Kitabı oku: «España y su mundo en los Siglos de Oro», sayfa 2
Introducción
Cuando empecé a transcribir documentos mexicanos del siglo XVI para mi tesis doctoral, me di cuenta de que había muchas alusiones –a personas, a sucesos– que desconocía. Por eso, como remedio, traté de situar mis documentos en su época y reuní en una pequeña cronología los principales hechos históricos y culturales que sucedieron entre 1537 y 1557, período al que pertenecían las cartas comerciales o de negocios analizadas en mi tesis. Después, recibí una invitación para transcribir y publicar más documentos de los siglos XVII y XVIII. Lo mismo: no conocía la historia de la época. Por último: el arte que más me gusta es el de los siglos XVI y XVII, el renacentista y el barroco; mi literatura favorita es la del Siglo de Oro español.
Las anteriores razones y aficiones, además de despertar en mí el deseo de conocer los siglos XVI y XVII, han hecho crecer (nunca cuanto yo quisiera) el número de libros en mi biblioteca: estudios históricos, biografías, libros de arte... Por desgracia, uno no siempre encuentra en los libros lo que necesita y en el momento en que lo necesita. La experiencia me ha enseñado que, a veces, debe uno pasar más de media hora buscando el dato preciso que requiere; eso si el libro cuenta con índices analíticos y de nombres, si no, la búsqueda puede tardar aún más. Además, los historiadores, en su afán por hacer que sus obras sean legibles (afán muy loable, por otra parte), rehúyen, a veces, en sus amplias narraciones, el dato exacto que necesitamos: de los hechos nos dan sólo una interpretación; de las fechas, el año; de los protagonistas, el apellido.
No es mi intención hablar mal de los historiadores, cuyas obras, junto con las de algunos poetas, son hoy mis libros de cabecera; solamente quiero dejar claro que un libro como éste que presento responde a una necesidad distinta: la de informar clara, rápida y brevemente al investigador no especializado en historia, al estudiante o al curioso lector que desea aprender o recordar algo. Lo que pierde así en legibilidad, por falta de descripciones, gana –espero– en utilidad. Por eso, al redactar cada ficha he invocado a las cuatro musas de la c : claridad, corrección, concreción y concisión.
Este libro no está escrito para leerse en secuencia de principio a fin: resultaría aburridísimo. Como autor, sin embargo, me sentiré muy satisfecho si este trabajo sirve como obra de consulta en los casos de duda (es una mera herramienta para la investigación) o como compañero en la lectura o como árbitro en los difíciles momentos de la rápida decisión: cuando no queremos o no podemos pasar mucho tiempo buscando el dato requerido.
Dije más arriba que ésta tiene su origen en otra cronología que realicé para mi tesis doctoral. Es verdad. Pero varias diferencias cualitativas las separan: en aquélla, el número de fichas por año era muy variable (tres en algunos; más de ocho en otros), no había fechas exactas, apenas aparecía la información cultural y no se explicaban los hechos históricos; en ésta, por el contrario, el número de fichas es más equilibrado (aunque algunos años, por su importancia, tengan más), casi todas las fichas tienen fechas exactas, la información cultural ocupa más o menos el mismo espacio que la política y cada ficha tiene las explicaciones suficientes para su comprensión. ¿De qué nos sirve, por ejemplo, saber que en tal año se firmó un tratado de paz si no sabemos quiénes lo firmaron, cuándo lo firmaron y para qué lo firmaron? ¿Cuáles fueron las repercusiones de dicho tratado?
En cada año, organicé las fichas de la siguiente manera: primero las políticas y después las culturales. Dentro de las políticas, primero las de Europa o Asia (de éstas hay poquísimas), luego las de España, después las de América y en el final las de México. Las culturales incluyen, en el siguiente orden: inventos, nacimientos y muertes de personas importantes, así como la publicación de una obra eminente: libro, pintura o pieza musical. Establecí en seis el número mínimo de fichas por año; el año “ideal” sería aquél que reuniera ocho fichas: cuatro políticas y cuatro culturales.
