Kitabı oku: «El valle perdido y otros relatos alucinantes», sayfa 2

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—¡Que el Jardín está en todas partes! No hace falta ir al lejano Cáucaso para encontrarlo. Está por todos lados en esta vieja ciudad de Londres, y en estas calles llenas de neblina y aceras gastadas. Está incluso en este cuarto apretado y sin limpiar. Ahora, en este momento, mientras esa lámpara parpadea y miles se van a dormir. Las puertas de cuerno y marfil están aquí —se tocó el pecho—. ¡Y aquí están las flores, las largas y despejadas colinas abiertas, la manada gigante, las ninfas, la luz del sol y los dioses!18

S. T. JOSHI

1 The Centaur (1911; reimpresión, Harmondsworth: Penguin, 1939), p. 9.

2 “Nota del autor para la edición de 1942” de John Silence-Physician Extraordinary (Londres: Richards Press, 1942), p. [vi].

3 Episodes Before Thirty (Nueva York: E. P. Dutton, 1923), pp. 36-37.

4 The Centaur, p. 10.

5 Episodes Before Thirty, pp. 124-125.

6 Ibid., p. 187.

7 Incredible Adventures (Nueva York: Macmillan, 1914), p. 331.

8 Ibid., pp. 21, 23.

9 The Centaur, p. 209.

10 Ibid., pp. 214-215.

11 The Education of Uncle Paul (Londres: Macmillan, 1909), pp. 52-53.

12 The Centaur, p. 40.

13 The Bright Messenger (Londres: Cassell, 1921), p. 166.

14 Mike Ashley, Algernon Blackwood: A Bio-bibliography (Westport: Greenwood Press, 1987), pp. 28-29.

15 Ibid., p. 31.

16 The Centaur, pp. 267-268.

17 “Dreams and Fairies”, Bookman (Londres, núm. 459, diciembre de 1929), p. 175.

18 The Centaur, p. 273.

LA EXCENTRICIDAD DE SIMON PARNACUTE


I


ERA UNA DE ESAS MAÑANAS de principios de primavera cuando hasta las calles de Londres irradian belleza. El día, que pasaba por el cielo con nubes como cabellos al aire, tocaba a todos con la magia de su propio regocijo irresponsable, mientras alternaba entre la risa y las lágrimas de chubascos repentinos.

En el parque los árboles, con tenues vestimentas de gasa, se ocupaban tímidamente de pensar en las hojas venideras. En el aire había algo cortante, pero el sol nadaba por los deslumbrantes espacios azules con estallidos de calor casi de verano, y un viento, directo del sur hechizado, extendía su suave persuasión sobre todas las cosas, trayendo visiones demasiado bellas para durar: largos pensamientos de juventud, de praderas de prímulas, naves de velas blancas, olas sobre la arena amarilla, y otras imágenes innumerables y encantadoras.

Tan potente, de hecho, era este hechizo del despertar de la primavera que Simon Parnacute, profesor de Economía Política retirado —hombre mayor, de rostro delgado, rumiando en su enorme cráneo las grandes cuestiones relacionadas con los sistemas de gobierno de las naciones— no fue, ni siquiera él, la excepción a la regla. Pues, cuando recorría lentamente la calle que iba de su departamento a los jardines de Little Park, era plenamente consciente de que esta ma­gia de la primavera corría también por su propia sangre, y de que el polvo que se había acumulado con los años en la superficie de su alma se estaba levantando por una de las brisas más suaves que hubiera sentido en todo el transcurso de su ardua carrera docente.

Y —por casualidad— cuando llegó al final de la calle donde las casas desaparecían bajando hacia el parque abierto, el sol asomó de golpe a uno de los repentinos espacios de cielo azul y lo empapó en una ola de calor delicioso que para todo el mundo era como el calor de julio.

