Kitabı oku: «La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991», sayfa 4
La gobernabilidad democrática, entonces, seria producto de un proceso permanente de concertación entre actores estratégicos políticos y sociales, a partir de unos pactos o acuerdos entre los mismos, renegociados de forma periódica.
Esto pone nuevamente sobre el tapete la tensión entre gobernabilidad y democracia. No podemos olvidar que la legitimidad de un régimen político se sustenta en dos elementos fundamentales: uno, en la participación de la mayoría de los miembros de la sociedad en la conformación de sus instituciones y en el nombramiento de los transitorios dirigentes de las mismas y, dos, en que los miembros de la sociedad resulten beneficiados del desarrollo económico en términos de su calidad de vida, es decir en la eficacia de la gestión pública. La legitimidad no es simplemente un problema político, sino también económico y social.
La gobernabilidad en estos tiempos implica sobre todo “la posibilidad de que los gobiernos puedan transformar el poder potencial de un conjunto de instituciones y prácticas políticas en una capacidad explícita para la definición e instrumentación de políticas públicas” (Mayorga, 1992). Y no siempre “un sistema de gobernabilidad basado en criterios de efectividad, previsibilidad y racionalidad” (Mansilla, 1992) se posibilita, en sociedades profundamente desigualdades, con la vigencia del deber ser democrático.
Algunas tendencias contemporáneas nos presentan este entendimiento de gobernabilidad: “un estado es gobernable cuando cumple requisitos mínimos tales como: control efectivo del territorio, monopolio de la fuerza y formulación e implementación de políticas públicas” (Fonseca y Belli, 2004).
Igualmente, otras perspectivas nos hablan de gobernabilidad como un “conjunto de mecanismos, procesos y relaciones e instituciones mediante los cuales los ciudadanos y grupos articulan sus intereses, ejercen sus derechos y obligaciones y median sus diferencias” (Fonseca y Belli, 2004)
5. De la gobernabilidad a la gobernanza. En el mundo contemporáneo y en el contexto de aceptación de la idea que el Estado no es el exclusivo actor del desarrollo, sino que hay una pluralidad de actores,
[…] se descubrió que para gobernar un país hacia metas de bienestar se exigen más capacidades, actores y acciones que las del mero gobierno y dada la insuficiencia gubernamental y la necesidad del aporte social, se entendió que el modo directivo de gobernar se tenía que modificar para hacerlo capaz de diseñar la forma de crear interdependencia más que dependencias, coordinar más que subordinar, construir puentes más que pirámides (Aguilar Villanueva, 2006).
En paralelo comienza a emerger la concepción del gobierno más centrada en la idea de coordinar y dinamizar y toma fuerza en algunas escuelas de pensamiento el concepto de gobernanza;
[…] fue tomando forma entonces el componente esencial y peculiar de la gobernanza, distinto del enfoque de la cuestión de la (in)gobernabilidad con su énfasis unilateral en las capacidades del gobierno, que destaca la interdependencia o asociación entre actores gubernamentales y sociales como la condición sin la cual no es posible que haya dirección de la sociedad (Aguilar Villanueva, 2006),
Siguiendo de nuevo a Aguilar Villanueva, se puede señalar que
[…] el enfoque propio y distintivo de la gobernanza es el que destaca la insuficiencia del actuar del gobierno para gobernar las sociedades contemporáneas, aún en el caso de que contara con la máxima capacidad institucional, fiscal y administrativa y supiera aprovecharla a nivel óptimo. El gobierno es insuficiente para la gobernación de la sociedad (Aguilar Villanueva, 2006).
La participación desde los paradigmas más relevantes en ciencias sociales 20
Entendido el concepto de paradigma como “un conjunto de proposiciones o de enunciados meta teóricos que apuntan, menos sobre la realidad social que sobre el lenguaje a emplear para tratar de la realidad social” (Boudon y Bourricaud, 1986); podemos hablar de cuatro grandes paradigmas en las ciencias sociales, estos no representan todos pero constituyen los fundamentales:
1.Estructural-funcionalismo
2.Marxismo-estructuralista
3.Interaccionista
4.Accionalista
Veamos de manera sucinta los principales enunciados y el significado de la participación desde la perspectiva de cada uno por cuanto, dependiendo de los paradigmas dominantes en cada momento, tendremos una particular forma de entender y valorar la participación. No podemos olvidar que los grandes paradigmas de las ciencias sociales no solo contribuyen a orientar las políticas públicas –internacional y nacionalmente–, sino que además condicionan ideológicamente a los intelectuales y sus lecturas de la realidad. Podemos señalar que los dos primeros colocan al Estado como el actor central del desarrollo y eran los paradigmas predominantes hasta hace algunos años y los otros dos ponen el énfasis en la sociedad y parecen ser los paradigmas emergentes del momento:
1. La perspectiva estructural-funcionalista, mira el desarrollo como un proceso de modernización21 a través del cual se da el paso de la ‘sociedad tradicional’ a la ‘sociedad moderna’ y supone que el desarrollo es el abandono de la mentalidad tradicional y la adopción de una mentalidad moderna. Desde esta perspectiva, los obstáculos al desarrollo son la resistencia a los cambios y las dificultades para la adopción de los valores y normas de la sociedad moderna.