Procuré que la prosa en que está escrita cada ficha fuera, sobre todo, clara, directa, casi periodística, en el mejor sentido de esa palabra, es decir, con el mínimo de elementos adyacentes. En cuanto al contenido de cada una, sólo puedo decir en mi favor que busqué a toda costa la objetividad. Estoy convencido de que un libro como éste debe contener sólo hechos “crudos”, sin interpretación, pues según afirma Pierre Grimal en su Diccionario de mitología griega y romana (p. XIII): «Los sistemas envejecen, a veces con extrema rapidez; sólo los datos [...] son inmutables».
Quizá por el formato necesariamente fragmentario y sucesivo, en el que cada hecho y cada año son como los pequeños cuadros de esa película completa que es un siglo, es que decidí utilizar de manera predominante el presente de indicativo: así parece que cada suceso se desarrolla ante los ojos del lector mientras éste lo lee. Los otros tiempos verbales que más usé son el antecopretérito (pluscuamperfecto, en la nomenclatura de La Academia) y el futuro (futuro simple). El antecopretérito (había cantado) sirve en general para expresar una acción que llegó a su término en un momento anterior a otra acción también pasada y tiene un valor narrativo que ya habían visto muy bien los autores de los primitivos romances españoles; aprovechando su carácter de tiempo relativo, lo uso para cualquier acción anterior al presente y lo prefiero al pretérito porque es un tiempo más dinámico, es decir, que deja en la mente la sensación de una estela en la acción. El futuro (cantaré) expone una acción que el hablante proyecta hacia el porvenir pero que no está terminada, sino abierta. Ya se ve, con esta breve explicación, que el uso de los tiempos verbales tiende a imprimir más agilidad a la narración y a la descripción de los hechos históricos, presentándolos casi siempre en su transcurso para que el lector los “experimente”.
En cuanto al uso de las mayúsculas, me siento con la obligación de explicarle al improbable lector por qué me alejé del uso común en un sentido. Todos los libros de historia –y de otros géneros– escriben con minúscula los títulos nobiliarios (duque, conde, marqués...). En esta cronología, siempre usé mayúsculas porque tales títulos se refieren en todos los casos a individuos concretos. Como en este tema no hay opiniones unánimes (La Academia dice una cosa; algunos expertos, otras) y como las mayúsculas tienen un valor más «reverencial (psicológico) que gramatical» (así lo dice María Moliner y así lo entiendo yo), no creo haber incurrido en falta de ortografía y sí creo haber destacado mejor así la dignidad –la importancia– de los personajes.
Se supone que las comillas latinas o españolas («») deben usarse para encerrar citas textuales y las inglesas (“”), en cambio, para expresiones que ya están entre comillas latinas. Eso afirma un experto en ortografía (José Martínez de Souza, en su Diccionario de ortografía); La Academia, en su Ortografía (pág. 79), considera «indistinto» el uso de ambas comillas. En este libro, sí les he dado valores distintos y específicos: las latinas enmarcan citas textuales; las inglesas, expresiones de antífrasis y sobrenombres.
Redacté las introducciones generales que preceden a cada siglo pensando en los lectores que, como yo mismo antes de concluir este libro, tuvieran un conocimiento vago de los hechos políticos y de la cultura en estos siglos y quisieran formarse una idea completa, rápida y profunda, de sus rasgos esenciales. Más que datos crudos, quisiera transmitir una mirada, y, para ello, seguí muy de cerca, en mi exposición, los artículos que dedicaron Fernand Braudel y Herbert Butterfield a los siglos XVI y XVII en la Enciclopedia Americana. Además, leí y tomé muchas notas de libros sobre la época.
Para que nadie me acuse de plagio, me apresuro a confesar que usé en mi cronología otras tablas cronólogicas: el Gran atlas de historia universal, de Colin McEvedy, y las que vienen en el final de cada volumen (en especial, de los tomos V y VI) de la Historia universal que dirigió Walter Goetz, pero quien se tome la molestia de cotejar esas obras con el presente trabajo notará que la información aquí es mucho más completa, pues está enriquecida con muy diversas fuentes. Toda la información sobre Hernán Cortés proviene de las cronologías que José Luis Martínez incluyó en su libro sobre el conquistador y está ampliada con más información del texto del mismo libro. También debo confesar que leí, uno por uno, todos los artículos que hay en la Enciclopedia Británica (en la micro y en la macropedia) sobre personas o sucesos de los siglos XVI y XVII, y que los usé como columna vertebral de muchas de las fichas, aunque luego maticé con obras especializadas.
