Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 6

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En el principio eran los monstruos...

Marcio Peter de Souza Leite discute brevemente acerca del hombre medieval y sus miedos ante lo fantástico. Según el psicoanalista, la lógica del Medievo era tal que aquello que los ojos veían alrededor, en la naturaleza, no era suficiente para explicar el extraño mundo que parecía que se acercaba en todo momento a los inseguros poblados:

Cuando el hombre de la Edad Media se preguntaba qué era la naturaleza, no bastaba simplemente mirar alrededor; tenía los ojos desenfocados por antiguas imágenes y le hizo falta luchar contra ellas para obtener un conocimiento más exacto del mundo. Lo que veía no era suficiente, puesto que había testimonios de formas humanas extrañas y faunas peculiares, tanto en las obras de escritores fantasiosos como en la de los viajeros que se aventuraban por caminos desconocidos. Los seres fantásticos aparecían en todas las imagini mundi y las listas de monstruos producían un repertorio que perdía su carácter asombroso por la constante repetición a la que fue sometido105.

De hecho, en la Edad Media, nombrar ya era suficiente para certificar su veracidad.

Así fueron imaginados seres como la santícora, con cuerpo de asno, patas de león, un cuerno en la cabeza y voz humana; la mantícora, semejante al hombre, roja, con ojos amarillos, cuerpo de león, tres hileras de dientes y cola de escorpión, silbando como una serpiente y pudiendo correr tan rápido como vuela un pájaro; el eale, con cuerpo de caballo, rabo de elefante y dos grandes cuernos, uno delante y otro detrás; la anfimenia, con dos cabezas, una situada en el rabo; una bestia anfibia con cuerpo de caballo, cabeza de jabalí, rabo de elefante y dos cuernos, uno de ellos móvil; la centícora, con cuernos de ciervo, pecho de león, patas de caballo, boca redonda como la apertura de un túnel, voz de hombre y ojos muy juntos106.

El historiador Jean Delumeau reservó un subcapítulo de su obra El miedo en Occidente a los fantasmas, un miedo no solo medieval, sino que ha acompañado todo el proceso civilizatorio de la humanidad. Los fantasmas, que transitan por un «entrelugar» habitado por toda clase de dobles y visiones, siempre han formado parte del mundo de los vivos, permaneciendo en esta especie de borderline entre el mundo material y el llamado mundo espiritual, aunque, para eso, tuviesen que competir en popularidad con los seres que el alquimista y ocultista Paracelso (1493-1541) bautizó como elementales.

En el caso específico de la Edad Media, las almas que aterrorizaban a los hombres parecían provenir, en su mayoría, del purgatorio (donde se encuadraban como expiatorias o en purgación) o, incluso, del infierno. A pesar de que las almas condenadas se instalaban de golpe en las provincias infernales, curiosamente, podían salir de ahí en determinadas situaciones para aparecérseles sombríamente a los vivos con el permiso del diablo. El miedo a estos seres, tal y como nos recuerda Delumeau, se volvió incluso epidémico, sobre todo cuando los fantasmas eran asociados con los vampiros —entendidos como criaturas ni vivas ni muertas, que vagaban por las noches nutriéndose de la sangre de sus víctimas—. Los vampiros fueron, en muchas ocasiones, chivos expiatorios de males que cayeron sobre la humanidad, como la peste negra. El historiador destaca la creencia de que a algunos seres fantasmagóricos —«hadas o fantasmas»— se les consideraba pestíferos y manipulados por el demonio. Como ejemplos:

En el Tirol, se hablaba de un fantasma de largas piernas y de capa roja que dejaba la epidemia en su estela. En Transilvania, y en la región de las Puertas de Hierro, ese papel era cumplido por una «madre viajera», misteriosa y eterna bruja, anciana y gimiente, de vestido negro y pañoleta blanca107.