El desarrollo requiere, entonces, acciones en los siguientes campos:
a. en lo económico, desarrollar la economía de mercado a través de procesos de industrialización. Para ello es necesario la inversión de capital; creación de infraestructura para garantizar la movilidad e intercambio de productos, personas y capital; reestructuración y formación de la mano de obra; darle capacidad de compra para estimular el consumo; introducir innovaciones tecnológicas; diversificar las exportaciones; desarrollar el sistema bancario. Es el capitalismo de Estado el modelo económico priorizado que en el caso de América Latina lo expresa muy bien la propuesta de desarrollo de la Comisión Económica para América Latina (Cepal).
b. En lo social, introducir modos de vida, de pensamiento y de consumo propios de la sociedad moderna; limitar el crecimiento poblacional; organizar sobre bases nuevas los procesos de socialización primaria; dar a la mayoría de la población acceso a los servicios básicos –educación, salud, vivienda; impulsar la creación de organizaciones sociales–, partidos, sindicatos, grupos de presión; mejorar el estatus de la mujer en la sociedad.
c. En lo político, dar al Estado el rol protagónico en la conducción de la modernización; buscar la integración nacional; estimular la democracia liberal como forma política ideal; desarrollar la administración pública.
Los actores fundamentales del desarrollo, en esta perspectiva son las élites modernizadoras estatales (políticos, empresarios, intelectuales, militares) que actúan como transmisoras de la mentalidad moderna.
Dentro de esta perspectiva, la participación de los actores sociales parece verse como un ejercicio controlado y tutelado por el Estado en la búsqueda del gran objetivo de la modernización. La participación debe orientarse en lo político a fortalecer la democracia liberal-formal de tipo representativo, y en lo social a consolidar las organizaciones propias de la democracia representativa, como el gremio, el sindicato y el partido. Aquí la participación parece asociarse fundamentalmente a derechos.
2. La aproximación del marxismo-estructuralista veía el desarrollo como un proceso de liberación antimperialista y anticapitalista, que posibilite, a posteriori, el desarrollo de las fuerzas productivas. Desde este paradigma, el obstáculo esencial al desarrollo es la relación capitalista de producción y su expresión imperialista que manifiesta en relaciones asimétricas entre los capitalismos centrales y periféricos. El desarrollo no es posible si no se suprime la relación de explotación.
Las condiciones del desarrollo van a estar asociadas a dos momentos claramente diferenciados: 1. La toma del poder por la organización revolucionaria, ya sea a través de la guerra, del golpe militar o de las elecciones, lo que en la mayoría de las situaciones va a implicar un periodo de transición en que se desarrolla un régimen político de dictadura (partido único, exclusión de derechos a sectores sociales burgueses). 2. Una vez en el poder, ejecutar la política económica (diversificación de la producción interna y aumento de las exportaciones) y social (satisfacer las necesidades básicas de la población). Las políticas de desarrollo se van a sustentar en el rol fundamental del Estado, con una ‘estatización de la sociedad y de la economía’.
El actor fundamental del desarrollo es la élite revolucionaria de la organización política –o político-militar– que aporta a los sectores explotados de la sociedad la conciencia nacional y social.
Aun cuando en el discurso se considera una convocatoria a una gran participación de los sectores subordinados de la sociedad, esta va a ser entendida como controlada y tutelada dentro de los parámetros señalados por las élites revolucionarias, que son las que mejor interpretan las necesidades nacionales y sociales. La participación desde esta perspectiva se va a asociar fundamentalmente a control y derechos.
3. La perspectiva interaccionista planteaba el desarrollo como producto de la competición de los intereses individuales. El obstáculo fundamental al desarrollo proviene del excesivo peso del Estado en la economía (carencia de empresarios privados, ineficiencia e ineficacia en el sector público y privado) y en la sociedad (paternalismo en relación con el Estado, dificultades para practicar la democracia política y consolidar la integración nacional).
