Kitabı oku: «El infierno está vacío», sayfa 13

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PRIMERA PARTE

DEMONOLOGÍA

1. DIOS: PROVIDENCIA, OMNISCIENCIA Y PERMISO

En la Introducción, al analizar las diferencias existentes entre el modo en que la literatura popular y los tratados demonológicos ingleses comprendían y describían el funcionamiento de la brujería, se mencionó que uno de los puntos de mayor contraste podía hallarse en la importancia que ambos tipos de documentos otorgaban a la figura de la divinidad. Mientras que los panfletos raramente incluían en sus relatos menciones o referencias al Creador, los demonólogos del periodo 1584-1648 se destacaron por haberle otorgado un rol central en su argumentación. Se señaló, incluso, que esa característica fue una de las más perdurables de los textos dedicados a discutir la brujería en Inglaterra durante la modernidad temprana, al punto de que las teorizaciones sobre esa cuestión podían hallarse tanto en los textos más tempranos como en los más tardíos, ya sea en la etapa inicial o en la de maduración.

El presente capítulo buscará profundizar en el análisis sobre este tema: estará dedicado a comprender el rol de la divinidad en los tratados demonológicos. Para ello se tendrán en cuenta dos problemas fundamentales ya aludidos, pero no explicados con detenimiento: el de la Providencia y el del permiso divino. El primero se relaciona con la existencia de un plan eterno e inmutable diseñado por Dios en el que todos los acontecimientos habidos y por haber juegan un papel y tienen una importancia específica para su cumplimiento. Sin importar lo nefastas o perjudiciales que puedan parecer sus consecuencias inmediatas, todas las calamidades –especialmente las asociadas con la magia nociva– acabarían redundando en un bien mayor y por ese motivo eran permitidas por la divinidad. El segundo eje tiene que ver con la existencia de una condición sine qua non para la intervención de los demonios en el mundo material: la autorización por parte de la deidad. La innegable importancia que los autores ingleses otorgaron a ambas cuestiones ha sido considerada como síntoma de una excepcionalidad del pensamiento demonológico desarrollado dentro de las fronteras del reino británico más austral. Uno de los objetivos del presente capítulo radica en demostrar que tanto el providencialismo como la necesaria autorización divina no fueron nociones exclusivamente inglesas, sino que, por el contrario, pueden hallarse en desarrollos teóricos patrísticos, escolásticos y en tratados demonológicos tardomedievales y temprano-modernos escritos allende las fronteras inglesas. Ello se relaciona con que los dos problemas que hay que considerar, además de relacionarse entre sí, se vinculan con discusiones centrales de la teología y la cosmovisión cristiana, entre los cuales pueden destacarse el problema del mal, la lucha contra el dualismo y la relación entre Dios y los espíritus impuros. De esta manera, nos encontraríamos frente a materias en las que la fractura confesional entre católicos y protestantes no habría producido diferencias de fondo. Para comprobarlo se planteará una comparación respecto de las consideraciones que los demonólogos francófonos sostuvieron en torno al providencialismo y la teoría del permiso. Si bien historiadores como John Teall han señalado que ambos asuntos interesaron poco a demonólogos como Jean Bodin, Nicolas Rémy, Henry Boguet o Pierre de Lancre, que a diferencia de los ingleses eran católicos y expertos en jurisprudencia antes que en teología, es una de las ideas que organiza el presente capítulo que ambas cuestiones también fueron importantes en sus postulados sobre la brujería y el estudio de los demonios.1 En otras palabras, es una de nuestras hipótesis que para los tratadistas ingleses y franceses, el rol de la divinidad, la forma en que ejercía su control sobre la Creación, sus capacidades y sus intenciones coincidieron significativamente. Así, la literatura demonológica habría sido durante la Edad Moderna una de las formas privilegiadas de apología de la doctrina de la soberanía divina.

