Kitabı oku: «La deuda defraudada», sayfa 3
Con tal régimen no es de asombrarse que los mineros se quejaran por la «falta de brazos». Se carecía de una fuerza de trabajo permanente en la mina, pues los indígenas no necesitaban vender la suya más que en determinadas épocas del año. Había dos categorías de trabajadores mineros: los barreteros, encargados de desprender el mineral al interior de las minas, y los apiris o japires, que transportaban el mineral a la superficie en bolsas que cargaban sobre sus espaldas. En las minas más grandes el número de operarios no pasaba de 60.
Un ejemplo de las dificultades que atravesaba la minería de esa época lo tenemos en la Compañía Peruana de Minas de Cobre, la cual tenía que mandar cada tres o cuatro meses «comisionados» a las provincias de Jauja, «donde vivían el mayor número de barreteros para contratarlos adelantándoles dinero y gratificando a los alcaldes o gobernadores para que, como fiadores del cumplimiento de las contratas, interpongan sus respetos sobre ellos»20. Una vez en Morococha, la compañía les pagaba a los apiris cuatro reales y a los barreteros cinco reales en 1845. Generalmente, los operarios volvían a sus tierras para la cosecha y la siembra.
El minero propietario Carlos Renardo Pflucker intentó superar el problema de la inexistencia de una fuerza de trabajo permanente mediante la inversión de 8000 pesos para cubrir los gastos de viaje de 20 operarios de nacionalidad alemana, a los que contrató en Europa con un sueldo de cinco reales por jornada de trabajo. Este intento de importar mineros no tuvo éxito pues varios de los trabajadores alemanes se rebelaron ante las condiciones de vida tan adversas que encontraron en Morococha, sublevándose varias veces y emprendiendo la fuga a Lima. La inversión de la compañía en Morococha era de 100 000 pesos anuales, de los eriales 30 000 se dedicaban exclusivamente a los gastos de transporte y fletes. Debido a que no se logró instalar un horno de reverberación –una de las ideas del propietario para reducir costos–, los gastos de arrieraje del mineral calcinado a Lima eran muy altos. Adicionalmente, el propietario tenía que invertir fuertes cantidades cada vez que se les requisaban las mulas a los arrieros, algo frecuente durante las numerosas luchas de caudillos en la zona. Inclusive, se tuvo que equipar una recua de propiedad de la compañía, con peones traídos de Piura, a un costo de 10 000 pesos, ante la capacidad copada de esa forma de transporte en los meses de verano debido al traslado de hielo a Lima.
Con la bonanza guanera y el repunte de las haciendas azucareras hacia 1860, los créditos a la minería debieron volverse más exiguos, pues los capitales se quedaban en la costa21. La situación era diferente en 1844, cuando había prosperidad en Cerro de Pasco por su alta producción de plata, la que no duró mucho y atrajo a muchos comerciantes limeños dedicados a la exportación de plata piña. Ante las necesidades de las tropas estacionadas en Jauja durante los años de conflictos entre los caudillos Castilla, Vivanco y Elías, los comerciantes Guillermo Donovan, Manuel Argumanis, Faustino Cavieses, Francisco Larco, Manuel Villate, Baltazar Lequerica, Bernardo Iturriaga y José Fuentes buscaron sacar provecho. Firmaron contratos con el prefecto y comandante general de Junín, el general Juan José Salcedo, para pagar por adelantado 4 reales por cada marco de plata piña que intentaban exportar vía Lima y Huacho. En total se hicieron contratos por 60 876 pesos, monto a que ascendían aquellos impuestos adelantados. Esto constituyó una forma de préstamo que brindaba el comercio a los caudillos, al adelantar sumas que los comerciantes habían recargado a los mineros. Los comerciantes se beneficiaban con esta transacción pues los derechos normales para la exportación de plata piña eran de 8 reales por marco. El contraste con la política de empréstitos y requisitorias forzosos impuesta sobre los mineros y arrieros de la zona se hace evidente22.
