Kitabı oku: «Ensayos maquínicos», sayfa 2

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Como hemos descrito, algunos de los textos agrupados en los distintos apartados proceden directamente, en su mayoría, de ciertos ejercicios ya descritos; sin embargo, muchos de los textos producidos fueron construyendo cuerpos textuales que dieron paso a otros apartados. Aprovechando este movimiento, y leyendo los textos en su conjunto, decidimos agrupar los textos creativos de modo que, en la medida de lo posible, pudieran dar cuenta tanto de las dinámicas como de los conceptos que fue construyendo el seminario, agregándoles un texto introductorio que diera cuenta de su unidad —múltiple—. De esta forma, creemos, quien se acerque a esta colección de textos podrá leerla por partes, al azar, en distintas secuencias, o bien de atrás hacia delante, por capítulos, pero, en cualquiera de sus formas, tendrá la posibilidad de encontrar la insistencia y persistencia de los temas, los problemas, las fascinaciones y las aversiones de los acontecimientos escriturales que se suscitaron a lo largo del trabajo; pero, sobre todo, al avanzar —sin importar el orden— será capaz de advertir que la estructura rizomática del texto se corresponde con el ejercicio mismo de la escritura, siempre múltiple, plural, siempre en devenir, siempre otra.4

Una última consideración que debemos realizar gira en torno a la composición misma de los textos. En lo que corresponde a los textos creativos hemos conservado, en la medida de lo posible, la forma en la que emergieron en el proceso del seminario; ahí mismo fueron comentados, criticados y corregidos, pero hemos intentado no hacer mayores correcciones que las que ahí sucedieron con la intención de mostrar, lo más fielmente posible, el trabajo que realizamos juntos. En lo que corresponde a los textos introductorios hemos procurado dar cuenta en ellos de las reflexiones teóricas, pero, al mismo tiempo, hemos querido mantener un tono ensayístico que no interrumpa el flujo de los textos creativos; por ello, en ocasiones, no nos detenemos en explicaciones minuciosas de ciertos conceptos, y apostamos más bien por un funcionamiento orgánico y aprehensible de los mismos en su interior. Al final, en la bibliografía, consignamos los textos que leímos y que nutrieron nuestro trabajo.

Como grupo de trabajo, y como resultado de las reflexiones sobre la autoría, habíamos decidido no firmar los textos, no poner nuestro nombre en cada uno de ellos, y asumirnos como una máquina colectiva de escritura, pero al final advertimos que consignar los textos con un nombre —aunque sea frágil, nebuloso o ficcional— le permitirá al lector seguir otras rutas, construir nuevas cartografías, otras vías de comprensión para descifrar cómo en la escritura —pero también en la lectura— se puede devenir otro.

Planos, perspectivas

Presentación
CARMEN ROS

En una de las primeras sesiones de este seminario, atravesado —entre otros—por el concepto de rizoma, después de escuchar la intervención de Bily López así como de apreciar sus dibujos y gráficas en el pizarrón, para hacer más clara una lectura de Deleuze,1 brotó una propuesta: representar, mediante la escritura, un rascacielos, buscando una línea de fuga y, desde luego, una perspectiva que, siguiendo las reflexiones de Genette,2 pide elegir desde dónde ha de mirarse y restringir la información de la que se quiere dar cuenta; es decir, determinar un punto de vista.

En cuanto a lo último, cabe una observación que Luz Aurora Pimentel sostiene: todo punto de vista está constituido por un conjunto de siete planos: espacio-temporal, cognitivo, afectivo, perceptual, ideológico, ético y estilístico.3 Sí, quien mira y cuenta tiene una relación de tiempo y espacio con el mundo narrado, un modo de conocerlo, establece un vínculo de carácter emocional (desprecio, ternura, ironía, admiración, etcétera), una manera de percibirlo, una actitud ética e ideológica y, por último, también un estilo en cuanto a técnicas de exposición: giros del lenguaje y figuras retóricas.