PROVIDENCIALISMO EN AGUSTÍN Y TOMÁS

Entre los siglos II y III de la era común, la ortodoxia teológica, litúrgica y eclesiástica al interior del cristianismo estaba aún en construcción. No existían todavía acuerdos o bases comunes y estables sobre puntos fundamentales del dogma. Desde antes del Concilio de Nicea (325), una Iglesia todavía en formación había desarrollado a través del esfuerzo intelectual de pensadores como Irineo (c. 130-c. 202), Tertuliano (c. 160-c. 220) u Orígenes (185-254) diversos mitos cosmológicos para dar cuenta y explicar las ideas de San Pablo, por entonces la figura central de la teología cristiana, sobre la Caída y la Redención, así como para combatir el gnosticismo.2 La tarea de los Padres apologistas, sin embargo, se caracterizó por su incapacidad para dar a luz una cosmología unificada o universal, un problema relativamente menor frente a las no menos heterogéneas elaboraciones de las diversas ramas del gnosticismo cristiano occidental, pero que demostraría su potencial gravedad frente al ascenso y expansión del maniqueísmo, la expresión más exitosa, popular y hostil de aquel durante el primer milenio.3 Entre las propuestas centrales de los seguidores del profeta persa Mani (c. 215-c. 276) se encontraba la defensa del dualismo teológico y cosmogónico, según el cual existían dos principios increados e independientes, el Bien y el Mal, personificados por Dios y el Príncipe de las Tinieblas respectivamente, desde siempre enfrentados y cuyo antagonismo marcó el origen y la evolución del mundo desde su creación y continuaría haciéndolo hasta el Escatón.4 Estas dos eternidades dividían lo bueno y lo malo, la luz y las tinieblas, lo espiritual y lo material, no solo a nivel cósmico, sino también en cada ser humano, donde el espíritu pertenecía a Dios y la carne al Mal.5 Según los postulados de este mito cósmico, la divinidad –y el alma humana, que no era otra cosa que una porción de su sustancia– quedaba librada de culpa o responsabilidad por la existencia de cualquier acontecimiento negativo, cuyo origen se hallaba siempre en el principio maligno.6 El Mal, pues, era una entidad en sí misma, cuya raíz era independiente de la figura divina.

Los postulados del maniqueísmo atrajeron a un considerable número de adeptos, no solo en la Mesopotamia donde se había originado, sino también en el mundo romano merced a la espectacular capacidad proselitista de sus misioneros.7 Una de las regiones donde más éxitos cosecharon fue en el norte de África. El joven Agustín de Hipona (354-430) se encontraba entre quienes no pudieron escapar de su influjo. Fue justamente el problema del mal, que obsesionó al futuro santo desde su juventud hasta el final de sus días, el que lo acercó a los maniqueos. Varias de sus ideas centrales resultaban atractivas para alguien criado en el seno de un hogar cristiano: Dios era considerado completamente bueno e incapaz de todo mal, la Luz antagonizaba con la Oscuridad y el hombre era una criatura compuesta de cuerpo y alma.8 Esta última era perfecta e impecable, aunque encarcelada por la corrupción de la materia física que la rodeaba.9 Esta simpleza doctrinal basada en divisiones tajantes era otro de los atractivos iniciales del grupo: la concepción dualista eliminaba la necesidad de escrutarse internamente, desviando la mirada lejos de los problemas de la propia conciencia, inclinándose por una aproximación a la religión fundamentalmente intelectual y basada en la razón. Eso le permitía a Agustín ocuparse de los grandes problemas del mundo y concentrarse en la estructura del universo, lo que en parte explica la atracción que sintió durante aquella etapa de su trayectoria intelectual y religiosa por la astrología.10

Tras años como discípulo (auditor) de los elegidos (electi) maniqueos, la comodidad intelectual de los postulados del grupo ya no convencían a un Agustín cada vez más perturbado existencialmente. La propuesta espiritual de la religión le resultaba, además, estática: no había espacio para la mejora, para el crecimiento personal, para el enriquecimiento interior.11 El dualismo antropológico no explicaba la impiedad interna que percibía en sí mismo. Un maniqueo nunca constituiría un todo, y era precisamente esa integridad la que el de Hipona buscaba.12 Lo que en verdad lo rasgaba internamente no era una atávica tensión entre cuerpo y alma, sino sus propias falencias. Si el espíritu dejaba de entenderse como una porción de la divinidad y comenzaba a ser considerado como una creación inferior, falible e imperfecta, toda la existencia humana, así como la odisea espiritual que se atravesaba en vida, adquirían un cariz ontológicamente diferente. Esta transformación pavimentó su camino de vuelta al cristianismo, apuntalado por su viaje a Italia y la tutela que Ambrosio, obispo de Milán, ejerció sobre él. Distanciándose del presupuesto fundamental de las enseñanzas de Mani, el mal ya no era percibido como la causa del pecado, sino exactamente lo inverso.13 Agustín, sin embargo, defendía la idea de un Dios perfecto, omnisciente y, a diferencia de su etapa anterior, omnipotente, por lo que ahora ambas ideas debían conciliarse.

