Kitabı oku: «Madrid cautivo», sayfa 2
La sabiduría y la amistad de Carlos Gil Andrés, José Luis Ledesma y Carlos García-Alix traspasan los libros y van más allá de las horas compartidas, siempre escasas cuando transcurren en su compañía. Todo lo contrario a su confianza y a su vocación por un oficio que dignifican dentro y fuera de la Universidad, derribando muros y descartando fronteras. En la trastienda de una corsetería, el entusiasmo de José Sanchis Sinisterra tiene siempre un efecto similar, haciendo bueno el nombre de «Nuevo Teatro Fronterizo». Desde este lugar el apoyo de Sandra Castro y las preguntas compartidas por el «Club Benjamin» fueron la inspiración necesaria para ir siempre más allá. Y frente a la peligrosa soledad de la «torre de marfil», la confianza de Traficantes de Sueños en una investigación muy cercana a esta fue fundamental para poder seguir afirmando que la historia no es el pasado, que también puede ser un «arma cargada de futuro» si recordamos desde los peligros del presente. La apuesta por pensar el control franquista desde una sociedad invadida por la inseguridad y el miedo también ha sido posible gracias a la complicidad de Beatriz García, Blas Garzón y Emmanuel Rodríguez.
Miedo. Qué difícil de documentar para el pasado, qué difícil de gestionar en el presente, y sin embargo qué poderoso. El camino hasta aquí habría sido muy distinto, más cuesta arriba y más pedregoso, si no hubiera conocido a Daniel Oviedo en la facultad, entre las aulas y las salas de la biblioteca, y si no hubiera compartido con Juan Carlos García Funes nuestro primer congreso académico. Ni Forest Fields ni Lavapiés habrían sido iguales sin ellos cerca, sin esa preciosa continuidad tan interrumpida a menudo. Los cursos de verano de El Escorial me regalaron a Santiago Gorostiza. Él me descubrió los secretos de la «historia ambiental», el placer de un cola-cao en la barra de un bar de Cuatro Caminos y la complicidad de unas albóndigas compartidas en La Masia. Nuestro propio pla quinquennal se convirtió en dos tesis doctorales, y «el cinqué ens creaurem per l’Eixample i demanarem taula en un bar de menús». También conocí a Carlos Piriz a la sombra del viejo monasterio de Felipe II, en una noche de julio con más secretos de los que se podrían reconocer y de los que somos capaces de recordar. Y, desde entonces, Salamanca, Olivenza y cualquier hostal en cualquier congreso han significado estar en casa. Brindemos por ello desayunando siempre en Bodegas Espadafor. Los cuatro demuestran que la Universidad es mucho más que un lugar para la contemplación intelectual, y que nuestra amistad va más allá de los legajos amarillos por el paso del tiempo y las cajas llenas de polvo y soledad. En un medio ambiente que a menudo nos quiere demasiado aislados, demasiado altivos, demasiado débiles, las teclas han vencido sucesivamente a las distancias y las palabras han sido el bálsamo necesario allí donde dejaba de haber palabras.
El viaje se habría llenado de arduos silencios sin Cristina de Pedro, que sigue demostrando la importancia de los cuidados con gestos cotidianos, esenciales, como si aún viviéramos en el 37, y sin Carlos H. Quero, la esencia misma del debate, un «río derecho» que nunca se conforma. «¡A la calle, que ya es hora!», como diría un poeta. «Llegó la hora de la magia», como diría otro. Aun en la distancia, la presencia de Rubén Pallol, sin el cual yo no habría llegado a defender mi tesis doctoral, todavía es una guía fundamental para no tropezar en el camino. Que siga sonando en bucle «Maldito muchacho» y que salgamos una vez más de La Huelga dirección 33. Por su parte, Chema Sánchez Laforet ha sido el mejor cartógrafo posible para explorar dos ciudades separadas por ocho décadas, porque ni su oficio ni el mío se entienden sin la capacidad de escuchar, como él me dijo una vez. Con Elena Fernández, a quien le debo su ayuda preciosa con la edición de este texto, y Rubén M. Farrona, espero seguir buscando el gofre perdido de Lyon, un paso más en un currículum imprescindible, el que nos une a Ana H. Rubio, Ana Somohano, Álvaro de la Reina, Víctor Sánchez y Fernando Polo, mucho más que un grupo de WhatsApp cuyo nombre sigue sin poder desvelarse. Marisa Gutiérrez compartió su tiempo y su corazón conmigo en una historia anterior a esta, que también ha seguido de cerca, y por eso, junto a otros infinitos motivos, siempre le estaré agradecido a Atlántico.