Los fantasmas proliferaban en general en el crepúsculo, a medianoche, al amanecer y al mediodía, pero les gustaban especialmente las doce campanadas nocturnas, cuando deberían ser exorcizados y conjurados. Tal era su presencia entre el hombre medieval y moderno que no era de extrañar que las lápidas fueran tan pesadas108. A fin de cuentas, la convivencia —siempre muy presente, según relatos históricos de diferentes tradiciones— con seres que dejaron de coexistir materialmente con los llamados «vivos» no era muy agradable.

El investigador Carlos Roberto Nogueira (2002, p. 11) discurrió sobre el imaginario cristiano en una de sus obras, enfatizando especialmente la Edad Media: «La cristianización de la cultura europea trae consigo un giro decisivo para la historia de lo imaginario». Puntal ideal para el surgimiento de la tradición de los bestiarios y de diversos libros de contenido fantástico, el periodo medieval marcó las creaciones mentales en Occidente. En un mundo sombrío e inseguro, nada más obvio que crear animales monstruosos que pudiesen explicar parte de los miedos que rodeaban a los hombres, cuando incluso la presencia de algunos animales, a menudo, solía ser entendida como indicios de posesiones demoníacas. Por ejemplo, Cesáreo de Heisterbach (1180-1240) fue un monje cisterciense que buscaba advertir a los jóvenes sobre las artimañas del diablo, el cual podía aparecer metamorfoseado en varios seres: «un oso, un caballo, un gato, un mono, un sapo, un cuervo, un buitre [...] un dragón». Complementando, me remito aquí, una vez más, a las palabras de Leite:

El diablo es una de las expresiones más conocidas de ese imaginario [medieval] y, tal vez, la más representativa, pues, pudiendo adoptar cualquier forma, más que ser solamente un monstruo, funcionaría como un condensador de valores, que le atribuiría una significación moral a los más variados seres, ya fuesen terribles o bellos. Uno y otro, si fuesen diabólicos, representarían el mal y pasarían a ser indeseables109.

Es ese autor quien recuerda que el periodo medieval está repleto de los más variados diablos y que a lo mejor Dante fue quien produjo, literariamente, las representaciones más importantes para la época sobre los habitantes infernales.

En el ámbito de las monstruosidades medievales, es fundamental volver a recordar el lugar destacado de los bestiarios (término que proviene del latín besta, «animal»110), los cuales se dieron a conocer principalmente gracias el trabajo de los monjes ilustrados de la Baja Edad Media (siglos XII y XIII), quienes recopilaban información —generalmente con un propósito moralizador— sobre animales y seres fantásticos. Sus escritos se convirtieron en fuertes referencias que se tomaron muy en serio hasta el siglo XV. Un bestiario consistía, así pues, en un libro de sistematización y catalogación de una cierta zoología popular y, en general, se presentaba en dos versiones: una en latín, lujosa, y otra en lengua vernácula, bastante más sencilla.

El que suele considerarse el primero de los bestiarios conocidos es el Physiologus111, manuscrito griego probablemente del siglo II, que apareció cerca de Alejandría, proveniente de otro anterior, que había desaparecido, traducido a varios idiomas, entre ellos el latín. Desde él, se hicieron nuevas traducciones, siglos más tarde, a las lenguas neolatinas, adentrándose en sus respectivas literaturas. Inicialmente, el tomo tenía 49 capítulos, pero se desglosaba en bestiarios secundarios y algunos presentaban más de 150 entradas.

En segundo lugar, se puede mencionar la Etymologiae, de Isidoro de Sevilla (siglo VI), una gran enciclopedia que trataba de explicar el origen del nombre de los animales en efecto conocidos y aquellos de índole fantástica112. En realidad, la diferencia entre «animal natural» y «animal imaginario» no existía en aquella época tal y como la conocemos hoy. Casi todos los animales tenían tanto propiedades curativas como venenos misteriosos y estaban rodeados de supersticiones que ponían en el mismo nivel a un rinoceronte y a un unicornio. Un lobo voraz no era menos aterrador que un dragón, y viceversa. En ese universo de elementos admirables, había incluso quien optase por organizar colecciones de «maravillas». El abad Suger de Saint-Denis fue uno de los hombres interesados por lo pintoresco y lo inusitado. Llenaba sus baúles y salones de tesoros con las más absurdas curiosidades, según informa Eco:

Y ante colecciones de tres mil objetos, entre los cuales setecientos cuadros, un elefante embalsamado, una hidra, un basilisco, un huevo que un abad había encontrado dentro de otro huevo y un poco de maná caído durante una carestía, hay que dudar verdaderamente de la pureza del gusto medieval y de su sentido de las distinciones entre bello y curioso, arte y teratología113.

Y el intelectual continúa: «la sensibilidad medieval (…) unía, en el fondo, la conciencia crítica del valor material en el contexto de la obra de arte, por lo que la elección de la materia por componer es ya un primer y fundamental acto compositivo».

Las diversas versiones de bestiarios desde el Physiologus se hicieron populares principalmente en Francia e Inglaterra. Entre aquellas cuya existencia llegó hasta nuestros días, se puede mencionar la de Philippe de Thaon (del año 1125, escrita en verso), el Libro de las Aves (fechado en 1183, proveniente del Monasterio de Lorvão114, sin autor conocido, inicialmente escrito en latín y trasladado en el siglo XIV a la lengua vernácula), la de Gervaise y de Guillaume de Le Clerc (siglo XIII), el Tractatus de bestiis et aliis rebus (del siglo XII, en prosa, probablemente autoría de Hugo de San Víctor), la de Pierre de Beauvais, la de Richard de Fournival (el Bestiario de amor, del siglo XIII, uno de los pocos sin vínculos teológicos) y la De Animalibus (siglo XIII, probablemente de Alberto Magno). En Portugal, se encuentran, en los sermones de San Antonio115, referencias simbólicas a animales, así como a la obra anónima Horto do Esposo, del siglo XIV. Algunos libros de crónicas de viajes de los siglos XV y XVI también quedarían marcados por la presencia de animales fantásticos.

Siguiendo la tradición adámica de dar nombre a los seres, los bestiarios —esos manuales de pseudozoología— trataban de los animales que se consideraban regidos por los instintos y por la ferocidad, los que se defendían de los enemigos con uñas y dientes. El teólogo medieval Alberto Magno los describía como cuadrúpedos con «bajo calor innato» e inferioridad genésica, pero, paradójicamente, podrían servir como seres ejemplares, parabólicos y teofánicos, ya que también se encuadraban entre las criaturas de Dios. Los bestiarios seguían las tendencias de representación de una zoología real e imaginaria que se prolongaba desde la distante Edad Antigua mediante vertientes mitológicas, legendarias y fabulosas, buscando también una especie de rescate arqueológico de una fauna variada.

De cierta forma, todo bestiario medieval fue «una especie de acomodación escolástica de una mezcolanza de conocimiento heredado de la cultura de la Antigüedad», conforme afirmó Pedro Fonseca116 y que acompañó una larga tradición libresca de forma vertical, recibiendo influencias heteróclitas de Heródoto, Ctesias (400-300 a. C.), Aristóteles, Plinio, Solino, Aelio (c. 175-235) e Isidoro de Sevilla, por ejemplo. Para Fonseca, «a excepción de la Biblia, tal vez no exista ningún otro libro que haya sido más ampliamente difundido en cada lengua culta y entre toda clase de personas»117.

