Kitabı oku: «Hagamos las paces», sayfa 2
2. Sociedad civil y espacio público
Se puede decir que, a partir de 1985, en condiciones precarias y ante la adversidad, la sociedad civil colombiana se ha ido construyendo y autodescubriendo hasta desarrollarse considerablemente en los últimos años. Del mismo modo, en los debates que se dan en esos años, aparece cada vez más la noción de espacio público, unida a una reflexión sobre el rol de la ciudadanía ante las carencias del Estado e instituciones políticas y su marcado desinterés, por decirlo de manera eufemística, por aportar soluciones al conflicto. Se habla entonces de tejido social y de la urgencia de (re)construirlo sobre otras bases, lo que significa que esta no es solo temática de los actores armados y de la clase política, sino de la ciudadanía en su conjunto, la cual asume tomar cartas en el asunto. De esta forma, nace, más allá de los diálogos de paz, un espacio público de debate.
A estas nuevas temáticas, han contribuido en buena parte los insurgentes desmovilizados que, entre 1990 y 1994, han vitalizado el terreno asociativo con la creación de múltiples organizaciones no gubernamentales que adelantan una labor social y política, a pesar de la insuficiencia de la ayuda pública. Bien se ve que ya no se trata de actos aislados ni de empresas solitarias, sino de sectores emergentes que se organizan alrededor del proyecto de reinventar una comunidad política: “En tanto que creación del espacio público de la pluralidad, la política de paz implica una trasformación del sentido mismo de la política. […] la paz es algo que se debe recrear incesantemente, desde la sociedad civil y no desde el Estado” (Gómez, 2008, p. 122).
Entre estos sectores de constitución relativamente reciente, vale la pena mencionar a dos que tienen especial relevancia en estas páginas, ya que se pueden calificar de excepcionales e inéditos en el contexto colombiano: las mujeres y la intelligentzia, que tienen por lo demás muchos nexos entre sí. Entre plantones, marchas y denuncias, diversos colectivos y movimientos de mujeres se apoderaron de la bandera de la paz y la gran actividad testimonial que desarrollaron desde aquella fecha responde a una voluntad colectiva de no echar tierra sobre el pasado ni sobre el presente. En cuanto a la inteligentzia es, como el sector de las mujeres, o hija de la violencia o víctima de ella, y se compone de estas capas populares y de la pequeña burguesía que han tenido acceso al estudio y han desarrollado una conciencia política: intelectuales, universitarios, maestros, periodistas y artistas.
Estos nuevos sectores, en unión con otros de larga trayectoria política, sindical, campesina, indígena y afrocolombiana, proponen otra concepción de la esfera pública, ya no como territorio para conquistar, sino como espacio compartido de construcciones: significaciones, referencias, juicios, apoyos, compasión. Esta propuesta apunta a resignificar tanto los espacios íntimos como los espacios públicos, ya que se busca llegar hasta los imaginarios para dejar atrás la acertada sentencia de R.H. Moreno-Durán: “[…] entre nosotros, el fratricidio es el único Contrato Social que hemos firmado y ratificado una y otra vez” (1999, p. 269). Con la circulación de la palabra, las memorias individuales se vuelven públicas y compartidas y se busca “promover un espacio ejemplarizante” en el que, a partir de la rememoración, se pueda llegar a un consenso colectivo sobre el No más (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación [CNRR], p. 73).
Este contexto inédito en Colombia registra, a su vez, una práctica artística que va a la par con la incesante actividad de la sociedad civil para reconstruir el tejido social, lo cual se acompaña de una nueva reflexión sobre el papel sociopolítico del arte.
