Kitabı oku: «No olvido, recuerdo», sayfa 2
Lupita Mejía, Lupita Mercado, Gómez Loza y Dolores Padilla, todas ellas, dan clase aquí y todas tienen doctorado. Ya puedo morirme tranquilo porque queda en buenas manos la enseñanza. Lo mismo pasa en Filosofía. George Steiner ha escrito muchos libros, por ejemplo, Después de Babel, El silencio, libros sobre la maravilla del lenguaje, problemas del lenguaje a veces muy profundos. Él tiene una página bellísima en sus memorias y dice que el rozarse en los corredores con los profesores de Chicago, cuando él estudiaba ahí, era una experiencia y motivación para él, y saber que él está en buenas manos, que no está perdiendo el tiempo, sino que en verdad está aprendiendo, es casi un deber, y para el país, ¡no digamos! Aunque de repente no se nota, cuando uno mira después de cincuenta años, dice: «¡Ah!, caramba, sí funciona!», sobre todo con materias como filosofía e historia.
Recuerdo un documental que vi sobre Nueva York en el que se habla de una ciudad debajo de otra en donde se encuentran los conductos de electricidad y los de agua limpia y sucia. En ella se trabaja constantemente, día y noche; están ahí los ingenieros más capacitados, si no se produciría un caos, pero nadie lo sabe, nadie lo ve. Las personas van caminando por la calle y no saben que debajo a cincuenta o cien metros debajo del río, incluso, está todo eso. Lo comparo con algunas materias de las que dicen: «¿Esto para qué sirve?», pero son las que están formando en realidad el sustrato que se verá en personas que luego sepan convivir, que sean tolerantes, que, como políticos, busquen dentro del ser humano el bienestar de todos. Todo eso se cuece aquí en las facultades.
Así se entiende la diferencia de una persona antes de entrar a la facultad y después cuando termina una carrera. Comprende uno muchísimas cosas que parece que no tienen nada que ver, pero es porque estudió algunas materias que ahora comprende estas otras. La vida siempre está presentando problemas nuevos; eso es cierto, pero aprendiendo a disolver problemas antiguos se aprende a atacar problemas nuevos.
Por otra parte, quiero señalar que le tengo mucho cariño al Centro Universitario ubicado en Ciudad Guzmán, ¡se me hace tan bonito! Así, tan chiquito y luego cuando mira uno para un lado y se ven los montes y mira para el otro, y también. ¡Ah, caramba! Me invitaron a un curso hace dos o tres años para la apertura de la carrera de Letras, con el doctor Vicente Preciado Zacarías, quien, aunque es dentista, es un gran literato, escribe precioso, por ejemplo, sus recuerdos y memorias. Él fue quien me hizo la invitación. Como dentista, fue el primero en introducir la endodoncia como especialidad en la Universidad. Antes hacían un agujero, tapaban ¡y ya! El doctor escribió un tratado sobre ese tema que fue utilizado durante veinticinco años en todas las universidades latinoamericanas. Cuando se retiró se dedicó a escribir. Fue amigo íntimo de Juan José Arreola y cuenta anécdotas de él que no acaban nunca. Dice que se reunían durante la tardecita y le decía: «Vicente, ¿ha leído usted esto? [¡cosas rarísimas!, como las cartas del Conde Ruso], ¡pues léalas porque le encantarán!» Así era Arreola, leía y leía, y le ponía tareas todos los días.
La dignidad del Trabajo social
Consuelo Plascencia Vázquez
Estudió la carrera de Trabajo social en la Universidad de Guadalajara. Se desempeñó como docente e investigadora en el Departamento de Trabajo Social de la misma universidad. También desarrolló su profesión en la administración pública en el área penal. Fue subdirectora del Centro de Observación y Diagnóstico para Menores. Cursó una especialidad en el campo psiquiátrico en la Ciudad de México.
