Kitabı oku: «No olvido, recuerdo», sayfa 3
Pensar y trabajar
Fernando Gabriel Miranda Valdez
Licenciado en Derecho por la Universidad de Guadalajara. Trabajó como actuario, ministerio público y auditor en distintas dependencias de la administración pública, como la Secretaría del Trabajo y Previsión Social y el Supremo Tribunal de Justicia. Se ha desempeñado en esta casa de estudios como profesor de historia e inglés.
Empecé a trabajar en la preparatoria número 1 cuando era secretario mi compañero Miguel Jiménez Gallegos, pues yo tenía experiencia en historia de México. Para dar mis clases me basaba en el libro del licenciado Peña Razo, que en ese entonces era director de la preparatoria 2. Posteriormente, me cambiaron a la Escuela de Agricultura y después a la preparatoria 2, donde impartí historia.
¿Usted ya había salido de la Universidad?
Estaba todavía dentro del sistema universitario.
¿Dónde nació?
En Pachuca, Hidalgo. Tenía más de tres meses cuando a mis padres, empleados bancarios, los cambiaron a Guadalajara. Así que puedo decir que aquí he vivido toda mi vida.
¿Qué carrera estudió en la Universidad de Guadalajara?
La licenciatura en Derecho. Cuando salí de la carrera empecé a dar clases, primero de historia, como ya comenté, y últimamente en lenguas extranjeras, en particular inglés.
¿Qué recuerda de la Universidad de Guadalajara en ese entonces?
Lógicamente, con el tiempo ha cambiado. Yo conocí a los licenciados Pedro Vallín Esparza, Santiago Camarena, Belón González y Alberto Orozco Romero; ellos fueron mis maestros, quienes moldearon mi carácter y mi forma de ser. No cito a los demás por no cometer las injusticias que el olvido ocasiona, pero éstos son los más representativos. Ignacio Maciel Salcedo era entonces el director de la Facultad de Derecho. Yo me desligué de la facultad en cuanto obtuve un título y seguí ya como profesor.
¿Ejerció su profesión de abogado al mismo tiempo que la docencia?
No, aunque soy abogado, me he dedicado más a la docencia. Iba a cumplir veinticinco años cuando me titulé. Entonces se presentó la oportunidad de que iban a abrir la preparatoria 13 y solicité una plaza de maestro. Al director no lo conocía, pero el sindicato me apoyó. En la preparatoria me dijeron: «Nada más hay lenguas extranjeras». Correcto, quería entrar a la Universidad de Guadalajara porque necesitaba un buen trabajo, con prestaciones, porque ya a mi edad, ¡no comoquiera! Entré como profesor de inglés y así he seguido hasta la fecha.
¿Cómo compara aquel tiempo con el de ahora respecto de los maestros?
Cada persona es distinta. En aquel tiempo eran maestros reconocidos. El ser maestro moldeó mi carácter. Ahora conozco algunos compañeros, pero aquellos maestros tenían un sello distinto, una formación, una cultura que impresionaba y yo, sencillamente, me dejé impresionar. A la Universidad le debo lo que tengo y lo que soy; además, mi padre, Miguel Miranda, que en paz descanse, fue profesor en la Facultad de Comercio y Administración. Por cierto, tengo entendido que un salón de la Cámara de Comercio lleva su nombre. Cuando se dio el conflicto entre la Universidad de Guadalajara y la Autónoma mi padre empezó a trabajar como profesor en el Instituto Tecnólogico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), que acababa de fundarse.
¿Cómo ve a la Universidad ahora?
La Universidad no ha perdido su esencia, pero las nuevas instalaciones me sorprenden. Claro que con el paso del tiempo así tiene que ser y me alegro porque es un bien de la Universidad. El alumno, y lo digo como profesor, que no sepa valorar y aprovechar eso, pues simplemente pasa el tiempo y se va.
¿Qué recuerdos tiene de la época en que era un estudiante universitario?
Los recuerdos son de mis compañeros, que ahora son muchos de ellos profesores de la Facultad de Derecho; a otros los he perdido de vista. Supongo que ésa es la ley natural: la vida nos lleva por diferentes caminos a cada uno sin que sepamos por qué, pero así es.