El profesor Parnacute, antes catedrático, ahora sólo pensador, era un hombre de reflexiones exactas, que manejaba cuidadosamente los hechos de la vida como él los veía. Era buena persona y era íntegro. Se ocupaba de las grandes emociones, como corresponde a alguien que estudia naciones más que individuos, y de todas las diplomacias del corazón era groseramente ignorante. Siempre vivía en el centro del círculo —su propio círculo— y la excentricidad era para él una cosa absolutamente aborrecible. La convención lo regía en cuerpo, mente y alma. Conocer un pensamiento desordenado o una emoción inusitada lo perturbaba tanto como ver un cuadro chueco en la pared o el cuello de la camisa de un hombre saliendo del abrigo. La excentricidad era síntoma de una enfermedad.

Así, cuando llegó al final de la calle y sintió el sol y el viento sobre sus mejillas curtidas, este inesperado llamado de la Naturaleza le llegó marcadamente como algo por completo fuera de lugar e ilegítimo: síntoma de una condición irregular de la mente que debía reprimirse al instante. Y fue justo aquí, mientras la multitud lo empujaba y lo retenía, que batió en su oído el canto encarnado de la primavera misma, cuyo hechizo estaba en proceso de relegar a su debido sitio en su economía personal: ¡oyó el cautivador canto de un pájaro!

Paralizado de asombro y deleite, se quedó ahí de pie un minuto entero, escuchando. Luego, al voltear lentamente, se topó de frente con los ojitos suplicantes de un… mirlo; un mirlo en una jaula que colgaba en la pared afuera de una tienda para aficionados a los pájaros que estaba a sus espaldas.

Quizá no se hubiera detenido más que estos pocos segundos, sin embargo, de no haber sido porque la multitud lo tuvo por un momento prisionero en un punto exactamente enfrente de la tienda, donde su cabeza, además, quedaba exactamente a la misma altura que la jaula colgada. Así, se vio necesa­riamente obligado a esperar y observar y escuchar; y, mientras lo hacía, el canto arrobado y suplicante del pájaro afectó los sentimientos que ya había despertado la primavera, urgiéndolos a elevarse y salir hasta un punto que se volvía peligrosamente conmovedor.

Tanto el sonido como la imagen lo atraparon y lo retuvieron, fascinado.

Percibió que el pájaro, quizá favorecido en otro tiempo, ahora estaba flaco y desaliñado, con sus plumas desarregladas por revolotear continuamente en su percha y por el aleteo interminable de alas y cuerpo contra los barrotes de su estrecha jaula. No tenía espacio para abrir bien las dos alas; a menudo se estrellaba con los costados de su prisión de madera, y toda la fuerza de su apasionado y vano deseo de libertad brillaba en los dos pequeños ojos resplandecientes que contemplaban implorantes a los transeúntes por entre los barrotes. Se veía quebrantado y exhausto de renovar incesantemente su inútil lucha. Saltando por la vara, inclinando de lado su delicada cabecita y mirando directo a los ojos del profesor, logró (por medio de alguna magia inarticulada que sólo conocen los ojos de las criaturas en prisión) explicar el mensaje de su dolor: el desgarrador anhelo de la libertad del cielo abierto, la elevación de los grandes vientos, la gloria del sol sobre sus plumas sin brillo.

Ahora bien, sucedió que esta embestida combinada de imagen y sonido sorprendió al veterano profesor por la línea de menor resistencia: la línea de una sensación que no había probado y, por lo tanto, no se había agotado. Aquí, al parecer, había una emoción hasta entonces desconocida y, por lo tanto, aún no regulada hasta atrofiarla.

Pues, con una intuición tan singular como penetrante, de pronto entendió algo de la pasión de las Cosas Enjauladas salvajes del mundo, y captó en un fugaz vislumbre algo de su indecible dolor.