Hace un buen número de años egresé de la carrera de Servicio social. En la tesis que presenté para mi examen recepcional me permití plasmar unas frases que seguramente han oído y que entonces, como ahora, me parecieron de un profundo significado. Escribí como dedicatoria: «Gracias al ser que me dio la vida y gracias a la vida por lo que me ha dado». Sigo creyendo así: la vida me ha otorgado oportunidades extraordinarias; me ubicó en el seno de una familia unida, nutrida por el amor de una mujer extraordinaria, que fue mi madre, de quien me sorprendió siempre su cualidad inagotable para enseñar con el ejemplo y con la palabra sin proponérselo. Fue el modelo más significativo, ya que de ella aprendí la tenacidad, la honradez y la sencillez.
Así, después la maternidad salió a mi encuentro y me permitió reconocerme como mujer y como madre; desde entonces entiendo más el quehacer de una madre. Se requiere sabiduría para saber conducir a otros, para apoyarlos en la búsqueda de sí mismos y que alcancen su bienestar. Tal vez por eso elegí dos campos en mi vida académica: ejercer la profesión del trabajador social y mantenerme en la actividad docente formando precisamente a trabajadores sociales.
Recuerdo una mañana, hace casi treinta y tres años, cuando me dirigí a la Escuela de Trabajo Social. Muy decidida, me presenté y le manifesté a la oficial mayor: «Maestra, yo quiero dar clases». Sorprendida, me aclaró que no estaban solicitando trabajadores sociales. Muy segura de mí le respondí: «No, no estoy necesitando trabajo, yo quiero dar clases, formar alumnos a través de la descripción de lo que hace el trabajador social». En mi memoria de estudiante siempre me interesé en que mis maestros, en esa cotidianidad ejercida en el universo del aula, me dijeran que, como alumna que más encerraba el ser trabajador social, ahora yo estaba en condiciones de hacerlo, había decidido abrazar la profesión de trabajo social y, además, atesoraba la poca experiencia que fui capitalizando al quedarme trabajando en prácticas en los dos últimos ciclos escolares.
Más tarde habría de aceptar los retos de un servicio en la administración pública, y cuando menciono retos viene a mi mente la llegada a la Policía de Guadalajara como única mujer de funcionarios de esta dirección. Recuerdo que frente al director, hombre de figura y corazón fuerte, dije con voz suave, pero firme: «Quiero decirle que, de quedarme en Prevención Social, yo no me presto a ninguna irregularidad». Con tono pausado, disimulando tal vez su asombro, me respondió: «Tenga la seguridad de que nunca voy a pedirle algo así», y de este modo transcurrieron tres años de intenso y gratificante apoyo del señor director.
Elegí y amo esta profesión, también la práctica del trabajo social jurídico, que fue en lo que me desempeñé. Ésta es un área apasionante y difícil, la mayoría de las ocasiones muy cerca del dolor humano de quienes viven privados de su libertad, cuántos momentos tristes y cuántas satisfacciones, algunas están y seguirán conmigo. Lo positivo y lo no agradable me confirmaron que mi elección en la vida fue acertada.
Una experiencia significativa en otro campo de trabajo la tuve en la Penitenciaría de Oblatos, que tenía una sección que daba hacia la calle Josefa Ortiz de Domínguez. Esa sección era para mujeres, era un pasillo largo, muy largo, en donde había máquinas industriales, porque una buena forma de sobrevivir para las internas era llevando maquilas del exterior para que ellas trabajaran con un pago muy bajo y mucho trabajo. Se trataba de guantes gruesos industriales. Había dos dormitorios para procesadas y sentenciadas, eso era todo, además de un patio muy grande, un restaurante al extremo, un área acondicionada para visita íntima, pero que propiamente era el dormitorio de las custodias —les llamaban celadoras en ese entonces; mucho de la terminología ha cambiado en la actualidad.
