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La etapa americana

El viaje a EEUU tiene su propia historia. AH tenía que buscar fondos para hacer lo que le apetecía: estudiar e investigar. Llegó a la conclusión de que el sitio más adecuado era Berkeley, en California. El itinerario escogido para su siguiente emigración tiene las siguientes etapas: París, Barcelona, Madrid y Lisboa, donde embarca y desde donde llega a Jersey City en enero de 1941. Tenía 25 años. Su biógrafo cuenta su paso por una España gris, ya en manos del fascismo: «Cuando Hirschman llegó a Barcelona halló una ciudad llena de miedo, que no era ni la sombra de lo que había sido. Se despidió de sus compañeros y deambuló por la ciudad, visitando de nuevo lugares que había defendido pocos años atrás. Luego tomó un atestado tren hacia Madrid: era el día justo antes de Navidad y las familias viajaban a Madrid para visitar a los familiares detenidos en las abultadas prisiones de Franco. Algunos pasajeros estaban verdaderamente asustados y tenían un aspecto miserable; se agachaban y se escondían bajo los bancos. Otros pasajeros los cubrían con su equipaje cuando los revisores y los policías inspeccionaban los pasillos. España era más aterradora que Francia. Al día siguiente tomó el tren en Madrid con destino a Lisboa; solo cuando cruzó físicamente la frontera hacia Portugal empezó a desaparecer el miedo».

AH embarcó en el SS Excalibur, uniéndose a la larga lista de intelectuales europeos —y especialmente alemanes— exilados a EEUU, que tanta influencia mundial tuvieron luego en disciplinas como la economía, la filosofía, la sociología, o en artes como el cine, la música o la novela. Se le abría la oportunidad de reinventarse en aquel personaje que había soñado en Europa: un intelectual, un escritor.

Las dos primeras circunstancias que le ocurrieron nada más pisar tierra americana determinaron el resto de su vida: comenzó a trabajar en la Fundación Rockefeller en asuntos relacionados con la economía política (la que sería definitivamente su especialidad) y, sobre todo, conoció a su mujer Sarah Chapiro, que será musa, compañera de tantos viajes y cómplice intelectual hasta su muerte muchos años después (La retórica reaccionaria está dedicada «A Sarah, mi primera lectora y crítica durante cincuenta años»). Fue su alma gemela y lo complementaba a la perfección: mientras Albert era reservado y a veces silente, lo que en ocasiones le hacía aparecer como antipático o despreciativo con su interlocutor, Sarah era muy extrovertida. Ambos eran desplazados. Sarah era francesa, de origen ruso y estudiaba literatura y filosofía. Se casaron el 22 de junio de 1941.

En aquel momento Berkeley era una fábrica de marxistas, que ya eran investigados por el FBI. Es de suponer que, con sus antecedentes antifascistas y, sobre todo, con su presencia en la Guerra Civil española en el seno de un partido de raíz trotskista, AH integró desde el principio el pelotón de los sospechosos. Sin embargo, hacía mucho tiempo que nuestro protagonista había abandonado las veleidades marxistas que había mamado casi desde su adolescencia. No le gustaban las grandes construcciones teóricas, totalizantes, sino los avances paso a paso. Escogía lo mejor de cada una de aquellas y rechazaba lo demás. Esto también le distanció, como hemos avanzado, de la gran polémica intelectual de los economistas de aquel tiempo: el keynesianismo, alrededor del cual se había construido el New Deal del presidente Roosevelt que había domesticado la Gran Depresión iniciada el año 1929 y que había hecho tambalearse al capitalismo. Como había sucedido en Europa, bordeó la obra de Keynes situando el foco en espacios distintos a los que se había referido el economista británico. Cuando más tarde se produjo la confrontación teórica entre los discípulos ingleses y los discípulos americanos de Keynes (Cambridge contra Cambridge), AH estuvo ausente de la misma.