En un raudo momento de auténtica empatía mística, pudo sentir la peculiar cualidad de su anhelo insatisfecho exactamente como si fuera suyo; el anhelo no sólo de aves y animales cautivos, sino de hombres y mujeres angustiados, atrapados por las circunstancias, confinados por la debilidad, encerrados por carácter y temperamento, todos anhelando una libertad que no sabían cómo alcanzar —enjaulados por la pequeñez de sus deseos, por la impotencia de su voluntad, por la mezquindad de su alma—, enjaulados en cuerpos de los que sólo la muerte podía traer una liberación final.

Algo de todo esto se abrió camino hasta el corazón del anciano profesor cuando estaba ahí parado viendo la pantomima del mirlo cautivo —la Cosa Enjaulada—, y, tras un momento de titubeo que reflejó una gran cantidad de sentimiento condensado, entró decididamente por la puerta baja de la tienda y preguntó el precio del pájaro.

—El mirlo… eh… que canta en la jaulita —tartamudeó.

—Uno con seis solamente, señor —respondió el tosco hombre de cara colorada que era dueño de la tienda, levantando la vista de un conejo que estaba metiendo en una caja, empujándolo con dedos torpes—; sólo un chelín con seis peniques —y luego siguió con abundantes comentarios sobre los mirlos en general y las cualidades superiores de éste en particular—. Lleva aquí cuatro meses y canta precioso —agregó, a manera de clímax.

—Gracias —dijo Parnacute en voz baja, tratando de convencerse de que no se sentía mortificado por su impulsiva y excéntrica acción—; entonces le voy a comprar el pájaro… de inmediato… eh… si me hace el favor.

—Verá que no se ha equivocado, señor —dijo el hom­bre, mientras empujaba el conejo a un lado y salía para traer el mirlo.

—No, no voy a necesitar la jaula, pero… eh… quizá podría acomodarlo en una caja de cartón, para poderlo llevar conmigo más fácilmente.

Se había referido al pájaro casi como si fuera una persona, y el cambio, notado subrepticiamente por así decirlo, abonó a su sensación general de confusión. Era demasiado tarde, sin embargo, para cambiar de parecer, y después de ver al hombre meter al pájaro a la fuerza en una caja con sus toscas manos, tomó el lazo de hilo con que estaba amarrada y salió de la tienda con todo el aplomo y la dignidad que pudo.

Pero en el momento en que salió a la calle con ese paquete vivo bajo el brazo —podía oír y también sentir el golpeteo de las patas del pájaro—, la conciencia de que había sido culpable de lo que consideraba un escandaloso acto de excentricidad por poco lo rebasó. Pues había sucumbido de la manera más lamentable a un impulso momentáneo, y había comprado el pájaro para liberarlo. “¡Válgame!”, pensó. “¡Cómo he podido permitirme hacer una cosa tan excéntrica e impulsiva!”

Y de no haber sido por el hecho de que eso sólo hubiera acentuado su excentricidad, en ese mismo instante se habría regresado a la tienda a devolver el pájaro.

Pero como ahora, claramente, eso era imposible, cruzó la calle y entró en Little Park por la primera verja de hierro que encontró. Caminó por el camino de grava, batallando con el hilo. En un minuto más el pájaro habría sido libre, cuando se le ocurrió mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observara y vio frente a los matorrales a su izquierda… un policía.

Esto, sintió, era una tremenda molestia, pues tenía la esperanza de completar la transacción sin ser visto.

Enderezándose, volvió a ajustar el hilo nerviosamente y siguió caminando como si nada, despacio, buscando un sitio más solitario donde pudiera estar por completo libre de observación.

El profesor Parnacute ahora se hizo consciente de que esa molestia —causada principalmente por su acto impulsivo, e incrementada por el hecho de ser observado— ya se había vuelto bastante aguda. Era extraordinario, reflexionaba, cómo los policías tenían esa manera de manifestarse en los lugares menos apropiados, menos necesarios. No había ninguna razón para que un policía estuviera parado frente a esos inocentes matorrales, donde no había nada que hacer, nadie a quien ver. En casi cualquier otro punto de Little Park quizás hubiera sido de mayor utilidad, y sin embargo, en efecto, había tenido que escoger el único lugar donde no se le quería: donde su presencia, de hecho, era absolutamente objetable.