La situación del agro durante la primera mitad del siglo XIX demuestra, tal vez, tendencias depresivas más serias que las de la minería. Las devastaciones y cambios de la propiedad de las haciendas ocurridos durante la lucha por la Independencia, así como las fuertes fluctuaciones del precio del azúcar, se agregaban a las causas de la crisis agraria que se remontaban a la época colonial. La pérdida de los mercados de Bolivia, Río de la Plata, Quito y Santiago ya había erosionado las bases de la agricultura costeña y de su clase terrateniente. Al igual que los mineros, los hacendados se vieron obligados a depender del costoso crédito por consignación otorgado por comerciantes al irse extinguiendo las fuentes de financiamiento eclesiástico. En consecuencia, los fundos se deterioraron significativamente al añadirse a todos los problemas anteriores la escasez de mano de obra esclava debido a la legislación abolicionista («vientre libre») y a las dificultades internacionales del tráfico de esclavos23. En la agricultura de la sierra se notará una creciente autonomía local y el predominio del gamonalismo que se aprovecha del cambio en la propiedad de las haciendas impuesto por el nuevo orden republicano.
Macera ensaya una cronología del agro costeño sobre la base de las descripciones de Santiago Távara y de otros contemporáneos. En ella se evidencia una influencia muy fuerte de los distintos ciclos de la comercialización del azúcar sobre las diversas coyunturas por las que pasa la agricultura costeña entre 1830 y 1850. Según esta cronología, el agro costeño pasa por su peor época entre 1829 y 1839 debido a la baja de precios del azúcar y los problemas surgidos por la dificultad de colocar productos en los mercados tradicionalmente accesibles. Debido a esta situación, la renta de la tierra en la costa decaerá de un 5% a principios de siglo a un 2 o 3% a mediados del mismo. Ciertos síntomas de paulatina recuperación se observarán entre 1840 y 1850. Cultivos comerciales de algodón empiezan a aparecer en la década de 1840 en los valles de Piura, Casma, Santa, Ica, Nazca, Camaná, Tambo, Sama y Azapa. Hacia 1849 la producción total de algodón era de 50 000 quintales, a pesar de que su cultivo se realizaba en forma tradicional. Sin embargo, la verdadera transformación de la agricultura costeña ocurrirá en la década de 1860 con la aparición de plantaciones azucareras con cierto nivel de inversión en las zonas del norte y la costa central, y la utilización masiva de la fuerza de trabajo china24.
La agricultura de la costa central producía en las provincias del departamento de Lima, en 1839, alrededor de tres millones de pesos básicamente en productos alimenticios. La provincia de mayor producción en esta zona era Chancay con 700 000 pesos, de los cuales una cantidad considerable correspondía a lo producido por la crianza de cerdos. En Cañete el cultivo de caña de azúcar era el prioritario25.
En 1833, un vocero de los hacendados del departamento de Lima reclamaba que «ninguna de las clases del estado ha sufrido pérdidas tan considerables, ni agravios tan manifiestos, como la de los hacendados de las provincias litorales del departamento de Lima»26. Denunciaba la fuerza brutal utilizada para desposeer a los hacendados de sus productos, numerario y brazos de labranza para sostener al Ejército Libertador, aparte de sembrar la insubordinación entre los esclavos. Además, al decretarse la ley de «vientre libre» se perjudicó aún más a los hacendados, haciéndoles soportar el costo de la emancipación de los hijos de esclavos nacidos después de 1821 que debería haber sido cubierto por la deuda pública. Como resultado de esto, los hacendados se vieron obligados «por una parte, a disminuir sus consumos, las utilidades de otra clase industriosa [los comerciantes], y los impuestos indirectos que pagaban al erario público, reduciéndolos, por otra parte, a la necesidad de cultivar mal sus fundos, privando a la nación de grandes productos»27. El vocero sindicaba al ministro Bernardo Monteagudo, radical iniciador de la política de secuestros a españoles, como uno de los principales responsables de tal crítico estado de cosas.