¿Y la línea de fuga? Esta expresión deleuziana me condujo, inevitablemente, a recordar que la escritura literaria vale por cuanto se atreve a fugarse de las convenciones, a salirse, aunque sea así de poquito, por una línea tangencial —o curva— del horizonte de expectativas de quien lee. En palabras de los formalistas rusos, que, no por haber hecho reflexiones hace cien años, éstas han dejado de tener vigencia y herencia: crear formas literarias que desautomaticen lo que la percepción, a fuerza de ver, de costumbre, ha automatizado haciéndolo, de tan familiar, inadvertible.4 En otras palabras, decir, como Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo. Sí, y otro poco más: desviarse de la norma, en palabras de la escuela estilística.

Línea de fuga, puerta que se abre para mostrar que la literatura rebasa la experiencia vivida o posible. Gregorio Samsa y Jacques el fatalista han dado evidencias de ello. El ejercicio literario da cuenta del devenir humano y —aquí viene la precisión deleuziana— ese devenir no se ciñe únicamente a alcanzar una forma artística de carácter mimético, sino que se expande hasta dar con una zona de vecindad para iluminar lo indiscernible: aquello que el discurso dominante, en la escritura literaria, haya invisibilizado. Línea de fuga, devenir, conceptos que evocan el bajtiniano dialogismo.

Del número infinito de ejemplos que pueden ilustrar lo anterior, hecho mano de dos: Rousseau, en sus Confesiones, se fugó, por una línea curva, del horizonte de expectativas, al escribir su autobiografía, abriendo las ventanas de su intimidad y de los accidentes de su vida interior. Para la estética clasicista y neoclasicista, discurso hegemónico de los siglos XVII y XVIII, era inadmisible que un autor exhibiera su vida, pues constituía un atentado a uno de los principios fundamentales de ese discurso: el buen gusto, que, en ese caso, consistía en apegarse a la estética de la Antigüedad. Rousseau, fugándose, entró a un umbral poco abordado en ese entonces por la literatura: el ámbito de la exploración de la subjetividad, y devino en ella, admitiendo, en su discurso sobre el mundo exterior a sí mismo, el lenguaje de su propia intimidad.

En México, Luis Zapata, en su novela El vampiro de la colonia Roma, presentó el mundo de un joven homosexual, en una década en que el discurso gay era invisible. Zapata se desvió de la norma, retirándose a una zona intersticial entre un horizonte de expectativas sexistas y el de ese otro que había sido excluido del discurso.

Los textos que a continuación se presentan fueron escritos con una incitación: buscar una línea de fuga que, desviándose de la norma, desautomatizara la representación de un rascacielos y, por si fuera poco, dar con un intersticio que alumbrase, aunque fuera débilmente, una desconocida zona de vecindad. No hace falta decir que todo ello implicaría establecer una perspectiva y determinar un punto de vista.

En pocos de los textos aparece una descripción detallada de los rascacielos, más bien estas construcciones arquitectónicas se traducen en experiencias que impactan en el cuerpo y en el ánimo, zona de vecindad frente a los valores de la arquitectura. Aquí, en la acción de describir un edificio, el mirar humano deviene en el observar y otear de aves; en la experiencia, no de mirar, sino de devenir en cemento, vidrios, travesaños, cúpulas. En las páginas siguientes, la descripción de un rascacielos se fuga en el rechazo a subirse a uno de esos edificios y, en cambio, preferir, como experiencia aérea, la altura del vuelo de un papalote; en devenir en el viaje, dentro de un elevador, hacia la cúspide de los celos. Aquí, ver un rascacielos desautomatiza la percepción que en general se tiene, más o menos común y familiar: no es escenografía, sino vivencia.

Las perspectivas, casi todas, coinciden en que la información elegida no da cuenta de una mirada de abajo hacia lo alto, no hay sensación de lejanía con respecto a la cima ni de frágil pequeñez o insignificancia ante la altura; por el contrario, la visión se presenta, en más de una ocasión, desde las atalayas mismas o desde otras posiciones, a la misma altura, con franca horizontalidad. Los puntos de vista con sus respectivos planos son, naturalmente, diversos. Sin embargo, casi todos convergen en que el aspecto espacio-temporal, con relación a los edificios, es estrecho, inmediato: el aquí y el ahora.