El policía, entretanto, lo miraba fijamente mientras él se retiraba con el molesto paquete. Lo traía cargando al revés sin darse cuenta. Sentía como si lo hubiera descubierto en un crimen. Él también miraba al policía de reojo, ansiando acabar ya con todo el asunto.

“Ese policía es un tipo tremendo”, pensó. “Nunca he visto a un gendarme tan grande, tan robusto. Debe de ser el policía del distrito, lo que sea que eso signifique, una verdadera muralla y torre de defensa.” El casco lo hizo pensar en un ariete, y los botones de su abrigo en cañones de pistolas.

Se alejó y dobló la esquina aparentando inocencia lo mejor que pudo, como si trajera cargando un paquete de libros o algún artículo nuevo de vestimenta.

Es, sin duda, el deber de cada gendarme estar alerta para observar tan agudamente como sea posible el transcurso de los eventos que pasan frente a sus ojos, pero este poli en particular parecía mucho más interesado en la caja de cartón de Parnacute de lo que la circunstancia ameritaba. La seguía implacablemente con la mirada.

Quizá, pensó el profesor, había oído los movimientos apurados del pájaro asustado en su interior. Quizás había pensado que era un gato que llevaba a ahogar en el estanque or­namental. Quizás —¡oh, espantosa idea!— había pensado ¡que era un bebé!

Sin embargo, como las sospechas de un policía inteligente eran imposibles de adivinar, Simon Parnacute las ignoró sabiamente y, justo entonces, dobló una esquina, donde quedó cubierto de su persistente observador por un grupo de tupidos arbustos de rododendro.

Aprovechando el momento oportuno, y actuando con una decisión expedita nacida del terror a la reaparición del policía, cortó el hilo, abrió la tapa de la caja y, un instante después, tuvo la intensa satisfacción de ver al mirlo prisionero saltar al borde y luego salir volando con un hermoso giro descendiente y un zumbido de alas hacia el cielo abierto. Volteó una vez al volar y su brillante ojo café lo miró. Luego se había ido, perdido en la luz del sol que resplandecía por encima de los arbustos y lo llamaba sobre las copas ondulantes hacia el otro lado del río.

El prisionero estaba libre. Por espacio de un minuto entero, el profesor se quedó inmóvil, consciente de una sensación de auténtico alivio. Ese sonido de alas, ese veloz trayecto del trémulo cuerpecito escapando hacia la libertad ilimitada, la penetrante mirada de gratitud en sus diminutos ojos cafés: esto agitó en él nuevamente la misma prodigiosa emoción que había experimentado por primera vez esa tarde afuera de la tienda para aficionados a los pájaros. La liberación de la “criatura enjaulada” le brindó una especie de experiencia vicaria de libertad y un deleite como nunca había conocido en toda su vida. Casi parecía como si él mismo hubiera escapado: hubiera salido de su “círculo”. Luego, cuando se dio la vuelta, con la caja vacía aún colgando de la mano, la primera cosa que vio, avanzando lentamente hacia él por el camino a paso firme, fue… el policía grande.

Algo muy severo, muy intimidante, colgaba como una atmósfera de advertencia en torno a este guardián de la ley con su uniforme azul. Lo hizo regresar de golpe a las rígidas realidades de la vida, y la suave belleza del día primaveral se desvaneció dejándolo intacto. Aceptó el recordatorio de que la vida es seria y que las excentricidades son invitacio­nes al desastre. Tarde o temprano el policía siempre tiene que aparecer.

