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1. Distinciones corporales prohibidas
La complejidad del acercamiento a la significación de la corporalidad humana es una característica de nuestra época. La indicada crisis contemporánea se presenta a simple vista como social y cultural, en el mejor de los casos. No obstante, desde una aproximación más profunda, es válido entenderla como una manifestación de crisis antropológica, una del estatuto personal del hombre y su intimidad. Desde esta perspectiva, posiblemente el sentimiento más claro de nuestra generación sea la perplejidad con respecto a la identidad personal y el propio cuerpo. Oscilamos entre la identidad, la confusión o la indiferencia de la relación cuerpo-persona y desde ella, entre naturaleza, cultura y libertad.
Acudir a tales distinciones permite establecer un terreno común en orden a la comprensión del viviente humano. El problema del cuerpo está íntimamente ligado al problema de la identidad, además apuntar a la originaria libertad gracias a la que el hombre es capaz de identificarse. La confusión tan general en torno a las distinciones sobre el cuerpo ha conducido a que diversas sociedades y culturas estén condicionadas por este problema antropológico.
Si bien nos anteceden siglos de discriminación donde las diferencias humanas se exageraban en detrimento de la dignidad humana, a nadie se le oculta la ideologización de la llamada diversidad identitaria y corporal. De la mano, se encuentra la promoción cuasi dogmática de la neutralidad en la lógica de todo vale lo mismo. Hoy está políticamente prohibido hacer indicar distinciones entre varones y mujeres, entre niños, jóvenes y adultos, entre las características raciales humanas. Se propaga peligrosamente una quimera de lo corporal entendido como neutro y que las distinciones entre sexos, razas y edades se consideran, en todo caso, elegibles y sujetas a deconstrucción al gusto. Puede decirse que mientras que la diversidad subjetiva se defiende y celebra: la diversidad que deviene de la naturaleza está prohibida. Se promueve la idea de que la vida humana no presente diferencias por sí misma, o bien, las diferencias nada significan en quién es quién. En buena medida, las únicas distinciones que aparecen como prohibidas son las que se refieren al cuerpo; no se permite abogar por las distinciones significativas que el cuerpo manifiesta, de modo que se abre paso una modalidad distinta de discriminación que masifica.
Ante la desorientación global que supone obviar las distinciones corporales y pretender el ideal igualitario se pierde el sentido de la alteridad y con ella, de la relacionalidad humana. En este sentido, nos resulta útil seguir algunas indicaciones del psiquiatra canadiense Tony Anatrella[2] y el filósofo francés Fabrice Hadjad.[3]
Efectivamente, la diferencia mujer-varón se ha vuelto prohibida y la profundidad de los sexos está aún inexplorada. En nuestros días, vivimos el reino de los iguales en el que se reina en uno, el sí mismo y la relación no es más que una extrajera indeseable. En el mundo de los cuerpos neutros, la dualidad que se presenta más subestimada es la que se refiere al sexo: ser mujer y ser varón. Paradójicamente, después de la liberación sexual hablar de sexo parece peligroso. Desde el oscurecimiento en esta distinción sexuada, la corporalidad se mira en un espejo roto y carente de referencia: una corporalidad líquida. Se comprende la sexualidad como un supuesto abanico infinito de posibilidades llamado socioculturalmente “diversidad sexual” a modo de coctel rockanrolesco. Hoy, se hace especial énfasis en la libre manifestación sexual, pero se omite cualquier referencia con el punto de partida. Se supone que las posibilidades sexuales en el cuerpo son literalmente infinitas y todas, de algún modo, insignificantes; con ello, se sostiene que el cuerpo nada tiene que decir de la vida personal. Cuerpo y persona se encuentran escindidos.
Proponiendo la llamada odredad (neutro de maternidad y paternidad), se omite en la educación y crianza de los hijos de la maternidad y paternidad propias de la diferencia mujer-varón. Como secuela de tal omisión, se diluyen también todas las relaciones y vínculos afectivos propios de la familia: abuelos, tíos, primos, etcétera. De igual forma, se promueve a la mujer, pero se le excluye de su maternidad, como si se dijera: “te quiero mujer pero no te quiero madre”, y lo mismo para el varón. En tal tesitura, el niño carece de acogida materna que lo introduce en una considerable inseguridad vital y además carece de reto paterno que lo introduce en una pereza del confort.
