Kitabı oku: «En busca del cuerpo personal», sayfa 3
3. Apetitos y pulsiones como referente identitario
A muy temprana edad, la persona manifiesta claramente un impulso natural que refiere a la necesidad de vínculo emocional con los demás. Es bien sabido que las caricias, los abrazos y los besos son parte de lo que necesita un bebé para su desarrollo. Además, son esas mismas manifestaciones las que se pueden observar ya, de un modo un tanto impulsivo, en niños preescolares. Si bien podría pensarse que lo hacen por imitación, el hecho de que lo piden muy comúnmente para su consuelo, muestra, de manera evidente, que la naturaleza humana efectivamente posee una dimensión apetitiva y afectiva que le es propia. Ambas dimensiones pueden distinguirse de muchas formas, una sencilla es pensar que la apetitiva se relaciona con el placer y la afectiva con los sentimientos. De cualquier forma, ambas hacen que la persona humana posea una especie de disposición natural al vínculo con el mundo y con los otros.
Sin embargo, como se estudiará a profundidad más adelante, ya desde la filosofía clásica se ha comprendido que ambas funciones necesitan de la articulación racional ajustada a la naturaleza humana para ordenarse apropiadamente. Además, las aportaciones de tinte cristiano, entre otras, han ayudado a vislumbrar que el sentido más alto de dichas facultades es, en una muy breve síntesis, familiar.
Los impulsos apetitivos, dentro de los que entran los sexuales y los deseos afectivos, se van desarrollando a lo largo de la vida de una persona. Esto quiere decir que se aprenden de las experiencias y de su integración de las mismas a la vida psíquica y racional. No obstante, que sean aprendidos no quiere decir que sean elegidos, pues la persona humana es capaz de aprender creencias e impulsos de modo inconsciente. Tampoco implica que los impulsos humanos sean producto de la imitación, pues el aprendizaje conlleva la elaboración psíquica e intelectual de ambas experiencias, dolorosas y placenteras, así como de la influencia de la emotividad.
Los apetitos y los deseos afectivos humanos, si bien son parte de su disposición natural, no son innatos y también se configuran a lo largo de toda la vida con base en la experiencia. Evidentemente, no se pretende negar que la disposición genética tenga algún rol, pero no puede sostenerse que los impulsos y deseos sean puramente biológicos.
Además de aprendidos, los impulsos humanos son flexibles, lo que quiere decir que varían en la persona con base en etapas de desarrollo y circunstancias personales. Por ejemplo, el deseo sexual no se experimenta del mismo modo a lo largo de la vida, incluso, varía en una misma persona a lo largo del día, con base en una serie interminable de factores contextuales y personales. Alguien bajo mucho estrés por su trabajo puede experimentar nulo deseo por la mañana hasta que acaba su jornada y puede experimentar cómo su apetito sexual aumenta, conforme van disminuyendo sus preocupaciones laborales. La idea de que el impulso sexual humano es rígido, en buena medida, es errónea; de ahí que significar la propia identidad corporal o sexual a partir de los apetitos se torna una tarea imposible, pues estos varían en un sujeto durante toda su vida, dependiendo de infinidad de factores que influyen.
Las dimensiones apetitivas y afectivas humanas son, como se ha explicado, principalmente aprendidas y flexibles. A pesar de que evidentemente se fundan en una disposición corporal, son dimensiones que dependen de la experiencia a lo largo de la vida. Otro factor importante es que varían de persona a persona, es decir, no son específicas. En las especies animales, los impulsos son codificados y todos los individuos responden del mismo modo ante los mismos estímulos placenteros y dolorosos (al menos de que los seres humanos incidan en manipularlos domesticándolos). En cambio, cada persona va desarrollando sus impulsos de modo único e irrepetible; por ello, es casi imposible explicar el modo en que operan los deseos apetitivos y afectivos de una persona mediante los de otra. Piénsese ¿qué les apetece comer a los seres humanos? Como se ve, el intento por dar una respuesta específica no es acertado, pues, aunque se intente hacer generalizaciones, la realidad es que la respuesta a esa pregunta remite a la complejidad cultural y la propia experiencia vital. Por el contrario, los animales no se enfrentan a esta complejidad porque no son seres culturales.
Las facultades apetitivas y afectivas humanas son dimensiones humanas que, si bien tienen un sustrato orgánico, se configuran a lo largo de la vida con base en la elaboración psíquica y racional que ella hace de sus experiencias. Cabe agregar que, pese a distinguirse por sus objetos, pues una se relaciona con el placer y el dolor y la otra con los sentimientos y emociones, como en todas las facultades de la persona, su modo de operar se encuentra fuertemente relacionado. Es decir, lo que sucede en la apetitividad afecta a la emotividad y viceversa.