Salaverry intentó beneficiar al grupo de hacendados hacia 1834 con una legislación proesclavista pero su periodo de mandato fue muy corto. La modalidad de chacra de esclavos se difundió ampliamente en el agro costeño hasta la llegada de los culís chinos, verificándose el hecho de que los hacendados no fueron un grupo de presión decisiva para obtener del Estado la protección de sus intereses ni una porción mejor del reparto de beneficios de la cancelación de la deuda interna.
Entre 1825 y 1845 el sector comercial ubicado en Lima resulta tal vez el único sector de la economía peruana que no participó de las dificultades que aquejaron tanto a la minería como a la agricultura. Esto se debió al carácter altamente rentable que iban adquiriendo las actividades de importación de mercancías, préstamos y créditos comerciales a los sectores privado y público y, cuando las exportaciones se lograron recuperar, el comercio con productos de exportación. En un minucioso trabajo basado en el análisis de matrículas de patentes –impuestos del 4% sobre los beneficios de los negocios de Lima–, Gootenberg logra probar cuantitativamente que aquellos dedicados a la actividad comercial entre 1830 y 1860 obtuvieron los mejores ingresos, por encima del sector manufacturero, el de servicios y del agregado de los negocios limeños sujetos a los patentes. Mientras que entre 1830-1845, años de guerra interna, los ingresos de otros sectores decaían hasta en un 30%, el sector comercial logró mantener sus ganancias aproximadamente al nivel de 1830 y, hacia 1845-1850, las incrementa en un 50-60% por encima del nivel de 183028. Esto demuestra la posición privilegiada que van logrando adquirir los comerciantes durante la primera mitad del siglo XIX, lo que a su vez les otorgará la oportunidad de obtener preferencial trato en relación a la cancelación de la deuda interna y en materia de política económica. Con esto quedan delineados los factores económicos que condicionarán la división entre acreedores marginados y acreedores privilegiados frente a la solución del asunto de la deuda interna pendiente.
Los acreedores marginados
Uno de los sectores claramente afectados por el naciente Estado republicano fue la aristocracia colonial, que se hallaba en franca decadencia. La política de secuestros, entre 1821 y 1824, ahondó la crisis del agro y del sector terrateniente noble, así como parte del sector mercantil29. Alrededor de 43 haciendas en los valles de la costa central pasaron al control del Estado, el cual adjudicó algunas de ellas a líderes militares patriotas, y cerca de 47 comerciantes de supuesta filiación realista se vieron obligados a emigrar30. Se modificó bruscamente el carácter social de la propiedad de la tierra en la costa central. Los dueños que se marcharon definitivamente perdieron en forma irremediable sus propiedades. Sin embargo, hacia 1825 se abrió una brecha legal por la cual algunos de ellos se convirtieron en acreedores del Estado por concepto de propiedades secuestradas. Al encontrarse los gobernantes de esos años con que nadie quería invertir en la tierra, la legislación de los secuestros retrocedió abruptamente, primero, al ser abolidos los juzgados privativos en 1823 y luego, al decretarse, el 2 de marzo de 1825, que la mayoría de las propiedades de los emigrados quedaban libres de secuestro y que los parientes de los secuestrados debían renunciar a solamente la quinta parte de sus propiedades en favor del Estado. La propiedad de la tierra constituía un peso demasiado grande para el Estado republicano que buscaba deshacerse de las tierras de conventos supresos, Temporalidades, Inquisición y otras heredadas del Estado colonial. No se vio mejor forma de hacerlo que adjudicando tierras a caudillos militares y, ante la incapacidad de estos en materia de negocios, devolviendo parte de las propiedades expropiadas. Así, muchos de los verdaderos perjudicados por la destrucción y el cambio de propiedad que acompañaron a las campañas militares de la Independencia se verían marginados al no contar con los necesarios recursos para defender sus casos ante el Estado. Este es un proceso que va de la mano con los tempranos intentos por consolidar la deuda interna, entre 1826 y 1827, al otorgar tierras a cambio de depreciadas cédulas de reforma y otros valores de la deuda interna31.