Debió de ser a principios de 1980 cuando se suscitó un motín en la femenil. Esto obedeció al cambio de directores; la directora que estaba en funciones era una persona que actuaba con una serie de irregularidades y éstas se reflejaban en toda la institución: había una clara separación de quienes tenían determinado poder de adquisición y quienes absolutamente no tenían nada. De quienes no tenían nada, sus expedientes estaban sin duda guardados o había poca disposición en informarles y avisarles sobre sus asuntos jurídicos, muchas de ellas carecían de abogado, aun si estaba asignado por ley.
Recuerdo que... ahora que digo la palabra recuerdo, esto va ser muy recurrente, y alguna vez se los dije en clase a los alumnos: recuerdo es volver a tocar el corazón: «Si más de una vez ven que hago eso, pues entiendan que los años han pasado y probablemente a gente de mi edad nos es significativo volver a regresar al corazón».
Recuerdo que llegamos un equipo de trabajo social, tres personas, dos compañeras y yo. Entonces, cerca de sesenta personas o menos, hicimos el cambio de Oblatos a la nueva prisión de Puente Grande, al Centro de Readaptación Social, como se le llamaba. Debieron ser unas cuarenta y tantas personas con una división marcada muy claramente. Unas cinco internas, junto con la directora, tenían el poder y eso era muy evidente. Cuando sucedió el motín se vio la necesidad de intervenir y cambiar de directora; claro que esto provocó la inconformidad de las internas, porque las que tenían mayor posibilidad y privilegios iban a dejar de tenerlos.
Al anuncio del cambio de directora, en la noche, supongo que trabajaron en hacer mantas, hicieron una cantidad de cosas. Al amanecer estaba tomado el lugar, tan pequeño, e impedían algún cambio. Ya estaban las autoridades del llamado Descopres, lo que era el Departamento de Servicios Coordinados de Prevención y Readaptación Social. Las gentes del femenil impidieron esto y fue una situación muy difícil, la autoridad no pudo entrar, no hubo manera de dialogar, sólo mantas y agitación en general. Traían palos de escoba, una de ellas estaba al teléfono hablando al programa Chimeli Informa y daba toda la crónica de lo que pasaba. Era una interna, esposa de un exintegrante de la Liga 23 de Septiembre, una mujer pensante, quizá muy diferente a todas las demás internas, porque siempre estaba observando, reflexionando. Alguna vez le vi un librito que decía Comunismo científico. Yo no sabía qué era. Entonces busqué el libro y lo conseguí; me puse a leerlo y dije: «¿Qué ve la interna, qué sabe ella que yo no tengo ni idea de lo que está haciendo y trabajando?»
Durante ese motín yo ya estaba en la docencia, y casi a la par se dio mi entrada al sistema penitenciario. Antes tuve otros trabajos como profesional del trabajo social y ahora estaba como docente y profesional. Mis clases eran de siete a nueve en Belenes, muy temprano, pero muy rico, fresco, había manera de estacionarse muy fácilmente. Impartía Metodología de la investigación y técnica de la entrevista; me decían: «¡Maestra, se va ir a trabajar a la cárcel!», y les contestaba: «Sí, ya me voy a la cárcel a trabajar». Donde ahora es el CUCEA, antes era nuestro, todo. Debió quedar una pintura sobre el trabajo social, un mural que hizo un compañero alumno en la sala de maestros.
Volviendo al motín, las autoridades decidieron que tenían que entrar y tomar el control de la institución. Nos citaron a todos en la Dirección de Seguridad Pública Municipal (no recuerdo cómo se llamaba); ahí estuvimos con el director general, un hombre de apellido Santamarina, quien, muy decidido, dijo que se iba a entrar con armas y gases a someter a las internas. Esto me dio mucho susto; me imaginé a las internas con quienes yo ya había tenido trato, y estaba muy cerca de ellas. Conocía perfectamente a las cuarenta y tantas, sus asuntos de familia y su composición familiar. Yo estaba en el equipo del licenciado Sánchez Galindo, que había venido de México para reestructurar el sistema, con el antecedente del 77 de los motines de varones en Oblatos, que dejaron una huella de sangre difícil de superar por las autoridades, ya que fue una cuestión muy seria, incluso se conoció en el plano internacional.