Ejemplifiquemos lo antes dicho de manera sencilla: si una niña pequeña padece un fuerte susto mientras comía un pastel de chocolate, puede suceder que, a partir de esa experiencia, sienta disgusto por el chocolate. De hecho, la relación de estas dos facultades ayuda a comprender a profundidad las adicciones; ¿por qué es así? Porque la naturaleza humana está diseñada para que, en la medida que la persona padece placer o dolor en mucha intensidad, la intensidad con la que padece los sentimientos y las emociones disminuya. Esto tiene una razón de ser: si alguien padece una infección en los riñones, es importante que lo atienda más rápidamente que su preocupación por pagar las cuentas. Tal es el mecanismo simplificado de las adicciones y las conductas compulsivas: cuando alguien quiere distraerse de sus afectos, recurre al placer o al dolor. Por tanto, no importa si es consumo de alcohol, de mariguana, pornografía e incluso cutting o masoquismo; en el fondo la persona distrae su afectividad induciéndose dolor o placer.
Como se ha visto, estas dimensiones no pueden objetivarse como elementos estáticos y rígidos. Son funciones de los que la persona dispone en orden de su crecimiento personal. Ahora bien, la configuración en el modo de operar los afectos y los apetitos tiene una profunda relación con la complementariedad de varón y mujer en cuanto padre y madre. La unión de ambos roles hace posible psíquicamente la armonía reguladora de las tendencias humanas,[11] pues ordenar los deseos apetitivos y afectivos es una tarea en desarrollo, cuya base antropológica supone la distinción sexual y su complementariedad unitiva materno-paterna como fuente del vínculo filial.
El vínculo materno-paterno en dualidad complementaria, en unidad, hace posible que la persona pueda armonizar sus pulsiones e impulsos de tal modo que los pueda aprovechar a favor de su crecimiento personal. El oscurecimiento de la dualidad complementaria de varón y mujer como origen filial humano y su importancia en la educación de los hijos trae dos consecuencias graves: 1) la primera es que la persona padezca carencias en la relación padre-madre-hijo, manifiestas muy comúnmente en una falta de autorregulación de los afectos y apetitos; 2) la segunda, que carezca de un modelo que configure un cauce sano para ordenar sus funciones.
En el terreno de la psicología, son vastos los estudios que narran el modo en que trastornos de ansiedad, de angustia, de obsesividad compulsiva, así como la anorexia, la bulimia, la vigorexia, la masturbación compulsiva, las autolesiones y muchos otros son trastornos psicoafectivos coincidentes con la imposibilidad de las personas de regular los propios impulsos afectivos. En tal tesitura, la incapacidad para regularse afectivamente es raíz también de la causa más común de discapacidad en el mundo: la depresión.[12]
Otras manifestaciones graves de una pobre disposición de dichas facultades son las conductas antisociales en menores de edad tales como asesinatos seriales, tiroteos escolares, abuso sexual, acoso sexual, bullying, entre otros. Son numerosas las perspectivas donde la falta de regulación de los afectos y apetitos se relaciona muy estrechamente con la carencia de un sano y estrecho vínculo materno-paterno-filial. Esto puede entenderse así, no solamente porque la educación de dichas facultades se encuentra profundamente relacionada con la participación de cada uno de los padres en su rol, con base en su sexualidad masculina y femenina respectivamente; sino que, además, el modelo de unidad complementaria de ambos padres configura el sentido natural familiar para el cual ordenar los afectos.
Veámoslo del siguiente modo: si el modelo de unión de los padres es fiel, respetuoso y amable, esa estructura de vida conforma una referencia en los hijos para organizar establemente su propia afectividad. En cambio, si el modelo carece, por ejemplo, de papá, más difícilmente el descendiente puede visualizar el sentido de sus propios impulsos sexuales, pues sin distinción dual complementaria, el deseo sexual se desfigura o altera.
Efectivamente, la falta de sentido familiar de la estructura corporal humana hace que sus funciones pierdan norte y referencia. La igualación de los sexos provoca que los impulsos apetitivos y afectivos sean considerados fuente de referencia para la propia significación del cuerpo y de la propia vida. Es problemática la pretensión de significar la identidad de la persona con referencia a la afectividad e impulsos apetitivos; y es aún más problemático reducirla a esa dimensión. Sin embargo, actualmente se pretende redefinir la corporalidad y su sentido en la vida de la persona, el matrimonio, la familia y la filiación, con base únicamente en dichas facultades. Este diagnóstico se ve claramente en algunos de los códigos civiles de Occidente que se fundan en los impulsos sexuales y afectivos de las personas y no en los derechos y responsabilidades propios de la dualidad y complementariedad sexual.
