Kitabı oku: «La deuda defraudada», sayfa 2
A Edith Norris
por su paciencia
Introducción
La noticia circuló en periódicos y de boca en boca con gran entusiasmo; era marzo de 1850 y por fin se anunciaba que gracias a los ingresos del guano, el Estado peruano podría indemnizar a sus atribulados acreedores. Se promulgarían leyes que garantizarían el pago puntual y justo de la deuda interna descuidada por décadas de morosidad. Se otorgarían intereses a los valores de reconocimiento que emitiría el Estado. En otras palabras, la deuda flotante se consolidaría. La consolidación, es decir, la homologación de deudas de distintos orígenes bajo un solo tipo de obligación contra el Estado y con un solo fondo especialmente destinado para la amortización de su principal, abriría las puertas para restituir el desprestigiado crédito público al interior del país.
Así se difundió la idea de emplear socialmente los réditos fiscales providencialmente proporcionados por el guano en su temprana explotación y comercialización. La balanza comercial favorable, el presupuesto del Gobierno bajo control, la pacífica transmisión de mando asegurada por las vías democráticas de la época, hacían pensar que, conjuntamente con la medida de la consolidación, se iniciaba un proceso regenerador en el Perú. Atrás quedarían, según el optimismo reinante, los largos años de lucha caudillesca, el caos social y la zozobra económica que se produjeron después de la Independencia.
Sin embargo, pronto se delinearon los contornos en materia económica, política y social que hicieron del periodo de la consolidación uno de los de mayor desasosiego para la joven República. La más cruenta guerra civil desde las luchas por la Independencia enfrenta, en 1854, a los generales Ramón Castilla y José Rufino Echenique, los caudillos que pocos años antes habían realizado la transferencia democrática de la presidencia. Se decreta la abolición del tributo indígena en julio de 1854 y la manumisión de esclavos en diciembre del mismo año, al compás de las necesidades bélicas de la renovada lucha entre caudillos. Ocurre una alarmante alza de precios hacia 1855 que afecta sensiblemente a los sectores populares urbanos. En medio del hambre en Lima se alza el clamor del público contra los enriquecidos fraudulentamente gracias a la consolidación. En 1857 Castilla se enfrenta a otro caudillo militar más, el general Manuel Ignacio de Vivanco, con graves consecuencias para la autonomía del país. En 1858 los empobrecidos artesanos protestan violentamente exigiendo medidas proteccionistas en defensa de su oficio.
En esta agitada coyuntura, los grandes comerciantes nativos y extranjeros logran encumbrarse aún más en las esferas económica, social y política del país. Ellos son los poderosos acreedores que cobran altísimos intereses a hacendados empobrecidos y al propio Estado, bajo severísimas condiciones de escasez de capitales. Estos comerciantes ejercen decisiva presión política y diplomática para revertir la oscilante legislación de la consolidación a su favor, introducir la conversión de la deuda interna a externa, y garantizar el triunfo de una política económica de corte liberal. En medio de este panorama, la cotización libre de los valores de la deuda interna actuaba como termómetro de la situación política y social.
Así, las preguntas que guiaron nuestra investigación sobre la escandalosa consolidación de la deuda interna han sido: ¿quiénes fueron los verdaderos beneficiados por la consolidación de 1850 y en qué forma?, y ¿hacia dónde se dirigieron los capitales finalmente erogados por la consolidación? Para contestar estas preguntas hemos utilizado fuentes que permanecieron ignoradas por otros estudios sobre el tema: documentos manuscritos de contabilidad fiscal y otros de carácter legal y social. Nuestra hipótesis considera la consolidación como un caso notable de utilización de fondos fiscales provenientes del guano para favorecer al grupo de grandes comerciantes nativos y extranjeros con base en Lima, en desmedro de mineros y hacendados empobrecidos, grises empleados estatales, dueños provincianos, pequeños propietarios y otros amplios sectores de la mayoría de la población. Se argumenta que el recurso se utilizó mal y afectó a pequeños –pero abundantes– acreedores, que perdieron mucho en la transacción; y que sirvió para incrementar la acumulación de los comerciantes y cimentar su creciente influencia en materia de política económica. La consolidación no fue, como algunos autores la han descrito sin mucho fundamento empírico, una medida eficaz con miras a formar un sector capitalista. Ese proceso se había iniciado anteriormente sin ayuda del Estado y, en cierta forma, a pesar de las medidas estatales. Fue, eso sí, un episodio fundamental en la configuración hacia un destino de atraso económico, al impedir usos alternativos de los fondos fiscales para promover una más equitativa distribución de la riqueza, y sentar las bases de una persistente dependencia con respecto al crédito externo.