¿Qué recuerdos tengo? Son tantos. Aprendí a conocer mejor a las personas, a valorar el contraste entre ellas, y esto no sólo como profesor; dicen que enseñando aprende uno y es cierto. Desde la facultad empecé a valorar cómo era cada persona, cómo reaccionaba, cómo pensaba. Dicen que por el hilo se saca el ovillo. Cómo es una persona en las pequeñas cosas, que no dicen mucho, a veces se fija uno, y yo me he fijado en eso. Pasó el tiempo, pero ya quedó esa impresión. Hay alumnos que saben valorar y aprovechar el tiempo. Yo conocí profesores en la facultad y ahora no sé cómo sean, pero los que yo conocí me hicieron bien.
¿Usted tomó como ejemplo a algún maestro para ser el profesor que quería ser?
El maestro Santiago Camarena, en una de sus clases, siempre nos decía: «No hay mejor escuela que la vida misma», y siempre lo repetía. Yo al principio decía: «Bueno, eso es cosa de él»; después le pregunté a Alberto Orozco Romero, y me dijo que así era.
¿Usted dominaba el idioma inglés?
Cuando yo estudiaba en la preparatoria 1, el Instituto Cultural México-Americano estaba otorgando becas y malamente a mí me tocó una. Después estuve en Proulex dando clases y me afinaron el oído para que me hablaran en inglés. Tengo diecinueve años de profesor.
¿Qué es lo que más disfruta de ser docente?
La disparidad entre las personas. Me gusta estudiar el carácter de las personas, lo que hacen. Repito, los pequeños detalles hablan mucho. Como docente, hay muchos detalles en mis alumnos.
¿Cuál fue su experiencia cuando ocupó cargos públicos en los años setenta?
Lo sintetizaría en el lema de la Universidad de Guadalajara, muy bueno, por cierto: «Piensa y trabaja». Yo he trabajado mucho, ayuda a salir a flote y a ver las cosas en su justa dimensión.
Mucha gente dice que conoce a sus mejores amigos en la Universidad.
Sobre eso, yo soy muy selectivo, pero sí, mis amigos, los que tuve, los conocí en la Universidad de Guadalajara, en la preparatoria 1, y actualmente los compañeros docentes.
¿Algo más que le gustaría añadir?
En una ocasión asistí a una ceremonia en el Paraninfo y uno de los oradores dijo la siguiente frase: «Los alumnos son tan numerosos como las estrellas del cielo o las arenas en el mar»; es una cita parabólica, pero la hice mía.
Paseado y bailado
Luis Benjamín Flores Isaac
Estudió dibujo comercial en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara. Obtuvo el grado de maestro en la Escuela Normal de Jalisco; cursó la maestría en Tecnologías del Aprendizaje en el Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas. Fue uno de los fundadores del Ballet Folclórico de la Universidad. Actualmente se desempeña como docente en el Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño y en la Preparatoria 7.
Soy orgulloso tapatío. Nací en el barrio de la Purísima Concepción, donde ahora se instala el tianguis de la avenida Obregón, frente al Cuartel Colorado. Mi primer contacto con la Universidad de Guadalajara fue en la preparatoria número 2 y después fui a estudiar dibujo a la Escuela de Artes Plásticas.
En esa escuela una de mis compañeras se salía a cada rato, a las siete agarraba sus cosas y se iba: «¡Quiubo, a dónde vas, Pato!» «A ensayar», nos contestaba. En la parte baja se oía ruido. Cuando bajé con mis compañeros a «echarle carrilla» a Pato nos dimos cuenta de que había carencia de personal masculino en el grupo en el que ella bailaba. Cuando supimos que acababan de regresar de una gira en Los Ángeles pensamos que a lo mejor ahí estaba la oportunidad de salir a viajar, conocer y aprender... así que nos hicimos el ánimo de entrar al grupo.
¿Qué era lo que bailaban?