Me atreví a enfrentar a las autoridades. No lo pensé y les dije que había niños, que había internas que tenían sus niños, algunos recién nacidos, que no era posible entrar con gases, que si no había otra manera. Sánchez Galindo me dirigió su mirada como preguntando ¿Usted quién es? Yo no era directiva, era jefa del trabajo social del área, y bueno, aceptó. Entraron en la madrugada, nos comunicaron que debíamos estar listas. Un vehículo pasó por nosotras alrededor de las dos de la mañana y, cuando llegamos, estaban todos reunidos, cuerpos policiacos algunos de ellos, después lo supe por las internas —ahora son policías investigadores, antes agentes judiciales—, estaban de civiles, cuestión que no impidió que algunas internas los reconocieran como gente que las había torturado, me lo dijeron: «Cuando vi entrar a fulano de tal y me interrogó esto y esto me pasó o esto me hizo». Situaciones muy serias, muy salvajes; nosotros estuvimos ahí listas con la bata blanca que nos dijeron que debíamos usar.
Entraron primero los antimotines, no con gases, aunque sí traían macanas o toletes. En todo el perímetro de la institución había agentes, policías o investigadores, no sabría. Recuerdo haber volteado al techo y estaban todos rodeando y otros más que entramos por la puerta. Cuando llegamos, nos sorprendimos de ver a la directora durmiendo, pues antes no había una habitación como ahora, creo que estaba en el área de sentenciados en el dormitorio, un salón grande con literas de madera. Las personas mayores utilizaban la parte de abajo y las más jóvenes la de arriba. No tenía nada en especial, las condiciones eran las mismas: una serie de literas.
Entramos el equipo técnico, vestido con bata blanca. Las internas estaban en el patio y las hicieron salir del dormitorio, algunas se cubrieron con cobijas, otras abrazaban a sus niños, porque para nada que los dejaron, los levantaron igual que a ellas. Cuando entramos una de ellas nos miró y le dijo a la compañera: «No nos va a pasar nada, ya llegaron las trabajadoras sociales». A mí esas palabras me llenaron mucho: qué pensaban que les iba a pasar, aunque no hubiéramos permitido que les pasara algo, a pesar de todo el resguardo del cuerpo policiaco. Fue una experiencia muy especial.
Otras experiencias que se quedan es cuando alguna recobraba su libertad. Cuando una de ellas se iba le entregábamos sus papeles. Recuerdo que en una ocasión una de ellas estaba sentada en la banqueta y le preguntamos: «¿Qué estás haciendo aquí?» Nos respondió: «Es que tuve miedo, a dónde me voy a ir». Se suponía que se iba a ir con una madrina, y que la investigación ya estaba hecha para que ella llegara con la madrina. Nos dijo que no pudo irse ni tomar el camión, por eso se regresó. Entonces buscamos a alguien para que la acompañara; eran las seis de la tarde, sólo así se atrevió.
Les decía yo a mis alumnos que si un hombre llega a prisión, las cosas cambian en su casa, por supuesto. Hay desintegración o se acentúa la que ya había, pero si una mujer ingresa a prisión se fragmenta todo, se acaba todo, absolutamente todo. No es posible entender o suponer que sigue una cohesión cuando la mujer es encarcelada; primero, es más reprobada socialmente, señalada, abandonada, marginada y pierde a la pareja.