Un caso de secuestro notable es el de Fernando Carrillo de Albornoz, conde de Montemar, quien demoró muchos años en adquirir nuevamente sus tierras que ya habían sido adjudicadas a otros privilegiados acreedores del Estado. Asimismo, doña Ignacia Novoa pierde sus haciendas Montalván y Cuiva, en Cañete, a manos del prócer chileno Bernardo O’Higgins. Doña Petronila Zavala, expropietaria de la hacienda San Regís, en Chincha, y los marqueses de Valle Umbroso, Montesclaros y otros consignados en la tabla 1, perderían sus haciendas a manos de los generales Sucre, Echenique, Balta, Reyes y otros. Algunos de estos miembros de la aristocracia colonial quedarían permanentemente marginados del proceso de cancelación de la deuda interna. Otros, sin embargo, como lo demuestra la tabla 1, lograron recuperar parte de sus propiedades hacia 1839. Además, algunos pocos buscarán fortalecer su vulnerable posición mediante estratégicos arreglos crediticios con poderosos comerciantes, lo cual garantizará reconocimientos de deuda interna que serán compartidos con sus acreedores mercantiles.
En las provincias de la costa norte también se evidencian cambios en la propiedad de la tierra a través de transacciones con valores de la deuda interna que dejan rezagados a legítimos acreedores En su estudio sobre el valle de Jequetepeque, Burga demuestra que al inicio de la República había una carencia de tierras disponibles en los alrededores del pueblo de Guadalupe, debido a la temprana tendencia al latifundio instaurada por un convento agustino. Al suprimirse los conventos con menos de ocho religiosos, en 1826, el Estado pasó a ser el propietario de las tierras de dicho convento. Los antiguos arrendatarios enfiteutas32, quienes subarrendaban parcelas a los pobladores del pueblo de Guadalupe y que, antes de la supresión, pagaban una renta al convento agustino, ahora debían pagarle al Estado. Sin embargo, los enfiteutas criollos del valle buscaban la propiedad directa de la tierra, primero desplegando hostilidad contra el convento al convertirse en los primeros en proclamar la independencia en el valle, y luego gestionando la compra directa de la tierra al Estado republicano33.
En este proceso también intervinieron foráneos al lugar, acreedores del Gobierno, funcionarios y militares quienes, junto a los enfiteutas, compraron tierras a precios devaluados, debido al deterioro de las propiedades, y con papeles de la deuda interna sobrevaluados, entre 1829 y 1846. Por ejemplo, al general José María Plaza, a quien el Estado le reconoce una deuda de 9600 pesos en 1828, se le entrega en 1829 como pago a cuenta la hacienda Mari-Núñez, de 100 fanegadas, la hacienda Talla, de 291 fanegadas, y otros terrenos cerca de Guadalupe. Asimismo, a José Colens se le otorga la hacienda Tecape, y a Domingo Casanova se le adjudica en 1845 la hacienda Limancaro por créditos insolutos34. En 1850 Casanova recibirá además 62 500 pesos en vales de consolidación.
A partir de 1842, las ventas por parte del Estado a los antiguos enfiteutas se incrementan: el coronel Jacinto Rázuri compra la hacienda Lurifico en 4000 pesos, pagados en créditos de la deuda interna. Ante la intensificación del proceso de transferencia de la propiedad de la tierra, que benefició a algunos pocos que sabían acaparar y colocar provechosamente los valores depreciados de la deuda interna, el primer Gobierno de Castilla brindó, en 1849, un paliativo a favor de los desposeídos pobladores de Guadalupe, verdaderos perjudicados por la depresiva situación del agro del valle. Se aceptaron cédulas de deuda interna para la compra de predios urbanos en el pueblo. Las viviendas de Guadalupe pertenecían al Estado, que decidió venderlas a aquellos ocupantes que hubiesen adquirido créditos de la deuda interna por cupos o empréstitos en años anteriores. En enero de 1851, se acordó pagar tres pesos en cédulas de la deuda interna por cada fanegada. Se presentaron 203 personas que compraron 325 fanegadas, quedando sobrantes 332 fanegadas que luego fueron repartidas entre los primeros compradores. Sin embargo, aunque ahora dueños de sus viviendas, los habitantes del pueblo de Guadalupe siguieron careciendo de acceso a la propiedad de las tierras de cultivo, las que se concentraron en pocas manos35. Así, a pesar de que los pobladores de Guadalupe fueron mejor tratados por los ejecutores de la deuda interna que los habitantes de otros lugares, los primeros constituyen un claro ejemplo de acreedores marginados.