Explorar la consolidación de ninguna manera significa seguir un camino recto, sino uno lleno de vericuetos y extravíos. Su historia empieza en 1850, cuando se dan sus primeras leyes y se inicia la especulación de sus valores, y termina hacia 1865, cuando se logra amortizar y cancelar totalmente la deuda, después de los acontecimientos fiscales y políticos que se originaron en torno a esta. En ese transcurrir se evidencia el fracaso de los objetivos originales de la consolidación, la cual, por el contrario, reforzó la acumulación de la riqueza en pocas manos y desaprovechó abundantes recursos públicos.
La consolidación de 1850 ilustra con evidencia cuantificable las precarias bases sobre las cuales se erige un crédito público interno plagado de abusos y endémicos daños a la economía del país. Al mismo tiempo, su conocimiento es esencial para entender la política económica estatal en relación al ascenso de los grandes comerciantes de Lima como un grupo social dominante. A pesar del interés inherente de este fenómeno histórico, juicios equívocos sobre la consolidación se repiten con terquedad. Todavía hoy se citan las palabras de Echenique, uno de los protagonistas e interesados claves de esta medida financiera estatal, como si fueran las definitivas sobre el tema. En vista de las pruebas documentales, prácticamente desconocidas anteriormente, es difícil ser convencido por los argumentos y convicciones que consideran al Gobierno de la época, o a los más recientes, como forjadores de la riqueza nacional privada. Todo lo contrario, el Estado peruano ha dado amplias muestras, a través de sucesivos endeudamientos internos y externos, de su incapacidad de asegurar inversiones no especulativas en valores estatales o de distribuir con eficacia la riqueza nacional a través de mecanismos de deuda interna. La forma prioritaria que ha tomado la deuda interna es la de empréstitos forzosos que se consolidan y restituyen con tardanza, inadecuadamente y fomentando la especulación que beneficia a sectores privilegiados ajenos a la deuda original.
La inversión privada en valores del Estado es un caso especial, distinto a la inversión en otros valores financieros. Constituye una inversión a largo plazo con la garantía estatal. En ciertos países desarrollados los endeudamientos públicos internos han garantizado apropiadamente los intereses de inversionistas que pusieron su confianza en las finanzas estatales. En el Perú, el Estado defraudó las más de las veces esa confianza favoreciendo, por el contrario, al endeudamiento externo. Recordemos que, aparte de la deuda interna consolidada de 1850 están, entre otros, los casos de los bonos estatales impuestos sobre los bancos para financiar el presupuesto al reducirse los ingresos del guano, acción que generó una profunda crisis financiera y monetaria hacia 1873; también, la ruinosa consolidación de los depreciados billetes fiscales y otras obligaciones contra el Estado en 1889; las consolidaciones de 1898, 1918 y 1924; o los más recientes casos de los bonos de reforma agraria velasquista y los de «reconstrucción» belaundista. En las próximas páginas trataremos de recorrer lo que a nuestro parecer constituye el laberinto de la deuda interna peruana de 1850.
El presente estudio está dividido en dos partes. La primera, compuesta por tres capítulos, analiza los orígenes económicos, sociales, legales y político-administrativos de la consolidación. La segunda parte, dividida en cuatro capítulos, se dedica a seguir los destinos de los fondos distribuidos por la consolidación.
