Kitabı oku: «Hagamos las paces», sayfa 4

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2. Topología

Llamo “topología” a la lectura de las señales, lectura que hará explícito el discurso de las dos economías, ahora ya como discurso de los sujetos.

Vender o comprar en la plaza de mercado es algo más que una operación comercial. Aunque deformado por la prisa y la impersonalidad de las relaciones urbanas, el puesto de la plaza recuerda, sin embargo, esas tiendas de los pueblos en las que el tendero no solo vende cosas, sino que presta una buena cantidad de servicios a la comunidad. La tienda de pueblo es un lugar de verdadera comunicación, de encuentro, donde se dejan razones, recados, cartas, dinero, y donde la gente se da cita para hablar, para contarse la vida. Allí, las relaciones están personalizadas. El prestigio no lo ponen las marcas de los productos, sino la fiabilidad del tendero. Aún existe el trueque. Y el crédito no tiene más garantía que la palabra del cliente. A su manera, el puesto de la plaza es memoria de esa otra economía. Porque allí también comprar es enredarse en una relación que exige hablar, comunicarse. En la plaza, mientras el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo y, si el comprador le deja, el vendedor le contará lo malo que fue el parto del último niño. La comunicación que el vendedor de la plaza de mercado establece arranca de la expresividad del espacio, a través de la cual el vendedor nos habla ya de su vida, y llega hasta el “regateo”, en cuanto posibilidad y exigencia de diálogo.

En el supermercado, usted puede hacer todas sus compras y pasar horas sin hablar con nadie, sin pronunciar una sola palabra, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva y lo trae de unos objetos a otros. En la plaza, usted se ve obligado a pasar por las personas, por los sujetos, a encontrarse con ellos, a gritar para ser entendido, a dejarse interpelar. En el supermercado, no hay comunicación, solo hay información. No hay, ni siquiera, propiamente hablando, vendedores, únicamente personas que trasmiten la información que no fue capaz de darle el empaque del producto o la publicidad. Los sujetos en el supermercado no tienen la más mínima posibilidad de asumir una palabra propia sin quebrar la magia del ambiente y su funcionalidad. Alce la voz y verá la extrañeza y el rechazo de que es rodeado. Los trabajadores no son más que su rol: administrador, supervisor, vigilante, cobrador o modelo, y, cuanto más anónimamente se ejecute la labor, tanto más eficaz. En la plaza, por el contrario, vendedor y comprador están expuestos el uno al otro y a todos los demás. En esa forma, la comunicación no ha podido ser reducida a mera, anónima y unidireccional transmisión de información.

Todo lo relatado nos muestra (y demuestra también) que es otra economía la que subyace y se materializa en la plaza de mercado, al menos como memoria de eso que Mauss llama “hecho social total” y en el que:

[…] se expresan a la vez y de golpe todo tipo de instituciones: las religiosas, jurídicas, morales —tanto las políticas como las familiares— y económicas, las cuales adoptan formas especiales de prestación y de distribución, y a las cuales hay que añadir las formas estéticas a que estos hechos dan lugar, así como los fenómenos morfológicos que estas instituciones producen. (1971, p. 157)

Se trata así de otra economía en la que no solo hay intercambio de objetos, sino también de sujetos, es decir, intercambio permanente entre lo económico y lo simbólico. En otra investigación sobre el domingo campesino-popular y el domingo urbanoburgués, encontramos que, mientras el primero es el día de la máxima socialización, el segundo es el día en que la privatización de la vida adquiere su carácter más total y sus expresiones más exasperadas, como esas largas filas de automóviles detenidas por problemas de tráfico en las que ni siquiera la desesperación saca a las gentes de sus carros y los pone a comunicar. El mercado campesino tiene lugar precisamente el domingo, el día de la fiesta religiosa, pero también de otras nada religiosas, el día en que se lucen los vestidos y la capacidad de derroche, el día en que se dirimen los pleitos, el día que hay teatro o cine o toros, el día en que los políticos hacen sus arengas, el día en que se revuelve todo. Estamos ante otra economía o al menos su memoria, de la que las plazas de mercado nos muestran algunas señas de identidad.

