Kitabı oku: «El infierno está vacío», sayfa 14

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Además de incluir la polarización entre los procesos generales y los acontecimientos particulares en el plan providencial, los demonólogos ingleses hicieron lo mismo con las bendiciones y las desgracias. De este modo, tanto lo positivo como lo negativo que le sucedía a cada ser humano tenía a Dios como su responsable último, respetando de esta manera el monismo causal defendido a ultranza tanto por la Patrística como por la Escolástica. Teniendo en cuenta que los documentos estudiados son tratados dedicados a analizar el problema de la brujería, los infortunios personales a los que más atención dedicaron nuestros autores eran aquellos que popularmente se relacionaban con el poder destructivo de las brujas. Estos solían diferenciarse de los demás debido a su carácter inesperado y sin causas aparentes más allá de la intervención de poderes ocultos y ajenos a la naturaleza humana. El mal que las víctimas sufrían y el que los hechiceros provocaban (las dos caras de la misma moneda) provenían del Creador. A partir de esta noción, los tratadistas buscaron combatir dos ideas profundamente arraigadas en la población: que las desdichas tenían origen humano y que eran intrínseca y necesariamente negativas. En cuanto al primer punto, Perkins escribió: «quienes son embrujados deben pacientemente soportar las molestias del presente, reconfortándose en la idea de que ocurren por la Providencia especial del Señor, por su propia mano».74 Si antes mencionamos que la posición oficial de los teólogos ingleses era señalar que el dedo de Dios estaba detrás del funcionamiento y el orden a nivel cósmico, ahora queda claro que su mano también era la causante última de la brujería. Es por eso que cuando una persona sufría los embates de la magia nociva, su respuesta debía basarse en la paciencia y la confianza en los motivos por los cuales aquello ocurría. Demonios y brujas no eran más que instrumentos de una voluntad superior que los utilizaba en beneficio de su plan eterno.75

Esto nos lleva inmediatamente a la cuestión de por qué la Providencia contemplaba que ocurrieran sufrimientos derivados de la muerte de seres queridos, enfermedades propias, destrucción de bienes y pérdidas económicas, que como vimos en el capítulo anterior eran los blancos principales de los maleficia. Nuevamente la respuesta remitía a la ontológica superioridad de la divinidad; sus designios, así como su ser, eran humanamente inconcebibles.76 Su omnisciencia era la que le permitía conocer cuál era el medio más adecuado para conseguir el mayor bien, aun cuando ello significaba en ocasiones desviarse de la senda que aparentaba ser la correcta para tomar, como señaló Bernard, caminos errantes (wandring bypaths).77 En realidad, el camino trazado por la divinidad nunca tomaba desvíos o atajos, siempre conducía hacia un fin virtuoso. El recurso retórico a la existencia de distintos caminos era la forma en que los humanos trataban de comprender un esquema cuyo desenvolvimiento no conocían. Por ello explicaban las desgracias sufridas por individuos o por colectivos como el resultado de la inescrutable sabiduría del Creador.78 Aunque más adelante profundizaremos en ello, aquí resulta oportuno señalar que para los autores ingleses, las personas atravesaban situaciones difíciles, bien como prueba de su fidelidad a Dios bien como castigo por haberse alejado del comportamiento virtuoso. En ambos casos, el resultado que se perseguía era positivo: fortalecer y medir la virtud de los justos o escarmentar a los impíos. Por ello es que Cooper aseguraba que la deidad era capaz de obtener luz de la oscuridad.79 Por oscuridad puede entenderse, como hizo John Cotta, aquellos instrumentos –ángeles caídos y brujas– a través de los cuales producía los efectos pretendidos: «Dios todopoderoso puede comandar instrumentos malignos hacia el bien».80