El capítulo 1 describe someramente la situación económica antes de 1850, la cual dio como resultado un conjunto de acreedores contra el Estado, la mayoría de los cuales fueron marginados por los distintos Gobiernos, y solo unos pocos recibieron un trato preferencial. El capítulo 2 analiza los vaivenes de las sucesivas leyes de la deuda interna entre 1824 y 1857, al compás de los diferentes intereses políticos y económicos que moldearon finalmente el carácter legal de la consolidación. El capítulo 3 pone en evidencia las cantidades pormenorizadas y globales repartidas por la consolidación en la forma de vales, y proporciona información minuciosa de la identidad individual y socioeconómica de los que recibieron dichos vales entre 1850 y 1854.
En el capítulo 4 se toca el aspecto de los «consolidados», es decir, los que se agenciaron de fondos mediante corrupción, venalidad y fraude, y los gastaron con todas las evidencias de un despilfarro suntuoso. Este es un tema que causó gran resonancia en la época y que la historia ha privilegiado por encima de los efectos sociales más duraderos de la consolidación. El capítulo 5 se centra en las causas y consecuencias del alza de precios en Lima hacia 1854-1856, para determinar si se debió o no a los efectos que pudo tener la consolidación sobre los sectores populares. El capítulo 6 tiene como objetivo indagar sobre el destino que le dieron algunos hacendados y rentistas a las cantidades que recibieron a través de la consolidación y manumisión. Finalmente, el capítulo 7 analiza el rol central que desempeñaron los comerciantes que supieron negociar y especular con los valores de la consolidación mediante sus actividades mercantiles, financieras y políticas, tanto a nivel nacional como internacional.
En este estudio me ha guiado la convicción de que es necesario sentar bases de investigación especializada para complementar y criticar algunas de las generalizaciones históricas que hoy son verdades aceptadas, con la esperanza de que las tendencias renovadoras de la historiografía sobre el Perú puedan avanzar sobre terreno más fértil.
A muchas personas les debo mi reconocimiento por su contribución al presente trabajo. Desde un comienzo Heraclio Bonilla brindó su estímulo constante. Las discusiones con Alberto Flores Galindo, Félix Denegri Luna, Franklin Pease y Pablo Macera fueron muy valiosas para la gestación de importantes aspectos del estudio. Merece mención especial el peruanista Paul Gootenberg, amigo infatigable de archivos, conversador y crítico tenaz, cuya novedosa y aguda obra ha abierto nuevos caminos para la investigación sobre el siglo XIX peruano. Asimismo, hubo personas amables que prestaron su asistencia desinteresada en el Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional, el Instituto Histórico Riva-Agüero y la Beneficencia Pública de Lima. Jorge Sotelo y Lola Salas colaboraron generosamente en la edición final del trabajo. Finalmente, mis compañeros de la Universidad Católica, los de la «generación de la crisis», brindaron su amistad y aliento en tiempos estudiantiles y profesionales ciertamente difíciles.
Parte I
Orígenes de la consolidación
Capítulo 1
Economía y deuda interna
La deuda interna es un recurso del Estado que le permite agenciarse fondos provenientes de ciudadanos particulares, y puede tomar la forma positiva de una iniciativa estatal para reactivar o balancear la economía de un país. En este caso, el Estado garantiza la adecuada compensación y retribución de la inversión particular. Al ampliarse el crédito interno, se expanden las posibilidades de inversión rentable y se hace posible la efectiva financiación de proyectos públicos y privados viables. Cuando existe una desigual distribución de la riqueza que obstaculiza el efecto multiplicador de las inversiones en un país, la deuda interna puede asimismo ser un medio saludable para una distribución más equitativa del ingreso, si el Estado aprovecha los fondos obtenidos para beneficiar a los sectores menos privilegiados.
Sin embargo, si los recursos movilizados por el dispositivo de la deuda interna refuerzan las tendencias a la especulación y sostienen una desigual distribución, los efectos económicos resultan, por el contrario, negativos. En lugar de que la tasa de interés del capital baje, como sucede en el caso de un eficaz endeudamiento estatal, las tendencias especulativas elevan dicha tasa y, por lo tanto, las inversiones decrecen.