Tabla 1 Cambio y permanencia de los dueños de propiedades rurales de la costa central, 1820 y 1839
Razón de las haciendas secuestradas, 1821-1823* | Dueños de haciendas en 1839** | |||||
Hacienda | Partido | Dueños | Nac.1 | Hacienda | Distrito | Dueños |
Andahuasi | Sayán | Anselmo Salinas | E | |||
Boza | Chancay | Marqués de la Boza | L | Boza | Chancay-Aucallama | Gerónimo Boza |
Buenavista | Lurín | Josefa Jacot | ||||
Caqui | Chancay | Francisco Aliaga | Caqui | Chancay-Aucallama | Señores Cueva | |
Carrisal | Pisco | Vicente Algorta | ||||
Caucato | Pisco | Fernando del Masco | ||||
Concha | Surco | Antonio Tarranco | ||||
Chacra Alta | Bellavista | Antonio Solórzano | E | |||
Chancaillo | Chancay | Manuel Elguera | E | Chancaillo yViña Ramírez | Chancay | Manuel Elguera y familia |
Chacaca | Huaura | Luis Basono | E | |||
Chuquitanta | Carabayllo | Marqués del Valle Umbroso | Chuquitanta yVillaseñor Alto | CarabaylloBocanegra | Grimanesa de la Puente2 | |
Chunchanga | ––– | Román Idiáquez | ||||
El Convento | Supe | Manuel García | E | |||
Gala | Lurigancho | Bruno Vitoseco | ||||
Huando | Chancay | Rosendo Gao | E | Huando | Huaral | Dr. Pedro Reyes |
Lanchas | Pisco | Vicente Algorta | ||||
La Huaca | Chancay | Juan Pasquel | E | |||
Las Salinas | Chancay | José Laos | L | Las Salinas yHuascata | ChancayLate | José Laos |
Motocachi | Santa | Matías Antiga | E | |||
Palpa | Chancay | José Basurco | L | Palpa | Aucallama | Conv. Sto. Domingo |
Paramonga | Pativilca | Anselmo Salinas | E | |||
Pando | ––– | Josefa Ramírez de Arellano | ||||
Pasamayo | Chancay | Antonio Solórzano | E | |||
Santa Clara | Late | Francisco Goytizolo | Santa Clara | Late | Fco. Goytizolo | |
Santa Cruz | ––– | Pedro Abadía | ||||
San Jacinto | Santa | Matías Antiga (finado) | E | |||
San Regis | Chincha | Fern. Carrillo de Albornoz | San Regis | Chincha | José y Fernando Carrillo de Albornoz | |
Tecuán | Chancay | Antonio Pomar | E | Tecuán | Chancay | José Alzamora |
Villa y San Tadeo | Surco | Juan Bautista Lavalle | Cuadrado, Villa, San Tadeoy Pacallar | Surco | Juan Bta. Lavalle | |
Zapán | ––– | Conde de Montesclaros | ||||
Zavala | Late | Marqués del Valle Umbroso | Zavala | Late | Grimanesa de laPuente2 | |
Secuestros de bienes urbanos y del ramo comercial | ||||||
Propiedades | Dueños | |||||
Guardaban bienes de emigrados, mina Vistaalegre | Pedro Abadía y José Arizmendi | |||||
Fincas del mayorazgo | Juan Aliaga: Conde de San Juan de Lurigancho | Guacoi y Cerroo Sambrano | Carabayllo | Juan Aliaga | ||
15 casasResidencia y fincas " " | Juan Bautista AndracaFernando Carrillo de Albornoz: Conde de MontemarJosé Gonzales: Conde de Villar de Fuente (casado con Josefa Pando) | |||||
Guarda bienes de emigrados | Francisco Xavier Izcue | |||||
8 fincas y cochera 1 callejón | Martín Osambela | La Menacha yPanteón | Late | Maria Osambela | ||
Residencia y fincas " " | Gaspar Osma (casado con Josefa Ramírez de Arellano)Felipe Sancho Dávila | Lomolargo, Pariache, Asesor,Quiroz, Portocarrero, Pacallar | Late | TestamenteríaSancho Dávila | ||