La negación de un cuerpo maternal es muy problemática en el desarrollo infantil por razones obvias que la ciencia contemporánea no deja de indicar continuamente. Piénsese de entrada, por ejemplo, en la lactancia materna; por su parte, el reto propio del juego es la invitación al infante para salir de sí. Así como es necesaria la participación en el cuidado de las necesidades de conservación de la persona, la participación en el juego es de severa importancia en el desarrollo de los primeros años. La existencia de un mundo fuera de sí permite establecer la relación con los objetos: la objetividad. Por tanto, es necesaria dicha confrontación –propia del varón en su función paternal– para madurar esa posición psíquica y enfrentar la objetividad del mundo y sus leyes; en la misma línea, es necesaria la interpretación propia de la mujer de las necesidades de los hijos en su función maternal para promover el cuidado y satisfacción de las mismas. El esfuerzo de mujer y varón, en tanto que madre y padre, permite en suma la estabilidad afectiva básica para desarrollos posteriores, y tal esfuerzo, depende en buena medida de la dotación corporal de cada uno y en ningún caso al margen de ella.
En nuestro tiempo, es frecuente detectar adultos que carecen de la capacidad de representar e interpretar el mundo donde viven en cuanto su potencial y sus adversidades, así como de distinguir el sentido de sus leyes. Uno de los muchos aspectos causales a los que se puede atribuir dicha incapacidad de los adultos de aceptar que la realidad tiene un modo de ser, independientemente de cómo les haga sentir esto, está relacionado con la ausencia de alteridad sexual en la crianza. En la actualidad, la permanencia del narcisismo y el subjetivismo emocional en el que tantas personas permanecen se relaciona fuertemente con la falta de un varón como la figura paterna en el desarrollo.
Por una parte, la ausencia del varón en su rol paternal se manifiesta en la actitud de autoconservación de los infantes. La ausencia de alteridad sexual en el desarrollo de un individuo se encuentra relacionada con la pandemia sociocultural de subjetivismo emocional. También es posible encontrar relación en la proliferación de confusiones en la identidad sexual, así como las adicciones masivas a la pornografía, la masturbación y la experimentación afectiva con narcisismo y soledad infantil, lo cual, con frecuencia, se consolida en la edad adulta.
Por otra parte, se sabe muy poco sobre la ausencia de la mujer como figura materna. Apenas se comienza a explorar las consecuencias de la ausencia de la madre en los primeros años de desarrollo infantil; esto porque existen pocos casos en los que una mujer no es la figura materna, cosa que no solía pasar con la figura paterna. Difícilmente se puede saber qué síntomas corresponderán a los casos de adopción legal por parte de dos varones y la fecundación asistida con vientres subrogados. Nos hemos introducido en una transformación social de imprevisibles efectos colaterales; son fenómenos sociales demasiado recientes como para tener muestras suficientes de hijos sin una mujer como figura materna. Asimismo, rarísimos son los casos de familias monoparentales que carezcan de la madre, la gran mayoría se trata de la ausencia del padre; sin embargo, es altamente probable que los experimentos sociales de hijos sin mujer como figura materna muestren en unos años un caos psicoafectivo como consecuencia.
Dada la pérdida de sentido de la alteridad corporal, la distinción sexual masculino-femenina se oscurece y con ello también se pierde el sentido de la relación mujer-varón. Una manifestación clara es que social, cultural y legalmente parece no haber distinción entre la unión conyugal y el contrato consensuado entre dos adultos conscientes en la compra venta de una propiedad. Las relaciones de pareja se comprenden como un contrato donde dos personas acceden a los beneficios y responsabilidades que dicho contrato confiera por el tiempo que dure. Es decir, sin el sentido de la complementariedad sexual, la relación de pareja entre personas toma el mismo sentido que la mayoría de contratos humanos en un contexto capitalista: acceder a bienes. El problema es que si la relación de pareja no se significa en la complementariedad dual sexual propia de la naturaleza humana; entonces, se significa socialmente, desde el marco político en el que se da expensas de cualquier moda o fluctuación arbitraria.