La Fundación Rockefeller le dio la oportunidad de mejorar sus credenciales académicas y sacar un doctorado americano en economía. Aprovechó el tiempo para mejorar su formación matemática y poco a poco, escribiendo a mano, comenzó a pergeñar su primer texto de la etapa americana, titulado La potencia nacional y la estructura del comercio exterior que, publicado por la Universidad de California, pasó prácticamente desapercibido ya que las preocupaciones económicas de la época estaban alojadas en otros puntos de interés, vinculados con la Teoría general de Keynes.

El 7 de diciembre de 1941 la armada japonesa, sin ninguna declaración de guerra previa y sin ningún aviso explícito, bombardeó la base naval estadounidense de Pearl Harbor en Hawai y EEUU entró en guerra. El apoyo ciudadano interno en EEUU a la no intervención en el conflicto mundial, que había sido mayoritario, se desvaneció casi de repente. La vida teórica de AH, que tanto había anhelado, quedó nuevamente interrumpida por las circunstancias: inmediatamente se alistó en el ejército americano. No podía confrontarse con la idea de que hubiera una guerra contra el fascismo de la que él, humildemente, no formara parte. El fascismo era el Mal, con mayúscula.

El ejército de EEUU lo envió a Italia y allí ejerció sobre todo funciones de traductor, aprovechándose de su poliglotía. Allí se encuentra con varios amigos y numerosos escenarios de su etapa europea anterior. Un día cualquiera paseando por Roma, ve en el escaparate de una librería un libro recién publicado: Camino de servidumbre, de Friedrich Von Hayek, cuya lectura le removió y del que luego dijo: «Leer este libro es muy útil para alguien quien, como yo, creció en un clima colectivista; te hace pensar muchas cosas y me ha mostrado una posición con respecto a tantos puntos importantes en comparación a cuando tenía 18 años». Hayek defiende en dicho texto, con el que tanto se confrontará AH medio siglo más tarde, que la intervención de los gobiernos no puede ocurrir de manera acotada, pues una interferencia lleva inevitablemente a la siguiente en una cadena sin fin; las secuelas de este proceso son distorsiones cuya corrección impone más intromisión pública para corregirlas, en una dinámica que empuja a la sociedad a la servidumbre. Hayek muestra cómo los intentos de «hacer el bien» en los sistemas antiliberales producen grandes males, aunque no sean intencionales.

Mientras está en Siena, Sarah da a luz a Katia, su primera hija, y Úrsula, su hermana, se casa con Altiero Spinelli, uno de los padres de lo que será la nueva Europa, la de la Comunidad Económica Europea.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial vuelve a EEUU, donde se instala definitivamente (con saltos a diferentes países latinoamericanos) y escribirá la mayor parte de su obra teórica a lo largo de los años. Su primer trabajo de esta etapa es en la Reserva Federal (Fed), a la que representará en el Plan Marshall (European Recovery Program), un programa concebido en EEUU para ayudar a la reconstrucción de la Europa occidental, que había sido el principal espacio de batalla desvastado durante la guerra y, de paso, evitar la propagación del comunismo. Se trataba de reconstruir aquellas zonas destruidas por la contienda, modernizar la industria, eliminar las barreras al comercio y, en definitiva, hacer próspero de nuevo al continente. Ejerciendo sus funciones se encontró con el que luego sería uno de sus principales amigos y cómplices intelectuales: el economista de origen canadiense John Kenneth Galbraith. Su colaboración en el Plan Marshall le dio la ocasión de volver a varios países europeos, Francia, Italia, etcétera, aunque no a su país de origen, Alemania. La partición de Berlín y la existencia de dos Alemanias (la República Federal y la República Democrática), como representación iconográfica de la Guerra Fría, afectó mucho a su moral y acentuó su carácter reformista frente a hipotéticas veleidades rupturistas.