Actualmente, en muchas ciudades se legisla la organización civil a partir de la experiencia subjetiva de los impulsos y de los deseos afectivos. Un ejemplo que lo ilustra claramente son las políticas públicas con respecto a la adopción de hijos. Si se estudian detenidamente, parece que el derecho de adopción ya no se funda en la necesidad de filiación de los huérfanos, sino en la satisfacción de un deseo elaborado a partir de los propios impulsos sexuales, las necesidades afectivas y los deseos emocionales de los adultos. Se presupone que una persona tiene derecho a “tener” hijos porque desea ser padre y además posee el derecho de compartir custodia arbitrariamente. Es decir, en lugar de fundar las políticas públicas de adopción en los derechos y necesidades de los niños sin hogar, se basan en los deseos afectivos de los adultos. ¿Cuántas veces se escucha decir que cada persona tiene derecho a compartir custodia con quien siente atracción sexual y en el momento que desee ser padre? Otros síntomas del mismo diagnóstico, pero con el uso del avance científico, son la compraventa de espermatozoides, la renta de úteros y los procesos que descansan en la idea de que cualquier medio es considerado como válido con tal de satisfacer dicho deseo afectivo.
Ante este panorama, parece urgente atender el problema desde una perspectiva antropológica, asistiendo con detenimiento la etiología de esta crisis.
B. La estructura antropológica de la crisis
Se ha dicho que el cuerpo actualmente se comprende como un objeto de mercado o un cúmulo de impulsos afectivos. Ambas consecuencias se han relacionado con la pérdida del sentido de la complementariedad dual de varón y mujer. Considerando lo anterior, parece que valdría la pena profundizar y encontrar el trasfondo de la negación de dicha distinción natural.
Un error común cuando se presenta una crisis consiste en concentrar los esfuerzos en atacar los síntomas en lugar de hallar la enfermedad que los ocasiona. De este modo, la enfermedad sigue avanzando y los tratamientos paliativos oscurecen el fondo patológico en el que nos encontramos. Basta un breve detenimiento para darnos cuenta que los síntomas psicoafectivos, socioculturales y político-económicos pueden estar respondiendo a una crisis general más profunda, puesto que, si dicha crisis se sitúa en el significado del cuerpo, puede más bien originarse en el significado que la persona le da a su propia vida.
La forma en que la persona se comprende a sí misma se encuentra estrechamente relacionada con el ejercicio de la libertad, pues el sentido de la vida humana es el sentido de la libertad. Una visión antropológica pobre hace que la persona se oriente de modo repetido hacia alternativas contrarias al sentido real de su existencia. Cuando esto sucede, se introduce una entropía social, un caos en el entramado de las conexiones sociales que manifiesta la preexistencia de una pérdida ontológica o decrecimiento personal en los núcleos más íntimos de la vida humana. A su vez, tal pérdida genera un entramado social muy problematizado. Visto de esta manera, el diagnóstico sociológico también es una aproximación antropológica.
Sin una noción antropológica abierta, inconformista e íntima, no se comprende qué es el cuerpo personal, por lo que no se aclara la jerarquía de diversas dimensiones humanas, lo cual dificulta su articulación de un modo que permita comprenderlas y armonizarlas con eficacia. Quizá sea ésta la causa de que el camino se haya obturado a grado tal que pareciera la negación la única alternativa. Lo que ocurre es que, frente a nociones y vivencias antropológicas que no alcanzan al carácter personal, no hay consenso sobre el origen, el fin y la radicalidad integral de la crisis humana.
Al parecer, el problema central desde el que desemboca la crisis en el significado del cuerpo es una situación de desorientación íntima, y por eso conviene decir que la crisis de hoy es fundamentalmente personal: el hombre está escindido, desgarrado en lo más íntimo de su ser y tiende a manifestarlo de modos diversos.[13] Uno de los más preocupantes es el modo en que la persona comprende y comunica su corporalidad, dado que no existe manifestación más inseparable de la interioridad humana. La situación de ruptura interior se encuentra revelada en un resquebrajamiento histórico y biográfico que responde inmediatamente al hecho de que la persona humana no es un abstracto, un supuesto, sino es real. Sin la fuerza integradora de cada quien, sólo es posible ver espacios fragmentados humanos, por consiguiente, el cuerpo cae en una objetivación ajena al carácter personal. El ser humano contemporáneo es un hombre contrariado, escindido y desgraciado.
En una panorámica sociológica, los síntomas de la crisis del cuerpo pueden sintetizarse en una falsa dicotomía: o emprendemos grandes esfuerzos de desarrollo técnico para controlarlo, lo cual hace que, en demasiados casos, los fines sean aislantes y autodestructivos; o bien, emprendemos grandes esfuerzos para manipular la organización sociopolítica, de tal modo que no haya impedimentos para satisfacer todos los impulsos, deseos y tendencias, independientemente de que éstos provengan de las experiencias más traumáticas y empobrecedoras de la vida.
