Kitabı oku: «Ensayos maquínicos», sayfa 3
Piel de cristal, nervadura de acero
ALEJANDRA RIVERA
Alas de mi clase nos fastidia el escándalo, sin embargo, en incontables ocasiones hemos sido motivo de fuertes disputas entre civilizaciones que nos han utilizado como símbolos de poderío, de riqueza o de superioridad. Así ha sido la historia de nosotras, las torres, y, cada tanto, esa historia se repite. Desde míticos tiempos, los pueblos humanos han edificado construcciones que pretenden conectar a lo alto del cielo con lo profundo de la tierra, pero cada vez que se ha creído conquistar una cima jamás alcanzada, invariablemente, ha ocurrido una debacle antecedida por la caída de alguna imponente construcción que representaba a un imperio. Así se derrumbó Babel, así cayó Rodas, también Olimpia, y Alejandría. Sobre sus ruinas, las civilizaciones más venturosas se refundaron, mientras que otras —las menos afortunadas— quedaron mermadas, fueron aniquiladas o desterradas al olvido. Nunca es fácil saber cuál torre será abatida, ni tampoco es sencillo adivinar el futuro de las que nos mantenemos en pie, pero ha de resaltarse que pocas entre nosotras somos portadoras de un linaje capaz de persistir a la catástrofe. Dentro de esas pocas me encuentro yo, que provengo de una estirpe imperecedera.
Fui forjada a mediados del siglo xx como un rascacielos, emblema de la modernidad que, pujante, le hacía promesas a un joven México. Toda mi estructura fue diseñada para soportar las sacudidas telúricas de esta metrópoli, y de la impecable hechura de mi sistema nervioso se ha dado testimonio durante los últimos sesenta años. Pero lo más importante de mí no está en mi piel de cristal y aluminio, ni en mi esqueleto forjado en concreto y acero; mi verdadera supremacía se halla en mis fundamentos. Ahí, en lo más profundo de mi cimentación, por debajo de mis tres sótanos, se encuentran las piedras angulares de México Tenochtitlán. Sangre imperial corre por mis venas, la misma sangre que bañó al Templo Mayor, ese santuario en el que aún habitan deidades pretéritas y elementales. Me he ganado a pulso mi lugar en la Ciudad de los Palacios. El Edificio de Correos y el Palacio de Minería me saludan cada mañana con el espléndido garbo de la cantera chiluca. Soy confidente del Palacio de Bellas Artes; cada tarde, ambos gustamos de lucir nuestras mejores galas con el fulgor del ocaso. De mi buena cuna puede dar cuenta la Casa de los Azulejos, la misma que ha recibido en sus entrañas por igual a hidalgos y a obreros, y todas las noches me encomiendo al cuidado del Convento de San Francisco y de la Iglesia de San Felipe de Jesús; sus atrios y cúpulas se erigen tan cerca de mí que, incluso en mi grandeza, me hacen sentir cobijada.
Aquí, soportada por la misma piedra que alguna vez sostuvo al tunal, permanezco altiva y soberbia. Soy un colosal barco que flota sobre la tierra lacustre que vio nacer a esta civilización. Si mientras permanezca el mundo permanecerá la fama y la gloria de México Tenochtitlán, sépase también que si cae la Torre Latinoamericana, se destruye la Ciudad.
Regalo
PAMELA CASTRO
Todos los días, cuando salgo de casa, la observo. Queda justo en el centro de la Ciudad de México. Si hay clima despejado, se nota el brillo reflejo de los altos cristales. Tengo un recuerdo muy particular de ella. Poco antes de cumplir dieciocho años, le pedí a Eder que me regalara el día de mi cumpleaños un paseo por el centro de la ciudad. Eder era el chico más atractivo de la preparatoria, mide poco más de un metro noventa, jugaba básquetbol, escuchaba música no popular, tenía una nariz hermosa y, sí, estaba completamente enamorada de él. Así que una tarde, entre la timidez y el coqueteo, le hice la solicitud, recuerdo que su primer respuesta me desconcertó.
—¿No quieres mejor ir al cine?
—No, quiero caminar por el centro y que tú vayas conmigo.