Finca del Mayorazgo | Manuel Salazar | Pino | Surco | Manuel Salazar | ||
Casa de Pastrana, almacén en la calle Mercaderes | Francisco Quirós | |||||
5 casasFincasEscrituras, pagarés, etc. | Torre TagleJuan Bautista ValdeavellanoJuan Bautista Zaracondegui |
(1) Nac.: nacionalidad, E = europeo (español), L = limeño (2) Esposa del marqués de Valle Umbroso
* Datos gentilmente proporcionados por Alberto Flores Galindo, quien me prestó uno de sus cuadernos de apuntes de la investigación que realizó sobre la aristocracia mercantil colonial a fines del siglo XVIII, y comienzos del XIX: Aristocracia y plebe, (Lima, 1984). Los datos de este cuaderno los obtuvo del Juzgado de Secuestros, años 1821-1822, legajos 1 a 11, Tribunal de Cuentas, AGN.
** Datos obtenidos de los cuadros que aparecen en la obra de José María Córdova y Urrutia, Estadística histórica, geográfica, industrial y comercial de los pueblos que componen las provincias del departamento de Lima. (Lima, 1839), Tomo I; pp. 88-90, 91-93, 98-100, 124-25. Tomo II, pp. 5-6.
La agricultura de Cajamarca pasaba por una situación tal vez más crítica que la de la costa norte36. Existía una vinculación entre la deprimida producción ganadera de la zona y la depresión de la demanda de dichos productos en la costa norte. Debido a ese cuadro de abatimiento, las propiedades se depreciaron y ocurrió un proceso de adjudicaciones análogo al que observamos en la costa norte y en otros lugares del Perú durante los primeros años republicanos.
En Chota se adjudicó haciendas a militares a quienes se les adeudaba sueldos y a los que se quería premiar por su participación en las contiendas de la Independencia. Es el caso de la adjudicación de la hacienda Llaucán al general de división Bias Cerdeña37. Esta hacienda tenía especial importancia pues lindaba con el cerro San Fernando, principal fuente del mineral de Hualgayoc, cuyas vetas todavía se seguían explotando en 1820 pero luego decayeron irremediablemente en años posteriores. En una petición fechada el 8 de enero de 1830, el general Blas Cerdeña expone méritos y servicios en las campañas de la Independencia, Bolivia y Colombia, pidiendo que se le recompense con la adjudicación de la hacienda Llaucán a cambio de 6000 pesos que se le debían, por ajustes de cuentas realizadas en la tesorería departamental de Arequipa en noviembre de 1828, y en la comisaría general de Cajamarca en febrero de 182038.
En un decreto supremo dictado por el Presidente Gamarra en enero de 1830, se lee:
Teniendo en consideración los importantes serbicios que ha prestado a la Nación el Benemérito General de División Dn. Bias Cardeña [...] se adjudica a fabor del referido Gral. en todas sus partes la Hazienda denominada San Francisco Llaucán cita en la Provincia de Chota Departamento de la Libertad, pues aunque por el ajustamiento que presenta sólo es deudor el Estado de cinco mil setecientos cinco pesos […] y el valor de la referida Hazienda sube a la cantidad de diez y ocho mil pesos [...] cede a su favor los doce mil novecientos ochentaicinco pesos [...] que resultan de aumento39.