3. Una nueva reflexión sobre el arte
En estas páginas avanzamos la hipótesis de que, a partir de la fatídica fecha de 1985 y en los años noventa y siguientes, el arte colombiano se va a centrar en su función simbólica, al elevarse contra la amnesia/amnistía5 y al entablar un diálogo con las Ciencias sociales. De esta manera, va a asumir que la memoria es un terreno de luchas y que el desafío consiste en rescatar experiencias individuales que se puedan poner en común, voluntad que lo inscribe de lleno en este movimiento de resignificación del espacio público iniciado por otros sectores. Incluso, se ha planteado la pregunta de si, en la representación de la violencia, no tendrá el arte herramientas de más impacto que las de las Ciencias sociales. En efecto, ¿cómo hacer percibir de manera sensible y tocando el corazón de cada uno de nosotros la magnitud y el carácter cíclico de las múltiples masacres? Si bien las estadísticas aportan pruebas de ello, no dejan de ser impersonales y frías. A estas carencias, responden los artistas colombianos con obras que son repetición, acumulación, amontonamientos, series. Por ejemplo, Mata que Dios perdona (1998), de Bravo; Réquiem N.N. (2006-2013), de Echavarría; Sedimentaciones (2011), de Muñoz; Las Sillas vacías del Palacio de Justicia (2002), de Salcedo; y 4.408 veces (1997-2004), de Morelos.
La voluntad de poner en escena el propio cuerpo y de utilizar la propia imagen constituye una personalización de las estadísticas, dándoles resonancia en el individuo. Los artistas colombianos han captado de igual manera la importancia del arte para con la memoria y los recuerdos enterrados e inconscientes. El arte puede aportar elementos que se les escapan al discurso y a la razón por el impacto inmediato y subliminal de la imagen, favoreciendo menos control racional o moral ante lo informulable. Contribuye, así, el arte a la memoria histórica desde su campo y un ejemplo de ello lo constituyen los 420 cuadros de la colección La Guerra que no hemos visto6. Igualmente, el Proyecto para un memorial (2005) de Óscar Muñoz se inscribe contra la amnesia al presentar imágenes de seres condenados a desaparecer en el olvido, “[…] al utilizar la persistencia de la imagen como un ‘memorial de agravios’ que interpela al Estado desde la esfera pública: esos individuos, procedentes de la masa estadística, se niegan a desaparecer de la Historia” (Roca, 2014, p. 18).
Generalmente, las diversas obras aquí mencionadas pueden presentar imágenes de la carne en vivo y de la sangre que brota, pero, a diferencia del reportaje y de lo que divulgan ciertas redes por Internet, no se complacen en mostrarlas ni se regocijan en el horror, se valen de la mediación de lo simbólico, que deja a la imaginación hacer su trabajo. También vale la pena subrayar que, en la mayor parte de la producción artística colombiana a partir de los años noventa, es notoria la presencia del otro, del “tú” bajo diversas formas. Por una parte, esto se traduce en la importancia de los archivos e imágenes tomadas por otros o a objetos que fueron de otras personas, lo cual responde a la percepción de que la memoria nunca es un asunto personal, sino que transita por muchos intermediarios: “Mi trabajo empezó siempre a partir de documentos hechos por otros” (Muñoz, cit. por Wills, 2014, p. 62). El espectador, por otra parte, se ve interpelado. Es este quien trae de nuevo al otro a la vida por su aliento en el espejo (Muñoz, Aliento 1995). Ese “tú” se convierte en “yo” cuando su ojo apunta al artista quien, al mismo tiempo, lo apunta también (Bravo, Blanco del ojo, 1994). De la misma manera, esos recorridos de las imágenes sobre las cuales se debe andar logran establecer un vínculo con el receptor, convocando a entrar en un “nosotros”. Así, Posada, por ejemplo, al hacernos caminar sobre las palmas de las manos de campesinos desterrados, logra crear entre ellos y nosotros una proximidad y una intimidad que nos conmueven (Mapas, 1990-2000).
4. Memoria performativa, arte y esperanza
Es de notar, por lo demás, que tanto los artistas como las prácticas llamadas “populares” apelan a una modalidad de la memoria que se caracteriza por ser espontánea, efímera y, por lo tanto, de difícil estudio, ya que se concibe para una participación directa y se produce en el momento mismo, bien sea en ceremonias de conmemoración, en cementerios, en adopciones o en marchas y plantones. Estas prácticas performativas son, sin embargo, “formas decisivas de hacer memoria” (CNRR, p. 235), ya que “antes que representar al pasado, lo incorporan performativamente” (CNRR, p. 19). En efecto, en esta relevancia otorgada a lo efímero y a lo que se produce en el instante compartido, se logra entre todos los participantes hacer vibrar al unísono el pasado.