Llegado el día, la caminata se tornó emocionante, el centro de la ciudad estaba transitado por consumidores que portaban montones de bolsas y andaban con paso apresurado. Nosotros a las tontas. Eder me contaba no sé qué cosa sobre el barrio chino. Al llegar a Eje Central, poco antes de Madero, señaló:
—Ésta es la Latino —dijo, haciendo a la vez un gesto que indicaba al enorme edificio.
—Ah —respondí sin avanzar y alzando la cabeza hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba / mareo / hacia atrás. Hacia arriba / me voy a caer / hacia atrás.
Ya no pude más. Me incorporé.
—Arriba hay un mirador. ¿Quieres subir?
—No.
Seguimos caminando, él hablaba y me contaba cosas que ahora no recuerdo, yo estaba feliz de andar a su lado y de pasear por el centro de la ciudad. En aquel momento las calles con la multitud de gente me parecían interesantes y asombrosas. Eder era muy inquieto. Compramos un papalote y lo volamos en la plancha del Zócalo. El viento soplaba con fuerza, logramos levantar el papel, alto, muy alto.
Columbiformes
PAMELA CASTRO
Te conozco desde 1984. Mi familia suele tener un recuerdo muy presente de ti, yo apenas soy una cría. Por las noches, mi tórtolo abuelo suele contarnos la misma historia.
«A la distancia vimos su creación. Durante el día, la transparencia de los cristales tenía magnanimidad, los rayos de luz se manifestaban en distintos colores. Notamos eso desde aquí, y quisimos acercarnos más, pero esperábamos el momento. Eso sucedió cuando percibimos una punta alta y enjuta, incapaz de seguir dando crecimiento a esa torre, que bastante tiempo atrás nos tuvo impresionados. Un día la tía tórtola y el tío palomo prepararon rutas de vuelo hacia esa torre, pues era tan alta, que nuestra mirada en el horizonte norte era limitada por su presencia. Han de recordar que el tío palomo solía prepararnos para los vuelos, él nos disciplinaba y nos brindaba ánimo para mejorar el ritmo de aleteo. Recuerden que desde tiempos antiguos mantenemos un ritmo de 52 km/h en cada viaje. Aquella mañana, mientras volábamos, percibimos un ligero reflejo de luz que se iba intensificando en los cristales conforme nos íbamos acercando. No teníamos idea del resultado que hay, al unir la luz de día con los cristales de la torre. Un tornasol nos deslumbró y tuvimos que dar un ligero desvío en semicírculo para acercarnos por el sur, pues siempre amanece por el oriente, justo la luz venía detrás de nosotros, y daba directo en todos sus altos cristales. Al llegar ahí nos alegramos mucho, esa torre era única, no había otra igual.»
Mirándote desde el cerro del Chimalhuache, quiero pensar que te gustaba ser visitada por mi parvada. Ahora ya no lo hacemos. Hay días y semanas en que ni siquiera te notamos, el aire se ha vuelto de un color que te oculta a la vista y, recuerda que nosotros tenemos muy buena visión, de hecho nos ocupan para alertar sobre posibles invasiones aéreas en territorios nacionales del norte —ni los actuales drones nos igualan—, vemos tan claro a la distancia que, por eso, te apreciamos, pues observamos tus luces destellantes durante los días de claridad y también desde los principios de tu levantamiento. Además, ya hay más construcciones parecidas a ti. Y aunque son cautivantes por sus distintos tipos de cristalería, a ti te valoramos por ser la primera que alcanzaba la altura de nuestros árboles en estos cerros.
Nuestra estirpe ha vivido durante mucho tiempo. Ese recuerdo que nos contaba mi abuelo, sólo lo comparaba con las altas pirámides que construyeron más allá del lago de Texcoco, son dos las más altas, y solían visitarlas los ancestros palomos en épocas de migración. Ahora nos hemos vuelto parvadas de sitio, hemos dejado los árboles para vivir sobre lo sólido de los techos.