II. Los cementerios

El estudio de los cementerios se realizó teniendo como eje la oposición entre el Cementerio Central y el llamado Jardines del recuerdo, ambos en la ciudad de Bogotá. El primero es el viejo cementerio que se halla, como indica su nombre, en el centro de la ciudad y es propiedad del municipio; el otro se encuentra en las afueras, al norte de la ciudad, que es el espacio urbano reservado para sí misma por la burguesía, y su propietario es una empresa privada, transnacional.

1. Topografía

A semejanza de la plaza de mercado, el Cementerio Central desborda sus tapias invadiendo los alrededores. El entorno forma parte integrante de su dinámica y en él hallamos otro montón de negocios: ventas de lápidas, flores, cirios, objetos religiosos, pero también loterías, horóscopos, fritangas, libros y objetos de magia como el coral y la pata de mico, el pico de pájaro negro, etc. La misma muchedumbre de mendigos, gamines, raponeros; el mismo abigarramiento, la misma heterogeneidad. Y, como la plaza de mercado, también su “adentro” está configurado por el desorden y el amontonamiento, por la multiplicidad de formas y su mezcla: tumbas y nichos, tumbas de todos los tamaños y formas, desde la cruz de palo clavada en la tierra hasta los grandes monumentos de piedra, bronce o mármol. No hay secciones ni divisiones, solo nombres, nombres propios, en su mayoría, que son los que atraen y aglutinan a las gentes en los lugares en que se practican los ritos: el lugar de “las almas olvidadas”, la tumbamausoleo de Leo Siegfred Kopp, la tumba del padre Almanza, de Merceditas Molano, de Inesita Cubillos... Al Cementerio Central se va todos los días, pero hay un día especial en la semana, un día de ritual popular: el lunes. Ese día, se puede apreciar mejor la multiplicidad de prácticas y su sentido.

Nada más cruzar la puerta de entrada, el comercio de lo religioso se hace visible. A treinta metros, un puesto de responsos con tres clérigos que (cada cual por su lado) recitan a un peso el responso y a dos el salve: la tarifa da derecho a mencionar el nombre del difunto al que va dirigida la oración o por quien se reza. Y, como ese puesto, hay otros más, estratégicamente ubicados en los lugares por los que el tráfico de gentes es mayor. Hay, además, otros puestos donde se encargan las misas que se celebran en la capilla, también con sus tarifas según los tipos de misas. Y no hay crédito, aquí todo se paga por adelantado.

Junto a esos ritos oficiales, la gente practica otro tipo de ritos mucho más populares y expresivos. Más que a rezar a sus familiares, el lunes la gente viene a buscar soluciones, ayuda para necesidades y problemas concretos y cotidianos: necesidades económicas, de salud, de amor, etc. Y para lograr eso, se visita no la tumba privada de la familia, sino la de aquellos difuntos que tienen algún poder. Así, por ejemplo, el “abogado” de los que tienen dificultades económicas es Leo Siegfred Kopp, quien en vida fue, no un santo, sino uno de los hombres más ricos del país, el fundador de la empresa más grande de cerveza. Su tumba-monumento está cercada de barrotes de hierro que las gentes saltan para subirse a la estatua y, poniendo los labios en su oído, contarle sus problemas. Y como la gente que quiere contarle sus penas es mucha y hay que pelearse para subir, el rito se desdobla: los que no pueden subir hasta el oído le colocan flores entre los brazos o le hablan en silencio, con la vista fija en la estatua, mientras dejan que los cirios se consuman hasta quemarse los dedos.

En el lugar de “las almas olvidadas” (la fosa común), muchas mujeres, y especialmente prostitutas, queman entre lo incinerado monedas que deben pertenecer al otro sexo. La moneda quemada se guarda y se trae siete lunes consecutivos para alcanzar la buena suerte en el amor. En la tumba del padre Almanza, el ritual consiste en golpear la tumba mientras se formulan deseos y se rezan oraciones. Se acaricia después la tumba y se va pasando luego la misma mano por el propio cuerpo para implorar la salud.