En estas performances de la memoria, se busca escenificar públicamente el dolor para colectivizarlo y socializarlo, reinstalando así el sufrimiento de otros en la esfera pública. De esta forma, se comparten las memorias individuales y se condensan en torno a elementos que funcionan como puntos nodales, como lo son los lugares asociados a determinados acontecimientos: plazas, parques, caseríos y veredas, que se vuelven a situar en su historia, como en las pinturas de La guerra que no hemos visto, por ejemplo. Por su parte, la fotografía, arte del instante, rescata del olvido grafitis o sepulturas que van desapareciendo en el agua, como en algunas fotos de Bravo, haciéndole eco a este pensamiento de Muñoz según el cual: “[…] vidas humanas […] van flotando en los limbos del olvido que —mediante el acto de memoria— se vuelven a situar en su contexto histórico” (Muñoz cit. por Alloa, 2014, p. 62).
Este uso de lo efímero e irrepetible apela a las emociones compartidas, pero responde también a un doble movimiento: favorece la resiliencia y provoca el pensamiento, cumpliendo plenamente con una de las funciones del arte, tal como lo presentó Bourdieu: “[…] la estética tiene algo que ver con la ética» (2013, p. 14). El arte colombiano actual cumple esta función ética cabalmente, en la medida en que ha sabido abrir, entre tanto sufrimiento, un camino a la compasión y a la esperanza.
Bien es cierto que la multiplicidad asombrosa de iniciativas alrededor de la memoria que se valen del arte y que provienen de diversos sectores en Colombia7 puede incitar el temor a la fragmentación o a una dilución de su impacto. Con todo, no se puede olvidar que dicha fragmentación expresa también la diversidad de la sociedad y de la nación colombiana y, de alguna forma, contribuye a construir una idea de colectividad. En efecto, dice Todorov, para que las injusticias del pasado sirvan para luchar contra las del presente “[…] es necesario evitar que los hechos permanezcan como singulares e incomparables. La colectividad puede sacar provecho de la experiencia individual únicamente si reconoce lo que ésta tiene en común con otras experiencias” (cit. en CNRR, p. 240).
Volvemos a encontrar este aspecto esperanzador portado por el arte colombiano actual cuando vemos que no hace sino continuar, con las técnicas de ahora, un camino abierto por Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, Débora Arango, Carlos Correa y tantos otros. Esta continuidad se dobla de otra, generacional, con Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad, movimiento conformado por los hijos de militantes asesinados en los años ochenta, que convidan a otras generaciones “porque hijos somos todos” y que hacen memoria mediante la ocupación de espacios públicos con performances y prácticas artísticas (murales, grafitis, instalaciones, vídeos, marchas, peregrinaciones). Ellos reivindican:
[…] la incumbencia de la memoria para la sociedad en su conjunto […], la idea de la memoria como problema de la victimización es algo que reformulamos, esos derechos no son solo asuntos de las víctimas, sino de la ciudadanía en general, la posibilidad de asumir esos derechos es para formular procesos de transformación social. (CNRR, p. 209)
Pregonan así que la transformación social necesariamente tendrá que pasar por el advenimiento de nuevos imaginarios y representaciones: “[…] de la misma manera que las grandes revoluciones religiosas, una revolución simbólica trastorna las estructuras cognitivas y, a veces en cierta medida, unas estructuras sociales” (Bourdieu, 2013, p. 14). Podemos añadir que una construcción siempre conlleva algo positivo, más aún en este caso, porque se trata de la reconstrucción de una ética y de una cultura política.