De ser así, la relación de la que se originan los hijos se estructura en un intercambio de satisfacción de los propios deseos eróticos y necesidades narcisistas; por lo que dentro de las familias, las parejas no soportan atravesar por las crisis de crecimiento que supone cualquier vínculo interpersonal de vida. Los hogares fundados en una relación utilitaria tienen como consecuencia frecuente abusos,[4] acosos, abandonos, injusticias y rechazos, tanto físicos como psicoafectivos, por parte de los padres y como constante en la biografía personal. Es decir, si los hijos se entienden desde la perspectiva del consumo, se abre la puerta a darles el trato que se le da a cualquier propiedad, en consecuencia, su valor refiere a una utilidad subjetiva, por más loable que sea.
Algunas consecuencias que pueden fácilmente relacionarse con este problema son el masivo voyerismo digital o adicción a la pornografía, la práctica de sadomasoquismo y mutilaciones voluntarias, la promoción de supuestas identidades homosexuales en infantes y los actos de masturbación compulsiva. Todos estos fenómenos contemporáneos con respecto a la corporalidad humana tienen un terreno común, a saber, la carencia afectiva en la infancia.
Como se ha dicho, la alteridad sexual está cargada de significado aún por explorar. En la crianza, se provee desde la mujer –en su figura materna– la base psíquica de aceptación, seguridad y satisfacción pulsional. En contraste, el varón provee –desde la figura paterna– la independización de la simbiosis materno filial para la confrontación con la vida como un juego con reglas objetivas.[5] El estado infantil de autoconservación en la que se mantienen adultos hoy en día parece negar la objetividad del crecimiento y el envejecimiento. Si el origen del propio cuerpo no es una dualidad complementaria, sino un intercambio consensuado de satisfactores, entonces, el crecimiento pierde norte. Por consiguiente, el narcisismo infantil se mantiene y las personas no reconocen la responsabilidad que cada etapa de desarrollo del cuerpo significa.
En cambio, en esta situación, el propio cuerpo se comprende como medio para conseguir aceptación, seguridad y satisfacción pulsional, como si nunca se dejara la etapa de infantil en modalidad adolescente. Una manifestación de lo anterior son los adultos en estatus de eternos adolescentes gastando la mayoría de sus recursos y energías –tanto materiales como intangibles– en orden a adquirir cuerpos esculturales. Es un excesivo afán por mantenerse lo más apegado posible a los ídolos estereotipados del momento, todos ellos con rasgos físicos y personales de adolescentes.
En ese orden de ideas, las personas se ven reducidas a medios para que alguien más quiera satisfacer sus propios impulsos. Parece que lo importante es que el cuerpo despierte el deseo de otra persona en un afán de relacionarse sin relación. Crecer, o envejecer, hoy, carece de sentido; se trata del ideal del sex appeal adolescente en coordenadas de neutralidad, lo cual es un esfuerzo fracasado desde el inicio: una utopía de identidad sexual. Mantener un cuerpo sexualmente atractivo es una actitud de las masas, de tal modo que la insatisfacción emocional venga a ser compensada por alguien, y para lograrlo, hay que atraer a los demás. Así, la identidad propia y de los demás se ve objetivada por una utilidad subjetiva. Desde esta perspectiva, se encuentra una cierta explicación a la pandemia de dietas excesivas, el abuso de fármacos con actividad corticoide, los comportamientos compulsivos de ejercicio, el auge de las cirugías estéticas, la adicción a los autorretratos en redes sociales y los comportamientos compulsivos alimenticios.[6]
Si la diferencia sexual entre mujer y varón no significa nada, la familia se comprende como una comunidad fundada en una subjetividad de ficciones sexuales identitarias que cada quien construye para sí. Una de las consecuencias más graves es que, dado que los hijos no se significan desde la complementariedad sexual, entonces, lo hacen a partir del contexto económico dominante. Por ello, se promueven prácticas como la anticoncepción, el alquiler de úteros, la donación de óvulos y espermatozoides, la adopción de huérfanos como derecho, la manipulación genética de los hijos “al gusto”, el aborto, la subrogación de vientres y la inseminación in vitro; pues son prácticas que hacen posible que los hijos se “tengan, cómo y cuándo se quiera”. De esa forma, se objetiva a los hijos con el fin de simular a una familia ideal y, por tanto, subjetivamente estereotipada.
Puede afirmarse que, en cierta medida, toda sociedad y en toda época se ha fallado de algún modo en la manera en que se organiza la vivencia de la distinción entre varones y mujeres, y niños y adultos, acuñando situaciones opresivas dentro y fuera de la familia. Esto es suficientemente válido y adecuado denunciarlo; sin embargo, pretender que el problema se resuelva anulando las distinciones corporales, sobre todo la sexual, mediante el afán de neutralidad o conflictividad corporal subjetiva, es un reduccionismo antropológico de fatales consecuencias. Dicha pretensión ha llegado hasta las políticas públicas de algunos países que se encuentran en el extremo de anular, incluso, la distinción gramatical de género.