En aquel entonces, era muy curioso porque estaba dividido por regiones conforme a los estratos de poder. Era baile folclórico, pero teníamos que empezar bailando Michoacán y Jalisco, y sólo los muy duchos llegaban a Veracruz y Tamaulipas. Se bailaba con todos los cánones del baile folclórico; por ejemplo, en Tamaulipas se tenía que bailar a contratiempo forzoso porque así lo marcan las reglas de la danza folclórica. Era un estatus muy interesante.
Entre mis primeros recuerdos está el campeonato nacional que ganó el grupo. Bellas Artes lanzó una convocatoria por zonas y nosotros ganamos la zona occidente, en donde participaban grupos de Michoacán, Colima, Jalisco y Nayarit. En seguida, nos mandaron al Distrito Federal a competir, incluso con grupos de danza clásica, pues no todo era folclor. Nos presentamos en el Teatro del Bosque, sede del concurso, y también nos trajimos el primer lugar. Resultó muy interesante el desarrollo del grupo. En 1969 nos fuimos al Festival de Viña del Mar, en Chile, en el cual se presentan hoy los grandes artistas en la Quinta Vergara. En ese escenario estuvimos, claro que fue de las primeras versiones del festival.
¿Por qué decidió entrar al grupo, le gustaba el baile folclórico? ¿Era el ballet folclórico de la Universidad de Guadalajara?
No, no, todavía no. Uno de mis compañeros era el vicepresidente de la Sociedad de Alumnos y nos dijo: «¡Métanse, no sean coyones, al cabo que no se les cae la mano!» Entonces volteó con Ramón Orones y le dijo: «¡Oye, aquí hay unos que quieren entrarle!» Él le respondió: «¡Vénganse, para algo han de servir!» Nos agarró a coscorrones y ahí fue cuando yo empecé a mover los pies. Nunca había participado en un baile. En la primaria y la secundaria había estado en escuelas exclusivas para hombres, no teníamos contacto con mujeres para nada. Por eso éramos medio reservados, retirados. Ahí, de repente, ¡zaz!
Me encontré con una señorona del folclor jalisciense: Guadalupe Vargas, la Gata, le decíamos. Era una señora con unos calzonzotes: «¡Acérquese, no sea coyón!» Nos hacía que entráramos. Antes bailábamos con nuestra pareja y nos divertíamos con ella. Claro, la danza ha evolucionado y ha cambiado, ahora bailan para el público y quítate porque me tapas. Allá no era más que el convivir y gozar el baile. En los primeros bailes no nos preocupábamos por las coreografías: que la línea, que vete para allá, eso no. Entonces era: tú baila con ella, diviértete con ella. El maestro Emilio Pulido nos decía: «Mira, si tú te vas a divertir bailando con ella, la gente que te vea se va a divertir». Era muy padre porque se dio una comunicación con la gente, eso fue lo que me animó a entrar.
Otra de las razones por las cuales me uní al grupo fue el hecho de que salían de gira. Nosotros también queríamos salir, aunque fuera a Hostotipaquillo. Se llamaba Grupo de Bailes y Danzas Regionales de la Escuela de Artes Plásticas. Después de que ganamos el primer concurso de la zona occidente, la Universidad nos prestó un camión que tenía el nombre de la Universidad. Nos permitieron colgarle una manta a los lados que decía «Grupo de la Universidad de Guadalajara». Fue la primera vez que, por presencia, nos pusimos así. Al regresar nos recibió el rector, Ignacio Maciel Salcedo, y nos dijo: «Muchachos, lo que quieran», y empezamos: queremos salón, tocadiscos, un salón con duela. De este modo comenzó a fluir el apoyo de la Universidad, y fue tremendo, ya que se dio en toda esa etapa. A Viña del Mar fuimos ya como Grupo de la Universidad de Guadalajara. Eso le dio auge al grupo.