El desarrollo requiere la creación de condiciones que posibiliten que la suma de los intereses individuales construya efectivamente el interés colectivo, es decir, crear ‘reglas del juego’ para que todo el mundo gane, comenzando por aquellos mejor posicionados y haciendo extensivos los beneficios a los demás de manera posterior. La idea-fuerza es la confianza total en las supuestas virtudes de la competencia. Se trata de reducir la importancia del Estado y transformar su rol intervencionista y desarrollar la iniciativa privada en todos los campos, lo cual a la larga estimulará el progreso general. Las políticas de desarrollo se basan en la privatización, la competencia, la internacionalización, la iniciativa privada. El Estado solo debe jugar un papel regulador que no suplante la acción de los agentes privados, sino que los estimule.
Sin embargo, el Estado central guarda para sí la orientación del proceso global del desarrollo a través de la planeación, el manejo presupuestal, el control del orden público y la política exterior. En lo político se trata de reestructurar la democracia liberal de corte representativa y centrada en lo político y estimular formas de democracia participativa desideologizadas basadas en la acción privada. Es la concepción neoliberal del desarrollo que considera necesario neoliberalizar el Estado, la economía y la sociedad.
Los actores fundamentales del desarrollo son las élites modernizantes privadas (nacionales e internacionales) que van a jalonar el proceso de competencia.
Dentro de esta perspectiva, la participación parece encontrar un gran espacio ya que se la concibe como elemento central de los procesos de desarrollo y se la estimula en varias dimensiones: en lo político, profundizándola hacia formas de democracia participativa –aun cuando esta se restrinja a los aspectos considerados como accesorios en la conducción global, mientras que simultáneamente se le desideologiza; en lo social, concibiéndola como elemento central para suplir las carencias de la acción estatal en lo atinente a las necesidades básicas –aun cuando esto conlleve mayores costos en trabajo o en dinero para las comunidades; en lo económico, llamando a la iniciativa privada como motor central del modelo económico.
4. La aproximación accionalista o aquella que concibe el desarrollo como producto de la dinámica de los movimientos sociales. Según Alain Touraine, uno de los más destacados exponentes de este paradigma, el desarrollo es visto como el proceso de pasar de sociedades con historicidad débil hacia sociedades con historicidad fuerte. La historicidad es entendida como la capacidad de acción de la sociedad sobre ella misma. El desarrollo se sitúa en la perspectiva de un socialismo autogestionario no muy bien definido y las políticas de desarrollo deben apuntar a la satisfacción de las necesidades de base de las mayorías.
Los obstáculos al desarrollo se ubican en la existencia de una sociedad bloqueada por 1. Clases dominantes que han sido incapaces de transformarse en dirigentes en el sentido de lograr consolidar un proyecto nacional alrededor de sus orientaciones que integre las distintas clases sociales. 2. Sistemas políticos cerrados, rígidos y muy autoritarios que excluyen la participación de muchas fuerzas sociales y políticas. 3. Una organización social fragmentada y muy heterogénea y con fuerte dependencia del exterior.
Las condiciones para que el desarrollo se dé apuntan, entonces, a la superación de los obstáculos anteriores a través de la dinámica –en ocasiones conflictual– de los movimientos sociales: consolidar una clase superior dirigente; construir un sistema político e institucional abierto, incluyente, y lograr una organización social con mayores niveles de homogeneidad y autonomía.
Los actores fundamentales del desarrollo son los movimientos sociales de los sectores subordinados de la sociedad, estos son actores fundamentalmente sociales y no directamente políticos. Los grupos de base que buscan creciente autonomía de la sociedad civil frente al Estado y liderados por unas especies de ‘élites solidarias’ serían gérmenes de movimiento social en formación.
Dentro de esta perspectiva la participación es valorada como la posibilidad de los actores subordinados de la sociedad de construir su propio proyecto abarcando tanto lo político (democracias participativas incluyentes), lo social (como mecanismo para definir aspectos de la vida cotidiana de la gente), y lo económico (en la orientación de las políticas estatales y en el desarrollo de proyectos económicos autogestionados). La participación como negociación es de gran relevancia en esta perspectiva.
No hay duda de que lo deseable en una sociedad democrática es que se logre construir un estilo de gobierno basado en lo que podríamos denominar una gobernabilidad democrática –o una gobernanza democrática. Para su consecución es fundamental la participación de los actores políticos y sociales estratégicos. Es en este escenario donde las posibilidades de la participación son más reales y, como parte de ellas, el control social, como en este escrito lo hemos entendido.
Podríamos cerrar este aparte señalando que paradójicamente en un escenario como el contemporáneo, en el que pareciera primar una mezcla de los denominados paradigmas interaccionista y accionalista y donde crecientemente se acepta la importancia de un rol central del Estado –sin que esto signifique un retorno a los modelos estatistas del pasado–, las posibilidades de la participación –con las restricciones antes mencionadas– parecieran tener mayores posibilidades de expresarse y de contribuir a consolidar estilos de gobierno más democráticos y con mejores resultados en su gestión e incidir en todo el proceso de las políticas públicas.