La falsa dicotomía pudiera apuntar a un diagnóstico sociopolítico; es por ello que conviene un acercamiento desde la experiencia y desarrollo en lo que se refiere al mundo interior y a la intimidad humana. La crisis exige ahondar en el significado del cuerpo con miras al significado de la existencia de la vida personal humana. La desesperación necesita una respuesta de nivel superior y mucho más complejo que las alternativas que requieren los problemas de carácter técnico o médico. Exige una inventiva íntima verdaderamente novedosa, es decir, una personal.
Ya se ha visto que las pretendidas soluciones enmarcadas en el contexto de hiperconsumo objetivan y comercializan con el cuerpo; de igual manera, las pretendidas soluciones sociopolíticas, cuya intención es destruir cualquier coordenada que constriña la impulsividad, han propagado un totalitarismo ideológico que articula el modo en que vivimos nuestra libertad política, religiosa, económica, y mucho peor aún, nuestra libertad interior.[14] Paradójicamente, en este nuevo sistema totalitario, el hombre es bombardeado con la idea de que tiene que aceptar la ideología actual como un proceso de liberación; por lo que, al intentar salir de la crisis, piensa que significaría perder la libertad y así surge la desesperación.[15]
El hombre impacta directamente en el modo en que vive y comprende su cuerpo, es decir, el modo en que se vive interiormente. No obstante, en una sociedad que reproduce sistemas totalitarios ideológicos, se da lugar al anonimato, y con ello, al oscurecimiento de la conciencia de sí.[16] En ese contexto, el hombre es incapaz de distinguir el significado de su cuerpo, sus dimensiones y distinciones y, lo más importante, su sentido personal, lo cual indica un declive de intimidad y despersonalización.
Por todo lo anterior, puede decirse que la crisis actual es sobre todo antropológica; es decir, la raíz del problema es que se vive y comprende desde una mentira antropológica, desde una perspectiva errónea de quién es la persona. Los reduccionismos antropológicos han sido interiorizados y nos hemos hecho, de alguna manera, espiritualmente mentirosos, por lo que nuestro cuerpo, lejos de mostrarnos cómo somos, oscurece quiénes somos. Hoy no solamente falseamos con palabras, sino que nuestros cuerpos son ajenos a nuestra verdad personal. Por tanto, hace falta:
Recuperar el cuerpo como el mejor medio de manifestación de lo que somos. Veámoslo incluso en su dimensión pasiva: no es sólo que en el cuerpo y por el cuerpo podamos salir al encuentro de los otros, sino que también los otros podrán encontrarme a mí, sabrán quién soy, me verán, me reconocerán, sin fantasmas, sin imágenes, sin ídolos, sin avatares: me encontrarán a mí.[17]
No se trata de la mentira como una enfermedad del lenguaje verbal,[18] sino también, y sobre todo, revelada en el cuerpo. Esto implica que, en nuestra situación, lo propio es negar hasta lo autoevidente. La pretensión de igualdad que oscurece la sexualidad como la diferencia básica corporal, en última instancia, también afecta la posibilidad de comprender que el cuerpo puede revelar el sentido plenamente personal y libre de la vida de cada quien.[19]
Trabajar la genealogía de las nociones antropológicas actuales remite a reduccionismos frecuentemente repetidos en la modernidad, cuya consecuencia más radical consiste en obturar la libertad de pensamiento.[20] Pensar al cuerpo como objeto es mirarlo sin libertad de proyecto y desde una sensación de yugo interior porque carece de una configuración esperanzada. Esto hace que se pierda el sentido de la vida personal y social. ¿Por qué ha caído precisamente el cuerpo en un totalitarismo ideológico? ¿Por qué el diálogo se ha obstruido en un debate sobre la naturaleza y la cultura?
Son muchas las posibilidades desde las que se puede rastrear la pérdida de significado en el cuerpo de la persona; sin embargo, en este trabajo se abordan tres claves fundamentales. La primera clave es la cosmovisión fragmentada propia de la exageración del método analítico y el abandono de la visión global; es decir, comprenderlo a partir de una perspectiva que aumenta la cantidad de datos aislados y disminuye la amplitud de visión en la que todos esos datos puedan tomar sentido. La segunda clave es el individualismo atómico que deja al hombre desnudo de cualquier recurso de crecimiento y sentido. El cuerpo individual poco puede decir de la dualidad sexual, en tanto que individuo no es ni varón ni mujer. Además, la sospecha en que se comunique con la realidad, la duda metódica, provoca también la duda sobre si las personas pueden comunicar quiénes son. Finalmente, la tercera y más importante clave es la orfandad en la línea de una soledad masificada.
Como se ha repetido, la corporalidad, en su naturaleza, revela claramente un sentido familiar. El resquebrajamiento antropológico moderno destituye el sentido familiar de la persona y le deja huérfano. El rechazo al carácter filial de la vida humana llega a dimensiones insospechadas.