Frente a toda esa heterogeneidad expresiva del cementerio popular, el cementerio Jardines del recuerdo ofrece una topografía distinta. En primer lugar, se halla ubicado muy lejos, fuera de la ciudad, aislado, completamente aparte, sin entorno que lo señale fuera de las vallas publicitarias. Las razones, ¿sanitarias?, ¿de higiene?, no pueden ocultar, en todo caso, la proyección simbólica de esa separación. Y esa falta de entorno encuentra su verdadera razón dentro. Un adentro uniformado y simétrico: diseñado en secciones, todas ellas presididas por una estatua similar y con un nombre abstracto como “jardín de la paz”, “jardín de la eternidad”, etc. Dentro de cada sección, hay un número exacto de tumbas, todas iguales, de 3 metros por 1,80 dispuestas simétricamente, a una distancia exacta, con una lápida del mismo tamaño y un florero de bronce.

Al Jardín se viene los domingos y los días feriados. Se viene de paseo, a hacer turismo. Es un agradable lugar para pasar la tarde del domingo. El trazado de vías asfaltadas que recorren el interior facilita el tránsito. Y la privatización del recuerdo o del descanso... En la capilla, las misas se celebran los domingos o feriados que son los mismos días que está abierta la oficina de información sobre la compra de lotes.

Más que un lugar de creencia y de oración, los Jardines son un espacio para la afirmación del estatus y la expansión privada. Los domingos, la familia pasa un momento por la tumba familiar, reza brevemente en silencio, y después “se tumba” en el césped a disfrutar del aire, del sol y del paisaje. La tumba familiar acaba siendo muchas de las veces un mero pretexto. De ahí que el nombre esté tan bien puesto: “jardines” en los que cultivar “recuerdos”, porque el pasado aquí no tiene nada que ver con el presente. Otra vez, la separación y la misma clave que oculta el comercio de lo religioso: los dueños del cementerio privado tienen las oficinas lejos de él, en el centro de la ciudad.

2. Topología

Comencemos por la pista que nos muestra la última indicación. En el cementerio popular, el comercio de lo religioso, el intercambio de lo económico y lo simbólico está a la vista, es palpable, no se disimula, forma parte constitutiva del ritual. La imbricación de lo económico en lo religioso se ofrece al desnudo, sin disfraces, sin retórica. Es como en ese ritual en el que las monedas son quemadas y así puestas en contacto con la muerte, simbolizando la materialización de la creencia. Y es que, al cementerio popular, la gente no va a cumplir una obligación convencional, la gente va porque cree en la relación de su vida con la “otra vida”, y esa fe es algo fundamental en su vivir. No algo aislado, separable, sino algo que tiene que ver con todo: con el sexo, el dinero, la salud. No hay compartimentos ni separaciones, sino juntura y atravesamiento de unas dimensiones por las otras. Se torna, entonces, significativo que el día escogido para los ritos populares, para que las masas expresen sus creencias y sus relaciones con el “más allá”, sea precisamente un día de trabajo. La muerte no es para las personas un asunto de mero recuerdo, sino el referente cotidiano de la vida. La creencia está integrada al vivir como el lunes en la semana de trabajo y el espacio del cementerio en el espacio profano de la ciudad.

En el cementerio burgués, el comercio de lo religioso es dejado fuera. Ese comercio se produce en la separación que oculta la mascarada mercantil. Mientras el Cementerio Central es propiedad comunal y de servicio, como lo son los cementerios de los pueblos, los Jardines del recuerdo son propiedad de una empresa privada, cuyo único objetivo es el lucro; una empresa que hace negocio con la muerte como otras lo hacen con aviones de guerra o pelucas de señora. En el cementerio, cuyo objetivo no es otro que el negocio, precisamente el negocio es ocultado, disfrazado, retorizado. El adentro viene a tapar un afuera del que vive, pero del que se presenta separado. Esta separación viene a ocultar las condiciones de producción de lo simbólico: esas mismas que se ofrecen sin pudor alguno a la vista y el oído de todos en el cementerio popular.