Matrimonio
LÁZARO TELLO
Como la pierna de un Coloso de Rodas moderno, la Torre Latinoamericana inaugura el Centro Histórico de la Ciudad de México. La otra pierna, voluminosa o robusta, es el Palacio de Bellas Artes. La una acompaña a la otra para dar el primer paso y caminar sobre la calle Francisco I. Madero. Porque por sí misma la Torre Latino no vale como insignia de la ciudad. En las fotos aparece la colada, de fondo, siempre con su vestido ancho, Bellas Artes.
Comenzará a llover: el brazo de Júpiter cae contra el pararrayos y la bella de artes abre su paraguas. El caballero la jala del brazo y dan media vuelta. Es la época del cortejo y las jacarandas riegan su alfombra. ¿La familia del siglo pasado está representada en ese par? ¿Se dirigen acaso hacia el Zócalo haciendo sonar los mocasines y los tacones? Un carruaje se detiene con las puertas abiertas sobre 20 de Noviembre para perderse en un paseo horizontal y vertical de un camino errante.
Ya quisiera verlos caminar ahora, esquivando las botargas y las estatuas móviles, quitando con el bastón y el paraguas a los volanteros, entrando a comprar un pésimo café a una tiendita comercial, en una cita llena de polvo con perros removiendo la basura.
Como estamos ante lo que parece ser la época de la desintegración familiar —así lo ejemplifican las torres gemelas, pues, como sabemos, una huyó en un avión trasatlántico— la Torre Latino quedaría sola, relegada, apareciendo en las postales como un puente destruido, como un asta sin bandera, como un falo desolado.
Elevador
GONZALO CHÁVEZ
¿De qué color viste la infidelidad? Hoy, al entrar al ascensor, me hice la pregunta. Al cerrarse las puertas de un elevador cualquiera, de un edificio cualquiera —bueno, ni tanto, pues aquí tuve la segunda cita con mi actual pareja, antes de estacionarnos en un hotel, ahora sí, cualquiera—, el tiempo abandona su normal discurrir. Todo pasó en un segundo con más de mil milésimas de segundo.
Un señor de gorra verde pide a la joven de singular cadera le alcance a pulsar el botón del piso catorce. Ella presiona el catorce a la vez que el nueve; mientras, una mujer, que supongo es mi mujer, sube acompañada y cariñosa de un atildado hombre. En ese largo segundo, el hombre detrás de mí pide el piso tercero, pobre, tan bien que le haría subir esos tres pisos. Seguimos en el mismo segundo, pues la puerta aún no acaba de cerrarse. La señora de mi costado izquierdo pide el piso quinto, no, perdón, el sexto, error de cálculo. Y mi segundo por fin está en el final. Yo, claro, pido el piso quince, el último, el más famoso por su café y su vista de la ciudad que nunca duerme. Se cierran las puertas.
A mí siempre me han dicho que no puedo afirmar nada más allá de mi experiencia, así que no lo hago. Mi mujer y el hombre en turno tomarán algunos tragos de un vino más o menos corriente que, sin embargo, a las alturas valdrá como si fuera fino. Después, una plática igual de fina que el vino. Me da permiso, me dice el señor holgazán al llegar a su piso, y lo primero que hago es no dárselo, no lo merece. Me empuja y se baja. Primer enfrentamiento, quizá sólo es el simulacro de lo que se espera del porvenir.
Mi mujer siempre le ha tenido pavor a los elevadores, así que llegar al piso número quince es un acto de valentía. Pienso en dirigirme a la joven y decirle que apriete todos y cada uno de los botones, hasta el fondo, para así suspender el tiempo. Pero no lo hago. Después del altercado con el holgazán, advierto que el lapso de tiempo para que se abran las puertas es un tiempo diferente, es más lento, se prolonga casi a mi necesidad. Espero.
Quinto piso —desde hace cuatro, las más de mil milésimas hacen de las suyas—, la puerta se abre y no baja nadie. Quizá para los demás son segundos perdidos, gracias al error de la señora. Para mí es tiempo ganado. Miro fuera, lo más que puedo. De inmediato, sexto piso, la mujer un poco apenada baja de prisa. Los pisos ascienden cada vez más y más rápido, la tensión de mirarla es cada vez más impaciente. El hombre de gorra verde externa su inquietud por no llegar tarde a un lugar etcétera.