Estas páginas comenzaron a tener forma junto a un brasero en pleno mes de julio, en la casa con las vistas más bonitas de Murias de Paredes. Hizo falta estar cerca de Babia para volver sobre lo escrito, para desandar el camino recorrido y mirarlo con otros ojos. Allí estaba Alba Fernández, seguramente con más libros de los que pudiera leer durante aquellos días, con su tranquila energía, su crítica atenta y sus ganas de vivir un «tiempo lleno». Hay pocas palabras para agradecerle todo, pero será necesario encontrarlas porque, como todavía recuerda a veces Xoel López, «sin las palabras, dime, ¿qué nos queda?». Su música ha seguido acompañándome allí donde el rostro de la luna y el tono de la gente comenzaron a ser diferentes. En Lyon no solo me recibió la visión distópica de la tour Part Dieu, sino sobre todo la firme confianza y la cariñosa acogida de Maya Collombon en el Institut d’Études Politiques. Aquí cambié el árbol frente al cual terminé de escribir mi tesis por dos ríos que invocan la existencia de muchas Europas. Aquí es donde ha seguido tomando forma mi viaje personal, con la distancia suficiente como para ganar perspectiva y también con la necesaria proximidad como para sentirme en casa. Si para Albert Camus su patria era la lengua francesa, el área de Español de Sciences Po, reunido en torno a Maya, ha sido un verdadero crisol de acentos y experiencias que ya forman parte de la mía propia. Con Lucía Valdivia empecé a conocer les bars à bières del Septième, descubriendo el barrio en que me apetecía vivir. De otro modo, Catherine Lacaze ha sido mucho más que una compañera de despacho. Los cursos compartidos han sido únicamente la condición necesaria, no suficiente, para explicar una amistad mayor. Los horizontes, las incertidumbres e incluso las fronteras forman ya parte de una conexión entre Madrid y Toulouse que pasa por Bellecour. A la sombra de Louis, por supuesto, nuestro eterno confidente.
El tiempo ha pasado rápido desde 2012, sin duda. Sería un tópico decir que parece que fue ayer cuando terminó mi última clase como alumno, en Zaragoza, junto a Alberto P. Martí, Rosa Usón o Nico Braudel, si no fuera porque es verdad. Mis alumnos en Lyon se ríen al imaginar que su profesor también estuvo sentado alguna vez en su lugar, y a ellos también les pertenece una parte importante de este libro al recordarme todas las semanas la valentía que supone preguntar por qué. El tiempo ha pasado rápido, sin duda, como muestran dos pequeñas personas que son, en realidad, dos grandes suertes. Mientras Lucía me enseña a echar bien de menos a cambio de saltar en la cama, compartiendo a los Beatles como la mejor de las bandas sonoras, Tomás ya mira a su tío con el orgullo de quien es capaz de ponerse en pie, aunque tenga que hacerlo a través de una pantalla. A pesar de la distancia, tanto ellos como Vicente, mi hermano, y Vanesa llenan mis días de luz con su inagotable optimismo en el futuro.
Hace tres años, dediqué mi tesis doctoral a la memoria de mis abuelos, a quienes nunca pude preguntar por sus años de juventud mientras investigaba sobre su «peor época», la misma de Gloria Fuertes. Y, sin embargo, a través de la distancia de las décadas, con ellos compartí edad entre archivos y bibliotecas que hablaban de los años treinta y cuarenta, hace casi un siglo. Sus recuerdos siguieron haciendo camino a lo largo del tiempo gracias a Milagros y Vicente, mis padres, a quienes está dedicado este libro. En Madrid crecieron sobre una memoria silenciada por el miedo, y muchos años más tarde, lejos ya de su significado traumático, yo caminé de su mano por esa ciudad de la que me siento tan lejos y tan cerca. Con ellos caminé por las calles de su antiguo barrio y por muchas otras también, siendo un niño que se atrevía a imaginar cómo debió ser la «guerra de los abuelos». Ahora, ochenta años más tarde de que aquella guerra continuase por otros medios, se publica este libro gracias también a su confianza infinita. La corrección de las pruebas de imprenta de este texto nos ha encontrado comprendiendo una palabra nueva, «desescalada», otra vez de la mano a pesar de estar en diferentes países y distintas fases de una pandemia global. La oportunidad de mostrarme su valentía asombrosa, casi telúrica, que resume décadas de resistencia y adaptación a contextos tan diversos como complicados, desde los ecos de la posguerra a la actualidad. Los versos de Miguel Hernández que inauguran estas páginas, cantados por Serrat o por ellos mismos, me han acompañado desde su regazo hasta este lugar y este momento. Son los versos que suenan de fondo, desde el tocadiscos, mientras las farolas iluminan la noche a este lado del Ródano. El cursor sigue palpitando en la pantalla. Y esta vez lo hace lleno de todas las palabras que, aun juntas, apenas pueden devolver el amor recibido.
