Kitabı oku: «El sueño de Shitala», sayfa 2
3. El retiro del ermitaño
Todas las culturas han imaginado paraísos o rincones topofílicos. Lo ilustraré ahora con una imagen ciertamente honda en el poso cultural hindú. Me refiero al espacio que la tradición sánscrita llamó ashrama: el “retiro”, “ermita” o “refugio” donde moran los sabios. Ninguna paisajística moderna ha logrado desplazar la poética y las resonancias que el ashram es capaz de evocar. (Como en hindi, vamos a eliminar la -a muda final del sánscrito.)
Puede acusárseme de escoger una imagen esencialmente literaria y estática. Pero no se podrá negar que los textos han proporcionado valores, utopías y modelos que han calado en profundidad en determinadas comunidades y sensibilidades. La del ashram es solo una de las posibles visiones ecosóficas indias. Un imaginario que ha entretejido con finura ideas cosmográficas, espirituales, éticas y sociales, que puede ser interesante escuchar.
Las antiguas literaturas de la India gustaron de dividir el mundo habitable en dos espacios en cierta manera opuestos: el poblado (grama) y el bosque (aranya). Si el poblado simboliza lo social y ritualmente ordenado –es decir, el dharma–, el bosque representa lo caótico y hasta lo terrorífico –o sea, el adharma–; un lugar de amenaza permanente para la sociedad. El “bosque” designa, en verdad, el “otro” respecto al “poblado”. Es un espacio allende lo social, sí… pero de ilimitadas posibilidades. El bosque –que, por cierto, bien puede ser un desierto, una selva o una cima montañosa– es, en esencia, una imagen de lo Absoluto. O mejor, del lugar desde el que se anhela lo Absoluto.
Aunque el arquetipo del asceta solitario o renunciante del mundo que mora en el espacio ignoto del bosque ha sido muy considerado, lo cierto es que la India entendió que el espacio perfecto sería aquel que fuera simultáneamente del poblado y del bosque. Este paisaje ideal constituye, sin duda, la más recurrente utopía india. Y ese es precisamente el refugio o ashram de “el que se ha ido al bosque” (vanaprasthin), el eremita que se aleja de la vida socialmente ordenada y se adentra en la jungla en pos de lo Absoluto. A diferencia del renunciante, el ermitaño no corta completamente sus lazos con lo social. Parte al refugio con esposa e hijos (el modelo clásico es, por supuesto, androcéntrico), quizá en compañía de otros eremitas, tal vez cautivado por la sabiduría de un maestro o un vidente.
El refugio es un espacio autónomo, al que se accede únicamente por la iniciación espiritual, pero que refleja permanentemente los ecos de la sociedad. Por ello el ermitaño no rompe con los ritos prescritos. El retiro es la solitud gobernada por el dharma.
La mayoría de las veces el ashram es representado como un pequeño claro en el bosque, en las afueras de alguna aldea. Los humos de los fuegos sacrificiales denotan la entrega sincera y auténtica de quienes anhelan lo Eterno. Los eremitas meditan, practican el yoga, cultivan los saberes, no cesan jamás en sus austeridades. El ambiente de paz y ascesis hace germinar las plantas, amansa las fieras… hasta el punto que siquiera los tigres acechan. Aquí las gacelas tienen confianza plena, van y vienen sin temor, canta el poeta Bhasa (siglo III). Los ermitaños desisten de violar la tierra con arados. Viven de los frutos caídos, las limosnas de los lugareños o el agua del rocío.
La literatura jainista también abunda en esta imagen de la noviolencia y la quietud. Lo mismo que la budista. En bastantes aspectos, el monasterio budista es homologable al ashram del eremita hindú. No extrañará que también las tradiciones de cuentos y fábulas populares se hayan explayado con este paisaje utópico.
Aunque los ashrams de los modernos gurus intenten transplantar este paisaje y modo de vida arquetípicos, esta fusión entre el poblado y el bosque es tan hermosa –y hoy tan irrealizable– a los ojos de los autores indios, que la han descartado del reino de lo posible en nuestra presente Edad Corrupta (kali-yuga).