Por fin, piso nueve. Para este momento, mis ansias se conforman con mirar al atildado hombre en turno, claro, con la esperanza de que sea un hombre en turno de otra mujer, o de otro hombre, qué más da…
El hombre de la gorra verde —aunque, viéndola bien, no es tan verde, sino azul— no deja de reprocharle al elevador su inconciencia del tiempo. Pobre, no entiende que el elevador ahora es dueño del tiempo, del espacio y de nuestras pasiones. Vuelvo a recrear las escenas que sucederán después del vino. Bajar del edificio por las escaleras, jugueteos entre escalón y descanso, entre piso y escalera. Los recuerdos se me agotan, quizá por falta de palabras. De nuevo, me distrae la gorra del hombre que se ha convertido en pura ansiedad, pues me hace rectificar y volver a mi tesis anterior, la gorra no es azul, sino verde.
Me pregunto si el tiempo del elevador y el de la escalera son el mismo o pertenecen a universos separados. Entre piso y piso pasan por mi cabeza mínimo doce formas distintas de los besos entre el hombre en turno y mi mujer. Afuera, en el universo de la escalera, quizá sólo se hayan procurado uno de tantos guiños, aunque si pensamos en todos los que pueden darse en un solo escalón, sin nombrar descansos, el número se hace infinito. Las escaleras son el recinto perfecto para concluir los filtreos del vino. Si regresan un piso, no sólo ascienden, sino que recuperan el tiempo y otro infinito número de guiños, y así sucesivamente.
Piso catorce. Ya no miro. ¿Cuál es mi miedo?, ¿mirarlos y saber que la sonrisa de aquella segunda cita ahora le pertenece al hombre en turno?, ¿no mirarlos de vuelta y saber que se perdieron en algún infinito de los tantos escalones? Decido presionar el botón que me traerá de nuevo a la tierra donde el tiempo y mi mujer son aún una certeza. Sin embargo, es demasiado tarde, el botón del piso quince sigue encendido. El tiempo de las puertas abiertas amenaza con mostrar demasiado. Mi esperanza es que mi mujer voltee, y me reivindique como su pareja. No ocurre. El botón del quince indica tercamente que estamos por llegar. Mis dedos insisten en volver. Las puertas se abren a su propio tiempo, con sus prolongados segundos.
Afuera, en el otro tiempo, el hombre en turno, y con él, la mujer en turno.
A más de cien pies de altura
GONZALO CHÁVEZ
No sé si es el recuerdo o el dolor atrasado. No sé si es el dolor o un atrasado recuerdo. Hoy amanecí con un ánimo que involucra a más de una furia, a más de tres demonios y, por supuesto, a más de cien pies de altura. Desde aquí, desde el crisol de la vida en las alturas, lejos del jardín de Tebas, también se hace imposible soñar cerca de los dioses. ¡Dionisos!, ¡Apolo!, ¿dónde fueron desbocados por el hombre moderno? Esto no es una petición para su regreso y que lo remedien todo en un abrir y cerrar de ojos, sino una búsqueda de los restos de aquellas fuerzas insufladas que aún penan una vida digna. A más de cien pies de altura, a dos pies en el balcón, ofrezco una vida.
Cuerpos, sensaciones, acontecimientos
Presentación
PAMELA CASTRO
El devenir sensible es el acto a través del cual algo o alguien incesantemente se vuelve otro (sin dejar de ser lo que es).
GILLES DELEUZE Y FÉLIX GUATTARI
En este apartado se encuentran textos realizados durante distintos momentos de exploración en la escritura maquínica. Las sensaciones fueron una de las principales inquietudes con las que decidimos acompañar nuestras primeras invenciones. Escribir sensorialmente. Sentir, valga la redundancia, los sentidos, la materia, el cuerpo. La intuición comenzó desde que analizamos nociones como percepto y afecto,1 hasta que se transformó en un devenir-cuerpo a partir de la escritura de un diario. Las sensaciones y la corporalidad alimentaron la escritura. Generamos múltiples inquietudes. La escritura que empezamos a crear nos pidió ser moldeada, fracturada y vuelta a ser creada.