Un apéndice, que divide por países y en orden cronológico a los soberanos de Europa, y un índice de nombres (propios, de batallas y de tratados de paz) se incluyen para hacer más fácil el manejo de este libro.
Tenía tres opciones para establecer la bibliografía: 1) citaba todas las obras que consulté, 2) sólo aquéllas con información aprovechable o 3) recomendaba al lector un conjunto de obras para ampliar lo dicho aquí. Como creo que las opciones 2 y 3 pueden fundirse en una sola, la bibliografía definitiva las abarca, y nada más queda fuera la 1, que hubiera alargado innecesariamente una bibliografía ya de por sí amplia.
Estoy consciente de que cualquier criterio elegido para hacer lo que sea es subjetivo y por tanto discutible, a veces hasta criticable: ordenar por un lado significa desordenar por el otro. ¿Por qué elegí, por ejemplo, organizar la información dentro de cada año tomando en cuenta la región geográfica donde se produjo el hecho histórico? ¿No hubiera sido mejor ordenar las fichas de acuerdo con la fecha en que ocurrieron? La única respuesta que puedo dar –desde luego, insatisfactoria– es que así surgió espontáneamente mientras reunía la información. Supongo que es imposible darle gusto a todo el mundo (a veces, ni a nosotros mismos), por eso, pido su condescendencia al lector.
Hoy ya es un lugar común, pero vale la pena repetirlo: uno escribe los libros que le hubiera gustado leer. Porque estaba convencido de que al colmar mi necesidad podría también colmar la misma en otros, me animé a elaborar este libro, ya que, según afirma Samuel Johnson, en el prefacio de su Diccionario, vi «que ese libro remitía a otro libro, que buscar no era siempre encontrar y que encontrar no significaba siempre estar informado».
En el por fortuna largo camino que me falta para ser especialista en los siglos XVI y XVII, el libro que propongo es apenas un primer paso. Ya no recuerdo si fue Aristóteles quien escribió que los autores deberían saber lo que saben sus libros. ¡Ojalá yo supiera lo que sabe mi libro!
Agustín Rivero Franyutti.
Temixco, septiembre de 2017.
El siglo XVI
Herencia del siglo XVI
Por cómoda que resulte la división temporal tajante de los hechos humanos en sucesivas y exactas fases de desarrollo histórico, hay que tener en cuenta que la compleja realidad no se deja atrapar entre fechas. No todo cambió a partir de 1500 para que el siglo XVI llegara puntual a su nacimiento. Como veremos en casi cada sección, las instituciones, las costumbres, las creencias y las técnicas que caracterizaron a este siglo estaban ya existiendo en el anterior, y los países que se disputaron la hegemonía durante el XVI –Inglaterra, Francia y España– ya eran, en el siglo XV, Estados nacionales fácilmente reconocibles. Pero si el siglo XVI heredó mucho del anterior, también consolidó, aumentó los bienes heredados y los llevó a un nivel superior de perfección.
La monarquía inglesa había sido relativamente poderosa a principios del siglo XV y, como nación, estaba más o menos unida por su geografía. Sin embargo, al final de la Guerra de Cien Años (1453) se debilitó hasta llegar a una anarquía feudal en que la Corona se volvía el objeto de disputa entre las facciones de nobles que luchaban entre sí. Fue Enrique Tudor quien, a raíz de su victoria en la Batalla de Bosworth (1485), llegó al poder y, aunque tambaleante en un principio, fue apoyado por el pueblo (harto de la inestabilidad política y social), sobrevivió la crisis de los primeros años de su gobierno y consolidó su autoridad, hacia fines del siglo, mediante una hábil diplomacia y una política financiera que convertían a Inglaterra en una potencia dentro de Europa.