4. Espiritualidad secular
Estas elucubraciones acerca de cierto inmanentismo (la percatación de lo sagrado en el mundo de lo cotidiano), panteísmo (lo sagrado lo interpenetra todo), utopía ecosófica (como la del ashram) o goce topofílico (mis experiencias subjetivas en el desierto o junto al Mediterráneo) plantean interrogantes atractivos. Al grano: ¿podemos considerar este tipo de ideales o emociones como experiencias de tipo religioso?, ¿espiritual? ¿Es eso que llamamos “sagrado” un sustituto de “Dios”? Me sinceraré.
Yo me crié en un contexto excepcionalmente laico. Eso no era aún la norma en la Barcelona de la década de los 1960s, pero tanto en el medio familiar como en el escolar estuve rodeado de un tamiz cristiano francamente discreto, y, a medida que transcurrieron los años, plenamente ausente. A diferencia de amigos, parientes o conocidos de otras generaciones, no he sentido ningún rechazo visceral por la religión; ni por sus instituciones. Yo no tuve que matar a Dios ni hacer el duelo por su deceso; entre otras cosas, porque otros ya lo habían hecho antes que yo.
No he desertado de ninguna Iglesia, porque nunca la tuve. Por tanto, no me cuesta reconocer que no soy creyente en Dios. No lo digo ni con vergüenza ni con petulancia. Soy ateísta. Evidentemente, no lo soy porque sepa que Dios no existe, sino porque no lo necesito. La hipótesis “Dios” me resulta innecesaria y muchas veces ininteligible. La ciencia puede proveernos hoy de nuevos mitos y de metáforas plausibles. Provisionales, desde luego, y contingentes; pero suficientemente válidas y enriquecedoras.
¡Ojo! no creo en Dios, como tampoco en la Razón, en la Ciencia, en el Progreso, en el Espíritu, en la Nación, en el Estado, en la Justicia… ni en nada que tenga propensión a la Mayúscula. Por eso tampoco comulgo con la mayoría de dogmas religiosos e ideologías políticas. No me atraen los -ismos.
Nunca he creído en un Dios Padre, Creador, Omnipotente, Eterno, Increado y Trascendente. Este Dios me resulta o demasiado lejano o sospechosamente humano. En un caso o en el otro, no creíble. Él, Eso o Ello nunca me ha contactado ni enviado señales. No he tenido experiencia Suya. (¿Cómo habría de tenerla si en el marco en el que crecí esa figura fue siempre remota?) En cualquier caso, si, como dicen tantos sabios, ello es inconcebible, o ello es todo –plus algo más de– lo que hay, ¿a santo de qué, entonces, concebirlo de forma personal? Además, un Dios así ni resiste bien el problema de la teodicea (el mal en el mundo), ni el del libre albedrío, ni el de las diferentes revelaciones inconsistentes entre sí. Creo que, hoy por hoy –aunque uno nunca sabe lo que puede ver, pensar o sentir mañana–, la figura de un Padre Todopoderoso tiene los días contados. No me seduce ninguno de los argumentos lógicos que tratan de justificarlo.1
No practico ninguna religión conocida. Soy bastante alérgico a la mayoría de movimientos espirituales. No me fío de los predicadores, ni del Este ni del Oeste. Pero me interesa poderosamente el fenómeno religioso. ¡Este libro es fehaciente prueba! No ceso de estudiar, profundizar, conferenciar y hasta dar clases sobre las religiones. A pesar de mi escepticismo, reconozco en mí cierta verticalidad u hondura espiritual.