Sin embargo, este gendarme en particular, por supuesto, pasó a su lado sin una palabra ni un gesto, y en cuanto el profesor llegó a uno de los pequeños cestos de alambre proporcionados para tal fin, echó dentro la caja, y luego regresó lenta y pensativamente a su departamento y a su almuerzo.

Pero la excentricidad de la que había sido culpable le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, recordándole con in­clemente insistencia la acción ridícula que nunca debió haber cometido y agobiándolo con punzaditas incesantes por haberse permitido un proceder impulsivo y anormal.

Pues, para él, la inevitabilidad de la vida se presentaba como un hecho al que se había resignado, más que como una fuerza que debía apropiarse para los fines de su propia alma; y el espectáculo del pájaro feliz escapando hacia el cielo y la luz del sol, con la figura del inflexible y adusto policía en el fondo, le causó una profunda impresión que sin duda tarde o temprano daría fruto.

“Válgame”, pensó el profesor de Economía Política, dando una expresión mental a este sentimiento. “¡A la larga voy a pagar por esto! ¡Sin duda lo voy a pagar!”

II


SI PODEMOS DAR POR SENTADO que no existe la casualidad, haciendo travesuras tras los bastidores de la existencia, sino que todos los sucesos que ocurren en las vidas de los hombres son el resultado calculado de causas adecuadas, entonces el señor Simon Parnacute, profesor retirado de Economía Política del C… College, ciertamente pagó por su aberración primaveral, en el sentido de que pescó un violento resfrío que lo postró en la cama y rápidamente se convirtió en pulmonía.

Era la tarde del sexto día y estaba acostado, agotado y con fiebre, en su cuarto en el último piso del edificio que contenía su pequeño departamento independiente. La enfermera estaba abajo tomando el té. Había una lámpara con pantalla junto a la cama, y por la ventana —aún no cerraban las persianas— veía las azoteas y chimeneas, y el torrente de cables contrastados nítidamente contra el cielo de un atardecer dorado y rosa. Por encima del ocaso flotaban largas tiras de nubes de colores, y las primeras estrellas destellaban entre los vapores de abril que se acumulaban al acercarse la noche.

De pronto se abrió la puerta y alguien entró sin hacer ruido y se detuvo en mitad del cuarto. El profesor volteó fatiga­do y vio que la sirvienta estaba ahí parada tratando de hablar.

Parecía nerviosa, él se daba cuenta, y tenía el rostro más bien pálido.

—¿Y ahora qué, Emily? —preguntó débilmente, pero con irritación.

—Por favor, profesor… hay un caballero… —y hasta ahí llegó.

—¿Alguien vino a verme? ¿Ya es el doctor otra vez? —inda­gó el paciente, preguntándose vaga y distraídamente por qué la muchacha se vería tan alarmada.

Mientras ella hablaba se empezaron a oír pasos afuera en el rellano: pasos pesados.

—Pero, por favor, señor profesor, no es el doctor —la sirvienta titubeó—, sólo que no me dio su nombre, y no lo pude detener, y dijo que usted lo esperaba… y creo que tiene cara de… —los pasos que se acercaban asustaban tanto a la muchacha que no encontraba las palabras para terminar su descripción. Ya estaban justo afuera de la puerta. —¡De policía! —se apuró a terminar, retrocediendo hacia la puerta como si temiera que el profesor fuera a abalanzarse contra ella desde su cama.

—¡Un policía! —dijo sin aire el señor Parnacute, sin creer lo que oía—. ¡Un policía, Emily! ¿En mi departamento?

Y antes de que el enfermo pudiera encontrar palabras para expresar su particular molestia por que un extraño cualquie­ra (y sobre todo un gendarme) pudiera entrometerse a esas horas, la puerta se abrió de un empujón, la muchacha se esfumó con un revuelo de enaguas, y la figura alta de un hombre se detuvo a plena vista en el umbral, mirando fijamente al ocupante de la cama al otro lado del cuarto.

En efecto era un policía, y un policía muy grande. Es más, era el policía.