Así que inmediatamente nos cuestionamos sobre las dificultades que solemos tener al sentir nuestra propia corporalidad. ¿Cómo siente o piensa el cuerpo? Responder implicó devenir cuerpo: sentimos porque tenemos un cuerpo con vida. Damos vida y resignificamos nuestra historia. Construimos historia a partir de las sensaciones que caprichosa o violentamente guardamos y expresamos como fabulación. En nuestros ejercicios, formamos bloques de sensación en constante devenir, bloques de piel-memoria, piel-verrugas, pies-manos, voces-cicatrices, inquietud-meditación; manifestamos diferentes modos e inquietudes con relación a lo corpóreo y lo sensitivo. Experimentar desde y con el cuerpo resultó ser un ejercicio significativo para modificar nuestro acercamiento a la escritura. Escribir desde el cuerpo, con él y sobre él, nos reveló espacios sensitivos que, en lo habitual, preferimos eludir, pues nos despoja de la practicidad en la que normalmente habitamos. Asumir que sentimos, desde ciertas formas de la racionalidad imperante, no siempre es bien recibido, pues parece un contrasentido, un engaño. La modernidad nos aconsejó firmemente, de nuevo, que los sentidos engañan, y esto se ha convertido en un tipo de mandamiento. Las sensaciones suelen confundirnos, a menudo dudamos de lo que sentimos, nos extrañamos y evadimos reconocer las sensaciones en el cuerpo. Las dinámicas maquínicas que generamos en el proyecto fueron un puente que posibilitó romper con estos ocultamientos sobre las sensaciones y el cuerpo.
Textos creativos, diarios de imágenes, diarios in situ, hablar sobre el cuerpo, desde él y con él, nos generó cierto nerviosismo. Las semanas pasaban, los sentidos se iban relajando, trabajábamos la escucha y la mirada con ahínco. El tacto, el olfato y el gusto tenían que hacer lo propio con pequeños ejercicios dentro del ámbito cotidiano. El cuerpo tenía que estar atento de sí y de sus devenires. Sin embargo, sabemos que la vista es uno de los sentidos privilegiados. En ella depositamos un alto grado de confianza, miramos paisajes y creemos conocerlos en la inmediatez, pero necesitábamos salir de eso que nos resultaba cómodo, o conocido, es decir, precisábamos mirar de un modo distinto, con una perspectiva diferente lo cotidiano. El resultado de esta convicción derivó en distintos ejercicios que nos permitieron transmutar en otra cosa, la cual posibilitó que nos cuestionáramos sobre la visión de mundo que hasta entonces nos conformaba como cuerpos singulares y como cuerpos en colectivo.
El producto de esas diversas inquietudes brotó de ejercicios pensados y discutidos en tres momentos distintos con propuestas de escritura-creativa, y con un trasfondo de teoría diversa. Quizá convenga advertir que la inquietud sobre lo corporal se generó desde lo revisado en el capítulo «Percepto, afecto y concepto», en ¿Qué es la filosofía?, de Gilles Deleuze y Félix Guattari.2 El tema de las sensaciones visto desde conceptos y funciones orientó nuestro ejercicio creativo. Seguido de este texto, nos sumergimos en lecturas extraordinarias, como Agua viva y La hora de la estrella de Clarice Lispector, con las cuales nos quedó claro que el ejercicio de escribir desde el cuerpo es inacabable, modificable, y que está lleno de devenires. También revisamos los análisis de Mijail Bajtín en Estética de la creación verbal y La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Y, como complemento, leímos algunos pasajes de Gargatúa y Pantagruel, de François Rabelais. El estudio sobre el cuerpo, desde la historia de la literatura, nos mostró la necesidad de regresar a escribir sobre él, ya fuera de modo singular o social.
Los textos que conforman este apartado surgieron a partir de tres dinámicas llevadas a cabo en distintos momentos de nuestro seminario. Si bien no hemos incluido en esta sección todos los textos que emergieron de ellas —pues encontraron mejor acomodo en otras secciones—, vale la pena explicarlas brevemente para dar cuenta de la naturaleza de los textos aquí incluidos.
