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Exiliado inusual

Pocas vidas reflejan el concepto de diáspora como la de AH (1915-2012). Leer una nueva traducción de su libro La retórica reaccionaria conlleva repasar la vida de su autor, para ponerlo en su contexto. En su biografía canónica, Adelman distingue tres características centrales del personaje:

-Fue, de manera excepcional, un ciudadano del mundo: vivió y trabajó sobre todo en Europa, EEUU y América Latina.

-Sus perspectivas sobre la economía, la filosofía, la literatura y la política (y la sociología, la historia y la psicología, se podría añadir) nunca se forjaron en el aislamiento de torres de marfil.

-Logró escalar los rangos de la academia sin pertenecer a ella. En este sentido representó a una especie de intelectual en desuso.

Lo que se podría resumir así: «AH fue un exiliado inusual. Cosmopolita por elección y por azar, ocupó (y hasta cierto punto despegó) un espacio de penumbra, siempre dentro y fuera, entre el establecimiento y la disidencia, para escribir obras que entrecruzaban la línea que separa los manifiestos de las monografías». El desarraigo y la desubicación lo alejan de una única tradición cultural, genero intelectual o lugar nacional, «una figura que podríamos considerar el antecedente del tipo de intelectual globalizado de nuestros tiempos […] un intelectual que dedicó toda su vida a pensar sobre el papel de la elección y sacar lo mejor del azar en los asuntos humanos».

Nacido en Berlín en el seno de una familia judía de la burguesía alemana, estudio Economía. En 1931, con 16 años, ingresa en el movimiento juvenil del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), la Juventud Socialista Obrera. Eran tiempos en los que se discernía no solo la disputa ideológica central entre la derecha y la izquierda, sino también la hegemonía dentro de esta última; la confrontación entre comunistas, socialistas y anarquistas. Y se hacía tanto en la teoría y en las instituciones como en la calle. Los comunistas alemanes (KPD), siguiendo las directrices del estalinismo, calificaban a los socialdemócratas de «socialfascistas» y para ellos eran tan traidores como los burgueses con los que gobernaban en coalición en la República de Weimar. Dentro de las juventudes socialdemócratas había (como sucede hoy) quienes se situaban a la izquierda del SPD y criticaban su pragmatismo, aunque pocos dieron el salto —desde luego, no AH— al comunismo y abandonaron el camino desde el parlamentarismo hacia la acción directa en la calle. Ese mismo año, el SPD creo un frente de autodefensa (Frente de Hierro), pero AH no dio el paso desde los debates doctrinales a vestir uniforme paramilitar.

Adelman subraya la importancia que para nuestro protagonista tuvo su asistencia en Berlín a una conferencia del austro- marxista Otto Bauer, que defendía la revolución como fase necesaria para el establecimiento del socialismo, pero también que aquella variaría de un país a otro (por ejemplo, creía imposible implantar una república soviética en su país, Austria). Tras esa conferencia, AH fue consciente de su interés por una disciplina que se llamaba Economía, a la que dedicaría, con sus especificidades, el resto de su vida profesional. Bauer habló de los ciclos de Kondrátiev, que en aquella coyuntura explicaban la extensión de la Gran Depresión que había comenzado en EEUU, al resto del planeta. Kondrátiev fue un escritor ruso que formuló la teoría del ciclo largo cuya duración fluctúa entre los 48 y los 60 años. Aunque no era bolchevique colaboró con el partido de Lenin hasta que ya en los años treinta, al oponerse a las colectivizaciones forzosas de Stalin, fue arrestado, condenado a muerte y fusilado.