La célebre frase Unde malum («¿De dónde viene el mal?») es aquella con la que inició la construcción de su teodicea cristiana, una en la que el mal en tanto principio y sustancia independiente no podía existir.14 Su punto de partida era completamente monista. En efecto, sostenía que el mal no era nada en sí mismo, carecía de existencia intrínseca, es decir, no era más que ausencia de bien (privationis boni).15 Pese a ello, resultaba evidente que aquel existía y producía efectos reales, visibles y palpables en el mundo: muerte, pestes, guerras, hambre y todo tipo de destrucción.16 Para explicar esta aparente contradicción, el nacido en Tagaste distinguió entre el mal natural y el moral. Dentro de la primera categoría incluyó, por caso, todas las catástrofes naturales y las enfermedades. En la segunda inscribió al pecado, es decir, las acciones humanas mediante las cuales los hombres se alienan de la divinidad y de sí mismos al desear abandonar la naturaleza excelente.17 Por medio de los pecados se producía un daño a quien recibía los efectos de la acción, pero también el pecador se perjudicaba a sí mismo puesto que por llevarlos a cabo su alma se carcomía.18 Los primeros eran males que se sufrían y su autor era Dios, mientras que los segundos eran males que se hacían y su autoría era humana.19

Este punto resulta particularmente importante para nuestros objetivos porque está genealógicamente vinculado con la idea de la Providencia en Agustín. Desde luego, no fue el primer pensador cristiano en ocuparse del asunto. El tratamiento de la cuestión puede hallarse ya en las Escrituras, que, antes que nada, constituyen el relato del gobierno del mundo existente por parte de Dios.20 También fue un tema de considerable atractivo especulativo para los Grandes Padres Griegos. Basilio de Cesarea (c. 330-379) asociaba el concepto con la acción siempre actual y bondadosa del Creador sobre su obra. Gregorio Nacianceno (c. 329-389), por su parte, la consideraba como el medio por el cual la divinidad gobernaba el mundo y lo conducía hacia un mejor estado. Juan Crisóstomo (347-407), profundizando la orientación de sus contemporáneos, destacó que los hombres no escapaban de la acción precisa y particular de la deidad, por lo que incluso los peores sufrimientos que los victimizaban no eran más que malestares pasajeros y relativos, ya que todo lo que ocurría tendía en última instancia a un bien superior.21

Aunque Agustín conocía poco la lengua griega y su influencia en la porción oriental del Imperio no fue considerable, su visión sobre la Providencia no difirió respecto de la de los teólogos mencionados.22 Ninguno de sus tratados versa específicamente sobre el tema; su estudio está específicamente ligado al problema del mal. Dentro de su corpus, sin embargo, De Civitate Dei es la fuente principal para conocer su posición. En efecto, su opus magnum no habría sido escrito más que para reflejar cómo todo lo ocurrido en el mundo de los hombres desde su inicio ha estado ordenado o autorizado por la Providencia.23 En el capítulo XI del libro V señala que es inconcebible (nullo modo est credendam) que el Ser Increado hubiera dispuesto la existencia de un universo detalladamente perfecto solo para dejar la historia de los hombres por fuera de su gobierno.24 Así, la Providencia es entendida como la prerrogativa exclusiva del Ser Supremo para controlar la causalidad en toda su obra.25 La universalidad providencial, de hecho, fue el principal aporte de la visión agustiniana sobre el tema.26 Según el obispo, todo lo existente, desde lo más noble a lo más indigno, incluidos los males morales y naturales, forma parte de un plan establecido al comienzo de los tiempos por la divinidad, quien no solo lo diseñó, sino que controla permanentemente su cumplimiento aun en los detalles ínfimos: «la divina Providencia no solo gobierna a toda esta parte del mundo vinculada con las cosas mortales y corruptibles, sino también a las pequeñas cosas más viles y abyectas».27 Así, el teólogo norafricano distinguió entre el acto instantáneo de la creación y la actividad conservadora-providencial por la cual la divinidad protege su obra.28 Tal como señaló Gillian Evans en su clásica monografía sobre Agustín y el mal, el obispo de Hipona se caracterizó por el desarrollo de un cristianismo platónico de matriz optimista, basado en la idea de un mundo ordenado perpetuamente en el que el Creador está a cargo de su creación, y según el cual Él contiene el mal y acaba por hacer imposible que pueda cometer algún daño. De hecho, lo previó y planeó sacar lo mejor de él.29