A nivel histórico, el mecanismo de la deuda interna fue cada vez más utilizado a medida que el Estado iba diversificando sus funciones al interior de una economía en tránsito al capitalismo. En una economía en crisis de producción, como lo era la peruana de la primera mitad del siglo XIX, el Estado recurre a la deuda interna –un mecanismo utilizado desde finales de la época colonial– para poner paliativos ineficaces a la bancarrota fiscal que iba paralela a la crisis económica. En tales circunstancias, el crédito interno y externo del Estado se deteriora ante el incumplimiento de las obligaciones estatales. Para poder acceder nuevamente a dichos créditos, el Estado debe brindar garantías de mayor solidez, las cuales van recortando su capacidad de movilizar recursos propios, y debe también elevar los intereses sobre los préstamos contraídos. Por ejemplo, el Estado español de mediados del siglo XIX, al carecer de fondos para sostener a su pesada burocracia en el periodo posterior a la pérdida de sus colonias sudamericanas, otorga altos intereses a prestamistas españoles y extranjeros quienes prefieren invertir sus capitales en préstamos al Estado antes que hacerlo en el desarrollo productivo del país1. La burocracia española comprometió los fondos de una gigantesca desamortización de la tierra, que afecta en gran medida a la Iglesia, con el fin de garantizar los empréstitos internos y externos, de lo cual se aprovechó una clase capitalista latifundista. Sin embargo, el desarrollo industrial español no se beneficiará mayormente de aquellas medidas financieras2.
En el Perú republicano inmediatamente posterior a la Independencia, se echó mano de antiguos fondos coloniales, secuestros de bienes de españoles y del desgravamen de censos y capellanías (imposiciones rentistas sobre propiedades de origen colonial), con el fin de proporcionarle al Estado, inadecuadamente, las garantías necesarias de la deuda y empréstitos internos. Continuó, asimismo, la costumbre iniciada durante las luchas de la Independencia de recurrir a requisitorias y empréstitos forzosos durante las múltiples contiendas entre caudillos militares. Pronto se tuvo que otorgar otro tipo de garantías a los prestamistas nacionales y extranjeros para conseguir el financiamiento de los gastos estatales al agotarse las tradicionales. Los presupuestos fiscales entre 1831 y 1837 demuestran la existencia de déficits de alrededor de un tercio de los gastos y una dependencia marcada sobre los ingresos de aduanas y tributo indígena. Los gastos militares consistían en alrededor del 59 al 75% del total de egresos3. Para cubrir el déficit presupuestal, los ingresos fiscales en los ramos de arbitrios, casa de moneda y aduanas prácticamente se hipotecaron para garantizar préstamos con elevados intereses del 1, 1,5 y hasta el 2% mensual (12, 18 y 24% anual). En contraste con estas cifras, la renta agrícola anual en esos mismos años se calculaba entre el 2 y 3%4. Por lo tanto, se evidencia una retracción de la inversión en el sector agrario, prefiriéndose la colocación de inversiones con mayor margen de ganancia en el sector mercantil y estatal.
Pero, ¿qué tipos de acreedores de deuda interna existían en el Perú antes de 1850? Nos inclinamos a considerar básicamente dos tipos. Por un lado, aquellos marginados que soportan todo el peso de la crisis productiva, principalmente hacendados, mineros y propietarios provincianos. A este tipo de acreedores no se les satisface debidamente sus reclamos de deuda y ellos se hacen, en consecuencia, más dependientes del capital comercial para poder satisfacer sus necesidades financieras. Los acreedores marginados han sufrido las requisitorias y empréstitos forzosos durante la guerra de Independencia y las pugnas caudillescas. Además, se les grava con impuestos dañinos para sus actividades, mientras que el Estado otorga a cambio solo valores de deuda depreciados y sin garantías tangibles.