Otra señal que es necesario leer en las prácticas del cementerio popular es la ambigüedad radical, la “irracionalidad” de que están hechas y desde la que hablan esas prácticas, y el control de esa ambigüedad por la univocidad y la racionalidad que gobiernan tanto la configuración del espacio como las prácticas en el cementerio burgués. Ni la muerte, ese lugar del sujeto que en todas las culturas constituye la matriz más irreductible de lo simbólico, ha podido escapar a la racionalización y al imaginario mercantil. Una investigación sobre el funcionamiento actual de las loterías nos mostró cómo la racionalidad capitalista ha logrado digerir, recuperar y funcionalizar ese otro reducto de la ambigüedad que era la suerte, el azar. Las loterías no solo se han convertido en “gancho” para atraer clientes a cualquier negocio, sino que, por ejemplo, en los bancos, al cliente se le regalan mensualmente billetes de lotería en número proporcional a la cantidad de sus ahorros. La lotería, que antes era sinónimo de juego y, en cuanto tal, se situaba socialmente en el polo opuesto al del trabajo productivo; la lotería como algo perteneciente al orden del riesgo, de la fiesta, de lo extraordinario, ha sido convertida en un elemento cotidiano de la acumulación de capital.

De otra parte, la conversión del cementerio en “Jardín” no es, como pudiera aparecer a primera vista, una profanación. Es, más bien, todo lo contrario: una de las cuotas más altas de la sacralización del sistema mercantil. Y ello mediante la producción de un simulacro, mediante la simulación de los ritos de muerte, de su parodia. Porque la muerte no es un hecho “privado”. Todos los pueblos han visto y celebrado en la muerte un enclave fundamental de lo social, de emergencia y expresión de las relaciones que anudan a unos hombres con otros incluso más allá de la tumba. Y eso es lo que es negado en el moderno cementerio, en el que todo lleva y presupone la privatización de la muerte, una muerte convertida en asunto de “familia”, pero de familia-unidad de propiedad.

Mientras los ritos funerarios y, aún hoy, las prácticas populares en el cementerio son la celebración de un intercambio en el que los objetos (las ofrendas) no son más que un lugar de encuentro y afirmación de los sujetos, en el otro cementerio la racionalidad que domina y modela es la que viene del orden de los objetos, la de la simetría y la equivalencia.

3. Para que no nos sirva de consuelo

Miradas desde “arriba”, desde la cultura burguesa, las prácticas populares, sean de trabajo o de comunicación, religiosas o estéticas, son vistas casi siempre como un fenómeno de “mal gusto” (lo chabacano, lo “vulgar”) o como un arcaísmo a superar. La forma más elegante de superarlas es folklorizarlas. Miradas desde una izquierda que enmascara frecuentemente sus gustos de clase tras de etiquetas políticas, esas mismas prácticas son vistas, demasiado a priori, como alienantes y reaccionarias. Y, como ha escrito Lombardi Satriani, la realidad cultural de las clases populares es así mutilada, y el discurso que trata de acercarse a ellas es considerado evasivo “según la óptica deformada por la cual es político —y por lo tanto digno de interés— solamente aquello que se presenta como inmediatamente político” (1978, p. 19).

Frente a esos a priori, lo que hemos intentado con nuestro relato es acercarnos a esas prácticas y mirarlas de cerca. No para plantear lo popular como lugar de la verdad ni como algo rescatable sin más. La hora del “buen salvaje” pasó hace tiempo, y los diversos populismos han mostrado suficientemente la trampa y el chantaje de que se alimentan, además de la negación profunda que ellos acaban haciendo de lo popular. Nuestro relato, y la lectura que de él proponemos, apuntan en otra dirección: la de poner al descubierto el empobrecimiento radical que, en el plano de la comunicación cotidiana y vital, trae consigo la mercantil modernización y funcionalización de la existencia social. Ya estamos habituados a este empobrecimiento, y lo hemos interiorizado tan profundamente, que nos es imposible de reconocer. Solo la comunicación popular, con su contraste escandaloso, puede ayudarnos a verlo, a sentirlo.