Es justamente la idea de un plan providencial ideado y ejecutado por una divinidad omnisciente la que da coherencia definitiva al problema del mal en el pensamiento agustiniano. Su idea de la Providencia presupone la existencia en Dios de la sabiduría, la presciencia y la voluntad de crear y ordenar todas las cosas a fin de manifestar su propia bondad. Creó un mundo donde los males naturales eran posibles porque cumplían esa función específica.30 Las consecuencias nefastas que, por ejemplo, tornados, terremotos y enfermedades mortales traen aparejadas son interpretadas de manera completamente negativa porque la imperfecta perspectiva humana desconoce tanto el funcionamiento del cosmos como los detalles del esquema providencial.31 Desde la perspectiva divina, esos eventos desgraciados tienen otro significado. Sirven, por ejemplo, para castigar a los impíos y probar la fe de los justos. Aunque los hombres no fueran capaces de comprenderlo adecuadamente, servían a un bien mayor, a un propósito ulterior y más importante decidido por el Creador y, en consecuencia, indiscutiblemente justo, apropiado y benevolente.32

Con los males morales, aunque diferentes en esencia de los naturales, ocurre lo mismo. Aquellos consisten en la voluntad de una naturaleza racional que, ejerciendo su capacidad de libre albedrío, escoge pecar y, en consecuencia, alejarse del bien.33 El libre albedrío le fue dado al hombre precisamente para que pudiese decidir obrar rectamente, ya que sin la posibilidad de elegir en libertad entre hacer o no lo correcto, entre permanecer o no en Dios, el premio y el castigo no tendrían sentido, puesto que una u otra opción no se elegirían, sino que estarían determinadas.34 La libertad para escoger entre el pecado y la virtud, sin embargo, también formaba parte de la Providencia. De hecho, la divinidad conocía anticipadamente el camino que los hombres y los ángeles habrían de tomar y, pese a ello, permitió existir y contar con libre albedrío a aquellos que pecarían porque incluso esas acciones serían ser beneficiosas:

Así, la voluntad que se une al bien común e inmutable, consigue los primeros o más grandes bienes del hombre, siendo ella uno de los bienes intermedios. Sin embargo, la voluntad que se aparta del mencionado bien común, y mira hacia sí misma, o a algo exterior o inferior, peca (...) De esta suerte, el hombre soberbio, curioso y lascivo entra en otra vida, que, comparada con la vida superior, es muerte antes que vida. No obstante, la rige y gobierna la providencia de Dios, que pone las cosas en el lugar que les corresponde y distribuye a cada uno según sus méritos.35

El desarrollo teórico sobre la Providencia que el Doctor de la Gracia llevó a cabo durante las últimas cinco décadas de su vida pasaron a formar parte del mainstream teológico, convirtiéndose en lo que Robert Muchembled denominó una «reserva de sentido» para los teóricos posteriores.36 Tal es así que las especulaciones de Tomás de Aquino (1225-1275), uno de los filósofos más importantes de la Baja Edad Media, sobre aquel tema podrían ser consideradas como una continuidad respecto de lo escrito por Agustín ocho siglos antes. El Aquinate, por ejemplo, también sostuvo la existencia de un plan divino, precedente a todo lo creado. En todas las cosas hay un ordenamiento preexistente en la mente de la divinidad. Esa razón de orden es lo que el fraile entiende por Providencia, a la que define como «la razón de orden al fin que hay en las cosas y preexiste en la mente divina».37 Nuevamente, este control se plantea, además de en términos generales, de modo específico y minúsculo.38 De esta manera, Tomás refutó las proposiciones ya condenadas por la Universidad de París en 1270 que negaban la omnisciencia divina respecto de los singulares.39 Esa cuestión la resolvió definitivamente en la Summa Theologica, en cuya parte I cuestión XXII, titulada «De la Providencia divina», sentenció: «en todo subyace la Providencia divina, no solo en lo universal, sino también en lo singular».40 Además de potencia creadora, la divinidad era una potencia interventora; su tarea durante la Génesis no había cesado, sino que se mantenía activa a través de su labor de conservación. Para algo creado, existir un mínimo instante sin la asistencia divina significaría ser Dios, lo cual era imposible. Por eso, la influencia de la deidad en el mundo no era más que una continuidad de su acto creador.41