En 1968 se celebraron las Olimpiadas en México y la bandera olímpica se guardó durante cuatro años en la Ciudad de México en el Palacio federal. En 1972 había que cederla al país que las organizaría en ese año. Por costumbre, es entregada por cadetes, soldados y mandos militares. En ese entonces era presidente Luis Echeverría, cuya esposa, María Esther Zuno, hija del fundador de la Universidad de Guadalajara y jalisciense, no aceptó y propuso que la portaran personas vestidas de manera folclórica. Lanzó una convocatoria para ver qué grupo tenía mejor presencia. Nos pagaron el viaje a muchos grupos y la exhibición fue en el teatro Jiménez Rueda, de la Ciudad de México. Después de que nos presentamos nosotros, todos los demás grupos nos dijeron que teníamos unas tablas tremendas y mucha experiencia. La señora Zuno, cuando nos vio, preguntó de dónde éramos. Al escuchar que de la Universidad de Guadalajara se le abrieron los ojos y exclamó: «¿De dónde?» Así fue como nos eligieron para entregar la bandera, lo cual fue una gran experiencia.
¿Recuerda la canción que bailaron?
Bailamos de varias regiones, sobre todo de Jalisco, Tamaulipas, Veracruz y Michoacán. Todo un repertorio, por ejemplo, la «Danza de la pluma». Llevábamos un programa perfectamente estructurado. También contó que antes ya nos habíamos presentado en el Teatro Degollado, después de haber ganado el Primer Concurso Nacional de Danza y gracias al apoyo del rector Maciel Salcedo; esto fue a principios de 1967. Durante quince años estuvimos en el teatro cada domingo. Eso nos dio muchas tablas para hacer un buen papel en 1972. Desde ese año la señora Zuno nos tomó como sus muchachitos, incluso nos pidió que le dijéramos tía.
La bandera se entregaría en el estadio olímpico de Múnich. También haríamos una presentación en el Circus Chromeo, aunque era un espacio circular y nosotros estábamos habituados a un escenario con un frente; el público estaría alrededor. Tuvimos que reestructurar todo y ensayar de nuevo, hasta los domingos y días festivos. A veces empezábamos un sábado y terminábamos un domingo en la mañana.
Nuestros papás nos tenían toda la confianza porque éramos como una familia. Había chicas que eran menores de edad y las dejaban ir con toda la tranquilidad del mundo. Recuerdo que durante los ensayos a una chica se le soltó el rebozo y se cayó; a pesar de que se fracturó la mano fue a Alemania.
Nuestro director artístico era Alberto Vega López, que ya falleció. A él le tocó llevar la bandera olímpica a petición de Octavio Sentíes, que era el jefe de Gobierno de la Ciudad de México.
La salida de Guadalajara fue apoteósica. Se suspendió el tránsito alrededor de la Escuela de Artes porque había no menos de cien carros de los familiares que nos iban a despedir; fuimos 73 personas a Alemania. Nuestro viaje causó una gran expectación; nos llevaron en autobús a la Ciudad de México, donde también mucha gente nos despidió con mariachi en el aeropuerto.
En Alemania nadie nos conocía. Nos hospedamos en el hotel Taxer. Empezamos a desempacar, llevábamos alrededor de tres toneladas de vestuario, eran unos baúles inmensos.
¿Cómo conseguían el vestuario?
Todo nos lo pagó la Universidad. Como nos decía el rector: «Lo que quieran, muchachos». Nunca nos negó nada ni puso ningún pero, así que llevamos muchísimo vestuario, hasta la «Danza de la pluma», que se baila con unos penachos grandísimos, llevábamos doce de éstos. Por el vestuario tan vistoso la gente empezó a curiosear.
Los mexicanos somos bullangueros e hicimos una pachanga a todo dar. Los mariachis sacaron sus instrumentos y empezaron a tocar. Nosotros, en el vil piso, nos aventamos «El son de la negra». Qué filas ni qué entradas ni qué salidas, nada. Uno agarraba a su pareja y ahí donde estábamos nos poníamos a bailar.
La gente pensó en un principio que éramos una bola de muchachos, pero cuando se dieron cuenta de que entregaríamos la bandera olímpica surgió la curiosidad. Todo cambió cuando nos vieron bailar, las ganas que le echábamos y cómo nos divertíamos al bailar; así, al divertirnos nosotros se divertía toda la gente y nos la pasábamos muy bien.