5. El libro y sus diversos artículos
Con las artes convocadas en esta publicación, nos situamos más allá de la controvertida oposición entre “arte popular” y “arte culto”, dado que aquí ambos se encuentran en su propósito: la representación, por medio del arte y de sus mediaciones, del conflicto colombiano y de sus efectos sociales. La diversidad a la cual aludimos anteriormente se encuentra también en este libro, ya que los nueve artículos remiten en su forma a la pluralidad de las prácticas e iniciativas realizadas en Colombia. Los artículos se presentan a modo de testimonio, crónica, desarrollo cronológico, análisis de obras, enfoques jurídicos, reflexión filosófica o política. También los artistas reflejan esta multiplicidad, aun si faltan muchos, como por ejemplo representantes de algunas artes de gran relevancia en Colombia. Así, no figura el teatro, aunque tiene en el país una larga y notoria trayectoria. Precisamente, debido a la calidad y el reconocimiento de que ya goza el teatro colombiano, preferimos dar cabida a iniciativas por parte de víctimas cuya memoria interpela desde el escenario a la sociedad civil, como las que presenta Yolanda Sierra. En su conjunto, este libro quiere poner de realce los diversos ángulos de apreciación y de abordaje que determinados artistas colombianos tienen de su momento político y de cómo intentan, desde el arte, tomar cartas en el asunto. Pero el lector no dejará de notar unos leitmotivs que van armando la trama del texto y que le dan su unidad al conjunto.
La repartición del conjunto se hace así en función de varios criterios: por un lado, el enfoque que le da cada artista a su momento histórico y de cómo concibe su insersión en su entorno político, así como las modalidades que adopta para su realización. Por otro lado, se tuvo en cuenta la forma misma del artículo, es decir, los aspectos tratados en la obra de uno o de varios artistas o en iniciativas de índole colectiva. Sin embargo, elegimos abrir este volumen por una parte titulada “Las figuras titulares”, cuya denominación remite a esas presencias protectoras, pero también inspiradoras e incitativas. Consideramos que, para este libro, fueron dos. Por una parte, Jesús Martín Barbero, que despertó en algunos de los autores (alumnos y/o admiradores suyos) el interés por lo visual, por los signos, por lo que sirve para designar o significar otra realidad no descifrable de inmediato, es decir, por lo semiótico y lo simbólico. Prueba de ello es la contribucion de Jesús que, como lo veremos, despierta muchos ecos a lo largo de esta publicación. La segunda figura tutelar es la de Débora Arango, cuyo nombre, en seguida, se impone cuando se hace referencia a la expresión artística del período llamado de la Violencia (que padeció Colombia en los años cuarenta y siguientes), y que se plantea como una pionera en tanto mujer y como artista.
La segunda parte, “Los cronistas”, remite a dos artistas, Beatriz González y Óscar Muñoz, contemporáneos nuestros, que eligieron entre otros abordajes hacer crónicas, lo que significa situarse tanto al filo del momento y de sus noticias como registrar el tiempo que pasa. La tercera parte, “Desenterrar y hablar”, se interesa más bien en las relaciones entre el arte y las políticas de la memoria, es decir, oficiales, y de sus efectos tanto en el campo social como individual. Ahí se aprecian unas propuestas de desmovilización de los espirítus o de desmovilizacion cultural, según el término acuñado por John Horne8. La cuarta parte, “Prácticas culturales alternativas”, se centra en la apropriación de diversas prácticas artísticas por parte de sectores que tradicionalmente no han tenido acceso a ellas y que las hicieron suyas en en el contexto de la situación de urgencia que vivían: masacres, desapariciones forzadas, desplazamiento, necesidad de hacer el duelo o de mantener vivos y en alto el recuerdo y la dignidad.
