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* Profesor asociado, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.
** Profesor principal, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.
*** Abogada junior, Pinzón Pinzón & Asociados.
**** Joven investigador, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.
1 Para un análisis de los estudios críticos del derecho internacional, cf. Anghie (2004), Chimni (2017) y Koskenniemi (2001).
2 Las traducciones son nuestras.
3 Por ejemplo, según Montesquieu (1987), el comercio “pule y suaviza las costumbres bárbaras, como observamos diariamente” (p. 474).
4 La tarea de Roger Casement era particularmente delicada si se considera que su labor investigativa implicaba que una potencia imperial rival, el Reino Unido, interrogara a otra sobre sus prácticas (Hasian, 2013, p. 227). Esa beneficencia entre potencias imperiales explica por qué, desde ciertos sectores oficiales británicos, hubo cierta incredulidad respecto del reporte de Casement y resistencia a creer la presencia de violencia sistemática en el Congo.
5 Se introdujo con el Decreto 645 de 1900.
6 En 2012, Juan Manuel Santos pidió perdón a las comunidades indígenas afectadas por la muerte de 80 000 aborígenes y por la poca importancia que prestó el Estado colombiano para salvaguardar las culturas indígenas (El Espectador, 2012).
II. Otras voces
La guerra sí tiene rostro de mujer
Alma Luz Beltrán y Puga*
Introducción
La historia de la guerra, en general, ha sido épica. “¡Canta diosa, la furia de Aquiles!”, pide el narrador en el primer verso de la Iliada. La guerra ha sido relatada a través de los ojos, hazañas, héroes y derrotas masculinas. Muy al estilo de las batallas entre Aquiles y Héctor, los protagonistas de esa obra helénica clásica. En contraste con la épica masculina, hay otra manera de narrar lo que pasa en la guerra, propuesta recientemente por Svetlana Alexiéviech, famosa escritora bielorrusa. Como lo expresa el título de su libro, parece que La guerra no tiene rostro de mujer (Alexiévich, 2015). Y como ha pasado regularmente en el cuento de la historia de la humanidad, las mujeres han sido poco incluidas en “los grandes sucesos”, “las célebres batallas” y “las memorables hazañas” de los conflictos. Inclusive, cuando han portado armas y peleado “como soldados”, las mujeres han sido cuestionadas por querer asumir ese rol, siendo excluidas de la historia oficial del combate.
¿Será que a las mujeres no les gusta la guerra y solo son capaces de cocinar para los soldados? La obra de Alexiévich es precisamente una narrativa provocadora de una guerra diferente, una guerra que tiene rostros de mujeres, microbios, sol y pastura, niños recién nacidos y ahogados para salvar al regimiento internado en un campo enemigo. Es un retrato de una guerra vista a través de los ojos de las mujeres que la vivieron desde muchas posiciones: disparando al frente del campo, de guardia a la mitad de la noche o en las últimas filas de un comedor para soldados. Mujeres que fueron francotiradoras, pilotos de aviación, sargentos, cabos, enfermeras, telefonistas, instructoras sanitarias, comandantes en la Segunda Guerra Mundial, etc., pero, sobre todo, seres humanos en constante batalla para sobrevivir un día más. Uno de los grandes aportes de La guerra no tiene rostro de mujer es dar un recuento de la historia cotidiana de la guerra: sus olores y sabores, los dolores, los miedos y las angustias, los sentimientos que se albergan al tomar un tenedor o matar a un ser humano en el campo de batalla. Es la historia humana de la guerra, contada a través de voces femeninas que fueron partícipes diarias de su atrocidad.
En este capítulo, se discuten las contribuciones de Alexiévich en el entendimiento de las narrativas de la guerra, mostrando cómo los testimonios de las mujeres muchas veces se censuran o se excluyen del relato general. Se argumenta cómo desde las herramientas de la literatura se pueden incluir mejor las experiencias y narrativas de las mujeres que han vivido la guerra, discutiendo si es cierto que hay una “guerra masculina” y una “guerra femenina”. Para aterrizar cómo se pueden aplicar las lecciones de Alexiévich en sociedades atravesadas por la justicia transicional, se analizará cómo han sido retratadas las narrativas de las mujeres en la guerra en los ejercicios de memoria colectiva por algunos tribunales de la verdad en América Latina. Especialmente, se analiza la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) de Perú por ser un caso de la historia reciente latinoamericana. En particular, se busca responder a las siguientes preguntas: ¿qué particularidades tiene incluir las narrativas de las mujeres en el gran relato de la guerra?, ¿qué papel desempeña la memoria en la búsqueda de justicia, verdad y reparación en las sociedades que atraviesan un posconflicto? y ¿por qué y cómo incluir los testimonios de las mujeres en los tribunales de verdad, justicia y reconciliación?