La primera dinámica corresponde a la elaboración de un diario, realizado no en casa sino in situ, es decir, en el aula. En ese momento nos encontrábamos en una intensa discusión en torno a la figura del autor.3 ¿Existe o no el autor? ¿El autor hace la obra o la obra lo hace a él? ¿Al hacer la obra deja de ser de él para que la obra tome vida propia? Recorrimos voces, ritmos, tonos, vibraciones e imágenes. Continuamos en el campo de la experimentación, acompañados de nuestras inquietudes e hipótesis a sustentar. La idea de diario, en general, está vinculada a un tipo de vaciamiento de lo cotidiano, a un tipo de bitácora, redactar los acontecimientos aparentemente importantes que realizamos durante el día, seguir con el día que sigue y así, diariamente, hacer un registro de lo que consideramos interesante y escribirlo. Al menos ése era el entendido común de lo que era hacer un diario. Tal empresa nos arrojó a lo más próximo que realizamos en aquella húmeda mañana de miércoles. Hubo resultados donde claramente recurrimos a la experiencia inmediata, como viajar por el metro, pasear a los perros, tomar fragmentos de sueño, inventar diálogos entre autores; en fin, probamos en aquellos minutos y, sin previo aviso, la potencia y carencia que teníamos para trabajar fuera de nuestro estado habitual. Este ejercicio generó textos, como Vagón rosa, 15 de septiembre y otros más que no incluimos en este apartado por no vincularse abiertamente con los sentidos y la corporalidad.
La segunda dinámica, que devino de la primera, consistió en persistir en la idea de diario, pero dándole un giro. No se trataría ya de narrar acontecimientos, sino de fotografiarlos, de capturar instantáneas sobre alguna idea, vivencia, pensamiento o emoción. Se trataba, pues, de un diario de imágenes. La propuesta de cómo abordar el diario nos provocó extrañamiento. Debíamos trabajar sobre una imagen que nos pareciera interesante para desarrollarla desde la escritura. Dicho así, parecía un ejercicio meramente descriptivo de una estampa que se colocaría con fuerza en nuestra memoria, pero no contábamos con que ciertas estampas se impregnarían como improntas sensoriales atravesadas por temas sociales o estados oníricos invadidos de extrañeza. En un primer momento, no supimos bien a bien lo que hacíamos con la escritura. Sin embargo, en ella se fue creando un modo particular de narrarnos el mundo, de mirar de cerca nuestro entorno y advertir un desgarramiento. Así, el cuerpo comenzó a posicionarse con fuerza. La experiencia del estado onírico, del sentir y hacer meditación, la presencia de los pies, las manos, el cuello, el cuerpo dolido por los malestares sociales, la sensación del recuerdo corporal fueron materia prima para el ejercicio de escritura propuesto. El resultado derivó en textos como 17 de septiembre, 28 de septiembre y ¿Soy mis yos? Hacer esta actividad, y exponerla, nos mostró la urgencia que tenía el cuerpo de manifestarse a través de la escritura.
En otro momento del seminario —previo a las dinámicas anteriores, y quizá posibilitador de las dinámicas atrás descritas—, ya habíamos deliberado sobre la importancia de la escucha corporal en la escritura, por ello nos propusimos como trabajo de texto creativo realizar un ejercicio en el que pudiéramos, de alguna manera, devenir-cuerpo, es decir, llevar a la escritura sensaciones que ahí están, que nos acompañan, pero que por lo general pasan desapercibidas. La escritura podría funcionar, en ese sentido, como posibilitadora de fabulaciones sensoriales, como iluminadora de sensaciones vividas, pero oscurecidas por la vivencia cotidiana. Ejercicios como Dieciocho semanas, Sentidos, Ahogada, La montaña y La verruga como signo de belleza son resultado de aquel ejercicio donde experimentamos la escritura a partir de nuestra relación con el devenir-cuerpo. Para este momento del seminario ya nos había contado Clarice Lispector sobre el temor a la desnudez, porque es la palabra final.4 Se trataba, siendo un tanto temerarios, de desnudarnos ante la escritura, desnudar al cuerpo que escribe sobre sí mismo y sobre el mundo que habita. El cuerpo de manera presente necesitaba «ver la vida en lo vivido o la vida en lo vivo»,5 el cuerpo como aquel conjunto de órganos que habita la vida, como sujeto social, y como múltiples subjetividades que miran desde su experiencia posibilitándola y posibilitándose.