Legitimidad, políticas públicas y negociación
Tradicionalmente el problema de la legitimidad se entiende en relación con la aceptación social de un gobierno por parte de la sociedad y sus fundamentos en generalidades abstractas (ciudadanía, nación, pueblo, sociedad civil). Hoy en día el problema de la eficacia de la gestión pública adquiere mayor relevancia en la medida en que crecientemente es un elemento asociado a la legitimidad democrática, podemos señalar con Giovanni Sartori que “una legitimidad dudosa puede ser reforzada por la eficacia del gobierno; inversamente, una legitimidad en principio fuerte puede ser debilitada por su ineficacia” (Sartori, 1991).
El problema de la legitimidad debe ser una preocupación permanente de los funcionarios públicos de alto nivel y no solo una preocupación para los políticos. La administración pública tiene una doble legitimidad, por un lado, la derivada del sistema político (onda larga) y del proceso electoral y que es ‘transferida’ a la administración pública por las autoridades electas y, por otro lado, la derivada de la eficacia en la prestación de sus servicios (onda corta) y en la cotidianidad de la relación con sus usuarios. Esto es lo que nos permite percibir sectores de la administración pública con mayores niveles de legitimidad que otros, lo cual está mediado por los niveles de eficacia en el cumplimiento de su función22.
Por ello, el funcionario público contemporáneo debe ser muy buen técnico, pero esto por sí solo no es suficiente. Se requiere adicionalmente y cada vez con mayor peso, una gran comprensión de la dinámica del sistema político, es decir ser capaz de “hacer dialogar la política y la técnica para discutir, tanto la direccionalidad (objetivos) como las directivas (operaciones y medios)” (Matus, 1990). Lo que quiere decir, con habilidad para concertar y negociar no solo al interior de la estructura burocrática, sino también con el sistema político y con las organizaciones sociales.
Esto no significa que su capacidad técnica se pierda, por el contrario, esta debe ser un recurso de poder importante que le ayude a fundamentar sus argumentos en los procesos de negociación. Por consiguiente, no se trata de alguien pasivo que ‘toma nota’ de lo que quieren las organizaciones sociales o los grupos de poder, sino alguien que es actor y que por consiguiente opina, interviene y argumenta.
El funcionario público de alto nivel debe ser un gestor de políticas públicas, un promotor de cambios e innovaciones, un impulsor de reformas, con capacidad de ejercer la conducción en épocas de crisis, asumiendo los desafíos económicos y sociales que esto conlleva y con capacidad de manejar buenas relaciones con las autoridades gubernamentales, el sistema político y las organizaciones sociales. Lo anterior implica liderazgo, capacidad de toma de decisiones, creatividad, manejo de técnicas de planeación, capacidad analítica, capacidad organizacional, capacidad de negociación, compromiso y responsabilidad social23.
Una gestión pública con perspectivas positivas debe comprender:
1.Identificar, ordenar y optimizar el uso de los recursos disponibles.
2.Romper la inercia institucional de dirección y gestión, creando condiciones para impulsar los cambios requeridos.
3.Impulsar una dinámica institucional de dirección y gestión.
4.Ganar capacidad para el manejo de la incertidumbre, que permita anticiparse a situaciones conflictivas y resolver problemas.
5.Ganar destreza para concretar alianzas o resolver conflictos que permitan viabilizar las acciones a emprender.
Y todo lo anterior sintetiza el proceso de formulación, implementación y evaluación de políticas públicas.
Para que ello sea posible se requiere un gran énfasis en la formación de los funcionarios públicos de tal suerte que se desarrolle en ellos un real espíritu democrático, en el sentido de entender y valorar al otro como distinto, como diferente, quien tiene otras opiniones, pero con quien hay que convivir, con quien hay que concertar y llegar a acuerdos y quien eventualmente puede llegar a tener una parte de verdad. Esto, sin duda, se asocia con una característica que debe tener el funcionario público y es una gran sensibilidad hacia los problemas de la comunidad, que le ayude a estar en ‘sintonía’ con la gente y de esta manera poder estimular y apoyarse en los procesos de participación social, así estos por momentos contengan altos elementos de criticidad.
En ese sentido hay que desterrar el dogmatismo de la administración pública, lo cual quiere decir que se pueden tener y defender posiciones sobre los diversos asuntos de su incumbencia, pero se trata de que las posiciones se confronten con todos los sectores interesados y se esté siempre abierto a los cambios, a las modificaciones. Podemos concluir afirmando que la política pública mejor intencionada y con los objetivos más loables no logrará mayores resultados si no se crean las condiciones de conducción que posibiliten un adecuado proceso de implementación, evaluación y reformulación de la misma.