La conferencia de Bauer impactó sobremanera a Hirschman. No solo por el carisma arrollador del socialista austriaco sino por su forma de entender la economía, siempre vinculada a la política. Muchos años después recordaría que si hubo alguna circunstancia por encima de las demás que le convenció de estudiar economía fue aquella conferencia que combinaba el análisis económico con la cita de libros y con el contexto histórico de los años treinta, lo que no era habitual en el ambiente cotidiano en el que él estudiaba en la capital alemana. En su formación juvenil también tuvo relevancia la lectura crítica de algunos textos de Lenin, como por ejemplo las Tesis de abril, las Cartas desde lejos y El Estado y la revolución. Uno de los textos de Lenin favoritos de AH era el discurso que el líder bolchevique pronunció en el segundo congreso de la Tercera Internacional, en 1920, en el cual presentó sus perspectivas sobre la «enfermedad infantil del comunismo» (el izquierdismo), sobre la teorización mecánica de los revolucionarios sin atención alguna a la astucia sutil de los acontecimientos; Lenin lamentaba el afecto de los dogmáticos por encontrar puntos ciegos en los infinitos caminos bifurcados de la historia, con el fin de mantenerse apegados a su línea: la tradicional fe comunista en que la crisis se resolvería por sí misma de una única manera —con un triunfo revolucionario— era a lo sumo inocente; siempre habría más de una forma de salir del atasco. «En ocasiones los revolucionarios buscan probar —escribe Lenin— que [para las clases dominantes] no hay manera de salir de una crisis. Esto es un error. No existe algo tal como una situación de absoluta desesperanza.»

En este punto concreto, solo en este punto procedimental concreto, se puede decir que AH llegó a ser «leninista». Desde el inicio de su vida pública creyó que en su desdén por las normas parlamentarias los comunistas y los nazis eran dos caras de la misma moneda, así como en su convicción de haber accedido a una verdad fundamental sobre el mundo y en su desprecio a todo el que defendía la complejidad de las cosas, o prefería una vía reformista. Fue muy excepcional su acercamiento al marxismo leninismo.

En 1933, con el ascenso definitivo de Hitler al poder y después de la muerte de su padre, emigró a París. Antes había asistido a clases de economía en la Universidad de Berlín durante un semestre, en el invierno de 1932-1933. Tras varias elecciones, los nazis obtuvieron el 37% de los votos y se convirtieron en el partido más importante del Reichstag. AH, dedicado al mismo tiempo al estudio y a la militancia política creyó imposible seguir haciéndolo en condiciones más o menos normales, y se exilió en París. Su decisión fue un ejemplo práctico de lo que más tarde definiría como «salida» frente a la «voz»: no existían condiciones para luchar contra el nazismo desde el interior del sistema. Era judío y de izquierdas. AH no había cumplido aun los 18 años. Su biógrafo resume: «No era un náufrago Odiseo luchando por volver a casa, ni un inmigrante determinado a renacer en otro sitio. Se trataba más bien de una condición errante, condición que lo separaría gradualmente de formar herederos de pensar el mundo».

No volvería a Berlín hasta 1979. Recorrió países y situaciones distintas hasta su asentamiento definitivo (aunque también nómada), en el interior de EEUU. Desde que salió de Berlín y en el transcurso de los siguientes tres años, AH alternó su presencia entre cuatro países (Francia, Gran Bretaña, España e Italia), se alistó para luchar en una guerra civil contra el fascismo, participó en un grupo de resistencia clandestino y, a pesar de esa vorágine de activista le dio tiempo a conseguir el título de doctor en Economía.

El paso académico por París lo recordó siempre como una equivocación, ya que se matriculó en la Ecole des Hautes Etudes Comerciales (HEC), que le enseñó, sobre todo, contabilidad, disciplina que apenas le interesaba. AH no pretendía ser un hombre de negocios, más bien su atención se centraba en la Economía Política, y esta era una especialidad que estaba prácticamente ausente de las enseñanzas de la HEC. En su autoformación iba desprendiéndose poco a poco del éter determinista (marxista) que había desarrollado inicialmente en su militancia y en sus estudios en Berlín; entendía que la teoría y la práctica política del marxismo tendía a ser unidimensional y dogmática, aunque salvaba de ello, como hemos dicho, a algunos de los escritos de Lenin que ponían su énfasis en aprovechar continuamente las posibilidades que se abrían, aunque aparecieran como heterodoxas. Ya entonces defendía una de las ideas fuerza con las que construiría todos sus libros: el lenguaje nunca podía ser encarcelador de la realidad.

Tras la decepción de la HEC su siguiente paso fue la London School of Economics (LSE), a la que llegó en 1936 con una beca. 1936, un año mágico marcado por circunstancias que afectaron, en distinto grado, el devenir de la doble personalidad de AH: la de activista antifascista, con el inicio de la Guerra Civil española; y la de estudioso, con la aparición en Cambridge de La teoría general del empleo, el interés y el dinero, la obra magna de John Maynard Keynes, que revolucionaría la teoría económica del siglo XX. A AH le afectaría en principio mucho más la primera que la segunda. Siempre fue un luchador antifascista estuviese en el lugar en que estuviese (Alemania, Francia, Gran Bretaña, España, Italia, EEUU, o América Latina).