Lo que caracterizaba la composición de los bestiarios era el hecho de que el conocimiento utilizado no proviniera de observaciones con tal precisión como para acercarlos a un enfoque «precientífico», aunque tuvieran dicho objetivo. Los textos surgían, en realidad, a partir de la ebullición del lado fantasioso de las mentes de los recopiladores de información118. Al ser retratados en manuscritos ilustrados, los animales que realmente pertenecían al mundo natural eran a menudo descritos como seres que diferían bastante de su apariencia real, y ello se debía al puro desconocimiento de los monjes, que adornaban los textos con bonitas y delicadas imágenes, pero sin realizar ninguna averiguación de los datos recibidos. En la Baja Edad Media, todavía era común que se representara a los seres sobrenaturales de forma monstruosa, casi siempre reuniendo elementos diferentes en una única criatura, como resquicio de las visiones presentes en las tradiciones paganas que sobrevivían en algunos lugares:

El mundo antiguo contaba con una gran cantidad de seres fantásticos, reducidos por el cristianismo a la condición de demonios inferiores, y es precisamente en ese arte del paganismo donde esa fantasía de los cronistas y artistas buscará inspiración para describir y retratar a los agentes del Mal119.

Un bestiario, por consiguiente, era una obra no finalizada, en permanente ampliación y revisión, y tenía el propósito de presentarle diversos seres al lector curioso, pero sin buscar definirlos en profundidad ni explicar su comportamiento, su forma de vida y su fisiología profunda. En general, cada animal terrestre solía tener su representante en el aire y en el mar, una especie de doble equivalente, como es el caso del caballo, que se desdoblaba en caballito de mar y en unicornio. Otra característica era la presencia de seres mitológicos de la Edad Antigua adaptados a los bestiarios (como el minotauro, de la cultura cretense, por ejemplo). Y, como afirmé, junto a los animales del mundo natural, se situaban igualmente los fantásticos, como el fénix, el unicornio y la sirena. Detrás de la intención de catalogación y del mapeo de las criaturas, también había una apropiación zoológica por parte de escritores católicos, que intentaban atribuir características buenas o malignas a cada ser, con la expectativa de despertar la conciencia pía del cristiano pecador. Fueron los teólogos de la iglesia los que hicieron las trasposiciones entre lo pagano y lo sacro, con el objetivo de hacer de los seres fantásticos de los bestiarios ejemplos para los hombres, los cuales deberían, siempre humildes, esforzarse en la virtuosidad. Se puede incluso afirmar que había una especie de manipulación que imponía, a los seres descritos, conveniencias en el marco del didactismo religioso, haciendo las entradas de los bestiarios propicias para la retórica litúrgica. Y en la naturaleza —una infinita teofanía— es donde se podían encontrar los mayores ejemplos para los cristianos. Es posible, por lo tanto, decir que se intentaba poner a las bestias del pensamiento medieval en diálogo con los valores de los textos bíblicos.

También destaco, en este contexto, una obra titulada Codex Gigas, Códice Gigas120 o, como se hizo más conocida, La Biblia del Diablo, considerada aún hoy uno de los libros más misteriosos que jamás hayan existido, por el hecho de que su autoría se le atribuyó legendariamente al mismísimo señor de los infiernos. Se trata de una mole de cerca de 75 kilos —el libro más grande ya escrito—, cuya elaboración terminó sobre el año 1230. Actualmente, se encuentra en la Biblioteca Nacional de Suecia, en Estocolmo. Aparte de diversos textos sagrados (contiene una Biblia entera) y apócrifos, así como hechicerías, medicinas de la época, conjuros y exorcismos para los malos espíritus, todo al gusto medieval, dicho libro guarda, en su interior, una imagen gigantesca de un diablo atrapado. Entre las diversas leyendas en torno al grandioso tomo de 89,5 x 49 centímetros, está la de un monje benedictino de la región de Bohemia, en la Europa Central, que, habiendo cometido un pecado imperdonable, se comprometió a escribir el mayor libro jamás escrito en una sola noche, buscando evitar la sentencia de muerte que le impuso su orden religiosa: ser emparedado vivo. Pero, a medianoche, al verse incapaz de terminar lo prometido, hizo un pacto con el diablo. Al día siguiente, el manuscrito estaba listo.