La idea de una Providencia sin restricciones también se vinculó en la obra de Tomás con el problema del mal. Según sus postulados, la causalidad divina también afectaba tanto a los acontecimientos virtuosos como a los dañinos, y en el caso de los seres humanos, a los honestos tanto como a los corrompidos.42 Lo que distinguía a unos de otros, es decir, lo que hacía que algo o alguien fuera «malo» continuaba asociado como en el pensamiento patrístico a las nociones de privación, desviación, caída y ausencia.43 Si bien es un tema aludido en buena parte de su obra, fue tratado específicamente en el De Malo, en cuyo primer artículo escribió: «llamamos mal a lo que es contrario al bien. Necesariamente, el mal es contrario a lo que es deseable. Y lo que es contrario a lo deseable no puede ser una esencia».44 Así pues, el mal no es. O, con un mayor grado de sutileza, no es más que aquello que universalmente se opone a un bien particular, de manera tal que solo puede ser considerado en relación con aquello deseable de lo cual se desvió. La cuestión es planteada mediante un silogismo sencillo: si todo lo que existe es bueno y el mal, por definición, es lo opuesto de ambas premisas (la existencia y lo bueno), entonces no existe.45 Ahora bien, que no exista, que no sea una cosa, no significa que no esté en las cosas. Está en tanto privación, por eso su «existencia» es conceptual (ens rationis) y no real (non rei).46

Los efectos de la ausencia del bien, aunque al margen de la intención de Dios (praeter intentionem Dei), están incluidos en el ordenamiento que estableció, es decir, forman parte de su plan eterno.47 Continuando la ortodoxia agustiniana, el Creador permite pero no causa el mal: lo que hay de ser y de obrar en la acción mala tiene a Dios como su causa; lo que hay en ella de defectuoso no remite a aquel, sino a la causa segunda defectuosa.48 El hecho de que puedan existir se debe a que los defectos y las desviaciones potencian el bien en el universo, ordenándolo hacia su fin que es el Ser Increado y, en consecuencia, el bien supremo.49 Esta idea puede observarse en las teorizaciones que el Aquinate desarrolló sobre los ángeles y los demonios, uno de los temas que más profundamente estudió. Antes incluso de proceder a su creación, la divinidad conocía que algunos se mantendrían en la gracia y otros pecarían.50 Lo mismo antes de la generación de los primeros hombres. Aun así decidió que las criaturas intelectuales (los ángeles al inicio de los tiempos y seres humanos durante toda su existencia) estuviesen dotados de libre albedrío y, de ese modo, unos escogiesen ser virtuosos y otros exactamente lo inverso.51 En el caso de las naturalezas angélicas, permitió que la rebelión de una parte de ellas (los que de allí en más serían identificados como demonios) tuviera lugar debido a que ese acto sedicioso sería instrumentalizado para, entre otras cosas, dar origen a la Encarnación del Verbo y la realización definitiva del plan providencial.52 Además de procurar el bienestar de la humanidad mediante la acción pedagógica de los ángeles buenos, encargados de guiar a los hombres hacia la gracia, la divinidad buscaría lograr el mismo fin por medio de los caídos, quienes a través de pruebas y combates testearían la convicción y firmeza de los hombres. Unos y otros, por lo tanto, estaban al servicio de la divinidad. Es así que las causas segundas (los demonios entre ellas) estaban completamente incluidas en la economía de la Providencia, tenían un rol específico en su realización.53 En otras palabras, para procurar el bien universal, Dios había permitido la rebelión cósmica de Satán y sus aliados, que serían utilizados para tentar y castigar a los hombres de manera que después de su pecado aquellos no quedasen excluidos de participar en el orden del universo.54 No deseó el pecado de aquellos, pero una vez ocurrido, le dio una utilidad positiva.55