La igualación de sexos y la prohibición de la distinción corporal han emigrado del discurso político a uno psicológico donde los mismos ciudadanos son los que replican la ideología que han interiorizado y hecho propia. Una supuesta liberación de los oprimidos y marginados a causa de la distinción corporal básica, la cual pretende disminuirse con un nuevo totalitarismo ideológico conocido que, lejos de ser una teoría, es casi siempre una ideología de género. Lo que dicha propaganda social y política promueve es un igualitarismo que desconoce las distinciones naturales y manifestativas, además del sentido personal con respecto a la corporalidad.
En este clima, los medios masivos de comunicación, así como las cámaras de decisión política se organizan alrededor de argumentaciones de considerable pobreza antropológica y se presentan como punto de referencia sobre decisiones importantes en el plano político, social, cultural y familiar. La perspectiva que se promueve como fundamento para la organización social mundial constituye una repetición de clichés emocionales estandarizados, los cuales sostienen que la identidad de la persona se sustenta en deseos, impulsos y traumas. La identidad personal, que si bien no se reduce a la dotación natural, se tambalea al carecer de un punto de apoyo y fundamento de despliegue de la libertad identitaria. Si un piso se vuelve imposible, también construir identidad, y por el contrario, se diluye o idealiza de modo que el remedio sale peor que la enfermedad.
El contexto es un cierto marxismo ideologizado que promueve las disforias de género como un estilo de vida. Las mutilaciones genitales voluntarias, lo mismo que el sometimiento de menores de edad a terapias hormonales que bloquean la pubertad se presentan como derechos a la salud, en los cuales, el propio criterio es un consenso casi siempre arbitrario o politizado ideológicamente. Algo similar sucede en el ámbito educativo donde es general la promoción de la masturbación juvenil como método de clarificación identitaria que normaliza el desorden sexual.
La propagación de una supuesta perspectiva de género es fragmentaria y parcial ante una perspectiva de familia y tiene como presupuesto la corporalidad humana como un rompecabezas de infinitas piezas en las que no se sabe cuáles corresponden a cada una de sus dimensiones: el cuerpo como un puzzle irracional. Manifestación de ello es el presupuesto común en las políticas públicas de muchos países que se justifican, con el prejuicio de la codificación genética, que la genitalidad, el deseo sexual, la orientación sexual y el deseo afectivo son cinco rasgos independientes entre sí. Tal fragmentación antropológica tiene también de fondo la dualidad mujer-varón que estructura la naturaleza humana.
La perspectiva de género es una postura ideológica que prohíbe la distinción natural entre personas, y propone que la diversidad es fundamentalmente subjetiva. El avance en inteligencia artificial y en ingeniería genética, entendidas como el mayor de los logros de la civilización, demuestra la necesidad por dominar las diferencias naturales para neutralizarlas y someterlas a una mera subjetividad arbitraria.
Una de las consecuencias más problemáticas de la instalación de esta ideología es la manipulación sobre la sexualidad a la que están expuestos niños y jóvenes en todo el mundo,[7] propuesta por la gran mayoría de los ministerios de educación de los países occidentales que sugieren que la corporalidad está a merced de creencias, deseos e impulsos sobre los cuales fundar el criterio para que la persona se comprenda a sí misma. Efectivamente, hoy es muy difícil encontrar educación sexual integral; por el contrario, estamos en medio de una continua educación técnica del acto sexual lo que obviamente es un reduccionismo antropológico.
Ejemplo de esto, como ya hemos indicado, es la promoción de la masturbación como actividad educativa, incluso en edades prescolares. También se sugieren juegos de rol en los que las personas se experimenten como el sexo opuesto y se difunden propaganda, cuentos, historietas, series de televisión, cuya finalidad es la disolución de la distinción sexual. Asimismo, se ofrecen asesorías a padres de familia en orden de desaconsejar una educación diferenciada varón-mujer dentro de la propia familia.[8] De igual manera, los ministerios de salud de muchos países ofrecen mutilaciones, tratamientos hormonales aversivos y bloqueadores del desarrollo como derechos a la salud, cuando se basan únicamente en el deseo de la persona, así sea menor de edad.