Estas descripciones expresan una diversidad de vivencias de lo aéreo: desconsuelo ante un paisaje urbano tan confuso y estridente como desolador; nostalgia en un zureo de palomas; arrebato y precipitación hacia el cuerpo propio; barahúnda íntima en un ascensor; orgullo por el linaje y la estirpe; transformación del agotamiento en fervor y éxtasis. Textos que constituyen rizomas entre los muchos en que devino el seminario.

Círculos, espirales, patrones
KARLA MONTALVO

Nos dejaron un ejercicio: describir un rascacielos. Durante dos semanas pienso que debería hacerlo sobre la torre de Calgary. Finalmente, me siento y reviso las fotos de cuando la visité. Las primeras que hice en la ciudad canadiense, para mi sorpresa, fueron desde la torre, no de la torre. Busco una del edificio —al menos una—, pero no aparece. No le tomé ninguna. Es extraño porque es una construcción enorme y a su alrededor hay otras que constituyen «el centro». El resto de la ciudad se conforma de casas o construcciones muy pequeñas y de ello resulta que desde cualquier punto se pueden ver esas edificaciones altas. Estuve 24 horas en Calgary y caminé y caminé, y recuerdo que la torre fue una presencia constante; estaba ahí cuando me detenía a tomar aire, cuando terminaba de mirar el mapa en mi teléfono, desde la ventana del hotel. Yo, que soy casi una japonesa —perdonen, japoneses, el estereotipo—, por alguna razón, no le tomé una foto a la torre gigantesca que se ve desde cualquier punto de la ciudad. Ni una. ¿Tal vez era demasiado obvio? ¿Tal vez de tanto estar ahí no había necesidad? ¿Perdí esas fotos?

La torre es un gran tubo que remata en una cápsula desde donde se aprecia, a 1 228 metros de altura, los 360 grados de la ciudad de Calgary. Me dieron un aparatejo que me iba a explicar no sé qué cosas. Pero la verdad no le entendí. Estaba ansiosa. Las ventanas que rodeaban la cápsula eran enormes. Enormes. Y desde ahí se veían los techos de los grandes edificios del centro y, más allá, el resto de la ciudad. Afuera del elevador había una zona en la que, además de los cristales verticales, había uno que se extendía sobre el piso. Las personas se sentaban en él, supongo, para sentir que volaban. O que estaban por caer. O que podían estar sobre semejante altura sin precipitarse.

Caminé por la circunferencia. Miraba el río cuando se podía ver el río, la extensión de la ciudad cuando parecía que aquella mancha seguía y seguía, profunda, hasta el horizonte; los techos cuando había techos. Pero luego, no sé por qué, no sé movida por qué fuerza, comencé a caminar a través del pasillo circular cada vez más rápido, sin poder detenerme. Hasta que empecé a sentir que las rodillas no respondían y estaban a punto de doblarse, y luego surgieron las náuseas y el vértigo: daba vueltas alrededor de aquella inmensidad, que a pesar de estar rodeada de cosas, era un vacío.

Algo similar sentí hace poco cuando vi una animación de cómo el Sol avanza, mientras los planetas giran alrededor de él; no en círculos, sino en espirales; imaginar la velocidad en medio del cosmos me dio terror, me provocó el deseo imperioso de sentarme y decir: paremos, prefiero pensar que el mundo es plano y no se mueve.

Una sensación parecida y no, porque en la Torre de Calgary no podía detenerme. Daba y daba vueltas, como si entre el afuera y el centro del edificio hubiera quedado yo —¿un planeta?— presionada de tal forma que no tuviera más remedio que seguir adelante. Sí, un planeta con náuseas, que no tolera su propia rotación y al que se le doblan las piernas, desfallecen, y no tiene más remedio que pararse frente a la máquina de refrescos y comprar un agua —porque tampoco se trata de consumir no sé cuántas calorías con una Coca Cola— y unas papitas —porque qué tal que las náuseas son por traer el estómago vacío—.