Antes de entregar la bandera nos invitaron a tomar una cerveza en la mejor cantina de Múnich, la Ophra’s House. Esto fue cuando nos habituamos, porque fueron dieciséis horas de vuelo y nos descompensamos. Nuestro director, que ya tenía experiencia, decidió que nos fuéramos tres días antes para que nos acostumbráramos al horario normal. Tres días la pasamos organizando y promoviendo. Fue entonces cuando nos invitaron a la cantina y dijimos: «Vámonos a echarnos unas cervezas». Uno llega, se sienta y le ponen un litro de cerveza en una jarra, no le preguntan a uno qué va a querer.
Después de dos cervezas, los del mariachi sacaron sus instrumentos y le pidieron permiso al gerente que si les permitía hacer ruido. Ellos no querían hacer un presentación ni nada, querían hacer ruido para tocar «Qué lejos estoy del suelo donde he nacido» [la «Canción mixteca»] para alegrarnos. El dueño les comentó que nunca habían tocado otros músicos que no fueran los de ellos, quienes estaban en un quiosco en medio de la cantina. Les sugirió que les pidieran prestado a los músicos su lugarcito, y éstos aceptaron.
Yo creo que entramos a la cantina más o menos a las tres o cuatro de la tarde, después de la comida, y quién sabe a qué horas salimos, quizá a la una o dos de la mañana. Eran mesas larguísimas, tablones en los que pueden caber treinta o cuarenta personas. Ahí se presentó la oportunidad de romper una de las grandes tradiciones, que después fueron muchísimas durante toda mi permanencia en el grupo, por el gusto de bailar. Eso es lo que a uno no se le olvida.
Antes de la inauguración fuimos a ensayar. En uno de esos días nos encontramos al grupo folclórico de Alemania, que después de recibir la bandera bailarían para corresponder con nosotros. Cuando ellos empezaron a tocar su música, nuestros mariachis los imitaron. Al rato era un orquestón de los alemanes y los mariachis mexicanos tocando la misma canción; tienen una facilidad para tocar esos muchachos del mariachi Los Toritos, ¡qué bárbaros!
También nosotros nos pusimos a bailar lo que ellos estaban bailando. Ellos quisieron bailar con nosotros la «Danza de la culebra», pero no les salió nadita, lo cual se prestó para que se hiciera un ambiente bien padre. Incluso el día de la inauguración, a tal grado de que yo no me di cuenta de lo que estaba pasando en el estadio, pues estábamos platicando y vacilando en los vestidores y los pasillos cuando nos dijeron: «Muchachos, ya van a salir». En cuanto empezaron a oírse las primeras notas de «La culebra» y salimos al estadio la gente comenzó a gritar. El sombrero se le hacía a uno como rehilete. Hubo quien se paró, no lo esperábamos. Salimos a echarle las ganas. El video lo pueden ver en YouTube.
A la par de la deportiva se llevó a cabo la Olimpiada Cultural, en la cual nos reunimos numerosos grupos. Hicimos amistad con el de Chile, de la Eucamar, y muchos más.
Los organizadores, el público y los mismos alemanes, ¿qué les dijeron después de la presentación?
Los alemanes son fríos a morir y difícilmente les puedes sacar una sonrisa. El primer gran acto que se realizó fue cuando la bandera de México se izó en la Villa Olímpica. Nos invitaron a bailar, fueron nada más tres parejas que hicieron garras a los organizadores y a todos porque llevábamos un ambiente muy especial. Bailamos «El son de la negra» y «El jarabe tapatío», las de rigor, puesto que íbamos vestidos de charros. Después, los mariachis tocaron «La raspa» y jalaron a muchachos y muchachas, así como a organizadores, y se armó una pachanga.
Entonces los organizadores dijeron «Tiempo, tiempo, porque tenemos que irnos», pero si nos hubieran dejado, nosotros le habríamos seguido. Recuerdo que los Juegos Olímpicos de Múnich fueron los primeros que se transmitieron en forma directa. Por eso, donde nos presentábamos, la gente nos pedía que bailáramos. Por primera vez los alemanes sonreían y se acercaban a saludarnos, la gente se contagió. Los del grupo de Alemania sí se aprendieron «El baile del machete», lo bailaron mucho tiempo con nosotros. Esos son los detalles que marcan y reflejan la idiosincrasia del pueblo mexicano.