De esta forma se cancelaban las deudas con los militares ilustres, utilizando los fondos administrados por el Tribunal del Consulado y la Dirección de Consolidación, creada en 1826. Dichos fondos provenían en su mayoría, como veremos en el capítulo 2, de los bienes cautivos de la antigua administración colonial (Temporalidades) y de los conventos supresos (a los cuales se añadían las propiedades del Tribunal de la Santa Inquisición extinto).
En el caso de la hacienda Llaucán, se trataba de una propiedad implicada en el concurso de acreedores del banquero Juan de la Cueva, que quebró en 1635. Los bienes de este banquero fueron asumidos por el Real Tribunal del Consulado, que los administraba con el objeto de indemnizar a los 579 acreedores (entre ellos el Tribunal de la Santa Inquisición –debido a que algunos de los clientes de De la Cueva fueron acusados de judaizar–, cuyas rentas luego pasarían al Estado republicano), a quienes se les debía por un monto de 1 068 284 pesos. Sin embargo, estas sumas acreedoras nunca serían canceladas pues la antigua deuda colonial nunca se consolidó, a pesar de que hubo algunos débiles intentos por hacerlo.
El Real Tribunal del Consulado arrendaba la hacienda Llaucán, que perteneció a Juan de la Cueva, y el producto del arrendamiento ingresaba al fondo de indemnización destinado a satisfacer a los acreedores del concurso. Después de la Independencia, el Estado republicano continuaba arrendando dicha hacienda a los antiguos locatarios, los excoroneles del ejército colonial Miguel y Pablo Espinach, vecinos de Cajamarca; y a la muerte de Miguel, en 1827, se intenta cambiar de arrendatario. La testamentería de Miguel Espinach, que continuaría en posesión de la hacienda hasta 1830, debía, según el director de Consolidación, el arrendamiento vencido entre los años de 1820 y 1827, a razón de 2000 pesos anuales. Entre 1828 y 1830, año en que se verifica la adjudicación de la hacienda a Cerdeña, sería Manuel Espino, el albacea de la testamentería Espinach, el administrador de la hacienda.
En 1830, el apoderado legal de Blas Cerdeña, don José Mariano Cavada, coronel comandante de los cívicos de Celendín, tomará posesión de la hacienda a pesar de las protestas del minero de Hualgayoc, Domingo de la Cueva, descendiente de Juan de la Cueva, quien reclamará para sí la propiedad de la hacienda. En 1832 Cerdeña renuncia a la posesión de la hacienda por «inconvenientes para el goce pacífico» de la misma. El Estado le otorga a cambio, por decreto presidencial, 1000 pesos mensuales de la tesorería del Cusco y 500 pesos mensuales por la de Ayacucho, hasta cubrir la cantidad de 20 000 pesos. En 1852 Cerdeña recibe 25 700 pesos en vales de consolidación.
Tanto en el caso del general Plaza como en el del general Cerdeña, observamos la compensación privilegiada a caudillos militares en desmedro de los que mayor perjuicio sufrieron debido a la destrucción y expropiación de propiedades. Al repartirse los recursos de la deuda interna, antes de 1859, con obvio favoritismo, se contribuye a una inicial concentración de las mejores tierras en manos de gamonales que se aprovecharon del ausentismo de los dueños de las adjudicaciones.