En el instante en que el profesor reconoció al hombre del parque, su enojo, por alguna razón bastante inexplicable, desa­pareció casi por completo; la aguda molestia que había sentido hacía un momento se desvaneció, y, hundiéndose exhausto en sus almohadas, apenas encontró aliento para pe­dirle que cerrara la puerta y pasara. El hecho era que el asombro había gastado la pequeña reserva de energía de la cual disponía, y de momento no se le ocurría qué otra cosa hacer.

El policía cerró la puerta en silencio y avanzó hacia el centro de la habitación, de modo que el círculo de luz de la lámpara junto a la cabecera de la cama alcanzaba su figura, pero terminaba justo antes de llegar a su cara.

El inválido se volvió a enderezar en su cama y lo miró fijamente. Como no pasaba nada pudo ordenar un poco sus pensamientos dispersos.

—¿Usted es el policía del parque, si no me equivoco? —preguntó débilmente con una mezcla de soberbia y resen­timiento.

El hombre corpulento asintió con la cabeza y se quitó el casco, sosteniéndolo frente a él con la mano. Su rostro era especialmente brillante, casi como si reflejara el resplandor de una linterna de mano escondida en alguna parte de su enorme persona.

—Me pareció reconocerlo —continuó el profesor, un poco exasperado por la compostura del otro—. Quizás esté consciente de que estoy enfermo, demasiado enfermo para recibir a desconocidos, ¡y que haberse metido así por la fuerza…! —dejó el enunciado inconcluso por falta de improperios adecuados.

—Ciertamente usted está enfermo —respondió el gendarme, hablando por primera vez—: por otro lado, no soy un desconocido —el timbre y la modulación de su voz eran maravillosos para ser policía.

—Entonces, dígame, ¿con qué derecho se atreve usted a molestarme en un momento así? —protestó el otro, ignorando el último comentario.

—Mi deber, señor —respondió el hombre, con una dignidad más bien asombrosa—, no entiende de tiempo ni de lugar.

El profesor Parnacute lo miró un poco más detenidamente, ahí parado con su casco en la mano. Era algo más, supuso, que un gendarme común y corriente; un inspector, quizá. Lo examinó cuidadosamente; pero no entendía nada de las diferencias en los uniformes, de las barras o estrellas en la manga y el cuello.

—Si usted está aquí para cumplir con su deber, entonces —exclamó el hombre de mente cuidadosa, buscando febrilmente alguna posible infracción por parte de su pequeño grupo de sirvientes—, por favor, tome asiento y diga su asunto, pero de la manera más breve posible. Me duele la garganta y ando bajo de fuerzas —habló con menos acritud. La dignidad del visitante empezaba a impresionarlo vagamente de una manera que no entendía.

La corpulenta figura de azul volvió a inclinar la cabeza, pero no hizo nada por continuar.

—Me imagino que viene de la comisaría X… —agregó Parnacute, mencionando el nombre de la comisaría a la vuelta de la esquina. Se hundió más en sus almohadas, conscien­te de que su fuerza se estaba agotando.

—Vengo de la jefatura —respondió el coloso con voz profunda.

El profesor sólo tenía la más vaga idea de lo que significaba la jefatura, pero la palabra transmitía una importancia que de algún modo no pasó desapercibida. Mientras tanto, su impaciencia crecía junto con su agotamiento.

—Debo solicitarle, oficial, que exponga su asunto cuanto antes —dijo con aspereza— o que regrese cuando esté en mejores condiciones de atenderlo. La semana que entra, sin duda…

—No hay más tiempo que el presente —respondió el otro, con una extraña selección de palabras que escapó de la atención de su perplejo escucha, mientras sacaba de un espacioso bolsillo en el faldón de su abrigo una libreta sujeta con un aro de metal brillante como el oro.

—¿Su nombre es Parnacute? —preguntó, consultando la libreta.

