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Notas

1 Profesora titular de español en la ESPE d’Aquitaine-Université de Bordeaux (Francia). Doctora en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad de la Sorbona y magister en Literatura y Lingüística Hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Ha publicado L’Écriture de l’urgence en Amérique Latine; Palabras de mujeres: Proyectos de vida y memoria colectiva; Femmes, travail, métiers de l’enseignement: rapports de genre, rapports de classe; Mixité et éducation: pratiques sociales et dimensions culturelles; El mal en la literatura latinoamericana; Usages et mésusages de la laïcité: éducation et politique. estrjac@wanadoo.fr

2 Se trata de una referencia al vídeo de Juan Manuel Echavarría, Guerra y Pa (2002).

3 Al respecto se pueden consultar, en complemento de la bibliografía al final de esta introducción: Domínguez H., Javier et al. El arte y la fragilidad de la memoria. Medellín: Universidad de Antioquia, Instituto de Filosofía, Sílaba Editores, 2014; Horne, John. «Locarno et la politique de démobilisation culturelle», 14-18 aujourd’hui. Today, Heute, n° 5, mai 2002, p. 73-87; Lorenzano, Sandra, Buchenhorst, Ralph (eds.). Políticas de la memoria. Tensiones en la palabra y la imagen. Buenos Aires y México: Editorial Gorla y Universidad del Claustro de Sor Juana, 2007; Rubiano, Elkin. “Las víctimas, la memoria y el duelo: el arte contemporáneo en el escenario del postacuerdo”, Análisis político, n° 90, mayo-agosto de 2017, p. 103-120; “’Cuerpos sin duelo’ y deuda simbólica: el lugar del arte en contextos de violencia”, Cuadernos de Música, vol. 12, n° 2, julio-diciembre de 2017, p. 31-48; “La Guerra que no hemos visto y la activación del habla”, Estudios filosóficos, n° 58, julio-diciembre de 2018, p. 65-98.

4 Tampoco se puede dejar de asociar 1985 con la erupción del Nevado del Ruiz y la tragedia de Armero (13 de noviembre) que, entre otras cosas, entretuvieron mucho más a la prensa internacional que lo occurrido en la capital.

5 “Es preciso deternerse un instante en la gran cercanía entre la amnistía y la amnesia, que derivan de la misma palabra griega. No es una casualidad si, en la ciudad griega, la amnistía remitía a una amnesia activa; en otras palabras, al compromiso bajo juramento de olvidar” (Alloa, 2014, p. 62). Esta cita proviene del libro de Nicole Loraux, La Cité divisée. L’oubli dans la mémoire d’Athènes. Paris: Payot, 1997. Las traducciones al español son mías.

6 Auspiciada por la Fundación Puntos de Encuentro que cuenta entre sus propósitos “impulsar, apoyar y exhibir al público proyectos que preserven la memoria histórica a traves del arte” (Catálogo, p. 7). Esta fundación, impulsada por el artista Juan Manuel Echavarría, permitió que excombatientes de los tres bandos (guerrilla, paramilitares y ejército) contasen en el seno de varios talleres sus historias de guerra para comunicarlas al conjunto de la sociedad.

7 El CNRR en 2009 registraba 198 iniciativas y el PNUD, 275 en 2006 (CNRR, p. 16).

8 Ver supra, nota 3.

9 En 2013 se arrojaba la cifra de 25.000 desaparecidos.

10 Estas dos obras conforman un triptico con el vídeo Novenarios en espera.

I. Las figuras tutelares

PRÁCTICAS DE COMUNICACIÓN EN LA CULTURA POPULAR 1

Jesús Martín-Barbero

Solicitado para formar parte de un libro colectivo sobre experiencias de comunicación alternativa, es necesario que comience por aclarar que este trabajo no versa sobre procesos alternativos de comunicación, sino sobre la comunicación otra, que implica en sí misma y revela ciertas prácticas cotidianas de las masas, esa otra forma en la que se comunican tanto los grupos como los individuos de las culturas populares.