Eso sí, por experiencia, alguna vez le decía a los alumnos que una fuente de las hipótesis es la experiencia: si yo les digo que si el hombre entra a prisión, la mujer sigue y lo apoya, y si la mujer entra a prisión, el hombre abandona, ¿es una hipótesis? Decían que sí y era muy clara para entender, porque la experiencia me ha dicho que cuando ella llega, los que siguen son los hijos, algunos, y los padres por lo general abandonan. Muchas de ellas están absolutamente solas; el hombre, su pareja, no espera, no sé si porque la carga social sea mucha.
También tuvimos que hacer el rescate de algunas de las parejas, pero hasta de nombre y trabajo se cambiaban, o eran cubiertos por la complicidad de los trabajadores de los compañeros. Por ejemplo, en un taller aseguraban: «No, no, ya no trabaja aquí. Qué pena, usted viene de Puente Grande». Después fuimos un poco más listas, pues dejábamos el vehículo y caminábamos sin darles tiempo de que le avisaran: «¡Oye, ahí vienen!» o «¡Escóndete!» Entonces nos aseguraban que sí irían, pero no cumplían. Después tomaban más precauciones y no los volvíamos a localizar. En cambio, vemos a mujeres en el crucero con bolsas de comida, unas embarazadas, otras con un chiquito en brazos y otro caminando. Ellas van, no hay restricción ni limitación, la mujer da de manera completa, pero el hombre no es recíproco.
Pasó el tiempo y seguí en la sección femenil. Cuando decidí separarme pedí licencia, pero me dijeron que no era posible. ¿Por qué mi separación? Contesto a esta pregunta en un capítulo de mi tesis de maestría cuyo tema de estudio fue Oblatos, en particular los testimonios que dejaron los internos varones en las paredes de Oblatos. En el caso de las mujeres, ni en los baños vi graffiti ni dibujos ni obscenidades, eran limpias. También conocí los baños y las regaderas de Puente Grande en el área de mujeres y había mayor control que en la de los varones.
Muchas veces les comenté a mis alumnos sobre la salud mental de los internos y las internas. Nosotros trabajamos muy cerca del dolor y a veces nos contaminamos, es duro. En una ocasión platiqué con una joven que estaba en Puente Grande y me dijo que una persona estaba enferma y que le faltaban todavía tres años para jubilarse, tenía veintitantos años en el sistema penitenciario. Les explicaba a mis alumnos la importancia de la salud mental de quienes trabajamos con personas y con el dolor.
Después de la muerte, la pérdida de la libertad debe ser el dolor más grande y, en ocasiones, ese dolor se vive como yo lo vivía, con la familia, con las internas, para entender sus reclamos. Recuerdo una de sus frases: «Ya les pagué [su condena], ya tengo tanto tiempo aquí», pero había asuntos muy serios que no gozaban del beneficio de la ley. Así llegué a hacer mío el dolor de la familia por las escenas que presencié más de una vez.
Durante un tiempo ocupé la subdirección interina pues me pidieron que apoyara en esa área. Llegaba el martes, con mis cambios de ropa, y salía hasta el sábado, ahí me quedaba a dormir (claro que hay dormitorio). Atendía de quince a dieciséis audiencias en Puente Grande, que tiene grandes dimensiones comparado con Oblatos. Hubo un momento en que yo me contaminé o no sé qué pasó, y me enfermé del dolor de las familias.
No pude ya con esas despedidas de los hijos con las internas, sentí que había perdido la objetividad y que necesitaba terapia, pero tuve pena o temor de decirlo: «Ya no puedo con esto». Por la ventana de la dirección observaba, con los ojos húmedos, a un niño que se despedía de su mamá, una interna, quien tenía que ser muy enérgica para hacer que se soltara de sus piernas, porque su hijo se le abrazaba y le decía: «Yo me quedo contigo».