Los sentimientos como sucesos
Para quienes nunca la hemos vivido con el cuerpo, la guerra puede evocar muerte, misterio, dolor, incluso, una normalizada violencia. Alexiévich nos recuerda que la guerra, además de ser una tragedia humana (en eso estaría de acuerdo con Homero), es más que nada una experiencia de vida y un relato. Es “una vivencia demasiado íntima” (Alexiévich, 2015, p. 16). Al ser un evento tan íntimo, y al mismo tiempo tan horrendo, hay quien no quiere o puede hablar más de la guerra. No quiere recordar, pues recordar es revivir. ¿Cómo hacer, entonces, para que las mujeres hablen de la guerra cuando su recuerdo les duele profundamente? La recopilación de historias de mujeres combatientes es un trabajo lento. Después de varios años consiguiendo direcciones y entrevistando a mujeres soviéticas que habían estado en la Segunda Guerra Mundial, Alexiévich elabora un retrato sonoro de la guerra de esas mujeres. Inmiscuida en sus casas, repasando fotografías de sus nietos y recetas de comida de esas mujeres veteranas, logra introducirse en su vida y da voz a los testimonios femeninos olvidados por la historia. La primera advertencia de la autora es que “no escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra, no escribo sobre la historia de la guerra, sino sobre la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma” (p. 16).
Esta es la primera lección de la escritora que debe considerarse para quien tenga interés en desentrañar la narrativa de un conflicto armado. Narrar la guerra implica no solo el relato de los actos y las estrategias, sino de los sentimientos humanos. A quien haya participado, además de saber qué hizo, qué posición tenía, a qué se dedicaba en el campo de batalla, hay que preguntarle cómo se sentía. De los testimonios de las mujeres combatientes, Alexiévich resalta los sentimientos como sucesos. Si la historia de guerra se ha contado a través de batallas y ejércitos, por qué no relatar la historia de los sentimientos de los seres humanos que hicieron esas batallas y conformaron esos ejércitos. ¿Por qué no recordar el dolor, la angustia, el miedo y la soledad por los que pasaron? Estamos hechos, fundamentalmente, de los sentimientos que nos impulsan a actuar en la vida cotidiana. Sin embargo, La guerra no tiene rostro de mujer no es una historia sentimental. El relato de Alexiévich es atroz, profundamente desgarrador. Es difícil leer el libro de un solo golpe. Después de tres párrafos, hay que tomar un respiro y continuar con la lectura.
¿Es la voz femenina que describe la guerra distinta de la voz masculina? Más que existir una guerra “femenina” o “masculina”, Alexiévich demuestra que el género importa, pues otro es el sentido de la guerra para las mujeres. La narrativa bélica de las mujeres carece de héroes y enemigos. Es un relato en el que todas las personas que participan en ella son seres humanos mortales, con un fuerte tinte animal. Como lo recuerda María Afanásievna, técnica sanitaria y parte de la escuadra de ametralladoras: “Se dice que en la guerra te conviertes en mitad humano, mitad animal. Totalmente cierto… no hay otra forma de sobrevivir. Si te limitas a ser humano, no hay salvación” (Alexiévich, 2015, p. 83). Y más adelante, sobre el final de la guerra en Varsovia: “No me gustan los libros sobre guerras. Sobre héroes… Estábamos todos hechos una ruina, tosiendo, sin dormir, sucios, mal vestidos, así éramos. A menudo hambrientos… ¡Pero ganamos la guerra!” (p. 83). Esta es una de las principales diferencias entre la historia oficial de la guerra y la guerra narrada por las mujeres: los protagonistas son humanos, más cercanos al reino animal que al mitológico. La guerra masculina es un relato épico. En general, en los libros de historia sobre el conflicto bélico reseñados por los hombres, hay heroísmo, victorias y derrotas. Se narran estados de sitio, técnicas y estrategias para vencer al enemigo. En la guerra descrita por las mujeres, no hay héroes ni semidioses que realicen labores increíbles, sino personas que marchan sucias y hambrientas, agitadas por el miedo y el terror en busca de refugio. Seres humanos que hacen una tarea inhumana.