Es sobre cultura, por tanto, más que de “comunicación” de lo que aquí se va a tratar. O, si se prefiere, es de comunicación, pero de la que se realiza por fuera de lo que la mitología mass-mediática define como tal, sin canales ni medios oficialmente reconocidos y sin tecnología importada. Vamos a hacer el relato de ciertas prácticas —en plazas de mercado y cementerios— que materializan y hacen visible la memoria popular, o mejor, vamos a hacer el relato de lo popular como memoria de otra matriz cultural amordazada, deformada, dominada. Pero nombrar esa cultura otra (negada) es nombrar aquella que la niega y frente a la que se afirma a través de una lucha desigual y con frecuencia ambigua. Lucha que remite al conflicto de clases, pero sin agotarse en él, ya que remite también, y desde más lejos, a la conflictiva convivencia en nuestra sociedad de dos economías: la de la abstracción mercantil y la del intercambio simbólico (Baudrillard, 1972, pp. 63-66 y pp. 212-223; 1976, pp. 7-13). La primera es aquella donde la significación de cada objeto depende de su “valor”, en que el sentido de un objeto se produce a partir de su relación con todos los demás objetos, esto es, a partir de su valor abstracto de mercancía —valor “abstraído”, separado del trabajo— y de su inscripción en la lógica de la equivalencia, según la cual cada objeto vale por o puede ser intercambiado por cualquier otro. La segunda es aquella en que los objetos significan y valen en relación con los sujetos que los intercambian, aquella donde el objeto es un lugar de encuentro y de constitución de los sujetos: inscripción, por tanto, en otra lógica, la de la ambivalencia y el deseo.

No estamos idealizando situaciones, sino proponiendo una clave de lectura para las prácticas que vamos a narrar, ya que estas no se inscriben en una diferencia interior al discurso burgués —como las estudiadas por Verón en su investigación sobre el doble discurso y en conflicto con él (1973; 1974)2. Porque, en las plazas de mercado y en los cementerios tradicionales, lo popular no es solo asunto de consumo, de “recepción”, sino de positiva emisión, o mejor, de producción. La plaza de mercado y el cementerio son, para las masas populares, un espacio fundamental de actividad, de producción de discurso propio, de prácticas en las que estalla un cierto imaginario (el mercantil) y la memoria popular se hace sujeto constituido desde otro imaginario y otra lengua.

El relato que vamos a hacer recoge esquemáticamente una investigación llevada a cabo con alumnos de los cursos de semiología en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Tadeo Lozano de Bogotá (1974-75) y en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad del Valle, en Cali (1976-77).

I. Los mercados

El objeto de nuestro análisis es la plaza de mercado urbano, situada a medio camino entre la plaza de mercado campesino (a la que remiten como paradigma muchas de sus prácticas) y el supermercado, hacia el que tiende, en algunos aspectos, su organización. Inserta en la estructura y el paisaje urbano, la plaza de mercado es, sin embargo, un lugar aún no homogeneizado ni funcionalizado completamente, aún no digerido por la maquinaria mercantil, pero cuya especificidad no es rescatable más que por oposición a ese otro lugar de la funcionalidad y el fetiche del objeto que es el supermercado. Nuestra investigación se inicia en la ciudad de Bogotá teniendo como eje la plaza de Paloquemao y el supermercado Carulla, y continúa en la ciudad de Cali comparando la plaza de Santa Helena con el supermercado Ley.

1. Topografía

Llamo “topografía” al espacio configurado por las señales de dos matrices culturales, señales que, al ser rastreadas, se convierten en señas de identidad de las dos economías apuntadas.

La primera diferencia es la de los nombres (la plaza en oposición al super), los cuales remiten a dos contextos culturales bien distintos, a dos imaginarios y a dos universos de sentido distantes. Esta distancia se ahonda al contraponer las denominaciones que reciben las plazas y los supermercados. Carulla y Ley, las dos grandes cadenas nacionales de supermercados, hablan del apellido de la familia propietaria: los Carulla directamente, los Ley a través de la sigla cuyo desglose es “Luis Eduardo Yepes”. En su pseudoconcreción, el apellido no nombra más que una abstracción: la de una serie, la de la cadena de almacenes. Frente a ese nombre “privado”, las plazas de mercado nombran lugares con historia, fechas memorables, figuras religiosas. Así, en Bogotá, las plazas nombran un lugar, Paloquemao, o los barrios en que se hallan ubicadas y que remiten a fechas de la historia de la independencia del país: Siete de agosto, Doce de octubre, Veinte de julio. En Cali, encontramos La alameda, Siloe, Santa Helena, Santa Isabel. Los nombres de los supermercados denominan, a través de la marca privada, la abstracción mercantil. Los de las plazas trabajan sobre referencia única con clave histórica, geográfica o religiosa.