También la monarquía francesa, que había inspirado sobrecogimiento durante la Edad Media tardía, se desmoronó durante la Guerra de Cien Años. Comenzaría a fortalecerse de nuevo cuando Juana de Arco, símbolo de los franceses en la fe por su rey, condujo al ejército para liberar Orleans en 1429. Durante los veinticuatro años siguientes, Carlos VII, haciendo uso de la diplomacia, de la ayuda económica de los burgueses y del poderío de sus nuevos cañones, fue recuperando su reino. Quedaba pendiente la incorporación de los feudos (en poder de parientes de la familia real) al poder de la Corona, tarea que Luis XI llevó a cabo con éxito, sobre todo, por tener la suerte de sobrevivir a sus parientes. Pero correspondió a Carlos VIII, por su matrimonio en 1491 con la heredera de Bretaña, anexionar a la Corona el último gran feudo: Francia estaba unida y era muy fuerte.
En España, los partidarios de la estabilidad política encontraron un momento de respiro en 1469, cuando Isabel, pretendiente al trono de Castilla, se casaba con Fernando, heredero del trono de Aragón. Castilla era un reino en el que la autoridad prácticamente se había colapsado: los nobles poderosos, con ejércitos privados, saqueaban los territorios hasta que las empobrecidas poblaciones se unían entre sí para protegerse con ejércitos propios. Esta situación llegó a su fin cuando Isabel estableció su derecho al trono y, en compañía de su esposo, ayudada por los pobladores de la región y por la nueva artillería, en sólo cinco años puso en orden a los nobles. Inmediatamente después, se lanzó a la reconquista del reino de Granada. Cuando Cristóbal Colón zarpó en su viaje de descubrimento (1492) caía la última fortaleza de los moros y los “Reyes Católicos” gobernaban con la más absoluta autoridad que había conocido España hasta entonces.
La cuarta potencia europea durante el siglo XVI también se hallaba formada en lo esencial desde el siglo anterior. La diferencia fue que el Sacro Imperio Romano Germánico no era un Estado nacional, sino dinástico y multiterritorial. Empezó a consolidarse en 1477, cuando Maximiliano de Habsburgo se casaba con la heredera del gran Duque de Borgoña. En 1493 Maximiliano sucedió a su padre, Federico III, como soberano en todos los territorios reunidos de Austria y como Emperador del Sacro Imperio. La prosperidad de las regiones alemanas y un nuevo sentimiento nacionalista surgido en ellas alimentaron la esperanza en el florecimiento del Sacro Imperio. Maximiliano aprovechó la situación y afianzó su autoridad para entrar, a fines del siglo XV, en la diplomacia internacional.
Si en lo político el siglo XVI heredó fuertes naciones unificadas que cambiarían la historia por sus guerras y la visión que se tenía del mundo por sus descubrimientos (sobre todo América, el más precioso botín de Europa), en el ámbito de la cultura le tocó a este siglo prolongar ese brillo singular de la humanidad que se llama Renacimiento.
Renacimiento y humanismo
Desde que Jakob Burckhardt, en su libro La cultura del Renacimiento en Italia, dejó entrever que el humanismo había significado mucho más que la vuelta al estudio de los clásicos –en realidad significó, según él, el triunfo del Estado secular, el redescubrimiento del mundo natural y la afirmación de la personalidad individual del ser humano–, la discusión de los historiadores no ha cesado. Hay quienes afirman que los humanistas del siglo XVI eran muy cristianos, que la cultura italiana no era pagana y que el conocimiento se buscaba casi siempre con fines religiosos. También se ha dicho que los hombres medievales no eran tan ignorantes en materia de autores clásicos ni tan desentendidos de la naturaleza como creía Burckhardt. Haciendo a un lado la validez de las críticas, puede aceptarse que la visión de Burckhardt señala la tendencia más importante ocurrida en la cultura europea durante el siglo XV: el surgimiento de valores que serían el fundamento de la sociedad secular y civil sobre los que apuntalaban a la sociedad feudal y eclesiástica.