La LSE se aproximaba mucho más a lo que él demandaba para su formación que los conocimientos que le habían dado en París. En Londres sí había Economía Política. Sin embargo, AH escogió una versión libre de la enseñanza, dado que ya poseía un título. Es muy significativa la descripción que hace Adelman de este centro de estudio en relación a lo que le interesaba entonces a nuestro personaje: había dejado de ser tan solo un lugar de entrenamiento para científicos sociales, comprometido con el socialismo fabiano o con una aproximación a los problemas contemporáneos desde una perspectiva de la ingeniería social, y Londres estaba en camino de convertirse en una de las capitales intelectuales más importantes del mundo, plena de investigaciones con las más dispares condiciones. El refundador de la antropología, Bronislaw Malinowski, los sociólogos T. H. Marshall o Karl Mannheim, así como míticos politólogos como Harold Laski o historiadores económicos como R. H. Towney destacaban en sus campos de estudio y dictaban sus cursos en auditorios abarrotados de estudiantes. La LSE era la contraparte intelectual de la Universidad de Cambridge, donde trabajaban Keynes, Hayek, Lionel Robbins, etcétera. No existen evidencias de que AH asistiera habitualmente a los cursos de estos últimos.

Estudiando AH en Gran Bretaña se desarrollaba ante sus ojos la revolución keynesiana. A comienzos de febrero de 1936 —aún no se había producido el golpe de Estado fascista en España, aunque faltaba muy poco— se observa una larga cola de estudiantes y profesores en las librerías especializadas, y entre ellas la de la LSE, para comprar la Teoría general de Keynes. Era un libro «muy difícil», según AH, que es muy consciente de que había empezado una nueva etapa en la economía y que se va a producir una confrontación intelectual entre la LSE y Cambridge, y en el seno de esta última universidad entre los seguidores de Keynes y los ultraliberales como Hayek o Robbins, que se iban a oponer con todas sus fuerzas intelectuales a las ideas centrales que emergían de la Teoría general, entre ellas la de la intervención de los Estados para sacar a los países de la atonía económica, y la existencia de los llamados animal spirits (las emociones y los afectos tienen tanta importancia como la racionalidad en el comportamiento de los ciudadanos), la parte que más le interesó a AH de la revolución keynesiana.

Sorprendentemente, AH no participó apenas en la misma, ni a favor ni en contra, pues su cabeza estaba en otros problemas económicos, y sus procedimientos se centraban sobre todo en las pequeñas ideas, en las pequeñas reformas, en los pequeños avances, rechazando casi intuitivamente los descubrimientos vinculados a doctrinas y escuelas de pensamiento totalizadoras, a teorías generales como la de Keynes. Nunca se sintió cómodo con el sabio de Cambridge ni pareció apreciar su personalidad arrolladora y soberbia (quizá porque era todo lo contrario de la modestia idiosincrática de AH). No siguió sus cursos, aunque en alguna ocasión fue, con algunos amigos, a dicha universidad a escucharle conferenciar. Mientras los acompañantes de AH salían extasiados, él mantuvo su desconfianza y su distanciamiento crítico ante lo que se presentaba como una «teoría general». Desde su alejamiento del marxismo con el que había coqueteado en Alemania, trataba de evitar cualquier otro «ismo». La excepción a esa frialdad fue Piero Sraffa, otro economista de Cambridge, de quien le interesó tanto su teoría como su compromiso político. Nacido en Italia, Sraffa había huido del fascismo mussoliniano y se había instalado cerca de Keynes. A los 28 años ya era catedrático de una asignatura denominada Economía Política y no ocultaba su ideología de izquierdas. En la universidad italiana Sraffa conoció a un tal Antonio Gramsci, con quien mantendría una relación de amistad hasta la muerte de este último en 1937. Desde su exilio en Cambridge (nunca abandonará su nacionalidad italiana) Sraffa combatirá el encarcelamiento de Gramsci y le proporcionará todo tipo de materiales sobre el debate que se estaba originando con especial brillantez en Cambridge, con una generación incomparable de economistas como Joan Robinson, Nicholas Kaldor, Maurice Dobb, Hicks o Robertson, además de Keynes y el propio Sraffa. Este se convertirá en el eslabón perdido entre un conservador como lord Keynes (personalmente fue un conservador y políticamente un liberal, pese a que la historia, paradójicamente, le haya reservado un lugar preferente entre los pensadores socialdemócratas) y un comunista como Gramsci, entre dos mundos muy diferentes, la Italia fascista y el Círculo de Cambridge. A través de Sraffa, Keynes se interesará por la enfermedad fascista del sur de Europa y, sobre todo, por la tragedia personal de Gramsci. Por su parte, este último demandará continuamente los trabajos de Keynes y de su equipo de colaboradores; en medio, el economista turinés mantendrá abierta la cuenta bancaria para que su amigo comunista pueda abastecerse de libros y publicaciones, sin limitaciones, y siguiese estudiando en la cárcel hasta su muerte.