Los organizadores llegaban y nos decían: «Muchachos, hoy pueden bailar». Respondíamos: «Señores, si no hay necesidad de que nos lo pidan; usted díganos dónde y pónganos qué y nosotros nos encargamos». Esas cosas uno las guarda. Representábamos a México y también a la Universidad, es decir, la Universidad iba representando a México. Cuando regresamos, el rector nos dijo: «Lo que quieran». Ya no era Maciel Salcedo, creo que era don Rafael García de Quevedo. El director artístico le pidió: «Yo quiero entrar a Medicina». «¡Sale! Libre entrada a Medicina». Nosotros más tiernos, más tranquilos, le salimos con que queríamos un viaje al mar: «Ay, un viaje al mar... Váyanse una semana». Nos mandó una semana a Puerto Vallarta. Entendimos lo importante que resulta la proyección de México a través de la cultura.
La señora Zuno nos adoptó como sus representantes culturales. Atravesábamos fronteras y nunca hacíamos cola, ni siquiera nos revisaban. Éramos libres de pasar cualquier cosa. Ese detalle nos hizo entender lo grandioso que era estar en un grupo que se había convertido en una institución de representación cultural en México, por medio de la Universidad de Guadalajara. Por cierto, este año cumplimos cuarenta años.
El día que regresamos también se detuvo el tráfico. Nos recibieron nuestros padres, maestros y compañeros, con serpentinas y globos. El Occidental publicó una foto en la que estamos bajando del autobús. La gente nos aventaba serpentinas y confetti. Fue completamente fuera de lo normal.
¿Siguieron estudiando y con sus presentaciones en el Degollado?
Las presentaciones en el Degollado siguieron durante quince años. No dejamos de bailar ni un solo domingo. Salíamos de gira y se quedaba un grupo para suplir y estar presentes. De ahí salió la idea del grupo residente y del grupo oficial. El director decidía cuántas parejas se iban y los que se quedaban, continuaban con las funciones del Degollado, que era el principal compromiso que teníamos, sobre todo con la Universidad.
En el viaje que hicimos a Atlanta, antes de regresar, hablamos por teléfono con nuestras familias para que nos llevaran ropa limpia al aeropuerto porque aterrizando cambiábamos velices y nos íbamos a otro país. Salíamos como tres o cuatro veces al mes. A mí me tocó conocer 38 países en quince años. ¡Hacíamos giras a lo loco! La última de las giras grandes que me tocó fue a Europa, por tercera vez. La primera fue en 1972, la otra en 1977; en la tercera, duramos tres meses allá. No es de sorprender el tiempo, sino el aguante, porque tres meses sin probar frijolitos fritos, de la olla y chilitos jalapeños, destrampa. A algunos se nos perdió el piso por no saber de nuestros papás y de nuestras familias.
No recuerdo a algún otro grupo que haya soportado tres meses, por la falta de ubicación y capacitación. Habíamos tenido mucha capacitación artística. En ese entonces teníamos la conciencia de que estábamos saliendo de nuestra casa a diario, cada mes, salíamos dos o tres veces. Para nosotros era normal, pero, claro, no tan normal estar tres meses fuera, incluso el administrador del grupo llegó a llevarnos un cambio completo de vestuario porque el que teníamos «ya se paraba solito», ya que no podíamos lavar por andar de aquí para allá.
Recorrimos toda Europa, desde la punta, España y Portugal, hasta Israel. En este país nos tocó celebrar el 16 de septiembre. Fue increíble, porque gente de toda América que estaba viviendo allá ese día se convirtieron en mexicanos. Estaban con nosotros salvadoreños, puertorriqueños, canadienses, argentinos y peruanos. Un mes entero estuvimos viajando por Francia en un camión. En los Alpes franceses nos bajamos a esquiar, pero con zapatos.
Al regresar de Alemania, en una publicidad por primera vez se refirieron a nosotros como ballet, y de ahí en adelante nos llamamos así. Entendimos que ese nombre se le da como distintivo al grupo que hace presentaciones en un teatro, no forzosamente que baile ballet. Era un grupo de bailadores que se presentan en un teatro, por eso era ballet y así se le quedó.