Aquellas dos formas de trabajar la significación nos dan la pista para “leer” los dos modos de comercialización en que se inscribe el trabajo. En la plaza, cada vendedor es independiente y, como tal, arrienda un “puesto”. El vendedor es el dueño de los productos que vende, y a veces incluso el productor, ya que los productos provienen (como en el caso de los alimentos y las artesanías) de la cosecha y lo trabajado por la propia familia. Es lo que sucede normalmente en la plaza de mercado campesino: es el productor mismo, o alguien de la familia, el que lleva los productos al mercado.

La comercialización y la producción no están separadas, están cerca la una de la otra. En esta economía, las relaciones familiares son fundamentales y se hacen visibles directamente en el puesto mismo de trabajo: el vendedor no es el individuo, sino la familia entera, el marido, la esposa y los hijos son los que cargan los productos, los organizan, los publicitan, los reponen y venden. En el supermercado, la relación constitutiva es otra, la inversa: un solo dueño (invisible) y todos los trabajadores asalariados. Se define entonces tanto la relación anónima y abstracta del trabajador con la empresa como también la del vendedor con el comprador, como veremos después. Y a la relación salarial le sigue lógicamente la superespecializada división del trabajo y la jerarquización rígida de las tareas, así como la uniformación y funcionalización máxima de los sujetos.

Vamos de fuera a dentro. El entorno de la plaza de mercado es un montón de “negocios” no solo de venta, sino de juegos de heterogeneidad complementaria. Este aspecto ubica las relaciones de la plaza con su exterior físico y sobre todo en su rol de lugar articulador de prácticas que, en la cultura burguesa, se producen separadas, pero que, en la cultura popular, están siempre juntas, revueltas, atravesadas unas por otras. La plaza de mercado no es el recinto acotado por unas paredes, es la muchedumbre y el ruido, los desperdicios amontonados o dispersos, todo lo que se siente, se ve y se huele desde mucho antes de entrar en ella. La plaza está en la calle, afectando el tráfico tanto de vehículos como de peatones: los andenes están llenos de gente que vocea loterías, hace y vende fritanga, vende afiches eróticos o estampas religiosas. Vista desde el entorno, la plaza es desorden y barullo, abigarramiento y heterogeneidad, trabajo y, a la vez, no poco de fiesta.

El entorno del supermercado es también complementario, pero solo en cuanto sistema: otros almacenes cuya diferencia con el supermercado es que son especializados. Complementariedad por tanto uniformada: en el orden, la funcionalidad, la seguridad y la publicidad, y también una masa de carros particulares que circunda y envuelve el supermercado como un cinturón de... identidad y, por tanto, de exclusión. El supermercado también le sale a uno al encuentro, pero no en la calle, sino en la casa: en el mensaje y la repetición publicitaria que nos acosa desde el televisor, la radio y los periódicos. Su entorno verdadero no es, por tanto, el que lo rodea, sino aquel desde el que nos atrae: el imaginario mercantil con el que nos moldea la publicidad. Esa es su forma de “fiesta”, el espectáculo: algo que se da a ver, no a vivir.

Para el adentro, sigamos con el supermercado. Allí encontraremos un espacio cerrado, centrado y articulado. Se trata de un espacio sin ventanas y, por lo tanto, iluminado artificialmente tanto de noche como de día; un espacio que es, así, separado simbólicamente y no solo por razones de seguridad. Es un espacio centrado, pero no con un solo centro, sino con varios que se articulan en diferentes niveles, complejamente. Los productos se organizan por secciones y subsecciones: alimentos, vestidos, salud, belleza, higiene, juguetes, libros, etc. Al interior de cada sección: subsecciones. Así es, por ejemplo, en la sección de alimentos: carnes, pescados, verduras, sopas, alimentos infantiles, postres, etc. Y al interior de cada subsección: tipos, marcas, tamaños. Una perfecta organización tanto paradigmática como sintagmática. Y, como en cada sintagma pueden hallarse elementos que pertenecen a paradigmas diferentes, encontraremos entonces que, en la sección de alimentos para niños, una señal nos “guía” hacia la pasta dentrífica infantil y de esta a los nuevos lápices de colores y de allí a los guayos de moda, etc.