“Si busca nombres de comandantes, de generales o números de unidades”, dice otra de las mujeres combatientes entrevistadas, “pregúntele a mi marido, él se acuerda de todo. Yo, en cambio, no. Solo recuerdo lo que me ocurrió a mí. Recuerdo mi guerra” (Alexiévich, 2015, p. 42). Y de eso hablan las mujeres, de su guerra personal: de sus experiencias, de la primera vez que salieron de sus casas para tomar las armas, asustadas o motivadas, de lo que comían, del paisaje que veían. Recuerdan a quién mataban, de quién se enamoraban, a quién abandonaban, a quién obedecían… Y es curioso que sea dentro de sus casas, frente a una escritora amable y desconocida, que decidan hablar de esas vivencias. Es en su casa que las mujeres empiezan a hablar de su guerra. Quizá ahí se sienten más cómodas para recordar esas emociones, se sienten seguras, para abrir ese baúl de la angustia y la desolación, pero también de la valentía y el entusiasmo que desata empuñar un arma y apuntarle a un blanco.
La luminosidad de la memoria
Al escribir la historia de la guerra de las mujeres, Alexiévich describe una historia hasta ahora desconocida. No es solo la apertura de los sentimientos humanos la que se desvela, sino un “detallado universo existencial”. Los relatos de las mujeres extraen el rocío matutino de la hierba, la sombra de los árboles y el sol brillante. Están llenos de paisajes y animales. La guerra no solo la experimentan las personas, sino la naturaleza y los animales. De las descripciones detalladas de las mujeres sobre la naturaleza, se desprende la luminosidad de la memoria humana. Los relatos de los conflictos armados se sostienen de la memoria de sus participantes. Alexiévich muestra que la “memoria bélica de las mujeres posee una luminosidad extraordinaria. Diría incluso que la guerra femenina es más terrible que la masculina. Los hombres se ocultan detrás de la Historia, detrás de los hechos” (Alexiévich, 2015, p. 21).
Mientras que a los hombres los seduce la acción, dice Alexiévich, las mujeres están a expensas de los sentimientos, de lo que observan, escuchan y huelen. Algunas recuerdan con detallada precisión el susurro del trigo: “Recuerdo que un día nos escondimos en un campo de trigo, era un día soleado. Las metralletas alemanas se despertaron: ta-ta-ta-ta-ta, y luego nada, el silencio. Solo se oía el susurro del trigo… Te hacía pensar: ‘¿Volveré a escuchar alguna otra vez el susurro del trigo?’” (Alexiévich, 2015, p. 82).
Paradójicamente, esa luminosidad es muy oscura. Así como ilumina el sonido del trigo y los prados de margaritas, también hace un recuento de las mareas de ratas que huyen de ciudades antes de los bombardeos y los caballos que ya no se asustan al pasar entre cadáveres. Está también dentro de la memoria femenina la crueldad, la tortura y la deshumanización que conlleva realizar actos anteriormente impensables: “Había pocas mujeres, la población escapaba del ejército soviético, así que cogíamos a las adolescentes. A las niñas… de doce, trece años… Si lloraban, les pegábamos, les tapábamos la boca con algo. Les dolía y nosotros nos reíamos. Ahora no entiendo cómo fui capaz de hacerlo… Yo venía de una familia educada, pero lo hice” (Alexiévich, 2015, p. 33).
“La memoria retiene solo aquellos instantes supremos”, dice Alexiévich (2015, p. 17). Si bien la memoria evoca momentos precisos, sacando fotografías del pasado, la memoria colectiva sobre el conflicto muestra que el mundo de la guerra es infinito, grandioso y rapaz. De la pluralidad de testimonios, se escucha comúnmente el dolor, “como prueba de la vida pasada” (Alexiévich, 2015, p. 23). La reflexión de la memoria en la guerra es sobre el sufrimiento. Sin embargo, Alexiévich reconoce que para una tarea así, la recopilación del sufrimiento extremo, la memoria es engañosa: “no es un instrumento ideal. No solo es aleatoria y caprichosa, sino que además arrastra las ataduras del tiempo” (Alexiévich, 2015, p. 24). Sin embargo, la memoria es lo más cercano a lo que fue la guerra que tenemos para poder narrarla en el presente. Los testimonios están “vivos, no se solidifican como la arcilla al secarse. No enmudecen. Se mueven de nuestro lado” (p. 27). Los testimonios de la guerra no son otra cosa que la narrativa sobre el sufrimiento colectivo. Algo que, en el presente, no está estático, sino que se sigue moviendo de nuestro lado.