Por otro lado, están los acreedores privilegiados que prestan a elevado interés tanto al Estado como a los sectores de productores empobrecidos. A ellos sí se les paga con relativa puntualidad y tienen el poder suficiente para exigir la satisfacción de sus intereses en la deuda interna. Entre este segundo grupo de acreedores podemos distinguir a los grandes comerciantes extranjeros, los cuales preferían invertir en abonos o adelantos sobre los rubros fiscales de aduanas y Casa de Moneda; y a los comerciantes nativos quienes, organizados en el Tribunal del Consulado, se encargaban de administrar el ramo de arbitrios y otorgar préstamos al Gobierno de turno sobre esta base.
Así, antes de que se contase con los ingresos del guano y se declarase la consolidación de 1850, ya se podía vislumbrar el patrón por el cual los nuevos recursos de la deuda interna se repartirían. En el presente capítulo discutiremos la relación entre una economía en crisis y la satisfacción inadecuada de la deuda interna antes de 1850, brindando evidencias para tipificar con mayor especificidad a los dos tipos de acreedores a que hemos hecho mención.
La economía antes de 1850
Dos cambios fundamentales caracterizaron el tránsito de la producción colonial a la republicana: un decaimiento de la producción minera global con una recuperación pausada e irregular, y el agravamiento de la crisis agraria secular5.
La guerra de la Independencia entre 1821 y 1824 –periodo de destrucción e inestabilidad para las propiedades productivas– inicia este contraste con la situación colonial. Se pierden irremediablemente mercados tradicionales para la venta de productos mineros y agrícolas, el capital para financiar actividades agrícolas y mineras se torna excesivamente escaso, y se genera un retraimiento en la oferta de la fuerza de trabajo. Ante esta situación, el marcado abaratamiento de productos de importación europeos va preparando el terreno para un renovado vínculo con el mercado internacional6.
La independencia de España no trajo, como los liberales de la época pensaron, una inmediata bonanza comercial al abolirse las restricciones mercantiles coloniales. Después de una primera y efímera oleada de intercambio, estimulada por el bloqueo de casi una década, el mercado peruano, afectado por las contiendas bélicas, se satura y las actividades de importación se estancan. En 1821, más de 5000 toneladas de cargamento de mercancías británicas aguardaban en la bahía de Ancón las órdenes de San Martín para abarrotar inmediatamente el reducido mercado de la recién liberalizada Lima7. Como consecuencia de este estancamiento comercial decae, asimismo, el «boom» especulativo de acciones de inversión basado en un supuesto renacimiento minero que tanto entusiasmó a los capitalistas ingleses. Los ávidos comerciantes ingleses quedaban desalentados ante esta situación, a excepción de aquellas casas comerciales con experiencia y solidez previas; es el caso de la casa Gibbs e hijos, instalada en el Perú desde antes de la Independencia. En 1824 había solamente 240 ingleses residentes en Lima, 20 casas comerciales de esa nacionalidad en Lima y 16 en Arequipa, números que se fueron reduciendo durante los primeros años republicanos.
El comercio de textiles ingleses se realizaba solamente por temporadas hasta la limitada recuperación de la producción de plata hacia 1840 y la aparición del guano entre las exportaciones peruanas. El verdadero despegue del intercambio comercial externo y, por lo tanto, de una inserción irreversible de la economía peruana en el sistema capitalista mundial, se da a partir de la década de 1840. Según cifras de Shane Hunt, las exportaciones peruanas aumentaron un 250% entre 1831 y 1841, y un 500% entre 1831 y 1851. Asimismo, las importaciones británicas y francesas en el Perú aumentaron alrededor de 160% entre el quinquenio de 1830-1834 y el de 1840-1844, mientras que entre 1830-1834 y 1850-1854 se dio un alza del 350%8. Por lo tanto, el sector exterior ejerció una mayor influencia sobre la evolución económica peruana a partir de los años 1845-1850.