Tentaciones y castigos, entonces, no eran males en sí mismos, sino medios que la ignorancia del hombre (mans manifold ignorance) así catalogaba por desconocer las reservas y decretos de su hacedor.81 Lo que determinaba la benevolencia de lo ocurrido era la voluntad divina, siempre orientada hacia la justicia y la perfección. Es menester comprender que desde esta interpretación, Dios no actúa de acuerdo a una norma de justicia o perfección, sino que Él crea la justicia y la perfección por medio de su accionar: esto se debe a que lo que hace es ipso facto correcto.82 Esto no significa, tal como vimos, que su proceder sea aleatorio y pueda ser revertido por ser volitivo: la divinidad siempre actúa de manera sabia, porque su naturaleza –aun cuando no puede ser conocida por los hombres– es justa.83 Por ello, el autor del texto más tardío del periodo continuaba advirtiendo a sus lectores acerca de cómo interpretar lo que les ocurría: «es el Señor, dejadle hacer lo que le parece bueno».84 La omnipotencia, omnisciencia y omnibenevolencia quedaban protegidas en el pensamiento de los autores seleccionados.

A partir de lo visto hasta aquí, resulta evidente que en las demonologías inglesas el papel de Dios en la historia no se había limitado al rol creativo. Además de aquella acción iniciática, el responsable de todo lo existente intervenía permanentemente en su obra. En este sentido, los demonólogos demostraron ser fieles seguidores de Calvino, quien décadas antes había escrito: «ciertamente Dios se atribuye omnipotencia, y nosotros se la reconocemos, pero no una vacía, ociosa e inconsciente como la imaginan los sofistas, sino siempre vigilante, activa y llena de eficacia».85 Eficacia y actualidad eran los términos adecuados para describir la participación de la deidad: no era un espectador pasivo del funcionamiento mecánico del mundo creado o un terrateniente absentista, sino una entidad enérgica que intervenía constantemente en los asuntos humanos.86 Tal como señaló Walsham, este intervencionismo constante no constituía una contradicción con la existencia de un esquema providencial rígido, puesto que aquel estaba contemplado y fijado en el plan desde antes que el tiempo comenzara.87

En uno de sus conocidos estudios sobre la brujería en la Edad Moderna, William Monter señaló que prácticamente todos los tratados demonológicos escritos por autores protestantes se destacaron por haber insistido en una serie de temas en común, principalmente la extensión de la Providencia y el poder de Dios.88 Los textos ingleses analizados hasta aquí podrían ser considerados como una expresión particular de esa afirmación general. Sin poner en discusión el postulado de Monter, creemos posible extenderla para incluir a otros demonólogos no protestantes. Los ejes hasta aquí analizados en los documentos de Inglaterra pueden hallarse también en los publicados por autores asociados al contexto cultural francés durante los siglos XVI y XVII. Tal como se ha mencionado más arriba, los escritores del espacio de civilización francesa escogidos para ser comparados con sus colegas del otro lado del Canal de la Mancha son Jean Bodin, Nicolas Rémy (1530-1616), Henry Boguet (1550-1619) y Pierre de Lancre (1553-1631). La caracterización de los autores como franceses requiere una breve aclaración. En sentido estricto, solo Bodin y de Lancre podrían ser considerados como tales, puesto que solo ellos dos nacieron dentro de los límites geográficos que constituían el Reino de Francia durante la Edad Moderna. Rémy y Boguet, en cambio, eran oriundos de territorios adyacentes: el primero nació y desarrolló su carrera en Lorena; el segundo, en el Franco Condado.89 Sin embargo, la influencia de la cultura francesa en el par de autores nacido allende las fronteras del reino resulta difícil de exagerar, no solo por la cercanía geográfica. El aspecto lingüístico y el universo de significados asociados a aquel fueron determinantes en el caso de Boguet, quien escribió su Discours exécrable des sorciers (1602) en francés, tal como Bodin hizo con la edición príncipe y definitiva de su De la démonomanie des sorciers (1580 y 1587, respectivamente) y de Lancre con su Tableau de l’inconstance des Mauvais Anges et Demons (1612). Rémy, por su parte, aunque redactó su Daemonolatreia (1595) en latín, atravesó su etapa formativa académica y laboral en Francia, donde vivió entre 1563 y 1570, periodo en el que estudió en la Universidad de Toulouse, misma casa de estudios que la década anterior había cobijado a Bodin.90 Es por ello que a pesar de los caprichos asociados con la ubicación de las fronteras imaginarias entre las diferentes unidades políticas no ha resultado problemático para la historiografía considerarlos parte de un mismo colectivo cultural.91