La memoria debe ser tratada así: como una fuente histórica arbitraria y escurridiza, pero muy valiosa. Da destellos de luz sobre las sombras del pasado. Ilumina zonas de penumbra que antes se encontraban cubiertas de polvo. A la memoria no hay que rescatarla sino provocarla. Y ella hablará sola, con ese lenguaje fugaz y rico en detalles. Una característica de la memoria es que suele no ser cronológica, sino que recapitula “instantes supremos”, vivencias importantes. La memoria no es desordenada: tiene otra manera de narrar el tiempo. Por eso, la memoria de las mujeres, provocada por Alexiévich, no es cronológica. Los testimonios del libro no están arreglados por años, sino por el fluir del tiempo, por frases comunes de lo que sucedía y sentían las mujeres en la guerra.
En los ejercicios de memoria histórica, hay que ponerle atención también al silencio. De la misma manera que el testimonio no es cronológico, su voz tampoco dice todo, sino que a veces calla, se detiene, se ausenta. La explicación del silencio puede ser freudiana: hay cuestiones que el inconsciente reprime porque su evocación causa demasiado dolor o resistencia. En este sentido, entre los “actos fallidos” que revelan el inconsciente, Freud catalogaba los deslices del habla y “los olvidos” de ciertas cuestiones, por ejemplo, de los nombres: “Si alguien olvida un nombre propio que no obstante le es familiar, o, a pesar de sus esfuerzos solo con dificultad puede retenerlo, sospechamos que tiene algo contra el que lleva ese nombre, de suerte que prefiere no pensar en él” (Freud, 1991, p. 46).
Por tanto, “se elige” no recordar. Es usual que las mujeres entrevistadas por Alexiévich callen. O a veces le digan: “No me pregunte más, no quiero decirle, no quiero recordar… Eran otros tiempos. Vivíamos de otra forma”. Por eso, recoger testimonios de la guerra es tan difícil. Se le pide a la persona que se transporte a otra época, muy dolorosa de su vida, pero para ese viaje no se le ofrece un paliativo, no hay pastillas para aminorar el dolor. El ejercicio de la memoria es gimnasia emocional. No siempre estamos preparados para hacerla. Quien da un testimonio sobre su vida en la guerra es una persona generosa. Podrá también necesitarlo. Toda la base de la teoría psicoanalítica es que hablar, cura. En palabras de Freud:
En el tratamiento analítico no ocurre otra cosa que un intercambio de palabras entre el analizado y el médico. El paciente habla, cuenta sus vivencias, y sus impresiones presentes, se queja, confiesa sus deseos y sus mociones afectivas. El médico escucha, procura dirigir las ilaciones de pensamiento del paciente, exhorta, empuja su atención en ciertas direcciones, le da esclarecimientos y observa las reacciones de comprensión o rechazo que de ese modo provoca en el enfermo. (Freud, 1991, p. 15)
El psicoanálisis como terapia es, antes que todo, una conversación. El lenguaje del inconsciente es un discurso por descifrar.1 Y es que precisamente exorcizando el recuerdo se puede uno liberar de su servidumbre. El recuerdo estancado también produce angustia, desazón, es una rabia escondida. Hay veces que al hablar del sufrimiento se reflexiona con más claridad sobre los efectos que produjo en el pasado y también sobre su significado presente. De la memoria de las mujeres brotan preguntas significativas sobre la guerra que todavía rondan con frecuencia en la actualidad.
Al hablar de un edificio viejo en los arrabales de Minsk, que se construyó rápidamente y de manera provisional antes de finalizar la guerra, una mujer recuerda:
Los increíbles y dolorosos siete años en los que descubriría el universo de la guerra, un universo cuya razón de ser aún no hemos descifrado del todo. Me aguardaban el dolor, el odio, la tentación. La ternura y la perplejidad… Unos años en los que trataría de comprender qué diferencia hay entre la muerte y el asesinato, dónde está la frontera entre lo humano y lo inhumano. ¿Cómo se siente una persona ante la absurda idea de que puede matar a otra? […] Reflexionaría sobre cuestiones que ni me había imaginado que existían. Por ejemplo, ¿por qué el mal no nos sorprende? ¿Por qué nuestro consciente carece del sentimiento del asombro ante el mal? (Alexiévich, 2015, p. 41)
La censura de la guerra
Hay dos tipos de censura sobre la guerra: la autocensura y la censura externa. Alexiévich enfrenta ambas al escribir y publicar La guerra no tiene rostro de mujer. Sobre su propio veto a ciertos acápites del libro, explica que hay algunos episodios que se restituyeron, pero que “las páginas que vienen a continuación las quiero publicar por separado: son un documento en sí mismas. Forman parte de mi camino” (Alexiévich, 2015, p. 28). Esas magníficas páginas están al principio del libro y se titulan “de lo que ha recortado la censura”. Dan cuenta de circunstancias poco usuales en un relato de guerra: la menstruación inesperada de una mujer combatiente por los nervios que representa estar en la guerra, un capitán desahuciado que quiere ver los pechos de una enfermera, el rescate de un pez, una madre que ahoga a su hijo que llora en el río para que su llanto no delate al escuadrón al pasar por territorio enemigo, la mujer que mira cómo despedazan soldados enemigos, las mareas de ratas escapando antes de los bombardeos, los azotes de una madre a su hija para que no pida más comida, la petición de un hijo de asesinar a su madre por querer a un alemán… Episodios que finalmente fueron incluidos, sobreviviendo la autocensura.