Respiré, traté de normalizar los latidos, dar tiempo a que los jugos gástricos se calmaran; el boleto no había sido precisamente barato como para bajarme tan pronto. Era, por lo menos, precipitado. Pero en cuanto di unos pasos me di cuenta: toda yo rechazaba la altura, la circularidad del pasillo; hasta la alfombra me dio asco —¿quién usa alfombra en estos días, por dios?—, me pareció sucia, pesada, y aquella cápsula era un encierro que contradecía las imágenes de inmensidad: no había vuelo, no había aire, no había espacio. Tal vez por eso, ahora se me ocurre, tuve tal necesidad de movimiento; movimiento neurótico, como el de los animales en el zoológico.

Descubro una hélice: la visita a la Torre de Calgary fue el 24 de julio de 2014 y abrí este archivo el 23 de julio de 2015 porque debo llevar el texto a la sesión del 25. No era así: el seminario estaba planeado para otros días, pero, quién sabe por qué, decidimos vernos este sábado, un año después de aquella visita. Pero no en la misma fecha, no justo en la misma fecha: no se cierra un círculo, se traza una curva, una pequeña desviación del número siguiente. Miro esa torre, la miro desde mis piernas sucediéndose, una y otra vez, más rápido, con menos control, y surge la espiral en medio de la inmensidad del tiempo, un giro sin ninguna relevancia, diminuto; y pienso en las distintas —incontables, inconmensurables— fuerzas del universo que nos atraviesan.

Me detengo. Decido no terminar el ejercicio el 23 y, en consecuencia, no lo entrego el 25. (De hecho, nadie entregó el 25.) El trazo es otro: se desvía del patrón.

A 134 metros sobre la miseria y el tiempo
BILY LÓPEZ

El aroma del esmog se respira con soltura en este diáfano bastión del funcionalismo. Desde aquí arriba, la ciudad despliega, espléndida, su miseria. Azoteas colmadas de mugre se asolean luminosas, tubos oxidados resisten el paso del tiempo, vetustos maderos resisten la negligencia humana, desperdicios en las techumbres presumen, orondos, inutilidad; centenarias construcciones a punto del colapso se codean, hacia el Paseo de la Reforma, con luminosos rascacielos.

Por los cuatro puntos cardinales se adivinan las montañas a lo lejos, pero sólo se adivinan, se presienten, guardianas, de esta sucia tersura que cobija al asfalto, a los roedores, a los otrópteros que corren por las noches, y a los ruidos festivos de la ciudad, trémula.

Hacia abajo, por el Eje Central, Madero y otras calles aledañas, la neurosis que recorre los cuerpos aparece lejana, parsimoniosa, acaso tranquilizante. Esos cuerpos que al nivel del piso conforman un paseo esquizofrénico, estulto, ataviado de furias adornadas por la rutina, la vendimia y la desesperación, siempre al borde del colapso y el desastre total, se contemplan desde aquí lentos, calculados, calmos, meticulosamente diseñados para cumplir con su función.

Desde aquí, dan ganas de sentarse y contemplar, sonriente, el espectáculo de esa magnificente decadencia que puebla la ciudad. Desde arriba, soberano, el tiempo articula de manera distinta la vida cotidiana, la regula, la colma, la alimenta.

La cercana superficie de la Luna
CARMEN ROS

¿Describir un rascacielos desde una perspectiva que desautomatice lo automatizado a fuerza de tanto verlo, desviándose de las convenciones estéticas para presentar lo conocido como si fuera algo nuevo y único?

Quién tuviera la pluma de Víctor Hugo, que estaba cargada con tinta compuesta de observación, imaginación e intuición, requisitos para un artista según él mismo postuló en ese texto —monumento faraónico al género ensayístico, porque es un ensayo de los grandes, de los señeros, por su profundidad y estatura estilística— Prefacio a mi obra y post-data de mi vida. Quién pudiera pedir prestada la pluma del autor de Los miserables, quien eligió, en su novela Nuestra Señora de París, un rascacielos del siglo XV, el edificio más alto de la ciudad, y lo presenta no visto de abajo hacia arriba, sin mencionar rasgo alguno del edificio, ni siquiera la cúspide de una de sus torres, sino que provoca la sensación de altura y gloria describiendo el París abajo, el que, «desde lo alto de las torres de Nuestra Señora, veían los cuervos que ahí moraban, en 1482» y le concede a esta operación descriptiva, casi nada, un capítulo completo: «París a vista de pájaro».