—Sí —respondió el otro, con la resignación que viene del agotamiento.

—¿Simon Parnacute?

—Por supuesto, sí.

—¿Y el pasado tres de abril —prosiguió, mirando con atención al enfermo por encima del cuaderno— usted, Simon Parnacute, entró en la tienda de Theodore Spinks en la calle P…, y ahí adquirió cierta criatura viva?

—Sí —respondió el profesor, que empezaba a sentirse acalorado ante el descubrimiento de su insensatez.

—¿Un pájaro?

—Un pájaro.

—¿Un mirlo?

—Un mirlo.

—¿Un mirlo cantor?

—Pues sí, era un mirlo cantor, si tanto necesita saberlo.

—¿En dinero usted pagó por este mirlo la suma de un chelín con seis peniques? —enfatizó el “con”, como lo había hecho el vendedor de pájaros.

—Uno con seis, sí.

—Pero en valor verdadero —dijo el policía, hablando con énfasis solemne—, ¿le costó bastante más?

—Puede ser —se retorció internamente ante el recuerdo.

Estaba asombrado, además, de que la visita tuviera que ver con él mismo y no con los sirvientes.

—¿Lo pagó con el corazón? —insistió el otro.

El profesor no respondió nada. Se sobresaltó. Casi se retorcía debajo de la sábana.

—¿Tengo razón? —preguntó el policía.

—Esos son los hechos, supongo —respondió en voz baja, sumamente desconcertado por el catecismo.

—¿Y usted llevó a este pájaro en una caja de cartón hasta los Jardines E… junto al río, y ahí lo puso en libertad y lo vio irse volando?

—Su declaración es correcta, me parece, en cada deta­lle. Pero francamente, ¡este absurdo interrogatorio, señor mío!

—¿Y su motivo para hacerlo —continuó el policía, ahogando con su voz los debilitados tonos del inválido— fue la liberación desinteresada de una criatura prisionera y atormentada? —Simon Parnacute levantó la mirada con la mayor sorpresa posible.

—Pienso que… ¡bueno, bueno!… tal vez así haya sido —murmuró avergonzado—. El canto extraordinario, porque era extraordinario, sabe, y verlo al pobre batiendo las alas me entristeció.

El policía corpulento guardó su libreta de pronto y se acercó a la cama, de modo que su cara entró en el círculo de luz de la lámpara.

—En ese caso —exclamó—, ¡usted es el hombre que quiero!

—¡Yo soy el hombre que quiere! —exclamó el profesor con un sobresalto incontenible.

—El hombre que estoy buscando —repitió el otro, sonriendo. Su voz de pronto se había vuelto suave y maravillosa, como el tañer de un gong de plata, y en su rostro había una expresión de ternura anhelante que lo volvía absolutamente hermoso. Resplandecía. Como salida de un cuadro, nunca había visto el profesor una expresión como ésa en ningún semblante humano, ni había oído labios humanos emitir semejan­tes tonos. Pensó, fugaz y confusamente, en una mujer, en la mujer que nunca había encontrado; en un sueño, un encantamiento como de música o de una visión sobre los sentidos.

“¡Me está buscando!”, pensó alarmado. “¿Y ahora qué hice? ¿De qué nueva excentricidad se me acusa?”

Ideas extrañas y desconcertantes, de contorno borroso y carácter descabellado, se agolparon en su mente.

Una sensación de frío atrapó su fiebre y la subyugó, bañándolo en sudor, haciéndolo temblar, pero no de miedo. Un nuevo y curioso deleite había empezado a pulsar las cuerdas de su corazón.

Luego una sospecha extravagante cruzó por su cerebro, pero no era una sospecha del todo injustificada.

—¿Quién es usted? —preguntó, levantando la vista—. ¿De verdad es sólo un policía? —el hombre se acercó de manera que parecía, de ser posible, aún más enorme que antes.