Sraffa contribuyó, dentro de los ambientes keynesianos, a las discusiones preparatorias de la Teoría general. Cuando murió, en 1986, el presidente de la República Italiana, Sandro Pertini, lo despidió con estas palabras: «Fue el heredero genial y el renovador de una gran tradición del pensamiento económico, un profesor ilustre para generaciones de estudiantes, un monumento a la cultura europea democrática y antifascista, un militante activo de la lucha por el desarrollo de la civilización democrática. Ha muerto un gran italiano en el que se fundían en una sola pieza el genio científico y la más alta conciencia moral y política». Cuando AH visita a Sraffa y entran en resonancia, este último estaba inmerso en la edición de las obras completas de David Ricardo. Años después, cuando rememora su relación con Sraffa, dice que sacó la determinación de seguir el ejemplo del economista italiano: entretejer análisis económicos sofisticados con el compromiso político.

Al finalizar el periodo becado en la London School of Economics, AH vuelve a un París muy distinto del que había dejado: enfebrecido por la solidaridad de la sociedad civil con el legítimo gobierno republicano español. El golpe de Estado militar del general Franco había fracasado y se había convertido en una siniestra guerra civil. Para muchos intelectuales de todo el mundo, España aparecía como la avanzadilla de la serpiente fascista que trataría de dominar, en sus distintas modalidades, el continente europeo. Una vez más, AH tropieza con un dilema personal, que en aquellos momentos estaba presente en muchas personalidades de la intelectualidad de izquierdas (André Malraux, Jean Paul Sartre, Ernest Hemingway, Albert Camus, entre otros): estudiar, formarse y ocupar lugares relevantes en el mundo académico o de influencia pública, o suspender coyunturalmente esos estudios y sus obras de creación para adherirse a la causa republicana, que era la causa de la democracia, en primera línea de combate. No se sabe exactamente en qué momento tomó la decisión, pero sí en que dirección: AH subió al tren hacia Barcelona con los primeros voluntarios alemanes e italianos: «En cuanto escuché que había al menos una posibilidad para hacer algo, me fui».

AH abandonó por un tiempo los debates teóricos y los ensayos de Economía Política y se apuntó a las Brigadas Internacionales. En España sufrió pronto el desengaño de las luchas fraticidas entre las izquierdas (especialmente entre el Partido Obrero de Unificación Marxista, cercano al trotskismo, y el estalinista Partido Comunista de España, y entre los comunistas y los anarquistas) cuando participó en el frente de Aragón, después de pasar tres meses en Cataluña. Precisamente George Orwell, vinculado también al POUM, llega a Barcelona en el mismo momento en que AH parte hacia el frente de Aragón. No hay evidencia de encuentro entre ellos.

Siendo Ernest Lluch rector de la Universidad Menéndez Pelayo, trajo a AH a Santander (España) a principios de los años noventa del siglo pasado a participar en un curso, y publicó una conversación con él en la revista Claves de Razón Práctica. En la misma, Lluch escribe lo siguiente: «AH conoció España directamente por haber intervenido en la Guerra Civil. Atraído por la formación de izquierdas POUM vino voluntario a las Brigadas Internacionales y luchó en el frente de Aragón. En Tardienta [pueblecito oscense] fue herido muy gravemente y casi perdió la vida. La gravedad de sus heridas, así como un cierto sentimiento pesimista sobre el desenlace de la guerra, sobre todo entre miembros de la Confederación Nacional del Trabajo [sindicato anarquista], hizo que no volviera. Esto le hizo solo cambiar el campo de actuación contra el fascismo. Sin embargo, poco tiempo después cruzaría España. Huyendo precisamente del fascismo, el 20 de diciembre de 1940 llegó a la ciudad de Gerona con el intento de pasar hacia Barcelona y Madrid hasta la Lisboa donde tenía que encontrar su salida hacia EEUU. Era una auténtica y lenta odisea. Volvía a España y recuerda siempre, con gran humor, cómo los vagones iban sobrecargados de personas, y de todo ello tiene siempre un recuerdo imborrable: “Había varias mujeres que se escondían debajo del asiento y cuando parecía que no había peligro charlaban sin parar unas con otras asomando la cabeza”. Siempre tiene el deseo de hacer el mismo recorrido».