¿Son ustedes los fundadores de esa institución llamada Ballet Folclórico de la Universidad de Guadalajara?
Sí, somos los fundadores. Ojalá lo puedan entender los muchachos que integran ahora el ballet. Ellos tienen esa fama gracias a nuestro sudor, a nuestra sangre y a nuestras lágrimas, porque hubo de todo en las giras. En una ocasión los bomberos tuvieron que ir y sacar a una de nuestras alumnas de una crisis nerviosa que tenía, porque no todas las niñas, de entre dieciséis y diecisiete años, tenían la mentalidad suficiente para mantenerse quince o veintidós días fuera de casa.
Lamentablemente, mucha gente no conoce la historia del grupo porque no se ha querido preservar como debe ser. Perdón, muchachos, pero no pueden por un solo caso echar fuera quince o veinte años. Ustedes forman la generación actual, pero antes que ustedes a mucha gente nos costó mantenerlo.
¿Cuál fue su última presentación?
Mi última presentación fue a principios de 1980. Lamentablemente, el director artístico, actual director del grupo, el maestro Carlos Ochoa, tenía la idea de que si estás chaparro no te ves bien. Así, a todos los chaparros nos empezó a pedir nuestro lugar para dárselo a personas más altas, y bien por él, pues era el director en ese momento. A la hora que me dijo que otra persona iba a entrar en mi lugar le dije Muchas gracias y, con toda la tranquilidad del mundo, lo paseado y lo bailado, ¿quién me lo quita? Nadie. Después nos tocó seguir con otras experiencias, pero otra vez en Artes Plásticas, donde formamos otro grupo. Anduvimos también de gira artística, pero ya como director y coordinador artístico.
¿Logró terminar su licenciatura?
Sí, pero no en la Universidad de Guadalajara. A la par de la primera carrera que estudié en la Universidad, Dibujo comercial, entré a la Normal, donde logré mi grado de maestro. Ahí obtuve mi primer empleo y con eso pude pagarme muchas cosas que se necesitaban, también por eso permanecí en el grupo, porque tenía un sueldito que me llevaba. Después de llegar de Alemania, en 1973, me dieron mi primer nombramiento, de maestro en danza, pero en el aspecto teórico, no en el práctico. Impartí clases de historia de la danza en sustitución del grandioso Onésimo González, que es el pionero, el pilar y lo máximo de la danza contemporánea en la Universidad de Guadalajara. Él formó el primer grupo de danza contemporánea en la Universidad. Fue un orgullo y una responsabilidad suplirlo en las clases. En el CUCEA estudié la maestría en Tecnologías para el aprendizaje.
Cuando nos dijeron: «Muchachos, qué quieren», a nosotros nos llamaba otra cosa y no pensábamos en la cuestión administrativa ni burocrática u oficial. Lo que nos interesaba era divertirnos y seguir con la pachanga, bailando. Además, la gente que nos contrataba nos daba viáticos para comer y, en lugar de comer, los guardábamos. Por cuestión de dinero jamás sufrimos, porque todos los gastos eran pagados, así que nos dedicábamos a divertirnos. Creo que por eso fue tan grande el grupo, porque íbamos sin ningún problema emocional.
Le echábamos las ganas del mundo, por eso se hizo tan grande la institución, incluso no había separación. Algunos decían que nuestro grupo era mejor que el de Amalia Hernández, pero quizá no era mejor, éramos diferentes. A ellos les pagan por hacerlo, a nosotros no; nosotros lo hacíamos por gusto y ese simple hecho hacía la diferencia.
Yo tengo dos grandes orgullos en el grupo: ser el único bailador que tiene un disco grabado cuando montaron los corridos mexicanos y ser el cascabelito de «La culebra» cuando bailábamos, por chaparro me aventaron al final. Para mí era un orgullo bailar «La culebra» al final y la canción que grabé la interpretábamos sólo mi pareja y yo en el escenario del Degollado, bailábamos y cantábamos. Estoy pasando a la historia más por «el que cantó lindita» que por bailar. Lo paseado y bailado permanecerán por siempre.