Por eso mi ateísmo ha de cualificarse y no ha de entenderse como una devaluación de las religiones o las emociones espirituales.2 Mi posición se parece más al trans-teísmo de algunas tradiciones, que no necesitan ni de Causa última ni de Arquitecto inteligente, o a ciertas concepciones de un Absoluto impersonal. Soy un ateísta, pero no lo que vulgarmente se conoce como ateo, muy a pesar de la utilización que les otorga el Diccionario de la lengua española, que los emplea como sinónimos. (Y me resisto al adjetivo agnóstico –con el que simpatizo en su escepticismo–, que es quien deja la cuestión en suspenso.) No. Yo no creo en Dios. Me siento, en todo caso, más cómodo con el dao, la Naturaleza, el brahman… o el jerbo brincando por las dunas del Gran Erg.
Lo “divino” sería para mí esta realidad, este mundo vivo, natural, social, finito, contingente, simbólico, abstracto, cambiante, en interrelación. Un mundo que –si uno afina el oído– se abre a dimensiones profundas de las emociones, del cuerpo, la mente y la consciencia. De lo real a fin de cuentas. José Antonio Marina defiende que el poder en lo real está detrás de la mayoría de hierofanías, teofanías y epifanías (manifestaciones de lo sagrado). Los indios algonquinos lo llamaron manitú, los árabes, baraka… Lo real es que los árboles crezcan y las aguas del río fluyan. Eso es el dao, el rita, el kosmos, el maat… Me resisto a llamar el “Ser”, “Dios”, la “Divinidad” o la “Energía” a esa realidad, aunque entiendo que haya quien así quiera designarla. Para mí, “Dios” es una idea vaga y ambigua, pero no lo es la luminosidad de un día de primavera, el amargo sabor del chocolate, la consciencia de pertenecer a una realidad que todo lo interpenetra, la nota de la tampura que reverbera en mi estómago, una tremebunda sucesión de acordes bachianos, el silencio que los sutura, la infinitud en unos guijarros mojados, el dolor de la enfermedad, el cariño de los muy próximos, la alegría en una mirada, el sufrimiento en otra… y ese endiablado jerbo, que sigue saltando por ahí.
Mi posición se acercaría a lo que algunos han llamado espiritualidad ateísta (André Comte-Sponville), agnosticismo místico (Salvador Pániker), secularidad sagrada (Raimon Panikkar), espiritualidad trans-religiosa (Vicente Merlo), etcétera; que son posiciones menos paradójicas de lo que aparentan. Por naturaleza, sospecho de la Trascendencia, tan desprestigiada por las propias religiones. Un Dios absolutamente trascendente es impensable, contradictorio e irrelevante. Y no me siento cómodo con la idolatría y la religiosidad popular. Ni me parece necesaria la filiación a ninguna religión institucional o cuerpo doctrinal establecido. Ni haber tenido grandes experiencias cumbre. Me muevo más a mis anchas con un trans-teísmo de corte “oriental”, con alguna forma de inmanentismo (porque, en todo caso, es en la inmanencia de lo Real donde podemos hallar algo que trasciende) o con cierto tipo de panteísmo.3 Dependiendo del contexto. (Y a sabiendas de que estas posiciones no son equivalentes.)
Creo que fue Martín Lutero uno de los primeros en definir al ser humano como homo spiritualis. Estoy de acuerdo. Casi que más que homo religiosus (la expresión es de Mircea Eliade), somos espirituales; seres ávidos de apertura hacia lo infinito… o hacia lo infinitamente íntimo. Lo decía el propio Eliade: lo sagrado forma parte de la consciencia humana. Pero discrepo de quienes solo asocian lo sagrado a Dios, o de quienes lo cosifican y lo transforman en Dios. Lo sagrado es un enigma. Por ello hoy en día muchos suscribimos una espiritualidad que únicamente queda llamar secular.
Puede tomar la forma de la experiencia estética, normalmente a través de artes como la música, la danza, la pintura… o la poesía. O puede cultivarse con la ciencia (que no el cientifismo o el tecnologismo, que no dejan de ser otro tipo de -ismos sospechosos). La ciencia o el saber filosófico, en efecto, pueden constituirse en vías para abordar los grandes misterios. Asimismo, la acción social se torna camino de espiritualidad secular, ya sea a través de un proyecto político, medioambiental o altruista. Y qué decir de la mística, que es tan proclive a contextos religiosos como seculares. Lo que me lleva a admitir que también puede darse ¡una espiritualidad religiosa! En fin, no es necesario hacer ningún inventario de caminos y dimensiones de dicha espiritualidad. Únicamente deseo mencionar que puede adoptar multitud de formas. El goce topofílico podría ser otra de sus facetas.