Estos hechos se repetían una y otra vez, hasta que me dije: «A mí esto me duele, me duele más», lo que no debía de ser porque yo era subdirectora, además, ya no me era suficiente tener otros campos de actividad, como la docencia. Aquí estaba pasándome algo. Solicité una licencia y me dijeron que no, entonces presenté mi renuncia. No lo comenté con nadie porque sentía temor. Firmé la renuncia y me fui a México a estudiar una especialidad en el campo psiquiátrico. No obstante, era tal mi necesidad que hablaba por cobrar al reclusorio y me recibían la llamada con mucho afecto. Preguntaba: «¿Cómo está fulanita? ¿Ya le llegó su sentencia? ¿Y zutanita?» Hasta que reflexioné y me pregunté: «¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo desde México estoy hablando?» Llegó un momento en que dije ya.
En la docencia, pedí licencia un año y regresé supuestamente mejor. Luego me llamaron para el área de menores y volví al reclusorio como subdirectora del Centro Tutelar (Centro de Observación y Diagnóstico para Menores). Continué en la administración hasta 1997, cuando llegó una nueva administración y hubo cambios. Quedamos fuera mucha gente con experiencia, pero, bueno, también llegaron otros y supongo que aprendieron, y si no, tuvieron que pasar momentos difíciles, como nosotros.
En ocasiones me encontraba en el camión a internas que ya habían salido y me saludaban: «¿Cómo está, ya no está en la penal?» «¿Fulanita salió? ¿Zutanita salió?» Alguna vez, también en el camión, me tocó ver a una carterista. Acompañada de dos o tres sujetos, yo sabía a qué iba. La conocía porque ella me había dicho en una entrevista qué hacía, cómo y con quién estaba relacionada; cómo entraba y salía y cómo tenía la protección de gente de aquí. Ella tenía a sus hijos en colegios muy caros de la Ciudad de México. A veces me he enterado de que alguna interna apareció muerta y muchas otras historias.
Cuando usted regresó de México, ¿se dedicó otra vez a la docencia?
Volví revitalizada y, por supuesto, regresé a la docencia. Para mí, los alumnos siempre han sido un impulso de vida. Treinta y tres años permanecí dando clases.
Supongo que toda esa experiencia para los alumnos resultaba triplemente enriquecedora, porque su profesión era su pasión.
Así es. En algunas evaluaciones que aún conservo, sabe Dios desde hace cuántos años, los alumnos expresan: «Por usted conocí el trabajo social, por usted me quedé en el trabajo social». «Maestra, ¿se acuerda cuando nos llevó a...?» No me acuerdo, a lo mejor a algún lugar de policías o alguna celda de detenidos o algo así. «Maestra, yo me di cuenta de que quería trabajar en el campo». «Yo estaba muy indecisa, iba a dejar trabajo social, y cuando usted fue mi maestra me convencí y me quedé». «Yo, maestra, ¡por usted me quedé!» ¡Ah caray!, pues es muy agradable oírlo y pienso que es real, no tenían por qué decirlo.
Destacaba el respeto que debían tener hacia la persona que entrevistaban. Les puse el ejemplo de un caso en el que se entrevistó a un chico vestido de mujer y que fue detenido por ejercer la prostitución y por faltas administrativas. El trabajador social, torpemente, le preguntó si era hombre o mujer. Por favor, ¡imagínense! Si un trabajador social hace ese tipo de preguntas con una persona detenida, ¿cuál puede ser el principio de atención, de apertura, de empatía para un trabajador social con esa pregunta de si eres hombre o mujer? Indudablemente, no es un buen principio de relación.
¿Usted tuvo algún profesor igual de significativo como usted lo fue para sus alumnos?
No. Cuando iba a pedir clases les decía que quería que me hablaran de lo que es el trabajo social, que me dijeran qué, pero no lo que dice el libro, sino que alguien lo haya vivido, que alguien haya ido a hacer la visita. Yo fui a México a visitar a los Manzano Muñoz, uno era Eduardo y el otro no recuerdo su nombre. Ellos habían hecho un estudio en el que relataban toda la rutina: desde dónde los aprendieron, las calles que recorrieron, el chofer, todo ello. Como no los encontré, me regresé, ¡qué más! Los alumnos decían que si la maestra lo hizo, entonces también ellos podían. Sin duda que había gente muy profesional, pero había otra que lo olvidó y traspasó la barrera de lo profesional porque se cansó, porque no estaba a gusto con la vida o porque no quería ejercer su profesión.