Como lo dijimos, elegimos empezar y concluir esta publicación con nuestro admirado y querido maestro Jesús Martín Barbero, cuya primera contribución, “Prácticas de comunicación en la cultura popular”, es al mismo tiempo el primer análisis que publicó en Colombia. Corrían los años setenta y el joven semiólogo se interesó en dos prácticas populares, altamente significativas en la Colombia de entonces: las plazas de mercado y los cementerios. Enseguida, llama la atención el diálogo que se entabla entre aquel estudio y varios de los artículos de este libro, construyendo así uno de los leitmotivs de la trama del conjunto. Por ejemplo, Érika Martínez analiza El Puente, un montaje visual de Óscar Muñoz sobre el Puente Ortiz en Cali, el cual constituye una “[…] emblemática edificación que une el centro con el norte de Cali y que ha funcionado […] como un escenario de usos, ritos y encuentros sociales” (p. 104). Fernando Grisález, por su parte, en su presentación de La guerra que no hemos visto, incluye lo que se podría llamar el “paratexto” de las pinturas de dicha colección. Allí, uno de los pintores menciona esos cuerpos de víctimas que se dejan abanonados dado que la familia tiene que desplazarse: “Ese pobre cuerpo quedó ahí, porque quién lo va a recoger. De una vez, a la familia le dijeron “se van”, y les tocó irse, dejar botado todo” (p. 225). Otro de los pintores describe también el horror de los cuerpos descuartizados: “por aquí no estaban sino las cabezas colgadas en el cerco de la casa, ahí en esa casa. Habían dejado las puras cabezas, el resto del cuerpo no se encontró nada” (p. 230).
Se puede, así, medir la distancia, no solo temporal sino también política y social, que existe entre la Colombia que encontró Jesús, la cual, si bien padecía violencia desde hacía decenios, no había llegado a los casos extremos que empezaron en los años ochenta para ir crescendo. Cuán lejos están aquellos cementerios analizados por Jesús de lo que afirma Amparo Pérez, una madre de doce hijos cuyo esposo fue asesinado y tirado al río por los paramilitares: “El río Magdalena es el cementerio más grande que tiene Colombia” (CNRR, p. 211). Esta sentencia nos recuerda que, desde hace unas décadas, las mayores arterías fluviales del país se han convertido en fosas comunes de cuerpos sin identificación y que son tantas las tumbas con la sigla N.N. en los cementerios de los pueblos que no hay cifra certera sobre el número de desaparecidos por la guerra9.
Esta comparación entre la Colombia de entonces y la actual conduce a los trabajos fotográficos de Juan Manuel Echavarría sobre las tumbas de los N.N. en los cementerios colombianos (Réquiem N.N., 2006-2013). Estos trabajos son analizados tanto por Simón Moratto como por mí, así como su largometraje sobre el río Magdalena (2013)10. Allí, los habitantes de Puerto Berrío rescatan los cuerpos o sus partes para darles sepultura y un nombre, incluso adoptarlos y devolverlos así a la común humanidad. Sucede igual en el Parque Cementerio Gente como uno (Ríohacha), donde une mujer recoge los restos de los N.N., les reza y les da sepultura, lo cual demuestra que “[…] para algunas comunidades, la reparación pasa por reincorporar al tejido social a los muertos anónimos que han sido condenados al olvido” (CNRR, p. 227).
Al analizar la obra de Beatriz González, los críticos Alberto Sierra y Julián Posada también abordan las prácticas funerarias en Colombia, ya que la maestra se interesó en los cementerios, especialmente cuando “la administración de Enrique Peñaloza buscaba destruir los columbarios del Cementerio Central de Bogotá para construir en su reemplazo un parque” (p. 87), hecho que comentan así los autores, subrayando el efecto de las políticas memoriales impulsadas por las autoridades:
[…] la historia del país podría ser la de la iconoclastia, aquí casi todo se destruye o se elimina. Incluso la arquitectura funeraria, último testimonio de los vivos, es condenada al olvido y se busca desplazarla y disimularla del territorio urbano en tanto que símbolo del dolor. (Ibid.)
Para proseguir el diálogo con Jesús Martín, Yolanda Sierra define el “Patrimonio Cultural Inmaterial”, del cual forman parte las prácticas funerarias, como “una práctica o una tradición social” (p. 191) que, por su arraigo en lo popular, va a permitir una reparación simbólica propia de la gente. Y Simón Moratto insiste en el papel especial de la fotografía como forma de reparación simbólica, ya que “Uno de los mecanismos más utilizados para esta forma de reparación ha sido el arte y el uso del patrimonio cultural […]” (p. 169).