Así como los demonólogos que redactaron y publicaron sus tratados en Inglaterra compartieron en la mayoría de los casos un mismo origen profesional y confesional, el cuarteto de autores francófono también se caracterizó por un considerable grado de uniformidad en ambos campos. Interesante para la comparación, los autores de una y otra región provenían de universos intelectuales diferenciados tanto por su formación como por su orientación religiosa. Mientras que los ingleses militaron la causa reformada en su tierra, es posible asegurar que Rémy, Boguet y de Lancre, respetando la orientación de las máximas autoridades políticas de sus lugares de origen, se mantuvieron fieles al catolicismo, colaborando desde sus textos en la difusión de los estándares morales impulsados por la reforma tridentina.92 Los últimos dos autores, además, dedicaron pasajes a asociar la brujería con la herejía protestante, destacando el hilo conductor que unía ambas prácticas desviadas.93 El caso de Bodin, en cambio, resulta mucho más complejo. Es imposible encasillarlo en alguna de las ramas en las que el cristianismo se dividió entre los siglos XVI y XVII, hasta el punto de que ha sido considerado un criptojudío.94 Lo que sí resulta evidente, como señalaron Christopher Baxter y Jonathan Pearl, es que no compartió la tendencia de los demonólogos francoparlantes del periodo de utilizar las discusiones sobre el demonio para defender la fe católica y condenar al protestantismo.95 La Démonomanie se mantuvo al margen de las luchas partisanas que desangraron Francia en el último tercio del siglo XVI.96


Portada de la edición príncipe de De la Démonomanie des Sorciers (1580).

Por otra parte, si los ingleses eran expertos hermeneutas y predicadores de las Escrituras, los francófonos lo fueron del sistema legal, sus códigos, leyes y funcionamiento.97 Bodin, por ejemplo, fue uno de los juristas más influyentes de su generación. Luego de completar su entrenamiento legal en Toulouse, se instaló en la capital del reino, donde litigó como abogado en el Parlamento de París, bajo cuya jurisdicción se encontraba la mitad de los súbditos del rey.98 Sin embargo, al menos en lo que respecta a su capacidad para trasladar su obsesión por el castigo de la brujería a los miembros de aquel órgano, no estuvo ni cerca de ser exitoso.99 Su relación con la brujería fue teórica antes que práctica: aunque fue consultor en procesos judiciales por dicho crimen, no dirigió ninguno, por lo que, a diferencia de los otros tres autores, no puede ser considerado un cazador de brujas.

Rémy, por el contrario, fue un experto en la praxis punitiva. Su ocupación fundamental fue la de magistrado, tarea que comenzó desarrollando en la corte ducal de Nancy al regresar a Lorena tras su estadía en el vecino reino de Francia. En esa posición prosperó socialmente de manera notable, hasta alcanzar un título nobiliario y el cargo de consejero privado del duque Carlos III. En 1591 llegó al escalón supremo de la burocracia judicial local al ser nombrado fiscal general, posición que ocuparía hasta 1606, cuando renunció en favor de su hijo.100 Fue la punta de lanza del aparato judicial de uno de los principados europeos más severamente afectados por la cacería de brujas.101 A lo largo de su extensa y exitosa carrera como funcionario, Rémy afirmó haber condenado a más de 900 personas por el crimen de brujería.102 Más allá de la posible exageración en el número, Johannes Dillinger lo consideró un caso testigo excepcional del burócrata que se valió de su posición privilegiada para promover la persecución de brujas.103 Aunque su texto fue repuesto ocho veces y fue traducido al alemán, no constituye una de las piezas de demonología más sofisticadas del periodo.104 Más que de la teoría sobre ángeles y demonios, sus conocimientos e intereses derivaban de su experiencia de primera mano como verdugo de supuestos hechiceros.105

En el Franco Condado, Boguet combinó sus tareas como jurista y juez. Su interés en la brujería provino principalmente de sus deberes como grand juge en la abadía de St. Claude (1598-1609), un enclave autónomo ubicado dentro del Franco Condado, donde juzgó y condenó a decenas de personas, construyéndose una fama como cazador y experto en la materia que le valió el llamado desde Besançon, la capital regional, para dar su opinión sobre un controvertido caso en el que, finalmente, seis reos fueron ejecutados.106 En cuanto a la influencia del Discourse, William Monter señaló que las persecuciones en el Franco Condado alcanzaron su primer pico en la década posterior a su publicación, aunque el mismo autor señaló que para 1612 el texto perjudicaba más de lo que beneficiaba la carrera de su autor, que quedó enfrentado con el parlamento de Dole, cada vez menos permeable a promover o permitir represiones intensas del crimen.107