Guillotière, Lyon. Mayo de 2020
1 Todos los entrecomillados en De Cascante (2017: 124), extractos del poema de Gloria Fuertes «Del 36 al 46», salvo la conocida estrofa del himno Cara al Sol.
2 Los entrecomillados en «La liberación de Madrid», edición extraordinaria del Noticiario Español, Departamento Nacional de Cinematografía, en línea: <https://www.youtube.com/watch?v=w6o5Sdeh_3E&t=444s>.
PRIMERA PARTE
LA CIUDAD DEL DESAFÍO
I. UN OSCURO OBJETO DE DESEO
1.1 ÁFRICA EN LA METRÓPOLI
28 de noviembre de 1936, día de San Gregorio III. Quizá ese dato aparecía en el calendario del despacho del general Emilio Mola, en Navalcarnero. Quizá no, o acaso el militar no reparó en ese detalle. Desde mediados de verano las hojas habían pasado rápidamente, la misma velocidad que las columnas militares habían demostrado para aproximarse a Madrid. Pero, una vez en la ciudad, todo se había detenido. Y el general parecía tener una explicación para lo ocurrido: «Se carece de líneas de comunicaciones por las que se pueda atender cómodamente al abastecimiento de las unidades». «No amenazándose por este frente su línea de comunicaciones, se precisa sostener un combate frontal en el que el enemigo recibe constantemente refuerzos». «La ocupación de la Capital en nuestras condiciones resultaría extremadamente costosa en hombres y material y requeriría bastante tiempo». Las reflexiones fueron remitidas al «Generalísimo» desde la Séptima División.1
Seis meses y tres días antes, el 25 de mayo de 1936, Madrid aparecía por primera vez citada en las «Instrucciones generales» con las que el general Mola preparó el golpe de Estado contra la II República. El documento, titulado «El objetivo, los medios y los itinerarios», fijaba una acción desde la periferia al centro del Estado. Tomar pronto el control de la capital era el objetivo fundamental para el grupo de conspiradores, puesto que
La capital de la nación ejerce en nuestra Patria una influencia decisiva sobre el resto del territorio, a tal extremo que puede asegurarse que todo hecho que se realice en ella se acepta como cosa consumada por la inmensa mayoría de los españoles. […] El éxito es tanto más difícil cuantas menos asistencias se encuentren dentro del casco de Madrid. Es indudable que un hombre que pudiera arrastrar esta guarnición por entero, o en su mayor parte, con la neutralidad efectiva del resto, sería el dueño de la situación, y sin grandes violencias podría asaltar el Poder e imponer su voluntad (Sánchez Pérez, 2013: 347. Las cursivas son mías).
El primer párrafo de la segunda instrucción de Mola mostraba su concepto de sublevación militar, la intención que perseguía y la importancia que otorgaba a lo que ocurría en Madrid, donde había que conquistar el poder. La capital no era solo el lugar donde residían las más altas instituciones del Estado, era algo más: un símbolo. Un objeto de deseo. «Todo hecho que se realice en ella se acepta como cosa consumada», continuaba su pensamiento puesto por escrito. A la presencia de las instituciones políticas, los ministerios y los edificios oficiales, se unía al número de cuarteles militares que habitaban la periferia de la ciudad: Carabanchel, Cuatro Vientos, Getafe, Leganés, El Pardo o Vicálvaro. Pero la Primera División Orgánica también contaba con guarniciones en el interior, como los cuarteles de Conde Duque, Pacífico, María Cristina o el Cuartel de la Montaña. Cuando los acontecimientos se precipitaron entre el 17 y el 18 de julio, y el golpe de Estado fue conocido en la capital, las centrales sindicales y los partidos del Frente Popular derrotaron la sublevación y evitaron su intención de converger hacia el interior. El grueso del Ejército alzado, con las experimentadas tropas de legionarios y regulares como principal fuerza de choque, tuvo que comenzar su camino hacia Madrid desde Sevilla (Aróstegui, 2006: 48-54; Espinosa Maestre, 2007).