A partir de este breve resumen de las posiciones esbozadas en el primer y el segundo milenio, resulta evidente que, desde el periodo patrístico hasta el auge de la escolástica, la teología cristiana planteó una cosmovisión completamente teocéntrica, basada en los principios de la omnipotencia, omnisciencia y omnibenevolencia divina. La participación de la deidad en su creación era siempre activa y constante. Esta doctrina permeó por completo el discurso demonológico durante la modernidad temprana, en el cual las intervenciones de los demonios y el accionar de las brujas, aunque indudablemente nocivos a primera vista, formaban parte de un plan divino cuyo objetivo, como hemos repetido, era un bien último.56

PROVIDENCIA EN LAS DEMONOLOGÍAS DURANTE LA MODERNIDAD TEMPRANA

En un exhaustivo análisis sobre la idea de la Providencia en Inglaterra durante los siglos centrales de la modernidad, la historiadora Alexandra Walsham explicó que la creencia en la existencia de un plan divino que guiaba el destino de la humanidad fue aceptada por una parte minoritaria de la población de aquel país, por lo que no había logrado erigirse como la explicación monopólica en relación con la causalidad de los acontecimientos beneficiosos o perjudiciales que le ocurrían al conjunto de los habitantes o a individuos particulares. Lo que existió, en cambio, fue una competencia entre interpretaciones tan distintas entre sí, tanto en su origen como en su organización argumentativa, que la autora las denominó «ideologías rivales».57 A grandes rasgos, aquellas podrían ser divididas en dos grupos. Por un lado, los que respetaban la idea de una causalidad de tipo providencial tal como la habían expresado Agustín y Tomás; por el otro, nociones de raigambre precristiana como fortuna (fortune), destino (fate) y la acción de una naturaleza independiente (Dame nature), ninguna de las cuales se organizaban a partir de la existencia de una figura rectora que intervenía en la vida humana para darle sentido de acuerdo a un plan prestablecido.58

La popularidad de las explicaciones basadas en el azar o el materialismo dio origen a una ambiciosa campaña pedagógica liderada por miembros de la elite cultural, especialmente teólogos y pastores, con el fin de combatir aquellas teorías causales que se oponían a los postulados básicos de la ortodoxia cristiana. Esta intención de modificar las creencias de la población no se habría limitado a alguna de las facciones en las que se dividía el campo protestante inglés, sino que gozó de una aceptación prácticamente universal dentro del mainstream reformado, algo sin duda relacionado con el énfasis que Juan Calvino (1509-1564), el más influyente de los reformadores magistrales en Inglaterra, colocó en la soberanía divina y su incesable intervención en la esfera terrestre, rechazando así cualquier explicación basada en el azar:

Para que pueda apreciarse mejor la diferencia, debemos tener en cuenta que la Providencia de Dios, de acuerdo a lo enseñado en las Escrituras, se opone a la fortuna y a los eventos fortuitos. Se ha aceptado en todas las épocas, y todos piensan así hoy en día, que todas las cosas ocurren de modo aleatorio. Lo que debemos creer en relación con la Providencia no debe ser nublado u oscurecido por esta opinión.59

A partir de lo visto en el capítulo anterior, es posible señalar que la brujería fue uno de los temas en torno a los cuales los providencialistas hicieron frente a quienes ofrecían explicaciones a las desgracias personales que rivalizaban con sus ideas. El hecho no puede resultar extraño puesto que, además de ser uno de los crímenes que mayor fascinación e interés despertaba en la población, el número de juicios (y panfletos que los describían detalladamente) había alcanzado sus cifras más elevadas entre los años 1580-1590, decenio en que aparecieron los primeros tratados demonológicos, todos ellos cargados de un notable sentido providencial. Frente a relatos folclóricos en los que enfermedades repentinas y muertes fulminantes eran explicadas a partir de poderes sobrenaturales de las brujas, los demonólogos argumentaban que provenían de una divinidad cuyo dedo debía divisarse detrás de cada hecho inexplicable.60