El Renacimiento prolongó tendencias ya existentes en la Edad Media y al mismo tiempo las negó, fundando una visión original del mundo y de los seres humanos. El regreso a la antigüedad clásica implicaba la creencia de que, en una etapa anterior de la historia, el ser humano había vivido en plenitud y que esa plenitud podía ser revivida en aquel presente. En ese sentido, el Renacimiento se asemejó a la mentalidad religiosa medieval, que concebía la verdad como una revelación ocurrida en el pasado y que tenía vigencia perenne. En ambos casos fue un volver a los orígenes para buscar la renovación de una naturaleza humana que –se creía– era inmutable a lo largo del tiempo. La diferencia fue que, mientras que para los hombres de la Edad Media los clásicos eran fuente de abundantes materiales para la imitación estilística y la ejemplificación en el discurso, para los renacentistas constituyeron un modelo sobre el que erigirían su espíritu y desarrollarían su actuar dentro de un nuevo sentido –más terrenal– de la vida humana.
No cabe duda de que uno de los rasgos esenciales del Renacimiento –así lo pensaba Vasari– fue la sustitución de las formas un tanto burdas heredadas del arte bizantino por otras más realistas, derivadas de los modelos clásicos y del estudio directo de la naturaleza. Sin embargo, hay estudiosos que, con desdén por la originalidad del Renacimiento, afirman que la observación de la naturaleza existía ya entre los hombres medievales y que en sus obras escritas abundan pasajes que describen precisa y minuciosamente las cosas y las personas. Es verdad. Pero ese realismo es siempre sensorial e inmediato, limitado al detalle y al episodio, mientras que el realismo del Renacimiento quizá sea menos colorido en el detalle y la anécdota, pero en el conjunto se eleva a un todo que se subordina a los intereses y a las pasiones del individuo. Mientras que el artista medieval creó obras para la gloria de Dios, el artista del Renacimiento buscó crear una obra que tuviera verdad y belleza en sí misma, en fiel reflejo de la naturaleza.
Esta autonomía con respecto a los fines extramundanos desarrolló en los hombres del Renacimiento un sentimiento individualista que sería insertado en un proceso de autoperfeccionamiento espiritual y moral continuo. En este proceso era indispensable la formación literaria y el creciente desarrollo en la apreciación de la belleza, la búsqueda de exquisitez en las formas y el conocimiento de la verdad, todo ello adquirido a través del estudio de los clásicos. Se iniciaba así el humanismo que, a través de la filología y de la arqueología, fue perfilando el contenido real de la humanitas. Este ideal, por la altura de las aspiraciones en que se fundaba, engendró una especie de aristocracia espiritual en la que individuos excepcionales, maduros intelectual y moralmente, se alejaban de la masa.
Por todo lo anterior, es posible afirmar que el humanismo significó un regreso a la confianza en la creatividad humana y en la razón, así como un interés renovado en la belleza y en la verdad del mundo material; inspiró una revuelta no contra la religión, sino contra la filosofía de la escolástica, la ignorancia de los monjes y la tradición sacerdotal aceptada ciegamente. La necesidad de los humanistas de contar con textos clásicos para modelar su vida y su pensamiento propició un auge de las ediciones en que se depuraban los textos eliminando las alteraciones e interpolaciones de los copistas. Comenzó así la crítica académica y la carrera por hallar nuevos textos manuscritos. Sin este esfuerzo, muchos de los textos clásicos se hubieran perdido sin remedio.
El noble empeño de los humanistas hubiera sido imposible, o por lo menos mucho más complicado, sin el conjunto de avances tecnológicos que desembocaron en la posibilidad de editar libros desde el siglo XV. Además de modificar todos los ámbitos de la cultura, la edición de libros tuvo también una honda significación económica: desde el principio fue una industria capitalista que requería gran inversión y la coordinación de trabajadores con distintas habilidades, todos enfocados hacia el mismo fin. Durante mucho tiempo, la edición de libros fue la única forma de producción en que el objeto único hecho a mano era sustituido por otro, repetido en serie y elaborado con una máquina.
Individuo, sociedad y religión
La sociedad en el siglo XVI
En esta época el individuo vivió con más intensidad y estaba más entregado a la vida mundana; su aprehensión del mundo exterior era más inmediata y espontánea que la del hombre medieval. Como era impulsivo y voluble, lo mismo entraba en conflicto con otros hombres, hasta el grado de llegar a las armas, que abrazaba y elogiaba a sus contrarios. Era contradictorio: podía ser fanático de un ideal y traicionarlo cuando se enfrentaba a un reto mayor del que se creía capaz, podía ser humilde y tener arrebatos de soberbia, heroico y débil al mismo tiempo, refinado en las artes y tosco en sus modales cotidianos. Estaba siempre dispuesto a defenderse y a tomar decisiones rápidas y vigorosas porque vivía en condiciones difíciles: casas inhóspitas y frías, viajes a pie y a caballo, peligros en los caminos... La cultura de su tiempo lo hacía especialmente apto para las artes, por su sensibilidad despierta y su pasión hacia todas las formas de la belleza.