Lo que no suele faltar en muchas de estas formas de espiritualidad secular –igual que en muchas religiones primales– es la experiencia de sentirse parte de un todo; partícula divina, si se quiere. Esa sensación, emoción y cognición solo es plenamente accesible cuando hemos trascendido nuestro pequeño “yo”, cuando nos hemos vaciado de nuestras tendencias, nuestros instintos, nuestro lenguaje. En eso, las tradiciones con hondura espiritual o vocación mística tienen mucho que decir. Cuando vamos más allá de nosotros mismos –sea en la creación, la contemplación o la acción–, puede reconocerse una dimensión trascendente de lo cotidiano.
Ahora bien, desde mi óptica, no está tan claro que pueda alzarse un muro entre religión y espiritualidad. Aunque para muchos “religión” es sinónimo de religión social institucionalizada (con toda la parafernalia que comporta la asociación) y “espiritualidad” está libre de esas connotaciones y se constituye como una actitud o un núcleo subjetivo experiencial (y, con frecuencia, allende la religión), prefiero no contraponer los términos en exceso. Creo que el homo spiritualis y el homo religiosus no son tan distintos, aunque en muchas ocasiones las religiones hayan tratado de “domesticar” lo espiritual o sagrado. Porque sin ir más lejos, la mayoría de religiones llamadas primales son cien por cien espirituales y seculares. Son seculares en el sentido de que lo temporal (el saeculum, este mundo contingente en el que habitamos) pertenece a la esfera última de la realidad. El mundo no es ilusorio; la materia no es inferior a un supuesto espíritu; ni lo temporal (la historia) es meramente provisional. El mundo es sagrado. Lo comparto. Han sido las grandes religiones las que han tendido a devaluar lo secular; simbolizado en la Naturaleza, la mujer y el cuerpo.
Algo que muchas de estas formas de religiosidad o espiritualidad tienen en común es, como decíamos, la ausencia de un Dios trascendente. En verdad, bastantes religiones del mundo son abiertamente ateístas. Digámoslo bien claro: el concepto “Dios” no es universal. Puede que en muchas tradiciones aparezcan espíritus, seres angélicos u otros entes sobrenaturales, pero ni ocupan un lugar destacado ni, desde luego, tienen que ver con lo que en otras partes ha sido llamado “Dios”. Para alcanzar la felicidad o la sabiduría, para escapar del sufrimiento y la ignorancia, Dios no es realmente necesario. Me atrevería a decir que también muchos cristianos son quasi ateístas. Para estos, la figura relevante es Jesucristo y no un remoto Dios. Es cierto que, al ser aupado al pedestal de “Hijo de Dios”, Jesús acabó por tomar los atributos del Padre [véase §67]; pero para bastantes cristianos de a pie eso son vagas elucubraciones teológicas. Como decía Martin Heidegger, el Dios de los filósofos es un ídolo creado por el logos. Es este Dios de la metafísica el que ha muerto. La gente sospecha de esas frías abstracciones. Lo que persiguen es participar en el Amor de Cristo. Y para ello, ni Dios ni la Iglesia son necesarios; y hasta puede que sean un estorbo.