La Guerra Fría agudizó las contradicciones políticas en todo el mundo. En EEUU, el Comité de Actividades Antiamericanas buscaba comunistas hasta debajo de las piedras, en los ámbitos obreros e intelectuales. Nada menos que el representante de EEUU en las negociaciones de Bretton Woods, en las que se reconstruyó el origen económico internacional de la posguerra, Harry Dexter White, fue llamado a declarar a ese comité temiendo que fuese un espía de la URSS. White había sido el gran contendiente teórico de Keynes en las citadas negociaciones. No es de extrañar que ese ambiente histérico preocupase a AH y a su familia (ya tenía dos hijas). ¿Qué pensarían los inquisidores anticomunistas de un hombre que había pertenecido a las juventudes socialdemócratas alemanas, que había luchado en la Guerra Civil española con las Brigadas Internacionales bajo la disciplina de un partido trotskista y que había participado en la resistencia francesa? Lo refleja certeramente Adelman: «No resulta extraño que AH sintiera una asombrosa afinidad por Joseph K, cuyo arresto por un crimen que nunca supo que había cometido fue el principio de una pesadilla burocrática en El proceso de Kafka, siempre leído por Hirschman».

Fue uno de los tres millones de ciudadanos investigados. Las dudas sobre su lealtad fueron letales para su carrera en la administración americana. El FBI decía haber encontrado una fuente de «fiabilidad desconocida» que afirmaba que AH había sido comunista en Francia, en 1940; otra fuente dijo lo contrario: que en España había sido anticomunista en 1936. El hecho de que se expresasen estas contradicciones sobre su ideología no alejó, o así lo interpretó él, las sospechas macartistas sobre la asombrosa posibilidad de que fuese otro espía soviético de los que la URSS había incrustado en el interior de EEUU. En ese contexto de inquietud, en el momento en que la cruzada del senador McCarthy había alcanzado altos niveles de histeria, AH recibe una oferta del Banco Mundial para irse a trabajar a Colombia. No lo dudó. Comienza así un nuevo y muy fértil curso en su vida, aunque ahora ya todos los saltos geográficos que dará tienen siempre la misma estación termini: EEUU.

La estancia de la familia Hirschman (Albert, Sarah, Katty y Lisa) en Colombia fue mucho más larga de lo previsto: casi un lustro. En muchos aspectos esos fueron los mejores años de su vida, y Albert tuvo la ocasión de reinventarse una vez más. Cuando terminó su trabajo en el Banco Mundial, no regresó inmediatamente, sino que amplió su estancia en Bogotá, trabajando como consultor privado. La principal diferencia de los estudios que proporcionaba AH respecto de muchos de sus colegas consistía en la enorme cantidad de trabajo de campo que practicaba para llegar a sus conclusiones. Eso lo hacía diferente en el terreno de la consultoría. Colombia fue un buen laboratorio desde el que observó las graduaciones de libre mercado y de planificación económica que conllevaban las políticas públicas. No fue casualidad que el inicio de los trabajos sobre el desarrollo que ocuparon a AH en estos años coincidieran con la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en el seno de la ONU, el influyente think tank para la región, y con el texto del economista argentino, Raúl Prebisch, El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas, que inició toda una escuela del desarrollismo.

Cuando termina su trabajo de consultor privado, la familia Hirschman volvió a EEUU y se instaló en Yale: Albert obtuvo un contrato de profesor visitante. A partir de entonces sus viajes continuos a distintos países de América Latina devendrán en un rito cotidiano. En ellos contacta con los intelectuales más interesantes del desarrollismo latinoamericano; por ejemplo, con el brasileño Celso Furtado, otro de los nombres que falta en la lista de merecedores del Premio Nobel de Economía, tan colonizada por los economistas norteamericanos a lo largo de la historia. Estando en Yale publicó el que se puede considerar el primero de sus libros grandes: La estrategia del desarrollo económico (1958). Al revés que el anterior, La potencia nacional, este se distribuyó en el momento oportuno, cuando el desarrollismo era considerado una de las escuelas de pensamiento del mainstream de la profesión. Coincidió en el tiempo, por ejemplo, con la Teoría del desarrollo económico, del profesor W. Arthur Lewis, con las investigaciones del economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Paul Rosenstein-Rodan, o con el libro de Ragnar Nurkse Problemas de formación de capital en los países insuficientemente desarrollados.