En contraste con el ensanchamiento de la individualidad, la familia siguió siendo la misma unidad social básica con los rasgos que había tenido desde la Edad Media. Podía constar de cuatro o de cincuenta miembros, pero todos dependían económicamente del jefe, que tenía poder legal sobre cada uno de ellos y era el dueño de todos los bienes. La familia no se formaba por la decisión de dos personas que se amaban, sino por la posesión de recursos económicos o de una casa para vivir. Era el centro de la organización del trabajo y se mantenía unida por la dependencia económica y la seguridad material de cada uno de los miembros. Aunque personas sin parentesco sanguíneo vivían en la casa, formaban parte de la familia y no se distinguían en el momento de trabajar. La consanguinidad tenía su importancia: sólo los hijos capacitados para ello podían heredar los bienes familiares. La casa era independiente, pero guardaba estrechas relaciones basadas en la ayuda mutua de los vecinos, tanto en el medio urbano como en el rural. Si el jefe de la familia quería ser respetado, debía respetar los intereses de los vecinos y del pueblo.
También la estratificación social heredada de la Edad Media cambió poco durante el siglo XVI, sobre todo para hacerse más rígida. Cada individuo, dependiendo de su nacimiento o de los privilegios que pudiera obtener, pertenecía a una clase social determinada y gozaba de las prerrogativas o sufría las limitaciones propias de su estrato. Aunque en países como Inglaterra y Holanda el capitalismo había tendido a nivelar la sociedad por la mayor participación de todos los grupos, el hecho es que en casi toda Europa este sistema más bien consolidaba las diferencias y endurecía las sociedades, que se volvían más cerradas. Para muchos, la existencia de estratos bien diferenciados garantizaba el orden político y la armonía de intereses entre los grupos; de hecho, fomentaba la desigualdad y encubría los crecientes conflictos sociales ocasionados por la lucha de poder.
Las clases sociales
En el fondo de la estratificación social estaban los campesinos, que era el grupo más numeroso y el que permanecería más o menos en las mismas condiciones a pesar del auge capitalista y el desarrollo de las ciudades de la primera mitad del siglo XVI. La situación de los campesinos era muy grave, ya que dependían de factores muy volubles y rigurosos como el clima, la guerra, la legislación local y la imposición de tributos (incluido el diezmo religioso). Entre el 60 y el 70 % de los campesinos ganaban lo necesario para sobrevivir apenas. Cuando había problemas con las cosechas, los campesinos desempeñaban labores de jornaleros o artesanos, pero podían morir de hambre. Siempre estaban sometidos a un trabajo duro y monótono, y a la pobreza. Vivían en casas hechas de barro y madera, con pisos de tierra y techos de paja; comían pan de centeno, avena y garbanzos o lentejas cocidas y bebían agua y leche. Tenían que hacer la mayor parte de su trabajo con las manos, pues las mejoras tecnológicas alcanzaron a muy pocos.
En países como Italia y Holanda floreció una clase social que, si bien era numéricamente inferior a la de los campesinos, tendría un papel muy destacado en el desarrollo social y económico por su influencia en el comercio, la industria y la política. La burguesía no era una clase social homogénea y se diferenciaba mucho de un país a otro. Estaba formada por tres grupos: el patriciado o los herederos de las antiguas familias de consejeros, los comerciantes y la burguesía media: artesanos, tenderos, funcionarios públicos y letrados. La jerarquía social de estos grupos no estaba en proporción directa con la abundancia de sus posesiones: había comerciantes más ricos que los patricios y maestros artesanos más ricos que los comerciantes. En general, gozaban de mayor independencia que el campesino y tenían mayor movilidad social a causa de su trabajo, que implicaba viajes. La preparación que necesitaban para realizar su trabajo provocó que muchos de ellos se convirtieran en altos funcionarios de Estado, y otros, a causa de su riqueza, consiguieron llegar a ser aristócratas.