Si el verano de 1936 fue el momento de progresión hacia la capital, el mes de octubre fue el del acercamiento definitivo. La decisión de ocupar la ciudad está fechada el día 7. Ávila, desde el norte, y Talavera de la Reina, desde el sur, fueron las bases de progresión elegidas, una operación militar en la que se puso el máximo cuidado. A ella estaban subordinadas todas las demás.2 A este objetivo principal debían subordinarse los futuros planes de operaciones, y para ello era preciso sacrificar unidades de algunos frentes, de cara a conformar una reserva de maniobra. El frente de Asturias era el elegido para ello, mientras que el de la sierra tenía la misión de fijar las tropas republicanas en ese punto, para evitar así su traslado «a los frentes principales». En el resto del país los frentes se habían estabilizado, lo que ayudó a convertir el escenario del centro en protagonista. Unas semanas más tarde, tras algunos avances de líneas en el frente, se redactaron las primeras instrucciones para la ocupación de Madrid. Una vez más, el encargado de hacerlo fue Mola. Con siete puntos básicos, estas instrucciones pretendían tener todos los aspectos de la ocupación bajo control. La presencia de paisanos o periodistas no estaba permitida, salvo con autorización del propio Mola o del «Generalísimo» Franco. El funcionamiento de las comisarías de distrito y de las comunicaciones en el interior de la ciudad quedaba asegurado por «el número necesario» de guardias civiles, milicias auxiliares y equipos de transmisiones. Para cada comisaría se nombró un jefe del Ejército sin destino en filas, que debía conocer de antemano el destino y fuerzas asignadas. Su cometido era la gestión de la ciudad en los primeros momentos de la ocupación, lo que incluía desarmar a las fuerzas enemigas, expulsar del Cuerpo de Policía a «todos los funcionarios que hayan prestado servicio a los rojos», detener al personal sospechoso del Cuerpo de Correos y Telégrafos y del Consejo de Administración del Banco de España, con especial interés en el personal encargado de custodiar el oro. También se hacía hincapié en las incautaciones de periódicos, con una salvedad: «cuantos hayan sido siempre de ideas de orden podrán aparecer en cuanto de (sic.) hagan cargo de ellos sus respectivas empresas y las antiguas redacciones».3
Sin embargo, las instrucciones se referían de manera reiterada al instrumento sobre el que se apoyaba la planificación de la ocupación: el bando de guerra. La intención de Mola era declarar el estado de guerra en la ciudad, que conminaba a deponer las armas y prestar apoyo a las tropas ocupantes, y reservaba las mayores penas para quienes fueran definidos como hostiles a la ocupación. La declaración del estado de guerra en la plaza y provincia de Madrid hacía que todos los delitos fueran juzgados siempre en juicio sumarísimo, como afirmaba el artículo dos. El siguiente especificaba el delito de rebelión militar para los insultos y las agresiones, el desacato o la provocación a los militares ocupantes; la propagación de rumores o noticias falsas; la confección, publicación, ocultación, tenencia y reparto de escritos clandestinos o sin someter a censura previa y el funcionamiento de emisoras sin la expresa autorización del general Mola, el único encargado de autorizar cualquier reunión.4 Por tanto, fue él, y no Franco, quien proyectó la ocupación de Madrid en octubre de 1936. Unos días más tarde, el 27 y el 29, añadió unas instrucciones complementarias para ocuparse de servicios como la higiene urbana y los abastecimientos.
En tres meses y medio, las tropas sublevadas habían conseguido llegar a las afueras de la capital, y su ocupación se dibujaba inminente. Así, parecía necesario cuidar el más mínimo detalle, para lo cual Mola hizo uso de su experiencia como director general de Seguridad a principios de década. Fue el Cuartel General del Ejército del Norte quien mencionó primero la necesidad de establecer unos Servicios de Orden y Policía de Madrid, divididos en la propia fuerza de ocupación, los servicios de higiene, los de Telégrafos y Correos, Teléfonos, Electricidad, Agua, Radiotelefonía e Información (tabla 1.1). Su preocupación incluía los organismos de gestión cotidiana, aunque la principal reflexión se centraba en la propia fuerza de ocupación, que descansaba sobre la fuerza del número y la labor de un cuerpo tradicionalmente encargado del control rural como la Guardia Civil, auxiliado por las milicias (imagen 1.1).