En definitiva, la diferencia sexual se ha vuelto prohibida con el fin de establecer la utopía de la igualdad. Tal proyecto se encuentra fallido con lo que se genera una frustración considerable, pero sobre todo, lleva a la organización social, y de manera particular a la familia, a un círculo vicioso con daños colaterales. ¿Por qué sostener esta postura de efectos perversos? Una posible respuesta es un utilitarismo mercadológico. El cuerpo se ha convertido en un objeto de comercio y utilidad; la aplicación Tik Tok es un ejemplo de mercado donde el propio cuerpo sensualizado es la mercancía de los mostradores.
2. La utilidad comercial del cuerpo
Una primera referencia de encuentro y conocimiento mutuo es la familia como fuente de parentescos y origen natural. Entre más interés por conocer a esa persona, más interés en su ascendencia, pues el cuerpo nace vinculado a su origen. Necesariamente, la vida comienza en la unión sexual de varón y mujer; en el cuerpo se revela que el ser humano es quien nace de padre y madre. Además, su condición al nacer es de fragilidad y carencia, y esa fragilidad propia del cuerpo recién nacido refiere profundamente a la relación con alguien femenino y alguien masculino, quienes le engendran, protegen, proveen y educan. Esto quiere decir que el cuerpo de la persona es filial y ese carácter remite directamente a la distinción del padre y la madre. Así, la unión de varón con mujer es el primer aspecto vinculante en el que la persona significa su encarnación.
La negación de la distinción dual complementaria de varón y mujer oscurece el origen del cuerpo de la persona, y con éste, el significado del mismo. El problema es que el cuerpo refiere a la familia, a su origen, a la distinción complementaria de padre y madre. Cuando no lo hace, el oscurecimiento de su finalidad y sentido familiar se ve sustituido por el sentido de pertenencia al sistema estatal o comercial. Dado que el sistema estatal de la mayoría de los países occidentales es el capitalismo neoliberal, el rumbo que toma el cuerpo es el de objeto del mercado; si se oculta el carácter filial solamente queda la pertenencia al sistema.
Se trata hoy de dos ejes directamente proporcionales: a mayor filiación menor objetivación corporal y viceversa. Por lo mismo, así como la familia suele ser la referencial vital, sin ella, el modelo de vida pasa a ser lo que mercado establece, donde el cuerpo está disponible de venta o renta. Por ello, la vida íntima de las personas se hace cada vez más dura, porque el cuerpo únicamente puede ser comprendido como instrumento y esto no comparece con los anhelos más profundos.
Son muchos los problemas generados a partir de la mercantilización del cuerpo y, junto con él, de la propia vida. Algunos de los más destacables son la trata de personas, la prostitución y el abuso sexual como una pandemia global que se promueve dada su capacidad de generar dinero gracias al alcance de mercados insospechados en su fácil consumo por medios digitales. A los niños se les sensualiza desde muy temprana edad animándolos a abandonar su infancia prematuramente para adoptar estereotipos adultos del mercado y sin ningún traspaso por la adolescencia. Desde muy pequeños, se ven envueltos en esta mercantilización sexual como consumidores de pornografía y como objetos para generarla. Basta echar un vistazo en las redes sociales y darse cuenta de la cantidad de contenido sexual que menores de edad crean y publican. Todo esto enmascarado bajo la idea de libertad, de educación sexual que, incluso, los propios padres han interiorizado y fomentan; en este escenario, cualquier criterio de razonabilidad de la sexualidad juvenil es estigmatizado como ideologización.
Lo que se ha vuelto moral y políticamente correcto es propuesto como incorrecto de modo que lo razonable hoy es ser inmoral y políticamente incorrecto; sin contar que, además, dada la globalidad del mundo digital y de la promoción del llamado sexting, se mercantilizan fotos, videos y datos de menores de edad que, en muchos casos, caen en redes de trata o libre voyerismo digital al estilo de plataformas como OnlyFans y Lips. Hoy, muchos adolescentes ganan millones de dólares publicando fotos eróticas en redes sociales en una supuesta modalidad de influencer.
El uso generalizado de anticonceptivos en mujeres es otro síntoma sociocultural actual que puede asociarse a la mercantilización del cuerpo. Con base en una supuesta liberación, se auto esclaviza libremente y convierte en objeto del varón. ¿Liberarse de qué?, de la posibilidad de embarazarse; ¿por qué?, porque se tiene sexo y nada más.