Antes, en la carrera de Trabajo social, un buen número de aspirantes no habían podido entrar a otra carrera; ahora ya es menos porque hay una selección y también hay rechazados. En mi tiempo había cabida para quienes no entraban a Psicología o a Derecho. En una ocasión hice un sondeo y como unos nueve no tenían que estar en esta carrera. Yo les decía: «¿Saben cuál es el reto?, que se enganchen en el trabajo social, y si de mi parte queda, voy a hacer lo posible porque se enganchen». Unos tres o cuatro se quedaban y otros se iban muy desilusionados a volver a hacer trámites, o desertaban.
Cuando estuve en Prevención Social y en el Tutelar me llevaba a los alumnos a prácticas. Ellos, a veces, entraban por la puerta grande; llegaban con el director, en este caso. Hicieron muy buen papel, ya que los muchachos trabajaban, tenían vocación, lo que se manifestaba en su solidaridad hacia el otro.
¿Cree que ahora ya está más dignificada la profesión de Trabajo social en la Universidad?
Yo no diría más dignificada, sino más reconocida. Alguna vez lo dijo la fundadora, Irene Robledo: «Este mundo es de hombres y mujeres, lo que pasa es que los hombres se sirven con la cuchara grande». A lo mejor así es, habrá profesiones que se sirven de manera voraz; a los trabajadores sociales nadie nos va a dar nuestro lugar, nadie.
Si nosotros llegamos a un lugar y nos conformamos con servir café, con llevar correspondencia o archivar, tareas que no tienen nada que ver con la profesión... nos es muy grato que nos escojan para sostener las tijeras con que van a cortar un cordón en un acto inaugural, pero nos tenemos que distinguir por saber trabajar, por nuestro compromiso con el otro, por tener la posibilidad de hacernos notar y que expresen: «¡Ah!, es un trabajador social».
En la policía tuve una experiencia de trabajo en un programa enfocado a las sexoservidoras, a quienes llamaban trabajadoras de la vía pública. Ellas recibían información en una base de la policía, en donde estaban expuestas a comentarios de los uniformados. Fui con el director general a pedirle que me autorizara trabajar con las prostitutas en su área de trabajo. Exclamó: «¿Cómo?» Le solicité que me permitiera trabajar en los hoteles donde ellas estaban. «¿Va ir allá, Consuelito?» Le respondí que sí y que me acompañaría un equipo de psicología, de trabajo social y un médico. Aceptó. Comenzamos en un prostíbulo de la calle 5 de Mayo, al principio acudían sólo ocho, pero luego eran más de ciento cincuenta.
Eran puras mujeres y entre ellas mismas establecieron el uso de preservativos como regla para estar en el grupo, aquella que no usara el preservativo no podía estar en ahí. Como parte de las actividades, ofrecíamos una charla informativa en la que se hacía un ejercicio relacionado con el desarrollo de la personalidad; era una especie de dinámica, no exactamente terapia, una técnica que se llama «círculo mágico». Así empezamos a trabajar y fomentar, sin proponérnoslo, nuevas conductas. Tiempo después hicimos una investigación sobre este programa, que luego fue motivo de una tesis de licenciatura, en la que se encontró que la mayoría de personas que entonces ejercía la prostitución no eran de Guadalajara, sino de otros municipios de Jalisco, con edades entre los dieciséis y los treinta años. Según su versión, dejaban la prostitución después de los treinta porque la competencia era muy grande, ya que cada vez más llegaban mujeres jóvenes.