El débil vínculo de la economía peruana con el mercado mundial antes de 1845 no se debía a causas internas únicamente. Es arriesgado fechar el inicio del «boom» capitalista internacional de productos industriales antes de dicha fecha. En la primera mitad del siglo XIX la industrialización capitalista podía estar avanzando notablemente, pero todavía no era capaz de ampliar proporcionalmente los mercados de sus productos a nivel mundial. Con los adelantos técnicos que ofrecieron el ferrocarril, la navegación a vapor y el telégrafo se sientan las bases para esa esperada ampliación9. Por otro lado, el descubrimiento de reservas de oro en California y Australia a partir de 1848, multiplicó los medios de pago, bajó la tasa de interés y estimuló la expansión del crédito. Así pues, las condiciones mundiales eran favorables para la recuperación de las importaciones y exportaciones peruanas en la década de 1840.
Antes de la explotación comercial del guano, las principales exportaciones del Perú continuaban siendo los productos mineros, principalmente la plata. El periodo que va de 1824 a 1840, aproximadamente, tendrá características críticas debido a la baja inversión productiva. La búsqueda de productos rentables para la exportación fue la principal ocupación de extranjeros y nativos, como lo demuestra la avidez con que los cónsules ingleses presentaban sus prospecciones e informes acerca de las posibilidades de la economía peruana para el comercio exterior. En la década de 1820 las exportaciones prácticamente se limitaban a los productos mineros. La lana y el salitre hicieron su aparición tímida en la década de 1830; para dicha época un cónsul belga calculaba que alrededor del 79% del total de exportaciones anual era en oro y plata10. Dancuart, basándose en la obra de Córdova y Urrutia, nos informa que en 1838 el 90% de las exportaciones peruanas lo constituía la plata, el 5% el oro y el resto otros productos (perlas, esmeraldas, lanas, cueros), sobre un total de 1 576 370 pesos11.
En 1840 las exportaciones peruanas alcanzaban 1 562 140 libras esterlinas en oro y plata, 141 724 en lanas, 90 942 en salitre, 85 889 en algodón y 23 600 en quinina12. De acuerdo a los cálculos de José María Pando, ministro de Hacienda en 1830, la plata amonedada en ese año era por un valor de 1 700 000 pesos, contra 1 230 000 pesos en 1829 y 2 800 000 en 1826. En contraste, el promedio anual para cada uno de los años del periodo 1790-1794 era de 5 300 000 pesos. Dicho ministro atribuía esta disminución de la plata amonedada a la poca capacidad de las casas de moneda de Lima y Cusco, pues estimaba que la plata piña extraída ilícitamente del país ascendía a cuatro o cinco millones de pesos13. Mariano de Rivero, director de Minería en 1826, señala que durante ese año la amonedación en la Casa de Moneda de Lima era de 1 847 885 pesos de plata y 89 352 pesos de oro; en 1827 las cifras eran de 2 706 560 en plata y 62 832 pesos en oro14.
El grueso de la producción de plata en el Perú de esos años provenía del asiento de Cerro de Pasco, aproximadamente un 70% del total de la plata producida. Es notable la recuperación de la producción de Cerro de Pasco, que en 1842 alcanza la máxima producción de su historia con 407 919 marcos de plata15, después de una postración de décadas a partir de la destrucción de su capital fijo durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, la producción de Cerro de Pasco decaerá desastrosamente en las décadas de 1850 y 1860. Por otro lado, existen evidencias para argumentar que, a excepción de los lavaderos de oro en Puno, los asientos mineros de la sierra norte (Trujillo y Cajamarca) y del sur (Arequipa) se estancaron irremediablemente durante la época estudiada16. En Hualgayoc, por ejemplo, luego de un inicial intento por emprender nuevamente la explotación del cerro San Fernando con 18 vetas distintas de mineral, cunde el desánimo entre los mineros, que prácticamente lo abandonan hacia 1830.
Tomemos el caso de Cerro de Pasco para analizar las causas de la postración de la minería en los años mencionados. En el aspecto técnico, las constantes inundaciones hacían imprescindible un método eficaz para desaguar los 558 socavones, entre activos y abandonados, y poder así explotar las vetas de mayor profundidad. Efectivamente, en 1839, al completarse el dilatado proyecto del Socavón de Quiulacocha, iniciado en 1806, se aprecia una sensible alza de la extracción de mineral en el periodo 1840-1845. Recordemos que durante las guerras de la Independencia se destruyeron las máquinas de desagüe instaladas en tiempos de la colonia y que hasta 1851 no se lograron reponer eficazmente.