La experiencia de lo sagrado puede tomar muchas formas y darse en infinidad de contextos. El que la consideremos religiosa, trascendental, secular, espiritual, estética, panteísta o lo que sea, dependerá de nuestra cultura, de la ideología, de si –por caso– tengamos aversión o empatía por las religiones institucionalizadas, o si esta se da en un contexto íntimo o ritual, etcétera. Pero está claro que remite a un tipo de sensibilidad. Hay quien la posee –como el oído musical– y quien no la cultiva y la tiene solo de forma latente. No todo el mundo tiene propensión a la mística o al goce estético. A pesar de lo que se insinúa a lo largo del libro, no pienso que seamos –malgré nous– seres inevitable y genéticamente religiosos. Muchas personas viven hoy sin religión y son tan felices o infelices como sus vecinos creyentes. Pero sí percibo que poseemos una sensibilidad espiritual o anhelo por la trascendencia. El misticismo no es ninguna anomalía. Puede manifestarse bajo la forma de un cultivo filosófico, un goce artístico, una práctica ritual o una forma de estar en el mundo y la Naturaleza. Pienso que esa sensibilidad o cognición nos constituye en mayor o menor grado, como personas y como especie; y nos aproxima a la idea de un homo –y fémina, huelga decir– más o menos spiritualis.
En mi caso no es la devoción a un Ser Supremo, ni la acción social; ni la filosofía o la investigación científica. Confieso que no tengo demasiada vocación mística. Vínculos amorosos aparte, y topofilias también, mi vehículo “natural” de espiritualidad ha sido y es principalmente la música. Lo mismo cuando la interpreto como cuando la escucho: ya sea el jazz, el canto dhrupad, Johann Sebastian Bach, el reggae, una rachenitsa balcánica, Claudio Monteverdi, Franz Schubert, un solo de ut, el blues o el flamenco. Para mí, los grandes artistas tocan o reflejan la Realidad de forma tanto o más profunda que los filósofos o los místicos. Y, desde luego, lo comunican mejor. Lo del símil con el oído musical no era gratuito. A veces, cuando me siento al piano e improviso, siento y percibo un plus que me trasciende. Siempre me he sentido cómplice de los músicos. Porque mi experiencia de lo sagrado ha estado muchas veces ligada al goce musical. (Una herencia, sin duda, paterna.) La música es de las pocas actividades que uno hace por el puro disfrute de crear o escuchar. No necesitamos explicarla, atribuirle significado: uno simplemente escucha y disfruta. Por eso con la música es tan fácil salirse de uno y devenir “médium” o “canal”. Recuerden a Miles Davis, Bob Marley, Camarón de la Isla o Jimi Hendrix. Acabaré con un ejemplo pertinente que además nos abre a otros horizontes.
5. ¿De qué color es el blues?
Hace unos años estuve en Chicago, que es un fascinante ingenio urbano. Una noche me deslicé en uno de esos clubs que abundan en Clark Street, a dos pasos de mi hotel. Un club emblemático de la capital mundial del blues, un local que había visto circular a leyendas como Memphis Slim, Willie Dixon, Champion Jack Dupree o John Lee Hooker. Fotografías suyas, cuidadosamente descoloridas, adornaban las paredes del bareto.
La banda era reducida: una batería, un bajo eléctrico y dos guitarras. Durante media hora se les unió una gruesa dama de ronca voz. El público (parcialmente sobrio) abarrotaba el antro, la cerveza se bebía sin vaso, el humo de los cigarrillos todavía no había sido prohibido. La música era trepidante. Se pasaba del boogie al gospel sin fisuras. Cuando la señora del blues no clamaba al dolor, atacaba Johnny B. Moore, el de cráneo pequeño y dedos infinitos. Virtuoso de la guitarra, heredero de los mayestáticos King del blues. En fin, la atmósfera contenía todos los ingredientes para una velada arquetípica. Nos precipitábamos a una época, quizá de la década de los 1940s o los 1950s, cuando esa música era la máxima expresión de la negritud, de las alegrías y sufrimientos del pueblo hoy llamado afro-americano.
Pero algo desconcertante sucedía. Algo que rompía los esquemas de los presentes. El guitarrista rítmico, la sombra de Johnny B. Moore, se me antojaba extraño al cuadro. ¿Por qué? Porque era japonés. Sí, un fino japonés, de arpegio elegante y sincopado sentido del ritmo. Entonces me pregunté: ¿podía sentir aquel extremooriental todo el lastre emotivo, social y pasional que rodea el blues?, ¿o era un síntoma del a veces sorprendente melting pot estadounidense?, ¿o simplemente del descafeinado paso de los tiempos? Miré a mi alrededor. Apenas había negros entre el público. ¿Dónde estaban? Quizá estarían escuchando gangsta-rap en un local de las afueras de la ciudad. Tal vez se habían alejado irremisiblemente del blues. La negritud anda hoy por otros gemidos.