—Soy un policía mundial —respondió—, un guardián, quizá, más que un detective.

—¡Santo cielo! —gritó el profesor, pensando en la locura y en los crímenes cometidos por locura.

—Sí —prosiguió el otro en esos tonos serenos y musicales que en poco tiempo empezaron a tener un efecto tranquilizante sobre su escucha—, y es mi deber, entre muchos otros, tener vigilada a la gente excéntrica; encerrarla cuando es necesario y, cuando su sentencia ha expirado, liberarla.

”Además —agregó imponentemente—, como en el caso de usted, sacarlos de su jaula sin dolor… cuando se lo han ganado.

—Ah, Dios mío, ¡válgame! —exclamó Parnacute, que no estaba acostumbrado a usar interjecciones, pero tampoco podía pensar en nada más que decir.

—Y a veces cuidar que sus jaulas no los destruyan; y que no se maten golpeándose contra los barrotes —continuó, con una sonrisa bastante maravillosa—. Nuestros deberes son muchos y muy variados. Soy parte de una fuerza numerosa.

El hombre instruido en Economía Política sintió que la cabeza le daba vueltas. Pensó en pedir ayuda. De hecho, ya había acercado la mano a la campana cuando un gesto de su extraño visitante lo contuvo.

—¿Entonces por qué me busca a mí, si se puede saber? —titubeó en vez de tocarla.

—Para anotarlo; y cuando llegue el momento, para sacarlo de su jaula de manera fácil y cómoda, sin dolor. Ésa es una recompensa por su bondad con el pájaro —los temores del profesor ahora habían desaparecido por completo. El policía parecía completamente inofensivo después de todo.

—Es muy amable de su parte —dijo débilmente, volviendo a meter el brazo bajo la ropa de cama—. Sólo que… eh… no era consciente, exactamente, de estar viviendo en una jaula.

Levantó la vista resignado hacia el rostro del hombre.

—Sólo se da uno cuenta cuando sale —respondió—. Así es con todos. El pájaro no acababa de entender lo que pasaba, sólo sabía que era desdichado. Es igual con usted. Se siente infeliz en ese cuerpo que tiene y en esa mentecita cuidadosa que ha regulado tan bien, pero, por mucho que lo intente, no logra entender cuál es el problema. Quiere espacio, independencia, probar la libertad. ¡Quiere volar, eso es lo que quiere! —exclamó, levantando la voz.

—¿Yo… quiero… volar? —dijo el inválido con voz en­trecortada.

—Oh —sonriendo otra vez—, nosotros, los policías mundiales, tenemos miles de casos como el suyo. Nuestro campo es extenso, muy extenso en verdad.

Entró más de lleno a la luz y se volteó de perfil.

—Aquí está mi insignia, si la quiere ver—dijo orgulloso.

Se encorvó un poco para que los ojitos brillantes del profesor pudieran enfocar fácilmente el cuello de su abrigo. Ahí, igual que las letras en el cuello de cualquier policía londinense, sólo que en oro brillante en vez de plata, resplande­cía la constelación de las Pléyades. Luego se volteó para enseñarle el otro lado, y Parnacute vio la constelación de Orión inclinada hacia arriba, como a menudo la había visto en el cielo nocturno.

—Ésas son mis insignias —repitió con orgullo, enderezándose nuevamente y retrocediendo otra vez a la sombra.

—Son muy bonitas —dijo el profesor, pues su creciente agotamiento no le sugería ningún comentario mejor. Pero al ver esas figuras estrelladas le había llegado un extraño aire de cielos abiertos, espacio y viento: los vientos del mundo.

—De modo que cuando llegue el momento —retomó el policía mundial—, puede estar tranquilo. Lo dejaré salir sin dolor ni miedo tal como usted dejó salir al pájaro. Y, mientras tanto, más vale que se dé cuenta de que vive en una jaula igual de apretada y alejada de la luz y la libertad que la del mirlo.

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