La capa superior de la sociedad, la que gobernaba, era la de los nobles. Aunque era la menos numerosa, poseía la mayor cantidad de tierras y ocupaba los principales puestos políticos; recibían tributos de sus súbditos, se beneficiaban con el comercio y la artesanía, no pagaban impuestos y reinaban en su propia jurisdicción. Su posición social dependía más de su nacimiento o de sus vínculos con la dinastía gobernante que de sus méritos. Era el grupo social más cerrado y en el que había más diferenciación interna. Durante el siglo XVI había tres grupos principales: la alta nobleza (aspirante al trono), la nobleza baja o rural y los príncipes o soberanos. Por su afán de sobresalir entre sus semejantes e inferiores, construían enormes palacios con bellísimos jardines geométricos y desarrollaban un gran interés por todas las manifestaciones artísticas; manifestaban su poder a través del creciente número de empleados que tenían, de las suntuosas fiestas que ofrecían y de la magnífica cantidad de bienes que reunían. Los hijos de los nobles recibían una cuidadosa educación para ocupar después sus altos puestos en las cortes.
Religión y reforma
Si la profesión y el nacimiento diferenciaban a los hombres del siglo XVI, la religión los identificaba. Todos eran tan creyentes como los medievales y la religión estaba presente en cada uno de sus actos. En todas partes se respetaban las fiestas religiosas, que, además de los domingos, llegaron a sumar, en algunas regiones, hasta sesenta días del año. En los días previos a dichas fiestas, la jornada de trabajo se reducía para que los fieles se prepararan. Las universidades celebraban sus exámenes en las iglesias, con misas, acciones de gracias y música de órganos. Los libros de ciencia llevaban en sus portadas invocaciones a la Divinidad. Durante este siglo se incrementó la sensibilidad religiosa, porque las personas buscaban una religión que se aproximara más a su condición corpórea y a su necesidad de acercarse a Dios. Esta sensibilidad exacerbada fue también la causa de un temor constante por la muerte repentina en estado de pecado mortal que hacía presa de los hombres en esta época, deseosos de aunar el amor por la vida, con todas sus delicias, y la tranquilidad ante la muerte en estado de pureza espiritual.
En esta época de intensidad religiosa, muchos fieles de diversas regiones sentían que el mundo andaba mal y que la Iglesia había contribuido a ese deterioro de las costumbres con la relajación moral de sus miembros. Las regiones que más pronto adoptaron las ideas de Martín Lutero (Alemania, Francia y Holanda) habían ido sustituyendo la tendencia eclesiástica al monopolio de la verdad y la piedad por una religión más interior y personal, que buscaba la salvación a través del ejemplo directo de Cristo. Humanistas como Erasmo de Rotterdam reforzaron estas actitudes con la difusión de un pensamiento que buscaba hacer más inmediata al hombre común la experiencia del sentimiento religioso. Este humanismo cristiano puso la base para la crítica que separaba la devoción de los creyentes de la jerarquía eclesiástica. Gracias a las ediciones y a los comentarios que los humanistas hicieron de La Biblia, los fieles tuvieron a mano una autoridad directa en la que pudieron confiar sin reservas. Se abría paso así la libre iniciativa personal en la vida religiosa. En este ambiente, la rebeldía religiosa de Martín Lutero en contra de la Iglesia corrompida y su insistencia en que sólo mediante la fe se salvaba el alma de las personas fue el desenlace lógico y el principio de la Reforma Protestante.
A la acción luterana correspondió una reacción de la Iglesia Católica que también pretendía satisfacer la necesidad popular de una religión más inmediata y apegada a lo sensible. Se aspiraba a la renovación espiritual de los fieles mediante la oración. A principios del siglo XVI se escribieron muchos tratados de oración debidos a monjes franciscanos, pero ninguno de ellos alcanzó la difusión de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, escritos en 1526. Constituyen un sobrio manual para adiestrar al alma y para que la voluntad responda en el sentido deseado mediante intensas impresiones sensibles imaginadas sobre el bien divino, que mueven al amor de lo bueno, y sobre el horror del mal, que mueven al odio de lo malo.