TABLA 1.1
SERVICIO | JEFE | EQUIPO |
Higiene, análisis del agua, laboratorios y hospitales | Un comandante médico | Un farmacéutico mayor, un farmacéutico primero, doce médicos y oficiales de complemento |
Telégrafos y Correos | Un capitán de ingenieros | Un teniente de ingenie ros y personal civil militarizado |
Teléfonos | Un capitán de ingenieros | Personal civil militarizado |
Electricidad | Un comandante de artillería | Un capitán de artillería y personal civil militarizado |
Agua | Un comandante de ingenieros | Personal civil militarizado. |
Radiotelefonía | Personal del Requeté (sin especificar) | |
Información | 15 hombres del personal militarizado |
Fuente: AGMAV, Caja 2584, Carpeta 4. Elaboración propia.
IMAGEN 1.1
Fuente: AGMAV, Caja 2584, Carpeta 4. Elaboración propia.
El «sello personal» de Mola alcanzó a los encargados de controlar los distritos de la ciudad. Aunque los nombramientos provenían del Estado Mayor de Burgos, la elección de la Policía Gubernativa y la coordinación de un servicio de Investigación demuestran la insistencia en la seguridad de la calle. En este caso, militarizada. Bajo el mando del comandante de infantería Luis Boix Ferrer, jefe de Orden y Policía de Madrid, iban a servir trece responsables de distrito más uno encargado de la Brigada Especial de Información (tabla 1.2). Para coordinar la actuación en la ciudad, el Cuartel General de Franco tomó el mando de las operaciones militares, de acuerdo a los planes de Mola, con tres escenarios posibles: rendición sin defensa, defensa en el perímetro o resistencia a ultranza tanto en el exterior como en el interior. En caso de rendición sin defensa, la columna debía dislocarse en puntos determinados para que las fuerzas asignadas a cada distrito ocuparan las comisarías correspondientes, mientras que la Jefatura reclamaba para sí la sede de la Dirección General de Seguridad. Una vez más, la influencia de Mola era palpable. Por su parte, la comisaría de la Casa de Campo tenía encargada la crucial misión de vigilar las entradas y salidas de Madrid en su sector, que incluía las carreteras de Aranjuez, Toledo, Extremadura y Coruña.5
TABLA 1.2
NOMBRE | CARGO | DISTRITO ASIGNADO |
Luis Torres | Capitán de infantería | Brigada Especial |
Isabelo Aguado Martínez | Comandante de caballería | Universidad |
Pedro Berdonces Martialay | Comandante de infantería | Cuatro Caminos |
Manuel Losada Roces | Comandante de infantería | Hospicio |
Emilio Linares Mercadel | Comandante de infantería | Hospital |
Manuel Sánchez Molina | Comandante de infantería | Inclusa |
Cristóbal Pérez del Pulgar | Comandante de caballería | Chamberí |
José López de Letona | Comandante de caballería | Latina |
José Luque Barriocanal | Comandante de infantería | Puente de Vallecas |
Salustiano Jiménez Rubio | Capitán de infantería | Casa de Campo |
Lorenzo Monclus Fortacín | Comandante de infantería | Palacio |
Enrique González-Conde y de Illana | Comandante de infantería | Buenavista |
Carlos Herrera Meseguer | Comandante de ingenieros | Congreso |
José Cabanellas Prosper | Comandante de caballería | Centro |
Fuente: AGMAV, Caja 2584, Carpeta 1. Elaboración propia.
Ante las puertas de Madrid, los asaltantes no reunían más de 15.000 efectivos, con escaso apoyo de la artillería y la aviación. Aun así, su confianza estaba intacta, como habían demostrado entre la toma de Talavera y el acercamiento a la ciudad a través de sus arrabales. ¿Qué esperaban encontrar en su interior? Las últimas instrucciones dictadas por el propio Franco antes de comenzar la batalla de Madrid permiten adentrarse en las expectativas que manejaban:
La población civil de Madrid lleva tanto tiempo sufriendo los desmanes del Gobierno rojo y de las hordas que le siguen, que por los constantes asesinatos sufridos han llegado a un grado de terror que puede hacer aparecer como desafectos o tibios a los que en realidad ansían la llegada de las fuerzas nacionales. […]
Una gran parte de los milicianos que nos combatirán en Madrid son ciudadanos pacíficos que ante las amenazas y ejecución de los que se niegan, han cogido las armas deseando entregarlas al primer encuentro6 (las cursivas son mías).