En la sierra central, dos casos de beneficiados por la deuda interna en desmedro de acreedores menos influyentes fueron los de Francisco de Paula Otero y los hermanos Olavegoya del valle del Mantaro. Paula Otero se inicia como arriero en la zona, estableciéndose en Tarma a fines del siglo XVIII. Durante la Independencia fue comandante general de las guerrillas del centro y gobernador de Tarma. A partir de 1833 adquiere varias haciendas, entre ellas la hacienda Cachi-Cachi, situada entre Jauja y Tarma y, a través de la parentela de su esposa, entra en el negocio minero de Cerro de Pasco. Era acreedor del Estado por adeudos y montepíos por servicios prestados en la campaña libertadora, por lo cual recibe 31 000 pesos en vales de consolidación en 1852. A su muerte lega a sus hijas las haciendas Quijano, en Salta; Florida, Acochay y otras fincas, en Tarma; y varias minas en La Rinconada, Cerro de Pasco40.
Los hermanos Demetrio y Domingo Olavegoya poseían inversiones diversificadas y eran dueños de una casa comercial en Lima. Comercializaban los productos de sus propiedades, estableciendo así una red amplia de actividades entre Lima y la sierra central. Debido a esta multiplicidad de contactos, que los colocaba en posición propicia para vincularse con los negocios del Estado, es que logran obtener un alto reconocimiento de deuda interna en 1852: unos 68 500 pesos en vales, cifra que fue la más alta entre los propietarios de la sierra central. Otros propietarios de la zona que alcanzaron a ser beneficiados por esta medida fueron, entre otros, Francisco Alvariño, hacendado de Tarma y propietario del valle de Chanchamayo, quien recibió 55 800 pesos en vales en 1850, y Manuel Ortiz de Zevallos, propietario en Huancayo, al que se le otorgó 42 000 pesos en vales en 1851.
Sin embargo, muchos arrieros y propietarios de tierras y minas de la sierra central fueron completamente ignorados por la deuda interna, o recibieron exiguas compensaciones, a pesar de haber sufrido directamente las consecuencias de las campañas militares en la zona.
Los grandes terratenientes Pío Tristán, de Arequipa, y Ancelmo Centeno, del Cusco, también se beneficiaron de la deuda interna41. Los casos de Paula Otero, Olavegoya, Tristán y Centeno son ejemplos de hacendados que lograron hacer respetar sus derechos sobre la deuda interna, aunque sea tardíamente. Como en el caso de Carrillo de Albornoz y Novoa, despojados propietarios coloniales, sus contactos con comerciantes notables y figuras políticas de Lima parece que resultaron determinantes en la adecuada satisfacción de sus reclamos. Por el contrario, como veremos en el capítulo dedicado a los «consolidados», los expedientes tachados por la Junta Depuradora en 1855 dan amplias pruebas de que existieron abundantes y desconocidos hacendados, arrieros, propietarios provincianos y mineros que se vieron marginados durante largas décadas en sus reclamos, y acabaron perjudicados por la consolidación de 1850 que los excluyó definitivamente del reparto de los nuevos fondos de la deuda interna, o les proporcionó solo una mínima porción. Entre otros, podemos mencionar a varios hacendados en los valles de Santa (por ejemplo, Manuel Zuloaga), Cajatambo y costa central; mineros de Cerro de Pasco; propietarios provincianos y arrieros en Ayaviri, Tambillo y Huaitaná, marginados por negociantes en vales de consolidación de 185042. La mayoría de los créditos reconocidos por la consolidación de 1850 provenían de deudas por daños y perjuicios durante las guerras de la Independencia y caudillescas, como lo demuestra la descripción del concepto original de las cantidades reconocidas como deuda durante los Gobiernos de Castilla y Echenique. La suma total de los expedientes por daños ocasionados por dichas contiendas ascendía a 16 millones de pesos en deudas que se reactualizan exageradamente de la noche a la mañana después de décadas de olvido. A raíz de estos reconocimientos se enciende una sorda pugna por su acumulación y concentración que despojó a los reclamantes originales y privilegió a los pocos que supieron negociar y especular con ellos.
Los acreedores privilegiados
Aparte de los caudillos premiados con adjudicaciones y con otros fondos limitados destinados al arreglo de la deuda interna, los prestamistas, cuyo giro se concentraba principalmente en la esfera comercial de Lima, lograron hacerse garantizar por el Estado el pago de sus cuentas acreedoras.