Una perfecta red de “marcas” remite todo a todo desde cada sitio. Se trata de una disposición funcional de los objetos que permite el reenvío de unos a otros como en un inmenso juego de espejos. El comprador no tiene más que dejarse llevar... Y para que nada perturbe el silencio y la concentración, una música suave, y funcional también, viene a envolverlo todo apagando los pocos ruidos que puedan producirse, una música que integra y unifica, que homogeniza objetos y sujetos, espacio y tiempo. El espacio sonoro viene a densificar y reforzar la magia del espacio visual. Y, en ese espacio, la decoración no es algo que se añada, sino aquello que verdaderamente configura el supermercado en su potente narcisismo: la decoración-publicidad que envuelve los vegetales o las frutas en la frescura de un rocío artificial dibuja los títulos de las secciones o es empaque de todos y cada uno de los productos. Porque todos los productos se presentan empacados, esto es, rediseñados y embellecidos, ocultados y exhibidos. El comprador no tiene acceso más que al empaque. Ya sea pan o perfume, leche o champú, el empaque viene a mediar, a remultiplicar las mediaciones. El empaque es cada objeto hablando de todos los demás, autonombrándose, pero a través del lenguaje de mercancía.

El adentro de la plaza de mercado es otro. Incluso en aquellas en las que no se venden más que alimentos o artesanías, la organización-separación de los tipos de productos es violada permanentemente por la práctica. La plaza es un espacio acotado, pero abierto, descentrado y disperso: antifuncional. Los productos se amontonan y se mezclan tanto en la relación de unos puestos a otros como en el interior de cada puesto. No hay articulación, hay amontonamiento y redundancia. Ni la disposición de los productos ni la decoración remiten de uno a otro. Solo están juntos, el uno al lado del otro, y así todos. Aquí es el comprador el que debe ir y buscarlos. Los productos están desnudos, a la vista y la mano, sin empaques, y sin más publicidad que la del grito de su vendedor o esos carteles hechos a mano también por quien vende con su tosca grafía y su sintaxis. La voz o los carteles dictan el lugar de origen del producto, porque el “origen” es garantía de bondad. El espacio sonoro aquí también corresponde plenamente al espacio visual: ninguna unidad, ninguna uniformación, más bien un montón de ruidos (de adentro y de afuera), voces, música salidas del radiotransistor de cada puesto y de cada persona, músicas estridentes, canciones melodramáticas, antifuncionales también.

La plaza termina siendo un conjunto de puestos, de ahí que sea el adentro de cada puesto el que se hace interesante de observar. El espacio del puesto es un espacio expresivo. Cada vendedor hace allí su vida (trabaja, come, reza, ama), gran parte de su vida. Y la expresa en la disposición que le da al puesto, en su decoración, en las formas de comunicación que establece. Es su puesto y esa relación no asalariada con su trabajo le permite adecuar el espacio a su gusto, tener allí sus cosas, sus chécheres, disponerlo a su acomodo. Frente a la uniformización y el anonimato que domina tanto el espacio como el trabajo en el supermercado, los puestos de la plaza hablan con voz propia, tienen rostro. Están hechos de un entramado simbólico mezcla de imágenes y ritos: junto a la imagen de la mujer desnuda, una virgen del Carmen y, al lado del campeón de boxeo, una cruz de madera pintada de purpurina; y ritos, como la vieja que pasa temprano rezando los puestos para mejorar las ventas y el yerbatero que, a media mañana, reparte las “yerbas” contra la competencia.

En una investigación paralela sobre las vitrinas de los almacenes del barrio popular y del barrio burgués, pudimos constatar las mismas diferencias de “lenguaje”. En la vitrina del almacén “burgués”, encontramos una perfecta sintaxis articulando todos los objetos a partir de paradigmas culturales que se asemejan grandemente a aquellos que articulan los semanarios estudiados por Verón. Allí encontramos el paradigma de las estaciones (invierno, primavera, verano, otoño), aunque sea un país que no tiene esas estaciones, como es el caso de Colombia. El de los espacios: la calle, la casa, la ciudad, el campo. O el de los roles: el ejecutivo, el deportista, etc. De esta forma, entre todos los objetos de la vitrina que encuadran el “titular” de ejecutivo (el vestido, la revista, el reloj, el disco, el sillón y la lámpara) se establece una malla de reenvíos que controla la heterogeneidad de los objetos, proponiendo una sola lectura de todos ellos. Y esos reenvíos no se reducen al marco de la vitrina, sino que articulan unas vitrinas con otras y todas con el almacén, del que vienen a ser la portada, la tapa. La vitrina organiza y guía la lectura-visita de todo el almacén.

Nada de eso en la vitrina del almacén popular. Solo acumulación y amalgama, o todo revuelto, o solo caminas de cualquier tipo y uso. Los paradigmas no van más allá de los tamaños y los colores de los objetos. Y cuando la vitrina del almacén popular se opone a imitar a la otra... la traducción explicita aún mejor las diferencias de clase.

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