Así me di cuenta de mi propia trampa. ¿Acaso no era yo, amante incondicional del buen blues, un indo-europeo –casi– tan alejado cultural y antropológicamente del blues como el japonés? ¿Me impedía esa condición disfrutar del frenético ritmo que propulsaba la banda?, ¿es que, en otras palabras, había algo en esa música que no pudiera ser sentido, captado y amado por los que no son negros? Debo decir que cuestiones similares pueden plantearse sobre otras músicas “populares”; léase el reggae, el flamenco, el son, el klezmer, el tango, la salsa africana o el propio rock’n roll.
Creamos unas esencias inmutables que colgamos sobre las personas, los pueblos, las religiones o las músicas y nos negamos a desviarnos del cliché establecido. Y en este código invisible, no está registrado –de momento– que un extremo-oriental sienta el blues.
Toda música es un lenguaje, con su gramática, su vocabulario, su sintaxis y hasta sus géneros poéticos. Y no me refiero únicamente a las peculiaridades técnicas. No, la música “popular” no posee Real Academia. Es un lenguaje que se aprende con los sentidos y las emociones además de la boca y los dedos. Por eso, porque no tiene carga semántica es un idioma que todos podemos interpretar o, para el caso, amar y disfrutar. En otras palabras, el lenguaje del blues, aunque naciera del gospel, de la negritud y la esclavitud, aunque esté anclado en Memphis, Chicago o el delta del Mississippi, posee un alcance que traspasa barreras culturales o genéticas. Al fin y al cabo, tiene casi tanto de africano como de americano. Y los instrumentos son europeos. Cuando el pie se dispara al ritmo de la batería, y cuando el quejido que susurra
“Whoa, there’s no one
To have fun with
Since my baby’s love
Has been done with
All I do is think of you
I sit and cry and sing the blues”,
cuando ese lamento –entonado por Willie Dixon– punza en el corazón, es que la música ha trascendido al intérprete y puede ser amada por todos.
¡Ojo!, entiendo que el afro-americano reivindique el blues –o el jazz– como “suyo”, lo mismo que el gitano el flamenco, pues son músicas que dimanan de su sensibilidad, su idiosincrasia, su gueto y su particular fisura. Es, precisamente, la fuerza emocional de su creatividad la que permite que otros la adoptemos también como “nuestra”.
Sospecho que lo que hace del blues una música universal es su espontaneidad. Es un canto que arranca de la más honda humanidad: melancolía, alegría, amor, abandono, dolor, humor… acompasada con un ritmo y unas cadencias sueltas. Es música que surge del sufrimiento, pero que, sin pretender nada, con la sencillez propia de lo genuino, es catártica y es agente emancipador. No extrañará que naciera en los campos de algodón y en las iglesias de los exesclavos. Ni que sea la “madre” del jazz, el soul y, naturalmente, del rythm & blues. Sé que es horroroso hablar de música. Pero no deja de ser interesante: siguiendo el ritmo del perpetuo aquí y ahora, siento que me trasciendo y algo (no yo) accede a otro plano. La música evoca lo que no puede decirse, conceptualizarse y afirmarse. Al final, en la inmanencia se encontraba la trascendencia. Y no necesariamente con música sacra.
¡Ah!, el bueno de Johnny B. ataca una nota sin piedad, mientras el japonés la sostiene con acordes densos. El baterista marca impertérrito el tempo presente. Los oyentes lo emulamos desde una cavidad en el estómago, con la punta de los pies. A eso me refería. Es el cuerpo, es la vida desgarrada, en su faceta más humana. De nuevo, lo sagrado, lo espontáneo.