Y entonces, como uno de los cuervos, el lector mira, desde la lejanía de las alturas, la Universidad, los palacios, el Louvre, el ábside emplomado de la Capilla, el Ayuntamiento, los campanarios de veintiún iglesias, las cuatro torres de París, tejadillos puntiagudos, torrecillas colgadas y chimeneas. Y el ojo del cuervo en el ojo del lector ahora ve —porque el ave afina la mirada, aguza la pupila— techumbres variadas y graciosas, los mercados, conventos y monasterios, los puentes, las calles, las plazoletas y el cementerio —envueltos todos por racimos de casas y buhardillas amontonadas— atrapados en la espesura y el entrevero de calles sombrías y estrechas. Y desde las encumbradas torres, el cuervo, ojo rapaz, alcanza a apreciar, a lo lejísimos, el Sena, oculto bajo las casas, sin malecón, con sus mil tiendas, los tejados mugrientos de la corte de los milagros, el tránsito y flujo de estudiantes, frailes, artesanos, señoras con sus doncellas; y ese ojo afilado tiene oído porque escucha el murmullo de medio millón de habitantes, el eco distante del chillar de las lavanderas, el repiqueteo de las herramientas de los artesanos y, luego, todos los rumores silenciados por un tumultuoso doblar de campanas, sus «diez mil voces de bronce, flautas de trescientos pies de altura», «sinfonía comparable al ruido de la tempestad». Y todo esto percibían los cuervos junto a las gárgolas de la Catedral.

¿Cómo y cuál rascacielos describir si el puño y la letra son los míos? He de arriesgarme. Subo la escalinata de peldaños estrechos y altos, pavimentados de piedras irregulares, son 238, pero dicen que eran más. El sol cae sobre la construcción con la fuerza de un diluvio, y yo, perseverante y paciente, sigo ascendiendo, el bloqueador solar habrá de ayudarme, me digo mientras jadeo, sin levantar la vista que mantengo asida, como manos, a los escalones. El sudor tiene cristales que punzan en la nuca y la frente. Tomo asiento en un angosto peldaño que, junto a la accidentada geometría de las piedras, no concede reposo más allá de medio minuto. Treinta segundos para ver la Calzada de los Muertos cubierta de grava ocre bajo el firmamento azul Tiziano. Mal de ojo el que arroja el sol con su fuego transparente. Urgencia de líquido. Bebo agua de la botella que me he provisto. Me pongo de pie y giro para reanudar la marcha. Un mareo que, en este caso, es mal de montaña, me empuja hacia atrás primero y luego adelante. Una fuerza desconocida, que viene de no sé dónde, le impone equilibrio a mi cuerpo y a mi cerebro. ¡Quietos los dos, es una orden!, y obedecen. Reanudo la escalada, alpinismo urbano, sin mirar otra cosa que no sea los escalones de este rascacielos mesoamericano, levantado sobre un montículo de tierra y cuatro recubrimientos de lava petrificada. Los muros, algunas piedras recortadas y otras, tal como nacieron. Los colores abrasados por la luz solar: negro arenoso, café canela, rojo óxido. La cuenta de los peldaños me produce hipnosis y pierdo el número de la cantidad que he subido. Me detengo sin erguirme. Los ojos sujetos al empedrado. La mirada, pasamanos, cinturón de seguridad. Hago un esfuerzo y vuelvo el rostro hacia la cumbre de la pirámide. Estoy cerca. Acá arriba el aire es otro, más denso, más corpóreo. Pongo un pie sobre la cúspide, luego el otro. Un silencio con una textura que sobrecoge, he oído decir que así se escucha cuando Quetzalcóatl contempla. Quisiera los ojos de los cuervos de Nuestra Señora de París, aunque, tengo la plena seguridad, ellos, en su Catedral, no experimentaron la sensación de poder que entra al cuerpo de quien sube a esta cima. Aquí se alcanza la cercana superficie de la Luna.

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9786078692101
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