Para Franco y su Estado Mayor, la ocupación de Madrid aparecía en el horizonte como una continuación del tipo de guerra que habían desarrollado en Andalucía y Extremadura, y antes aún, en las kábilas rifeñas donde los militares africanistas habían ganado rápidos ascensos. Sus experiencias se proyectaron sobre el mundo urbano, donde imaginaban un escenario similar al de los milicianos abandonando las armas ante el empuje de los soldados profesionales. Pero la imagen que el Cuartel General de Franco tenía del enemigo no se había ajustado ni a su composición ni al espacio que ocupaba. A pesar de tener la ocupación planificada con un mes de antelación, la ciudad resistió. Aunque el ataque superó el río Manzanares, a finales de noviembre el frente se había estabilizado. El 23 de noviembre, Franco decidió suspender los asaltos frontales. La guerra de columnas, propia de la guerra de Marruecos, verdadera escuela del africanismo, se estrelló en Madrid. A pesar del cuidado de Mola en la preparación de los instantes posteriores a la ocupación, esta no llegó a hacerse efectiva. Y, es más, el estilo de guerra influyó en algunos de sus elementos. La primacía de la Guardia Civil y el alto número de falangistas y requetés entre el personal de base o la escasa importancia otorgada a los equipos de gestión de la ciudad muestran una escasa reflexión sobre las características del mundo urbano. El servicio más detallado, el de higiene, apenas contaba con una quincena de hombres, y otros servicios importantes para controlar la complejidad de una metrópoli como Madrid, como el de radiotelefonía, no tenían un jefe al cargo. La escasa precisión en el perfil de los equipos, el protagonismo otorgado a la columna como base de la ocupación o las exiguas instrucciones de los Servicios de Orden y Policía, que «únicamente» debían ocupar las comisarías asignadas, hacen pensar en una simple adaptación del modelo de ocupación de los pueblos andaluces y extremeños a Madrid, en vez de elaborar una planificación autónoma para la ciudad. Pero el fracaso ante la que se erigió como «capital de la resistencia» demostró que la diferencia entre el mundo urbano y el rural no era una mera cuestión de escala.
Fue el propio general Mola quien aclaró los motivos del fracaso, reconociendo que el máximo error había consistido en no cortar el aprovisionamiento de Madrid, algo básico para una ciudad de esas dimensiones. Era necesario, también, operar con una masa de maniobra mayor, formar grandes unidades que pudieran llevar a cabo otro tipo de guerra. Y en relación con la cantidad de población urbana, se establecieron ocho tribunales militares que se harían cargo de la represión dentro de la ciudad a través de una nueva figura: el consejo sumarísimo de urgencia (Aróstegui, 1996). En noviembre de 1936 África se encontró con la metrópoli, y a raíz de ese encuentro cambió la forma de dirigir la guerra. Un hecho que tuvo importantes consecuencias en el segundo año del conflicto.
1.2 MADRID, LABORATORIO DEL ORDEN
11 de febrero de 1937, Estado Mayor de la División reforzada de Madrid. Luis Orgaz acababa de firmar, como general al mando, un nuevo bando de guerra para la entrada en la ciudad. Su ubicación en Navalcarnero, el mismo lugar desde el que el general Mola explicó las dificultades del asalto frontal a Madrid, no era casual. Su texto era completamente continuista con el que su compañero de armas había preparado el control de la ciudad tan solo unos meses antes, en octubre. Por supuesto, todos los delitos considerados en el bando iban a ser tramitados por el procedimiento sumarísimo de urgencia, con los tribunales ya formados desde el año anterior. En líneas generales, se penaba la resistencia a las nuevas autoridades, cualquier posible boicot al abastecimiento de la ciudad y toda reunión no autorizada. El bando extendía la sospecha al comportamiento de cualquier madrileño, por lo que debe entenderse como la voluntad de controlar el espacio público, no solo como una herramienta de castigo. Orgaz, igual que Mola meses antes, no hacía sino proyectar su propia experiencia, en este caso como gobernador militar de Las Palmas después del golpe de Estado en julio de 1936.7 Por supuesto, había algunas diferencias con el año anterior. En plena batalla del Jarama, el intento de conquistar Madrid cortando sus comunicaciones, el Ejército del Sur asumía el protagonismo en la posible ocupación, y la organización en columnas desaparecía por completo del esquema. Seguía sin existir, sin embargo, una reflexión sobre cómo hacerse cargo de la complejidad de una ciudad moderna.