Perteneciente a la misma generación que Boguet, Pierre de Lancre fue el autor de la última gran demonología antes de que el Parlamento de París profundizara su desconfianza hacia la criminalización de la brujería en 1624, año a partir del cual no solo no decretó más condenas a muerte, sino que también ordenó que todos los procesos judiciales por aquella falta recibiesen automáticamente el derecho de apelación.108 El Tableau fue el único tratado demonológico publicado dentro del territorio de Francia por un juez con participación activa en juicios por brujería en aquel reino.109 Doctor en derecho por la Universidad de Clermont desde 1579, de Lancre fue un engranaje más de la maquinaria del Parlamento de Burdeos.110 En efecto, fue uno de los dos jueces (el otro fue Jean d’Espaignet, uno de los presidentes de aquel organismo) designados directamente por Enrique IV para responder a las alarmantes quejas de los habitantes de la región vasca ubicada en el extremo sur del reino a raíz de un brote de brujería.111 Su intervención daría inicio al célebre proceso de la región de Labourd, donde aproximadamente ochenta acusados fueron escarmentados en la hoguera, convirtiéndose así en el episodio de represión de la brujería más riguroso del Reino de Francia propiamente dicho.112 Su primer tratado demonológico (en total redactó tres) fue un recuento de la información obtenida durante los extensos interrogatorios en la mencionada localidad vasco-francesa.113 Más allá de su «éxito» punitivo en aquel territorio, sus ideas no gozaron del respaldo de sus propios colegas en el máximo tribunal bordelés, viviendo en este sentido una experiencia semejante a la de Bodin en París o Boguet en el Franco Condado.114 Sus elaborados relatos sobre encuentros nocturnos fueron descartados como evidencia probatoria del crimen en beneficio de las pruebas de magia maléfica, que por ser difíciles de obtener, redundaban en un número mínimo de condenas en relación con la cantidad de acusaciones totales. En parte por la escasa efectividad de un parlamento que lentamente comenzaba a imitar el escepticismo del parisino, de Lancre devino un denunciante del desinterés y la lenidad de la burocracia judicial frente a uno de los crímenes más atroces que se pudieran imaginar. 115

Ciertamente, las diferencias señaladas en las últimas páginas demuestran que la aproximación de franceses e ingleses al problema de la brujería y los postulados demonológicos partía de bases distintas. A primera vista, los intereses teóricos de un jurista o un magistrado parecerían distintos de los de un ministro o un teólogo. En relación con ello, Stuart Clark destacó que los tratados cuyos autores pertenecieron al campo reformado se diferenciaron de los católicos por no haber tenido un tono intelectual, sino homilético y evangélico. Sin embargo, si esa idea general se contrasta con los textos ingleses y franceses seleccionados, no resulta del todo precisa: ninguno de los corpora se caracterizó especialmente por su densidad teórica o academicismo. Centrándonos específicamente en lo que concierne al presente capítulo, es posible señalar que los puntos fundamentales del modo en que autores como Gifford, Perkins, Holland o Bernard entendieron la Providencia pueden hallarse en los escritos del cuarteto francófono. Las supuestas diferentes herramientas conceptuales con las que contaban no los llevaron a conclusiones o interpretaciones opuestas, más bien todo lo contrario.