Los científicos afirmaron que dicho libro fue escrito por un solo hombre que empleó tinta hecha a base de nidos de insectos y que el recopilador tardó unos treinta años en concluirlo. Aun habiendo permanecido en posesión de los nobles, siempre oculto a los ojos del vulgo durante siglos, es innegable el poder de tal obra en el pensamiento medieval y moderno. La figura satánica que aparece en una de las grandes páginas se puede encontrar en internet y muestra a un diablo con los tradicionales cuernos y pies heredados de la tradición pagana de los faunos griegos, así como una turbadora lengua bifurcada, como la de las serpientes, además de ojos muy abiertos, una piel escamosa y garras amenazantes. También lleva puesto un refajo, que simbolizaba la alta jerarquía, afirmando su lugar de príncipe de las tinieblas a quien quiera que osase observarle. Es ese ser diabólico el que dio nombre al popular libro. El diablo era un ser comúnmente retratado en el arte medieval, pero este en particular es considerado probablemente el único en tener un protagonismo tan grande y en aparecer él solo en una única página121.

Entre los más sombríos seres de las antologías de los bestiarios, también estaba el lobo, animal temido y admirado, tal y como he comentado antes. Este habitante de los bosques estaba presente en la civilización feudal rural, matando ovejas y asustando a los vagabundos. Delumeau122 recordó a Lévi-Strauss, quien asoció al lobo con un emisario del mundo ctónico. Muchas de las muertes enigmáticas del periodo medieval —como las de los aldeanos devorados por algún animal, pero cuyas ropas quedaban intactas— no se achacaban específicamente a los lobos, sino a algo más terrible todavía: al hombre lobo (loup-garou123), que podría ser un soldado o hechicero transformado en fiera cruel, lo que hizo que los demonólogos franceses de los siglos XVI, XVII y XVIII reflexionasen largo y tendido sobre los fenómenos de licantropía, y que el pueblo invocase con frecuencia la protección de Saint-Loup (San Lobo) y recitase el «padre nuestro del lobo», por ejemplo.

Los animales fantásticos poblaban el pensamiento europeo y se puede decir que existía, de hecho, un movimiento de ida y vuelta: al tiempo que las culturas recibían la influencia del caudal fantasioso de los bestiarios, ellas también colaboraban para enriquecerlos. Fueron numerosas las referencias medievales a los seres fantásticos en relatos escritos y orales de fábulas y alegorías, en la iconografía del arte sacro y profano, y también en los componentes arquitectónicos, en la heráldica, en la artesanía y en los utensilios del día a día. En las catedrales de Europa, por ejemplo, el visitante encuentra una profusión de monstruos y seres mitológicos que ornamentan columnas, pórticos y torres. Los seres fantásticos proliferaron por las construcciones románicas y, posteriormente, por las góticas, representados en esculturas y frescos, vidrieras, arte funerario y vestimentas, y también en objetos de culto religioso.

Fonseca afirma124 que, con el tiempo, los bestiarios fueron perdiendo su retórica «finalista» y doctrinaria, buscando una relativa independencia estética y literaria. Desde la tradición bestialógica, se puede llegar a otras referencias a las criaturas fantásticas que habitaban el mundo material que, hasta cierto punto, se mezclaba con el espiritual. Paracelso, el polémico alquimista medieval-renacentista, precursor de estudios de química y biología, afirmaba categóricamente, basándose en tradiciones antiguas:

Dios pobló los cuatro elementos de criaturas vivientes. Creó las ninfas, las náyades, las melusinas y las sirenas para poblar las aguas; los gnomos, los silfos, los espíritus de las montañas y los enanos para habitar las profundidades de la tierra; las salamandras que viven en el fuego. Todo procede de Dios. Todos los cuerpos están animados por un espíritu astral del que depende su forma, su figura y su color. Los astros están habitados por espíritus de un orden superior a nuestra alma y esos espíritus presiden nuestros destinos125.