Un segundo problema al que se enfrentaron los mineros de Cerro de Pasco fueron las reducidas fuentes de financiamiento para los proyectos de inversión y de adquisición de insumos. Varios proyectos de financiamiento propuestos para establecer bancos de rescate terminaron por frustrarse. La pequeña escala de la empresa minera la hacía dependiente de créditos que otorgaba el capital comercial en condiciones onerosas. Los comerciantes limeños aprovecharon estas circunstancias para ampliar su control sobre el comercio de la plata en épocas de bonanza de producción, y para retraer su inversión en épocas de crisis.
Los mineros se quejaban con frecuencia del alto precio del azogue, que elevaba los costos de producción. Todavía se seguía utilizando la técnica de amalgamación para separar la plata del mineral y, debido a la franca decadencia de las minas de mercurio de Huancavelica, el insumo tenía que importarse de España.
Deustua considera que la política oficial de precios establecida por el Estado a través de las casas de moneda y bancos de rescate constituía un serio perjuicio para la minería17. Calcula que existía cerca de un 40% de diferencia entre el precio de la plata en el centro minero y el precio internacional, y un 18% entre el del centro minero y el de los principales centros urbanos al interior del país. Al imponerse tal política de precios se recortaba el margen de ganancia y acumulación de los mineros. Era una forma que le permitía al Estado apropiarse de una porción de los beneficios de la producción minera para dedicarla a los gastos fiscales improductivos. Marginalmente, la política de precios beneficiaba a los comerciantes, que podían evadir al Estado mediante el contrabando o la exportación en la venta de la plata conseguida a bajo precio en los asientos mineros.
A estos recargos a los mineros habría que agregar los altos impuestos, que ascendían en ciertos años a un 20% del valor de la plata producida, además de las otras imposiciones de la callana de fundición oficial y de los derechos sobre la exportación de la plata, que los comerciantes habilitadores podían transferir a los mineros mediante el aumento del interés del capital prestado a estos. Las más amargas protestas de los mineros se elevarían contra estos desmedidos impuestos a la producción.
En conclusión, los altos costos de producción, lo atrasado del nivel técnico, el alto precio del capital para financiar inversiones mineras, y la política asfixiante de precios oficiales y crecidos impuestos, conspiraban para mantener estancada la minería y limitar fuertemente el progreso social de los mineros. Significativamente, los beneficios mineros decayeron del 25% en 1828 al 7,5% en 1851, llegando al margen negativo de -11,75% en 187518.
Si hubo márgenes de ganancia para los mineros esto se debió a una sobreexplotación de la fuerza de trabajo; su régimen en las minas, al desaparecer la mita, tenía dos formas. Por un lado, cuando las minas tenían buenas vetas se trabajaba «a partido»; es decir, se le daba nominalmente al trabajador minero la mitad del mineral que lograba sacar a la superficie, descontándose los derechos del propietario y una quinta parte para cubrir los gastos de la maquinaria de desagüe. Cuando las minas no eran muy ricas en minerales, la forma que adquiría el régimen de trabajo era la de pagar de cuatro a seis reales por jornada, además de la coca y las velas que se les daba a los operarios19. Los trabajadores que estaban bajo el régimen de partido se veían obligados en la práctica a vender su parte al propietario de la mina, el cual cotizaba a su manera el precio del mineral, o al bolichero intermediario, que ofrecía precios bajos para sacar provecho en la comercialización que realizaba al trasladar el mineral de la mina al lugar de amalgamación. Los propietarios mineros eran los poderosos de las minas, sobre todo en Cerro de Pasco donde contaban con un gremio que fue perdiendo paulatinamente importancia a partir de las guerras de la Independencia. Los bolicheros, por su parte, eran aquellos mineros sin propiedad que buscaban extraer y comercializar el mineral por su cuenta, muy vinculados al arrieraje; la mayoría de estos bolicheros terminaba trabajando para los propietarios.