Haciendo suyas palabras que perfectamente podrían hallarse en textos como los de Agustín, Tomás o Calvino, Jean Bodin escribió que la divinidad es «la causa eterna y primera» de todo lo que existe.116 La Obra de Dios, además, estaba caracterizada por tener un orden específico deseado y determinado por su único responsable.117 Para el jurista, esta disposición se extendía al firmamento: «Dios le ha dado el movimiento a los cielos en el comienzo, como hace aquel que le da a un reloj tanta cuerda como desea».118 El curso y la trayectoria de los cuerpos celestes, por otra parte, fueron adjetivados como invariables e inmutables (invariable & immuable).119 El ordenamiento establecido por el Creador, entonces, era tan eterno como su propia naturaleza. Bodin no fue el único de los autores francófonos preocupado por el rumbo decretado por la divinidad para su creación. Más de dos décadas después de la versión definitiva de la Démonomanie, de Lancre volvió sobre «el orden que Dios estableció en sus criaturas» (l’ordre estably de Dieu en ses creatures). Intentando darles sentido a las complejas confesiones de los testigos y acusados vascos, el autor del Tableau defendió la existencia de un plan que sentó las bases del funcionamiento de la naturaleza durante la constitución primera del mundo. Entre aquellas incluyó la existencia de la noche como el momento donde hombres y bestias recuperaban las fuerzas perdidas durante la jornada. Nada podía provocar la inversión de esa división y hacer del periodo diurno el de descanso y del nocturno el activo.120 Eso se debía a que las horas del día, las estaciones, la luz, estaban vinculadas con el ya mencionado curso eterno y fijo de los astros, que no podía ser alterado por ninguna fuerza que no fuera Dios.121

Más allá de la figura de la divinidad cósmica, creadora y garante permanente del universo, en los textos franceses también hay referencias a la preocupación de aquella por los detalles del mundo sublunar, específicamente los que involucraban al género humano. Nuevamente, una de las características más notables de la Providencia en relación con el devenir de la humanidad era su carácter opaco e impenetrable. La imposibilidad de conocer la voluntad divina antes de que se manifestara fue rechazada por Rémy. El magistrado lorenés auspició una idea común: «el conocimiento de los planes futuros pertenece solo a Dios».122 Ni siquiera las entidades angélicas podían acceder al conocimiento del porvenir.123 Eso se debe a que la existencia de distintos tiempos (pasado, presente y futuro) es propia de la inferioridad de los seres creados, que recurren a ese tipo de divisiones y clasificaciones cronológicas para ordenar sus propias limitaciones. Para la deidad, en cambio, toda la existencia es un perpetuo presente.124 El porvenir, coincidió Boguet en su Discours, «es un juicio secreto de Dios».125 Una de las consecuencias lógicas de esta interpretación fue, como en los textos ingleses, la condena generalizada de la adivinación. Rémy explicó que uno de los campos donde el diablo buscaba imitar (aemulator) a Dios para engañar a los hombres era en la predicción del porvenir, el cual en realidad solo era conocido por el Creador.126 Bodin señaló que una de las formas más eficientes de diferenciar los espíritus buenos de los perversos tenía que ver con la emisión de juicios sobre el futuro y lo desconocido. Si permanentemente estaban dándole a conocer a los hombres supuestas revelaciones, no cabía duda de que eran demonios, y brujos quienes recurrían a ellos.127

Más arriba citamos un pasaje de la demonología de Bodin donde se describía al Creador como la primera causa. Ese fragmento es sucedido por otro donde el angevino termina de pulir su concepción sobre la relación de la divinidad con el mundo: «de él dependen todas las cosas».128 Estas pocas palabras permiten evitar equívocos con otra frase mencionada del autor, donde aseguraba que el movimiento de los cielos había sido establecido como quien da cuerda a un reloj. El suyo, sin embargo, no es un dios relojero; no apartó la vista luego del Inicio, sino que aquello que surgió luego sigue bajo su control y dependencia. Tal como señaló Christopher Baxter, el universo según el jurista era una totalidad controlada.129 En otra coincidencia con los autores ingleses, el Ser Increado es, entonces, una entidad decididamente intervencionista. Boguet, por ejemplo, señalaba que la mano de la divinidad nunca había sido tan fuerte como en la época en que le tocaba vivir.130 Retomando este planteamiento, y aquí sí separándose de los tratados publicados en Inglaterra, Rémy se opuso a quienes sostenían que los milagros habían cesado en la era apostólica y remarcó que aquellos continuaban ocurriendo asiduamente en su actualidad:

Puede haber algunos que piensen que estos milagros fueron adecuados para aquellos tiempos, que Dios los permitía por ser útiles en la difusión de las enseñanzas del Evangelio, y que ahora no son necesarios, por lo que no hay que creer en ellos. A ellos les respondo que la historia reciente está llena de ejemplos de ese tipo de hechos, como veremos más adelante en este trabajo, y que instancias semejantes siguen saliendo a la luz cada día.131

Más allá del campo específico de los milagros, una de las áreas donde mejor se podía analizar la participación actual y efectiva de la deidad era la brujería, tópico a partir del cual los autores abordaron el problema del mal. Aquí también la influencia de Agustín y las similitudes con la tratadística inglesa resultan evidentes. Tal como veremos en el siguiente apartado, los actos de magia nociva –como cualquier otro– existían únicamente en virtud de que Dios los permitía. Antes de analizar la cuestión del permiso en detalle, puede plantearse que en los textos franceses actos dañosos como la brujería o entidades con inclinaciones netamente perversas como los demonios formaban parte del cosmos porque a partir de ellos podían producirse beneficios de mayor alcance. En este sentido, de Lancre señaló que la divinidad, conociendo que Satán se rebelaría momentos después de haber sido creado, de todas formas eligió que existiera porque la simple presencia de un enemigo tan poderoso haría posible que su propia gloria se manifestara con mayor potencia y claridad.132 Para Bodin, la Providencia incluía en su desenvolvimiento pérdidas, sufrimientos y males tales como la existencia del demonio y sus aliados, solo porque por medio de ellos se alcanzaba «un bien más grande».133 El principio monista de la ortodoxia cristiana quedaba así salvaguardado. El Hacedor era omnibenevolente, su naturaleza era pura y esencialmente buena, aborrecía el mal, pero lo toleraba a cuenta de los efectos positivos y deseables que podrían obtenerse de sus consecuencias inmediatas. Todo lo que había creado, pues, era naturalmente bueno (ny faire chose qui de sa nature ne soit bonne).134

De este modo, se partía de la indiscutible idea de que el bien y el mal existían, pero mientras que el primero siempre se imponía, el segundo era simplemente una ilusión.135 Este principio queda reflejado a la perfección en dos ejemplos, uno referido en la Démonomanie; el otro en el Tableau. En el primero, Bodin se apoya en las Sentencias de Pedro Lombardo y afirma que incluso un ladrón que comete el cruel acto de asesinar a un viajero para quedarse con sus posesiones podía estar realizando una acción beneficiosa, puesto que la víctima podría haber sido un parricida que ya no podría cometer más crímenes, o bien un fiel servidor de Dios que quedaba liberado de la existencia terrenal para recibir las bendiciones de la vida celestial.136 El segundo repite los argumentos del jurista, aunque en un caso de brujería. De Lancre explicó que los actos de infanticidio por medios diabólicos son permitidos porque la pérdida de la vida del niño evitaba el deterioro espiritual producido a raíz de los pecados de la juventud y la adultez, de manera que llegaba más rápido a la gloria del padre y en un estado de pureza.137 Como era costumbre, el magistrado señalaba que no se podía comprender los motivos (secrète disposition & volonté a nous incognue) por los cuales la divinidad escogía lograr sus objetivos mediante la autorización de acciones que los seres humanos no podían interpretar más que como ontológicamente depravadas.138 Boguet, no sin cierta resignación, afirmaba que poco más quedaba para los hombres que satisfacer sus inquietudes pensando que el gran maestro del universo no hacía nada sin una causa.139

En otras ocasiones, las intervenciones divinas en los casos de brujería eran más transparentes; el bien que se obtenía de ellas era más obvio. Un ejemplo paradigmático es el mencionado por Rémy, quien siguiendo lo planteado por primera vez en el Formicarius (1437) de Johannes Nider, sostenía que los maleficia no podían afectar a los magistrados porque estaban divinamente protegidos contra los embates de las brujas y los demonios.140 Pasajes semejantes pueden hallarse en Bodin y Boguet.141 En todos los casos, la acción directa de la deidad era inconfundiblemente benevolente. Más allá de estas menciones, el problema del mal mantenía la importancia de los siglos anteriores. A tal punto era inevitable que Stuart Clark señaló la existencia en el cristianismo de una deuda metafísica con el Mal, sin que ello implicara lesionar el monismo teológico sobre el cual se erigía. Existía una inconmensurable diferencia entre la paterna bondad de Dios y la tiránica crueldad del demonio. Mientras el Creador convertía las desgracias de los hombres en posibilidades para alcanzar la salvación, la criatura sembraba calamidades, destrucción y pánico.142 Sin embargo, esa incontrolable inclinación al mal siempre dependía del permiso divino, lo que hacía del Caído un ministro, una herramienta de la divinidad.

