcal de determinadas colectividades amerindias. Fue a partir de él cuando se crearon algunos tabús indígenas en relación con las mujeres. En una de las leyendas de la época colonial, el cuerpo del Yuruparí no podía ser tocado por mujer alguna. Y aquella que valerosamente decidiera hacerlo era transformada en montaña. El Sol, solitario, quería una esposa y, por ello, decidió enviar a su hijo al mundo de los hombres para que le encontrara una pretendienta. Ella tendría que ser paciente, saber guardar secretos y no manifestar curiosidad. Yuruparí regresó bastante resentido y le dijo a su padre que ahí abajo tal mujer no existía. Argumentó que había indias pacientes, pero que no lograban mantener el sigilo. Y las que lo conseguían podían sentirse animadas por una aguzada curiosidad que parecía molestar mucho a los hombres. Así pues, su pesimista informe presentó a las indígenas como muy poco dotadas de aquellos tres deseados atributos a la vez.

Yuruparí solía ser asociada con ciertos animales nocturnos, como al ave urutaú, también llamada en Brasil madre de la luna, típica de la región del Nordeste, o a la chotacabras. Por consiguiente, en el transcurso de la colonización, las tierras brasileñas vendrían a ser habitadas por los temibles «pájaros del diablo». Ante la dificultad de explicarles a los indígenas el infierno cristiano, se fue adaptando el nombre de Yuruparí a la liturgia doctrinadora y el término se volvió un radical: el fuego eterno era el «Yuruparí-tatá», mientras que al diablo lo llamaban «Yuruparía-tatá-pora», o sea, el habitante del lugar de fuego eterno. El azufre exhalado por el maligno era «Yuruparí tepoti», es decir, el excremento de Yuruparí. Todo ese trabajo léxico tenía de hecho una función religiosa.

En el ámbito de los seres que agradaron mucho a los propósitos católicos, está el Añangá, ya presente en las cartas de José de Anchieta, Manuel da Nóbrega y Fernão Cardim. Él, a diferencia del Yuruparí ogro de los bosques que no encarnaba de ninguna forma, se asociaba a cualquier visión en el bosque, ya fuera de personas, de bueyes, de antas o de pacas. Su versión más clásica era la de un ciervo blanco, con pelos en la cornamenta, ojos de fuego y una cruz en la frente. Añangá se consideraba una cosa del otro mundo, alma que erraba, sombra y espíritu. Si se veía incorporado en algún animal, aquello pasaba a considerarse una señal de mal fario. También podría ser el alma de los antepasados y se comunicaba con los indios mediante las piadas tristonas de algunas aves noctívagas.

El estudioso brasileño Couto de Magalhães, cuya obra más conocida es O Selvagem (1876), también mencionado por Câmara Cascudo, trató de crear una cierta jerarquía mitológica que nos sirve en este tema como ilustración. Para él, había una tríada de dioses entre los tupí-guaraníes: Guaraci, el Sol; Jaci, la Luna; y Rudá, el amor. Seguidamente, clasificó los entes fantásticos inferiores: Añangá sería la entidad que se encargaba de la caza mayor; el Caapora se quedaba con la caza menor; el Boitatá gobernaba los pastos, arbustos y la vegetación; y el Curupira, finalmente, regiría todos los fantasmas de los bosques. No obstante, esos cuatro poco tenían que ver, en sus primeras versiones, con el edulcoramiento por el que pasarían posteriormente para ser adaptados a los programas escolares brasileños, diluyéndose al nivel de meras curiosidades folclóricas y adecuación ecológica.

En 1560, Anchieta escribía que el Curupira era capaz de matar indígenas y que estos le dejaban regalos para no sufrir sus castigos. En sus formas amazónicas iniciales, no pasaba de un niño, en general muy pelirrojo, bastante peludo, desprovisto de orificios excretores y de órganos sexuales, con los pies invertidos hacia atrás. Lo animaba una fuerza prodigiosa. Sin embargo, en otra versión, su comportamiento de dar golpecitos en los árboles —para verificar si podrían resistir a la próxima tempestad— se atribuía a su pene descomunal, capaz de percutir los troncos y enrollarse completamente alrededor del cuerpo de la víctima.

Al ir a otras regiones, saliendo de la Amazonia, el Curupira empezó a transformarse en Caipora o Caapora. Los dos entes parecían diferenciarse ya a mediados del siglo XVI; el Caipora adquiría, en muchas localidades, como consecuencia de su terminación en «a», el género femenino. A veces se describía con un solo ojo y una sola pierna. Se asociaba con las apariciones indefinidas que se percibían en el interior de las selvas: bultos y sombras que se movían, en ocasiones secundados por ruidos extraños. Solía ir en una pequeña cabalgadura, como un pecarí, escoltado por luciérnagas. Se hizo famoso por atacar a los cazadores de crías o de hembras preñadas. La tradición católica lo aproximaba al alma en pena de algún caboclo que hubiese muerto pagano.

Por su parte, el Boitatá fue anunciado por José de Anchieta en 1560 como una cosa toda de fuego, una luz errante, en forma de serpentina, que asustaba a los nativos. Câmara Cascudo llegó incluso a decir que es «totalmente un mito europeo» (1976, p. 121), ya que está asociado con las tradiciones de los fuegos fatuos, con los feux-follets251 de los franceses, y con las bolitas de luz deambulantes que, en Portugal, se creía que no eran más que almitas de niños paganos.