El libro de AH devino en un referente, sobre todo en la región latinoamericana, y recibió la atención y numerosas críticas positivas, algunas de economistas tan reputados como Amartya Sen o Charles Kindleberger. Le haría célebre en el interior de su profesión, aunque con la pátina de heterodoxo en los estudios sobre el desarrollo. Gil Calvo resume así su posición: «Los modelos ortodoxos de crecimiento equilibrado (basados en el incremento paralelo y sincrónico de consumo y producción, ahorro e inversión, capital y trabajo, o unos sectores y otros) resultan directamente inaplicables a los países en vías de desarrollo que inician aceleradamente su industrialización. En cambio, aquello que a primera vista puede obstaculizar el equilibrio del crecimiento (es decir, los desfases, las distorsiones, los sesgos, los desajustes, los desequilibrios) encierra sin embargo racionalidades ocultas, que pueden ser aprovechadas con suficiente habilidad en un sentido favorable al desarrollo».

Entre tales racionalidades ocultas, que pueden actuar a modo de paradójicas llaves de judo, capaces de impulsar el desarrollo se encuentran, entre otras, las políticas de desarrollo desequilibrado y de crecimiento antagónico.

Instalado ya en EEUU, viaja en red a los países latinoamericanos (de EEUU a cada uno de ellos y vuelta a casa), pero tampoco en EEUU se queda quieto, sino que salta de una a otra de las mejores universidades norteamericanas. Intelectual siempre errante, su principal anomalía en comparación con la mayor parte de sus colegas es su aversión por la enseñanza. Le interesaban mucho las posibilidades que en la universidad se le abrían para la investigación, pero no para la enseñanza. Se consideraba a sí mismo «una catástrofe de profesor».

Aun así, pasó por Columbia, Harvard, Yale, Stanford, Princeton, etcétera, dejando un reguero de textos que forman el nudo gordiano de su obra y que son los que mejor han desafiado el paso del tiempo. En los departamentos universitarios frecuenta a algunos de los más importantes científicos sociales de la época como el politólogo Samuel Huntington (que teorizó el choque de civilizaciones), los economistas Paul Baran (participante activo en la revista neomarxista Monthly Review), el ya citado Galbraith, o los que serían Premios Nobel: James Tobin, Amartya Sen, o Kenneth Arrow. Desde estos centros universitarios permanecía atento a lo que sucedía en América Latina. Participa, por ejemplo, en la colección de ensayos titulada Controversias sobre Latinoamérica, editada por la Twentieth Century Fund, con un libro titulado Desarrollo y América Latina. Obstinación por la esperanza. O con un texto sobre la búsqueda del progreso en el que examina las reformas de países como México, Argentina, Colombia (donde regresó varias veces) o Chile. Este libro, escribe AH, en cierto sentido proporciona el material para un «manual del reformista» necesario para establecer cierta competencia a tantas obras publicadas sobre las técnicas de la revolución o los golpes de Estado militares. Lo concibió como una especie de alternativa teórica a La guerra de guerrillas del Che Guevara. El objetivo de Estudios sobre política económica en América Latina. En ruta hacia el progreso era «acabar con la rígida dicotomía entre reforma y revolución y mostrar que los cambios que ocurren en el mundo real son a menudo algo fuera de estos estereotipos». En este libro ya se muestra esa multidisciplinariedad que será una de las señas de identidad del hirschmanismo. Se trata de un estudio polifacético en el que no solo se tienen en cuenta elementos estrictamente económicos, sino que también se incorporan a él consideraciones políticas, sociológicas e incluso históricas, en el mismo plano.