PERMISO Y MINISTERIALIDAD

En el esquema que hemos descrito hasta aquí, todo lo existente cumple una función determinada con anticipación. Incuso el mal forma parte de la economía providencial. A lo largo de la historia cristiana, aquel concepto ha sido objetivado en la figura de Satán y sus secuaces diabólicos. Si bien el próximo capítulo estará dedicado a analizar la concepción del demonio en los relatos demonológicos ingleses y franceses, en este apartado nos centraremos en una cuestión someramente mencionada en los párrafos anteriores: el permiso que recibe de la divinidad para actuar en el mundo material y su rol como ministro de la Corte Celestial.

La figura de referencia para comenzar dicho análisis es, nuevamente, Agustín de Hipona. Como ocurrió frecuentemente entre los teólogos del periodo patrístico, el de Tagaste remarcó en sus trabajos que el demonio podía manifestarse activamente en el mundo únicamente si contaba con autorización de la divinidad. Cualquier efecto que produjera en la Tierra, fuera ilusorio o real, no era más que el reflejo de su sometimiento, era una orden recibida y obedecida. Por ello, en Enarrationes in Psalmos, el obispo demanda que sus lectores atribuyan siempre a Dios los males que sufren, puesto que el Ángel Caído no puede hacer nada sin su venia.143 Ahora bien, esa licencia que el Creador otorgaba no era azarosa, sino que estaba orientada fundamentalmente a cumplir dos objetivos: castigar a los impíos y probar a los justos: «ese permiso se les otorga en conformidad con la justicia que todo lo gobierna, tanto por razones de prueba como de venganza, impuestas para la condena o para la corrección».144 No por casualidad este fragmento proviene de los comentarios al Libro de Job. En el celebérrimo relato bíblico, el Adversario afirma que el Patriarca amaba a Dios solamente en virtud de las riquezas materiales y espirituales con las que había sido agraciado, por lo que en cuanto su fortuna, familia y salud desaparecieran, lo mismo ocurriría con su fe. El desafío consistía entonces en que el diablo atacara a Job y pudiera probar su punto. Más allá del conocido final del reto (el protagonista soportó las más terribles calamidades con un inquebrantable respeto hacia su Creador), lo más interesante para nuestro análisis es que las plagas, enfermedades, destrucciones y muertes causadas por el Príncipe de las Tinieblas solo ocurrieron luego de haber obtenido el consentimiento divino, después de que la deidad hubiera establecido los parámetros en los que la apuesta debía desenvolverse y los límites que no podrían quebrantarse en su desarrollo. De allí el comentario de Agustín: «nótese que posee poder tanto sobre los hombres como sobre los elementos, pero este le viene de Dios».145 Fue propio del pensamiento de los Padres de la Iglesia, siempre vigilantes ante las tendencias dualistas, haber descrito al Enemigo como una entidad poderosa, pero estrictamente limitada.146 En palabras del Doctor de la Gracia, era un poder que estaba sometido a otro.147 Dios le permitía tener poder porque eso era algo bueno y porque Él tenía uno mayor.148 Esta versión del demonio, por lo tanto, sufría un severo caso de insatisfacción, puesto que siempre causaba menos daño del que deseaba.149 De esta manera, luego de su rebelión, aquel y sus cómplices se habían convertido en ministros de Dios, en herramientas de su Providencia.150 El demonio no tenía ningún derecho o potestad sobre los hombres, pero la divinidad en ocasiones le permitía ejercer de manera controlada aquello de lo que carecía para cumplir con el esquema providencial.151 Por eso había elegido crear a todos los ángeles, incluidos los que buscarían derrocarlo: acabarían siendo útiles a sus fines. Así, otorgarles permiso de acción era un medio para hacer el bien.152

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