En cuanto a Mapas del reconocimiento, la segunda contribución de Jesús Martín que cierra este libro, su intertextualidad con los otros artículos es patente, empezando por el título mismo dado a la publicación: Hagamos las paces. En efecto, Jesús sitúa su tiempo de palabra “cuando Colombia experimenta contratiempos en el proceso que nos saca de cincuenta años de guerra e inaugura inéditos senderos de paz. Una paz que no tiene que ver sólo con la guerrilla de las FARC, sino con el país todo” (p. 237). Omar Rincón ya había antecedido esta afirmación en su prólogo, al mencionar todas las paces que tiene Colombia por delante si logra darse un futuro con otros imaginarios. Al aportar la distancia del pensamiento filosófico sobre los temas que hilan estas páginas, Jesús Martín entabla por otra parte un diálogo con Alfredo Gómez Muller, quien plantea una reflexión crítica sobre la relación entre arte y memoria de la inhumanidad perpetrada, que quiere ser “un camino para un replanteamiento teórico del problema de la relación entre arte y política o entre estética y ética […]” (p. 123). De la misma forma, cuando Jesús afirma: “estamos entrando en ‘una nueva edad del pasado’, marcada por la irrupción del tema de la memoria en el espacio público” (p. 245), les está contestando tanto a Alfredo Gómez como a Simón Moratto, a Yolanda Sierra y a Érika Martínez. Estos cuatro articulistas analizan la irrupción de prácticas artísticas en el espacio público bien sea desde la fotografía, el teatro, el vídeo, el canto o el montaje visual.
Finalmente, cuando Jesús Martín afirma que Colombia “ha ido cayendo en la imposibilidad de valorar la experiencia de memoria de las gentes del común de esa disciplina que es la historia” (p. 242), prosigue el diálogo con Marta Elena Bravo de Hermelin quien, respecto de la obra de Débora Arango, introduce la noción fundamental de “relato plástico de nación” (p. 64). Marta Elena nos presenta a la artista como un testigo de su tiempo, demostrando, de paso, cómo el arte acompaña el recuerdo. Este valor de crónica y de testimonio (es decir de historia) es subrayado por Alberto Sierra y Julián Posada, quienes presentan a Beatriz González como una cronista y recuerdan que, desde 1948, existe un “vínculo indisoluble” (p. 70) de los artistas colombianos con los acontecimientos del país. Y cuando Jesús Martín nos habla de la “compleja reconciliación que desterritorializa a la guerrilla” (p. 237), le contesta a Fernando Grizález, quien presenta testimonios de guerreros que cuentan, con sus propias palabras e imágenes, la geografía y la topografía colombianas. En efecto, en momento de hacer las paces, es indispensable que estos guerreros relaten “su experiencia de la guerra en esos territorios ahora desterritorializados para ellos y reterritorializados para otros” (p. 210). El diálogo entre los dos autores prosigue cuando Fernando nos habla de “la necesidad reconciliadora de contar, retomar, volver a comprender y comunicar lo indecible” (p. 213), a lo cual Jesús le contesta, casi como si estuviera mirando al mismo tiempo las obras de la colección La guerra que no hemos visto, analizadas por Fernando, que informar es dar forma y refigurar.
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El coro constituido por las diversas voces y experiencias que participan en esta publicación comprueba que no existe una memoria única del conflicto y que los trabajos de la memoria son plurales, por lo cual resulta más adecuado hablar de memorias y, por consiguiente, de paces. Respecto de los artistas o prácticas culturales alternativas que analizan los autores, podrían todos suscribir a la definición (que nos parece fundamental para el conjunto del libro) dada por Alfredo Gómez respecto de la obra de Mario Opazo, como una “concepción general del arte que no disocia lo estético de lo ético” (p. 125). Este aspecto ético se convierte en práctica con la reconquista del espacio público que opera el arte colombiano desde hace unos años, con lo cual se convierte también en una propuesta para desmovilizar los espíritus y volver a habitar la cotidianidad.
Finalmente, merced a los muchos artistas aquí convocados, este libro quiere ser un reconocimiento, hasta un himno, a las capacidades y a los recursos que tiene el ser humano para transformar condiciones adversas. Los innumerables colectivos de víctimas del conflicto y gran parte de la sociedad colombiana constituyen una prueba fehaciente de ello.