No obstante, de todos los monstruos brasileños, el Saci parece, de largo, el más popular y el más adaptado, acabando con el protagonismo que el Curupira ostentó durante siglos. Sin embargo, está ausente de las crónicas del siglo XVI, por lo que parece un mito más joven, quizá de finales del siglo XVIII. Originalmente ornitológico, se vinculaba a un ave de mismo nombre que tenía por costumbre posarse con una sola pierna, semejante a otro mochuelo que también se convirtió en fantasma: la Matinta Perera, una pequeña lechuza que se metamorfoseaba en una vieja bruja andante y que tenía que ser agasajada con tabaco y licor para dejar de merodear por las cabañas de los campesinos. Poco a poco, el Saci fue obteniendo la gracia popular y los atributos de diversos duendes europeos: no malvado de por sí, sino gamberro, indolente como un lutin; un trickster; diablillo familiar.

La vasta gama de monstruos brasileños todavía merece apuntes sobre sus proliferantes familias acuáticas, tanto marinas como fluviales, como las ipupiaras, los delfines rosados y las madres del agua, aunque ya haya tratado brevemente de esos seres. Câmara Cascudo resalta el hecho de que los portugueses, de fuerte tradición navegante, hubieran obviamente traído consigo sus mitos marinos: sirenas, tritones y serpientes, que también se manifestaban en muchas otras culturas. Las sirenas más tradicionales del pensamiento lusitano, desvinculadas de la forma ornitológica griega, pasaron a ser bellas mujeres recostadas sobre las rocas en las orillas de mares y ríos, no necesariamente con una anatomía natatoria específica. Ese aspecto que tanto se hace patente en las leyendas brasileñas de las iaras es realmente una herencia ibérica, referenciando específicamente a las mouras, mujeres mágicas y dadivosas muy presentes en la imaginación de la provincia de Minho, de donde, bien es sabido, salieron buena parte de los lusitanos que echaron raíces en Brasil. Después de Minho, Trás-os-Montes y Alentejo son las regiones más profusas en leyendas de mouras. Por lo tanto, se puede afirmar con seguridad que la Iara generalista de ríos y arroyos de Brasil era un ser convergente entre las melusinas y las mouras. El portugués del siglo XVI, oyendo noticias sobre un monstruo marino en las costas brasileñas —en especial, en la región de São Vicente—, el cual ahogaba y devoraba indios, lo asoció de forma inmediata con la sirena. Era, así pues, el fantasma que Anchieta detectaba en tantos ríos y que tenía como nombre «ipupiara». En su versión masculina y provinciana, parece haberse transformado en el Negro del Río o, incluso, en el Caboclo de Agua de Minas, o en el Minhocão, un portentoso animal subterráneo, responsable de los abarrancamientos y desmoronamientos que ocurren en los ríos, tan comunes en la naturaleza. Y Câmara Cascudo confirma:

La Iara (ig-agua, iara-señor) es un ropaje de la cultura europea. No hay ninguna leyenda indígena que haya registrado a Iara con largas melenas y voz melodiosa. Las leyendas indígenas más viejas siempre citan al viejo hombre marino. Nunca a Iara. La presencia de Iara denuncia al blanco o la influencia asimiladora del mestizo, irradiante y plástico252.

En el inmenso fabulario fantástico brasileño, no se puede dejar de citar a Cobra Grande —la Boyuna de las leyendas amazónicas—, probablemente inspirada en la anaconda y en la boa. Una serpiente también solía denominarse, en el siglo XVII, madre del agua. Las madres del agua brasileñas siempre fueron prolíficas, generosas, pero merecedoras de respecto, a ejemplo de las yabás del candomblé, como Oshun, de las aguas dulces, y Yemayá, del agua salada.

La Cobra Grande amazónica dio origen a un bonito ciclo de relatos, en el cual aparece preponderante Cobra Norato, la culebra buena, hermano gemelo de la maléfica Maria Caninana. Igualmente, el delfín rosado, que, en la Amazonia, era la explicación para las madres solteras ribereñas y se relaciona con las leyendas remotas: en tierras de la Antigua Grecia, el delfín seducía a los muchachos apuestos, en el mismo contexto del amor homoerótico entre Zeus y Ganimedes. Uno de los relatos afirma que uno de esos cetáceos murió de amor por un joven. En la antigua Hélade, se asociaba la forma de la cabeza del delfín al glande del pene. Su hocico también era de anatomía «obscena» y su nado cadencial recordaba a los movimientos de la cópula. Desde siempre, se convirtió en un fetiche ictiofálico. Trasplantado a los densos ríos amazónicos, en la forma de delfín rosado, se volvió el Don Juan de las aguas brasileñas, que se transformaba, en noches de fiesta, en un guapo muchacho con sombrero, escondiendo así el agujero de su cabeza que le quedaba de su forma animal. No obstante, desde siempre, este delfín brasileño puede estudiarse como una herencia erudita clásica.

En suma, tras las enumeraciones y descripciones encontradas por los investigadores, se puede afirmar que los mitos brasileños, en su mayoría, son mitos de convergencia y que los monstruos basales de este país eran, en efecto, voraces e insanos antropófagos, jamás dados al diálogo ni al intercambio para la preservación de la vida de la víctima. Mataban por matar. El paso de las épocas atenuó muchas formas monstruosas y algunas de ellas parecen cada vez más propensas a ausentarse de la memoria popular.

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