En su Dialogue Concerning Witches and Witchcrafts (1593), George Gifford advirtió de que las personas daban poca importancia (do so little consider) a la soberanía y el poder de Dios sobre todas las cosas.61 Uno de los aspectos cruciales de la Providencia se derivaba de las ideas de poder y control, por eso era frecuente que los teólogos utilizaran la frase «gobierno divino» como sinónimo de aquella.62 En las demonologías inglesas abundaba la utilización de términos que destacaran la capacidad de mando de la divinidad. Gifford, por caso, subrayó su omnipotencia, haciendo hincapié en que era el gobernante de todo (soveraigne rule over all), idea establecida ya en las Escrituras.63 En 1616, Thomas Cooper realizó su aporte al destacar que todas las existencias estaban bajo las órdenes de Dios (every creature is at his comand).64 Ya en pleno gobierno de Carlos I, Richard Bernard directamente aludió al poder divino (divine power) como principio rector del universo al mencionar su capacidad para gobernar (gobern) y determinar (disposing) la función de todo lo que existe.65 En todos los casos mencionados, el Creador es considerado como un soberano absoluto cuyo dominio, a diferencia del de los monarcas terrenales de la Edad Moderna, no conocía límites espaciales o temporales.

Esta idea de gobierno divino, desde luego, no estaba asociada a una supervisión aleatoria, sino que implicaba la existencia de un curso de acción determinado y conocido solo por Dios. Por ello es que, en un sentido técnico, el concepto de Providencia en la tradición cristiana implica al mismo tiempo poder y conocimiento. La idea que amalgama ambas instancias es la de orden. El médico John Cotta, autor de The infallible, true and assured witch, indicó que el Dios cristiano no era el de la confusión ni el del azar, sino el del orden.66 Dentro del equilibrio supervisado se incluían, por ejemplo, los procesos que permitían al mundo funcionar. El propio Cotta señaló que la naturaleza, su desempeño, sus características y cualidades no eran otra cosa que «el poder ordinario de Dios en el curso y gobierno ordinario de todas las cosas».67 Ese curso ordinario, además, ya estaba preestablecido: era inmutable.68 La existencia de un andarivel divinamente limitado dentro de cuyas fronteras infranqueables transcurría la existencia cósmica era muy popular entre los ingleses autores de demonologías. William Perkins sostenía que incluso el clima estaba determinado con anticipación y que los seres humanos solo podían intentar predecirlo, aunque sin ningún tipo de certeza.69

En el marco de la explicación de porqué la astrología y la adivinación eran disciplinas impías, Gifford señaló que en lugar de utilizarse como método para conocer eventos futuros, la observación de los cielos y la trayectoria de las estrellas únicamente debía practicarse como medio contemplativo y para sorprenderse con la majestuosidad de la obra divina reflejada en los diversos cursos de los planetas y sus movimientos establecidos de una vez y para siempre por su voluntad (fixed by an unchangeable decree).70 Este tipo de afirmaciones no resulta extraño en quienes proponían la existencia de un Creador único y perfecto. Era absolutamente lógico que los hombres, impresionados por la enormidad y variedad tanto del entorno natural que tenían a su alcance como de aquel que escapaba a su conocimiento y su campo visual, consideraran que estaba a su cargo. Con todo, el gobierno providencial no comprendía solo los acontecimientos ligados a las esferas celestes o los grandes misterios de la naturaleza. De hecho, la majestad del numen no podía ser completa si su influencia no alcanzaba también a los hechos más insignificantes y cotidianos, a las pequeñas cosas (particulas) mencionadas por Agustín. Esta idea fue planteada a partir de dos metáforas presentes en Mateo 10: 29-30 y recuperadas tanto por George Gifford como por Thomas Cooper. En primer lugar, el evangelista señala que los cabellos de la cabeza de cada ser humano están contados, por lo que ni uno solo caía sin el conocimiento o intermediación divina. El pasaje es mencionado en The Mystery of witch-craft: «nada, ni tan siquiera el pelo de nuestras cabezas puede ser tocado a menos que el Señor lo disponga».71 Por otra parte, el siguiente versículo bíblico refuerza la idea del anterior al indicar que hasta la caída de un gorrión al suelo es conocida por Dios. En su diálogo, el predicador de Maldon condensó ambos fragmentos resaltando: «un go rrión no puede caer al suelo. Todos los cabellos de nuestras cabezas están numerados».72 Este nivel de control y atención sobre lo que ocurría en el mundo de los hombres intensificaba tanto la soberanía como la magnificencia del Ser Increado.73

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