El cuerpo, pues, fue protagonista en estos ejercicios escriturales y se descubrió partícipe en ellos. Salió a la luz. Aunque esto no sea nada nuevo. Ya Bajtín nos hablaba de un tiempo en el que cuerpo y mente no estaban separados, y de las implicaciones que esto tenía en el actuar cotidiano: «“la edad de oro” aparece en el grotesco pre-romántico, no bajo la forma del pensamiento abstracto o de emociones internas, sino en la realidad total del individuo: pensamiento, sentimientos y cuerpo. La participación del cuerpo adquiere una importancia capital para el grotesco».6 La totalización de la realidad implica todo el cuerpo, entendido en abstracto y en sensaciones corporales tanto internas como externas. El cuerpo grotesco en la cultura del carnaval en la Edad Media y en el Renacimiento nos demuestra que lo que le hemos heredado a la época del Romanticismo es un decoro sofocante.
Líneas más arriba hemos mencionado que Deleuze, de la mano de Guattari, ya nos había provocado, desde el inicio del proyecto, con las nociones de perceptos y afectos, los cuales intentamos poner en marcha en los ejercicios de los diarios y el devenir-cuerpo. Sin embargo, el ejercicio de los diarios nos permitió ir más allá, y nos dio acceso a esa parte sensible y vulnerable que somos en lo exterior, visto desde la interioridad de nosotros mismos. Este estado ambivalente nos aproximó a pensar sobre el cuerpo grotesco,7 a sentir la corporalidad de la vida desde sus multiplicidades y dotar de sentido a los acontecimientos. Producir una realidad discutible y narrarla. Crear la mejor fabulación sobre aquello que mereciera nuestra voz, nuestro tono, nuestro ritmo, nuestro cuerpo.
Entendemos por devenir-cuerpo aquel acto que nos vincula directamente con un estado sensitivo de transmutación sensorial. Las sensaciones nos ayudan a explicar estados corporales. Explicarlos implica, necesariamente, sentirlos. Sentir los estados corporales vincula inquietudes, imágenes, memoria, cada espacio corporal destapa distintos modos de transmutación que necesariamente se relacionan con otro estado corporal. Cada tejido corporal está compuesto por microorganismos y células que desconocemos plenamente, pero que podemos sentir y darles forma. A través del devenir otro es que podemos reconocer y nombrar las sensaciones que nos invaden de modo infinito y aparentemente ajeno. Sin duda, el uso de los sentidos nos ayudó para generar un correlato directo entre escritura-cuerpo, escritura-sensaciones, y así converger finalmente en escritura-cuerpo-sensaciones.
En este devenir-cuerpo depositamos la función de dar el tono, el ritmo, de crear el texto a partir de la organización detallada de las múltiples sensaciones que nos habitan, escoger por lo menos una, y a partir de ella emprender la creación, sentirla desde la memoria, la imaginación o los sentidos. Nos asimos de esa inquietud primera y la volvimos el eje de nuestros quehaceres más nimios e íntimos, la involucramos en la escritura y la mantuvimos visible y presente. Creamos estados del cuerpo que pedían ser escritos, descritos. Las sensaciones sirvieron como puente para experimentar nuestro propio estado corporal, construimos con las imágenes dispuestas en nuestra memoria y con las sensaciones puestas en ellas. Sin olvidar la cuidadosa atención que prestábamos en nuestro quehacer cotidiano. En él valorábamos las acciones que nos invitaban a pensar en código escritura-cuerpo, y en código escritura-sensación.
Nuestra época nos ha desvinculado del sentir corporal, pues al menor indicio de sensación hay que adormecerlo (médicamente) o hay que ponerlo a producir algo para que deje de sentir (laboralmente). Los estados corporales que logramos en los escritos aquí presentados suponen una suerte de momentos íntimos de los autores con distintos elementos que favorecieron la construcción de la escritura, en algunos casos como acontecimiento, y en otros como sensaciones múltiples que emanaban del cuerpo y que deseaban vibrar acompañadas del sonido de cada palabra escrita y de la voz particular que la entonación corporal depositaba en la escritura.
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