Al pensar en otras referencias que marcaron a la humanidad desde hace milenios y, en especial, la fértil imaginación del Medievo, se encontrarán, como ya he mencionado, pléyades de figuras fantásticas. No solo están en la mitología griega, sino que aparecen bastante antes, en las epopeyas que forman parte de las civilizaciones hindú y mesopotámica, llegando posteriormente a influir en la redacción de los libros del Pentateuco. La Génesis bíblica, por tanto, sería, en ese sentido, un aprovechamiento de parte de la tradición de la epopeya de Gilgamesh126. Los antiguos judíos también hablaban de clases de seres que no serían humanos, pertenecientes al fuego, al aire, a la tierra y al agua; los del fuego eran llamados salamandras; los del aire, silfos; las ninfas u ondinas ocupaban las aguas; y los gnomos o pigmeos, la tierra. Además, la Biblia hace varias menciones a «gigantes», como anteriormente se dijo en este trabajo. También se menciona a los sátiros en una profecía contra Babilonia: «Allí se agruparán las alimañas, ocuparán sus casas los mochuelos; habitarán allí las crías del avestruz y los sátiros brincarán»127. Más adelante, los sátiros son citados junto a los fantasmas128. En efecto, la Biblia es un repositorio de los más diversos seres fantásticos: además de legiones de demonios, algunos de los cuales tienen nombres propios bastante conocidos, hay referencias a dragones, brujas, serpientes, almas, ángeles ascendidos y ángeles caídos. Uno de los monstruos más destacados en la Sagrada Escritura sería el Leviatán, que aparece en el Libro de Job, capítulo III, versículo 8129, en el cual viene a ser retratado brevemente como «monstruo marino», representado en formas diversas —a veces asociado con una ballena o cocodrilo—, puesto que tiene la capacidad de fusionarse con otros animales. Leviatán también está vinculado al Tiamat de la tradición babilónica130. En el mismo libro bíblico, en los capítulos 40 y 41, Job describe a Leviatán como la mayor de las monstruosidades del agua, irresistible y aterrorizante. Su contrapeso terrestre sería el Behemot, nombre que, no obstante, no aparece en todas las versiones del Libro Sagrado. Está en el capítulo 40 de Job y, en algunas traducciones, se trata de una criatura similar a un «león herbívoro» (parecida a un dinosaurio); en otras, no pasa de un potente hipopótamo. Para los judíos ortodoxos, también existiría Ziz, un monstruo del aire, un ave tan gigantesca que podía eclipsar el sol cuando abría sus alas en vuelo.

En los Salmos, aparece la figura legendaria del Rahab: «Tú quebrantaste a Rahab como a un herido de muerte»131, ser de naturaleza marina como Leviatán. Asimismo, la Biblia se refiere a una divinidad quizá de origen sumeria, Baal, citada varias veces: «Y dejaron a Jehová, y adoraron a Baal y a Astarot»132. Esta última era la diosa de la fertilidad, del amor y de la guerra. Y el desfile de creaturas fantásticas continúa con el unicornio a veces traducido como «búfalo»133; y el basilisco, serpiente que mata con la vista o con su aliento134, o el Tannin, especie de dragón marino135. Estas referencias nos muestran que diferentes redactores se apropiaron de todo ese bestiario de origen bíblico y de otros mitos y leyendas de épocas anteriores. De ahí en adelante, esos monstruos siguieron teniendo vida en el pensamiento teológico y popular de la Edad Media, no solo debido al Libro Sagrado, pues aquí nos referimos, en su mayoría, a mitos antiquísimos, que se remontan a civilizaciones que muchas veces desconocían incluso la escritura.

Si yo fuese a establecer un corpus de estudio para los monstruos medievales, coincidiría con Fonseca en cuanto a las fuentes: tendríamos los relatos de viajes, los cuentos, los mitos, las leyendas y los textos literarios; las cosmografías y los tratados didácticos; las pseudohistorias zoológicas (como los bestiarios), los compendios enciclopédicos y teológicos y, también, las crónicas. El material de investigación es bastante vasto, lo que demuestra la riqueza de aquel periodo de la humanidad en torno a los seres fantásticos.

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