La reorganización de los planes de asalto a Madrid debe enmarcarse en un contexto más amplio, donde entraron en escena otros factores. Por ejemplo, la progresiva inserción de las milicias en unidades plenamente militares, para lo que fueron indispensables las escuelas de alféreces provisionales, el mejor aprovechamiento del material alemán e italiano y la formación de un ejército de mayores dimensiones (Casas de la Vega, 1974; Blanco Escolá, 2000: 349-384). Pero, por encima de todo, la primera mitad de 1937 fue el contexto en que se llevó a cabo la reorganización de los servicios de inteligencia franquistas, puesto que la sublevación se había convertido en un conflicto prolongado. Desde septiembre de 1936, cuando se creó, el Servicio de Información Militar (SIM) compitió con otros organismos como el Servicio de Información de la Frontera Noroeste de España (SIFNE), con sede en Biarritz, el Servicio de Información Naval (SIN) o las propias segundas secciones de los Estados Mayores, encargadas de las labores de inteligencia de las operaciones militares. El SIM, que operaba sobre todo en la zona centro a través de guardias civiles con contactos personales, había nacido bajo los auspicios del propio general Orgaz, por lo que su nombramiento para la División reforzada en Madrid también se explica en el marco de esta reorientación. Que fuera Orgaz el autor del nuevo bando de guerra no era, pues, inocente (Heiberg y Ros Agudo, 2006: 15-22 y 48-50; Cervera, 1998: 213-217).
En este contexto, hubo una persona que pronto destacó por su importancia para comprender la forma de operar de los servicios de información y la relación con la retaguardia de Madrid. José Ungría Jiménez contaba con nueve años de experiencia africanista cuando, en 1925 y como comandante, se convirtió en el jefe de enlace entre el Ejército español y el francés en Marruecos. Desde entonces, su particular currículum se desarrolló entre el Ministerio de la Guerra y la Academia General Militar, orientado hacia la teorización y enseñanza de la inteligencia y contrainteligencia en los conflictos. Su carrera entró en contacto con las enseñanzas de la I Guerra Mundial cuando, a partir de 1930, fue agregado militar en las embajadas de Francia y Bélgica y en las legaciones de Holanda y Suiza. Durante la II República su carrera se desarrolló en el Estado Mayor Central, y a partir de 1935 su relación con el uso de la información se estrechó en la práctica, pues fue nombrado representante del Ministerio en la Compañía Telefónica Nacional. Fue en ese puesto donde le sorprendió el golpe de Estado y en el otoño de 1936 consiguió refugiarse en la Embajada de Francia, haciendo uso de sus contactos previos. En abril de 1937 logró salir del Madrid republicano, y tan solo un mes después, en mayo, ya dirigía el SIM tras denunciar el exceso de servicios de inteligencia y su escasa coordinación tan solo un mes después de su evasión, se hizo con las riendas del SIM tras denunciar el excesivo número de servicios existentes y su escasa coordinación.8
La conversión del golpe en una guerra y la consideración del papel de la contrainteligencia en ella condujeron a otro tipo de reflexiones y a la creación de otro tipo de organismos en la primavera de 1937. Quizá el más importante de ellos fue la OIPA, la Oficina de Propaganda Anticomunista, dirigida por Marcelino de Ulibarri, un carlista muy próximo al conde de Rodezno que había sido miembro de la Oficina de Prensa y Propaganda en Pamplona en los primeros instantes de la sublevación. Como ya se ha demostrado, la oficina cumplió un destacado papel en la captación de rumores y opiniones y en el seguimiento de la prensa extranjera para conocer lo que ocurría en la retaguardia republicana. Informaciones que ayudaron a desarrollar una efectiva labor de represión tras la ocupación del territorio enemigo (Ollaquindía, 1995; Mikelarena, 2015: 251-262). Esta fue la experiencia que aportó Ulibarri cuando llegó a Burgos, donde influyó en el perfeccionamiento de los servicios de investigación a través de decretos reservados en el marco del ecuador de la guerra.