Las rutas que AH estima que conducen al progreso no son siempre rectas o cortas. Una lámina de Paul Klee, que se reproduce en las páginas preliminares del último libro citado, revela mejor que las palabras, los múltiples y a veces inciertos caminos por los que las naciones van progresando hacia sus metas. Era la época de las intervenciones de EEUU en distintos países latinoamericanos que acabaron con sangrientas dictaduras militares. AH, muy decepcionado por estas salidas (y también por la revolución cubana, de la que pronto se distanció), argumentaba que los norteamericanos tenían que aceptar que las fuerzas revolucionarias no eran una amenaza para el progreso, y los latinoamericanos, por su parte, habían de entender que la revolución no era el único camino para hacer ese progreso posible. Ya entonces se manifestaba contra una derecha extrema que trataba de hacerse con el monopolio del poder a través de los golpes de Estado, y de una izquierda antisistema (que siempre creyó que AH era demasiado tibio en sus análisis latinoamericanos) que entendía que la revolución era el único remedio para los males estructurales de la región. No fue un equidistante, sino que siempre defendió el gradualismo como modo de actuación, el incrementalismo en la acumulación de reformas; no creyó en los golpes secos y espectaculares en la política. Ello se manifestará con claridad en La retórica… y coincidirá, básicamente, con los teóricos más significativos de la CEPAL y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), ambas con sede en Santiago de Chile, tales como Oswaldo Sunkel, Aníbal Pinto, Fernando Enrique Cardoso, y con otros como el argentino Guillermo O’Donnell, con quien trabajará frecuentemente.

De Columbia, donde siempre estuvo incómodo y no tuvo buena conexión ni con sus colegas ni con los estudiantes, pasó a Harvard. De una sola tacada esta última universidad fichó a dos de las estrellas de Nueva York: Samuel Huntington y AH. Pero tampoco logró aquí una buena conexión con su ambiente universitario, sino que más bien jugó un papel marginal en el mismo. Adelman sugiere que su importancia fuera del departamento de economía era inversamente proporcional a su perfil dentro de él. La Economía Política había pasado de moda y AH, uno de sus representantes más egregios, era visto como un bicho raro, como una especie de curiosidad del pasado. La peculiaridad consistía en que muchos de los numerosos estudiantes que acudían a sus clases no provenían del departamento de economía sino de otros departamentos relacionados con las ciencias políticas y la sociología. Huntington y él dirigieron un seminario sobre desarrollo político, patrocinado por Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts; fue un intento —fallido— de promocionar de modo institucional ese ambiente más interdisciplinar dentro de los economistas, que creían imprescindible para el avance empírico de las ciencias sociales. Además de los dos directores contó con la colaboración de profesores de la categoría de Galbraith, Kenneth Arrow o Wassily Leontieff.

Estando en Harvard publicó El comportamiento de los proyectos de desarrollo (1967) con el Banco Mundial. Su campo de acción superaba en esta ocasión el escenario latinoamericano y se internaba en experiencias asiáticas y africanas. Este estudio tampoco tuvo especial impacto, por dos circunstancias: en primer lugar, no era considerado un trabajo académico ni tampoco un texto útil para quienes debían haber sido sus principales destinatarios, los políticos de los lugares analizados; quedó en territorio de nadie en un ambiente muy cuadriculado. Y segundo, porque tropezó con la enemistad de algunos funcionarios del Banco Mundial, alérgicos a la novedosa idea incorporada por AH de que los efectos distributivos de una acción han de ser tenidos en cuenta centralmente en el diseño y evaluación de los proyectos y en el momento de aplicar las políticas monetarias y fiscales. Su experiencia en la elaboración de este estudio corroboró una visión en general crítica de los expertos internacionales, que mantuvo a lo largo del tiempo; entendía que en lugar de ser indispensables por su conocimiento y por su capacidad intelectual para entender las dimensiones del problema que pretendían ayudar a resolver, solían ser a manudo muy limitados en el entendimiento de las circunstancias locales en las que actuaban.

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