Dicho de otra manera, más que una alternativa en sí misma, lo que las prácticas populares nos muestran es hacia donde deben apuntar las propuestas de una comunicación que se quiera realmente alternativa. Esto es, que no quiera tapar con ruido tecnológico y consignas populistas el empobrecimiento y la miseria comunicativa que, paradójicamente, la comunicación popular hace visible. Y que no quiera seguir utilizando lo popular, sino que se proponga partir de su dinámica: no llevarle a las masas comunicación, sino potenciar y descubrir todas las formas que están siendo amordazadas, censuradas, dominadas, hechas imposibles con la imposición de la comunicación masiva, ya sea en forma de medios, supermercados o de “jardines del recuerdo”. Vidal Beneito lo ha planteado lúcidamente:

[…] lo alternativo es popular o se degrada en juguete y/o máquina de dominio. Y popular quiere decir que hace posible la expresión de las aspiraciones y expectativas colectivas producidas por y desde los grupos sociales de base. Tanto mayoritarios como minoritarios, tanto a nivel patente como latente. (1979, p. XXXIX)

4. Pequeño añadido de ahora sobre mi primera investigación

Releído ahora, ese pequeño texto resulta siendo extrañamente contemporáneo: hay algo, en el más rabioso presente, que, desde los cambios introducidos por la sociabilidad digital, remite también ahora a populares prácticas de comunicación: las del chat que descoloca a los maestros por su impura amalgama de oralidad con escritura, o las del hipertexto que, en su maleabilidad hipermedial, hace estallar tanto la linearidad de la escritura como su enclaustramiento en el libro. El hipertexto es un muy otro texto abierto a la polifónica diversidad de las hablas y las escrituras, las músicas y las imágenes, las visualidades y los ritmos. El nombre de hipermedial nombra una libertaria y libertina trama hipertejida de links, las interfases gráficas que posibilitan transitar de un lenguaje a otro sin salirse del texto, pero transformando el monoteismo del leer letras en el politeismo del navegar o surfear a lo largo y ancho de todos los lenguajes, desde los más antiguos a los más nuevos.

Quién nos lo iba a decir, hasta hace bien poco, que la experiencia de lo más nuevo habitaba en lo viejo, pues a donde nos conduce y reubica el paradigma de lo digital es a las viejas y olvidadas potencias de lo oral. Lo culturalmente más parecido a las aperturas del hipertexto se halla en la vieja figura de la conversación oral y gestual. El conversar es la matriz de lo que hoy se configura en una red social, a la que se entra y de la que se sale entralazando palabras con fotos, trazos de dibujos o retazos de música. Y como la conversación es así de vulnerable, el hipertexto lo es a las interposiciones de los que pueden intervenirlo, ya sea para enriquecerlo o entorpecerlo, para corregirlo o emborronarlo y trastornarlo.

Como la conversación, el hipertexto permanece abierto, pues no se acaba del todo, sino que se suspende para continuarlo en otra ocasión, con otros contertulios o invitados. Efímero, pero con memoria, el hipertexto nos reencuentra con la más antigua textualidad, la del palimsesto, cuya escritura se hacía con un punzón sobre una tablilla de cera que se usaba mil veces escribiendo sobre la borradura de lo ya escrito. La consecuencia de los palimspestos todavía la recordamos los usadores del pizarrón: una emergencia de rasgos de lo borrado en las entrelíneas de lo nuevo que se ponía por escrito. La figura sociotemporal no puede ser más enriquecedora en estos tiempos de memoria corta: en la conversación oral o digital, vuelven a aparecer enredados retazos de memoria. Las entrelíneas que escriben el presente se ven asaltadas por el pasado que aún está vivo.

Bogotá, 17 de marzo de 2017

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