No volvió a España hasta 1964.

La experiencia española de AH en la Guerra Civil no le dejó recuerdos gratos. Tuvo innumerables oportunidades a lo largo de su extensa vida de contar su experiencia española, sus sentimientos y los detalles de ese periodo, pero no lo hizo nunca, más allá de algunas explicaciones muy generales. Fue muy pudoroso en ello. Quizá el párrafo citado con Lluch sea de lo más extenso que se puede encontrar. La pena y la incomprensión por la lucha cainita de la izquierda, que en definitiva significó su derrota ante los fascistas, fue una lección nunca olvidada por AH, sobre todo cuando tuvo que enfrentarse a otros hechos de la misma naturaleza (principalmente en América Latina) y observó con temor las contradicciones que tantas veces se multiplicaban entre reformistas y revolucionarios. Fue renuente a hablar de la España de la Guerra Civil a pesar de las ocasiones en las que sus estudiantes y sus colegas se lo demandaban en busca de un hálito romántico que AH no concedió nunca.

Alemania, Francia, Gran Bretaña, Francia, España. Todavía le quedaba otro salto en Europa: Italia. Y dentro de Italia, una ciudad de apenas 300.000 habitantes, Trieste, a orillas del mar Adriático, frontera con los Balcanes, alguna vez en disputa entre el Imperio austrohúngaro e Italia. Allí llegó gracias a caprichosas triangulaciones viajeras y allí encontró la calma para doctorarse y convertirse en experto en la economía italiana, trabajando en su instituto de estadística. Fruto de ello fue la publicación de su primer libro (La potencia nacional y la estructura del comercio exterior), en el que analizaba el intercambio desigual en las relaciones comerciales entre el III Reich y los Estados del este, sudeste y centro de Europa, que permitieron al nazismo crecer y acumular capital.

La tranquilidad triestina le permitió abundar en esa otra parte de la personalidad de Hirschman, que le acompaña hasta la muerte: su gusto por la gran literatura, Flaubert, Montaigne y Maquiavelo. Sin embargo, el aparente reposo intelectual de AH fue temporal: la lucha contra el fascismo siguió teniendo prioridad en su actividad. Inició entonces una serie de viajes de Trieste a París, alistándose en el ejército francés bajo el nombre de guerra de «Albert Harmant» y dedicándose fundamentalmente, a sacar compañeros, amigos e intelectuales de la Europa ocupada por los nazis rumbo a EEUU, a través del Emergency Rescue Comité. En dicha actividad, que siempre tuvo en cuenta el sombrío final de Walter Benjamin suicidándose Port Bou, en la frontera con España, huyendo del nazismo, figurarán nombres tan prestigiosos como los de Hannah Arendt, André Breton, Marc Chagall, Marcel Duchamp, Max Ernst, Wilfredo Lam, Alma Mahler, Heinrich Mann, Walter Mehring y otros. Se estima que más de dos millares de refugiados abandonaron la Francia ocupada a través del citado comité de rescate.

Ni el París de finales de los años treinta era el de cinco años antes, cuando AH estudiaba contabilidad, ni AH era el mismo chaval despistado de un lustro antes. París no era la ciudad abierta de siempre y AH se confrontaba a las señales de la guerra con una mayor formación: era doctor en Economía, disponía de las herramientas teóricas de las ciencias sociales, y comenzaba a verse a sí mismo como un escritor en comisión de servicios de activista contra el fascismo. Tenía 23 años y ya era un veterano. Su «momento de valentía» no había finiquitado, pero empezó a pensar en otra etapa de su vida: la americana.