Por otra parte, de las conversaciones de Alexiévich con el censor, el editor del libro, surgen varias preguntas interesantes sobre la censura externa. ¿Se puede hablar de la guerra sin haber participado? ¿Quién puede narrar la guerra, relatarla? El argumento del censor es que, como la autora no ha participado directamente en la guerra, no está autorizada para narrarla. Sin embargo, Alexiévich rebate su argumento diciendo que es capaz de diferenciar la pasión del odio y, por tanto, su visión es neutral (Alexiévich, 2015). Hay también una idea en el censor de que las mujeres “inventan” y lo escrito por Alexiévich denota las fantasías femeninas sobre la guerra, por lo que dista de ser un relato verídico.
El siguiente diálogo entre el censor (el editor) y Alexiévich es muy representativo de cuál es la visión oficial de “la guerra” y del rol de las mujeres en ella:
—Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas.
—Nuestro heroísmo es aséptico, no quiere tomar en cuenta ni la fisiología, ni la biología. No es creíble. La guerra fue una gran prueba tanto para el espíritu como para la carne. Para el cuerpo.
—¿De dónde ha sacado usted estas ideas? Esas ideas no son nuestras. No son soviéticas. Se burla de los que yacen en las fosas comunes. Ha leído demasiados libros de Remarque… Aquí estas cosas no pasan, la mujer soviética no es un animal. (Alexiévich, 2015, p. 31)
La guerra relatada por Alexiévich va en contra de los roles de género creados por el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la noción de lo que las mujeres soviéticas que participaron en esa guerra estaban destinadas a realizar. Así, el censor estima que la guerra narrada por Alexiévich no es la correcta. Lo que detona las preguntas ¿qué tipo de guerra estamos autorizadas las mujeres para narrar?, ¿qué puede o debe decir una persona que narra la guerra sobre el papel de las mujeres en ella? Al censor le parece que Alexiévich “debería buscar ejemplos heroicos”, en lugar de “sacar a la luz la suciedad de la guerra. La ropa interior” (Alexiévich, 2015, p. 33). Ante estas recomendaciones, Alexiévich responde que ella solo busca la verdad. Sin embargo, el censor replica: “Para usted la verdad está en la vida. En la calle. Bajo nuestros pies. Para usted es tan baja, tan terrenal. Usted se equivoca, porque la verdad es lo que soñamos” (Alexiévich, 2015, p. 33). Usted tiene ideas no soviéticas, detesta nuestras grandes ideas. ¡Detesta a nuestros héroes! Exclama el censor en otro diálogo.
Está claro que para el censor Alexiévich no narra la guerra correctamente. Es decir, su relato no tiene épica, carece de heroínas y grandes hazañas. En cambio, está plagada de golpes emocionales, rostros sucios, trenzas cortadas y parásitos. Esa no puede ser una guerra real, verdadera. Y, sin embargo, lo es. Tampoco es que carezca del todo de grandes ideas, más bien formula grandes preguntas. Y lo que al final Alexiévich decide no incluir, de alguna forma, sí está incluido. Es “lo más político” de toda la narrativa: se hace referencia a los soviéticos, a los alemanes, las traiciones, la ley marcial y el ejército rojo. También en lo “no incluido” están la reescritura de los manuales de historia sobre la guerra y la falta de palabras para contarla, la gente que calla antes y después de haber sobrevivido el conflicto. El recuerdo de las mujeres de que existen dos caras de la victoria: una bella y otra espantosa.
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