Si nos detenemos un poco, la publicidad con frecuencia propone que la mujer libre es aquella que tenga el tipo de cuerpo capaz de tener relaciones sexuales sin el riesgo de embarazarse. ¿Quiénes son las personas que tienen el tipo de cuerpo que pueden tener relaciones sexuales sin el riesgo de embarazarse y sin importar la edad? Se trata de los varones; suena disruptivo, pero así es. En el fondo, existe una creencia opresiva femenina inconsciente: el propio cuerpo tal como es naturalmente, le pone en un lugar de inferioridad frente al masculino. Este planteamiento proviene del hecho de que el cuerpo masculino, tal y como es naturalmente, le hace más productivo en términos de capital; por el contrario, el de la mujer parece una injusta esclavización frente a la imperiosa necesidad de mantener el modo de trabajar masculino, porque el embarazo, el parto y el tiempo de lactancia son procesos en los que, efectivamente, se ve imposibilitada en buena medida para producir. Si el sentido último del cuerpo es capitalista, son ellas quienes, naturalmente, se encuentran en desventaja, y esto debe ser corregido.
De ser así, puede explicarse por qué la pretendida lucha social feminista, en el fondo, actualmente cae en una batalla en contra de la naturaleza misma de su cuerpo. Si la presente lectura no es errónea, el problema es que la feminidad entendida únicamente a la luz de un sistema capitalista definitivamente es una desventaja, pues mucha de su riqueza se ve como impedimento; sirva de ejemplo el hecho de que el cuerpo de la mujer es el primer hogar de todo ser humano. En ese sentido, la riqueza del cuerpo femenino no encuentra su clave en coordenada utilitaria. No obstante, esto no quiere decir que la riqueza del cuerpo del varón no se encuentre también ensombrecida o que no corresponda con la lógica capitalista; como se vio en el apartado anterior, la ausencia de varones jugando su rol de padre es también muy grave.
La mercantilización masificada del cuerpo ha llegado también a las expresiones artísticas y literarias que remiten a una crisis interior más profunda de lo que ordinariamente se piensa.[9] Por su parte, en los círculos científicos se asoma la realidad de un agotamiento genético y la instalación de un sistema de patentes como instrumentos de monopolización de todos los códigos genéticos y los saberes asociados al manejo de la riqueza biológica.[10] En la misma línea se va generalizando el diseño genético de las próximas generaciones en orden eugenésico o meramente arbitrario. Dentro de tal situación, los hijos se convierten en objeto de derecho del Estado y, en el mejor de los casos, de los mismos padres. En parte, hasta la defensa de la legalidad del aborto parece sostenerse en la propuesta de que el útero y todo lo que contenga es propiedad privada de la madre.
En síntesis, parece que la disolución de significado familiar del cuerpo lo sitúa como producto de mercado o herramienta productiva, consecuencia de la prohibición de la distinción sexual que termina por oscurecer el significado filial del cuerpo. En tiempos dominados por la técnica mercadológica y digital, el cuerpo termina en el estatuto de bien productivo, consumible, intercambiable o para la compraventa. Por consiguiente, el cuerpo se comprende en términos económicos y, con ello, también la vida humana.
Aún en medio del caos comercializador, la persona no parece renunciar por completo al eco emocional que le sugiere la necesidad de vincularse íntimamente con otras personas. En consecuencia, la vida se hace cada vez más ardua, pues el cuerpo comprendido como instrumento no comparece con los anhelos más profundos. El ser humano persona necesita identificarse, encontrarse significado y vincularse. La familia perfila el sentido de la naturaleza humana tanto en la relación entre personas como en la relación con el mundo; sin embargo, hemos señalado, actualmente se rechaza el significado familiar del cuerpo, de manera que la familia se desfigura. Así, el deseo emocional de vincularse se torna hacia uno mismo.
Puede decirse que el impulso natural hacia los demás, al carecer de sentido familiar, solamente permanece en el nivel apetitivo, es decir, de los impulsos. Dicha encrucijada puede explicar que los impulsos afectivos y apetitivos se comprendan como el núcleo de la identidad personal. Las tendencias apetitivas y afectivas impulsan a la persona a vincularse y, a falta de sentido familiar, se da la identificación de la persona a partir de sus impulsos sexuales y afectivos.