Kitabı oku: «No olvido, recuerdo», sayfa 4
Una nueva disciplina para cambiar el mundo
Humberto Ponce Adame
Egresado de la primera generación –1948-1954– de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, de la cual fue director de 1963 a 1970. Profesionalmente se ha destacado en el ámbito del urbanismo y el paisaje, la planificación regional y los planes gubernamentales, el diseño de edificios y la restauración. Se desempeñó en la docencia en la Universidad durante 42 años, de 1955 a 1994. Miembro fundador del Primer Colegio de Arquitectos de Jalisco, así como de la Sociedad Mexicana de Planificación. En 2004 recibió la presea «Irene Robledo García» por Servicios a la Universidad y a la Sociedad.
Nací en 1929 en Guadalajara. Mis estudios de primaria los hice en el Colegio Americano con becas, porque mis padres siempre fueron de recursos muy limitados. La secundaria la cursé en la escuela del gobierno del estado, la número 1, la única que existía en ese entonces. De ahí pasé a la preparatoria en el mismo edificio, ya era de la Universidad de Guadalajara. Entonces eran dos años. Por mis notas escolares me nombraron representante estudiantil en el Consejo General Universitario y de ahí pude operar algunas cosas desde la prepa; por ejemplo, la formación de la Escuela de Arquitectura, pues mi hermano estaba estudiando ingeniería y yo estaba muy relacionado con la obra civil. Cuando cursaba el primer año de la prepa encontré accidentalmente una revista en la que aparecía el proyecto completo del Templo de la Paz, construido por el arquitecto Ignacio Díaz Morales. Me pareció muy bonita la obra y desde ese momento me interesó la arquitectura.
Conseguí una beca en Estados Unidos por mi idioma inglés, pero mis padres no querían que me fuera porque tenían que aportar dinero, además, deseaban tenerme a su lado, ya que era la edad difícil del adolescente. Un día, el rector, doctor Luis Farah Mata, me habló a mi casa para decirme que había buenas noticias, que se iba formar aquí una buena escuela de arquitectura, que si me interesaba participar porque el proyecto lo tenía un caballero que tenía fama de ser un muy buen católico. El rector temía que también fuera fanático y me estaba nombrando a mí como representante alumno junto con José Guadalupe Zuno como representante profesor para revisar, con el arquitecto Díaz Morales, su proyecto. Nos gustó mucho, estaba totalmente carente de amañamiento ideológico, o sea, era laico. Entonces, echamos a andar la Escuela de Arquitectura con un proyecto muy bonito de Díaz Morales, basado en la Escuela de Arquitectura de la UNAM, que fue nuestra madrina. Eso sucedió en 1948, cuando yo estaba terminando la preparatoria, de modo que de inmediato estudiamos el proyecto como un mes y lo autorizamos el licenciado Zuno y yo.
La escuela nació el 2 de noviembre de 1948 y yo fui de la primera generación. Hubo treinta solicitantes, luego fueron quince, porque los demás se salieron por lo difícil de los estudios. De los quince que quedamos, seis años después nos recibimos sólo tres, llegamos cinco limpios al último año, pero nos recibimos tres: uno era Gabriel Chávez de la Mora, que actualmente es un excelente diseñador, se volvió monje y ha construido muchos templos, auditorios; el otro era Enrique Navarrete y yo, que fuimos los primeros en recibirnos, en 1955. Tardamos siete años en salir.
¿Así que fue partícipe de la elaboración y creación de la carrera de Arquitectura y después fue alumno?
Fue un tanto circunstancial, también la gente le puede llamar providencial. Tuve la buena suerte de participar dinámicamente en el proceso y aprovechar el fruto de ese esfuerzo en mi formación como arquitecto.
¿En ese entonces cómo veía a la Universidad?
Desde que entré a la preparatoria me sentí muy universitario. Como le dije, por mis notas, me nombraron representante alumno, de modo que fui universitario desde un principio, cuando cursaba la preparatoria.
Después de haberse titulado, ¿fue director de la Escuela de Arquitectura?
Me dediqué mucho a mi carrera, pero nunca dejé la escuela, a la que traté de servir como profesor de dos o tres materias: geometría descriptiva, teoría de la arquitectura e historia de la arquitectura. El entonces director, Ignacio Díaz Morales, me nombró profesor en esas cátedras. Después de él hubo dos directores más; con el tercero, Salvador de Alba Martín, hubo un problema y tuve que entrar como relevo contra mi voluntad porque yo estimaba mucho a Díaz Morales, en contra de quien iba el movimiento. Él era sumamente perfeccionista, entonces se dificultaba mucho la recepción, hubo un momento en que se juntaron como cien pasantes que no se titulaban. La Universidad hizo un cambio y apoyó a los estudiantes agraviados. Me correspondió ser el director, pero él seguía manejando la escuela, como el poder tras del trono. Estaba tan enamorado de ella que dominaba a los directores. En mí no ejercía ese dominio, aunque seguimos siendo buenos amigos g_ hasta el último día de su vida.
A Ignacio Díaz Morales lo considero mi segundo padre. Me enseñó mucho la parte espiritual de la vida y a trabajar lo más limpiamente posible como arquitecto. Le guardo una grata memoria. Trajo siete profesores de Europa. Cuando yo estaba en el segundo año de arquitectura ya trabajaban con nosotros cinco profesores europeos, entre alemanes, italianos y franceses. Él dejó a un lado la profesión en la que ganaba bien para dedicarse de lleno a la arquitectura; es el personaje al que más le debemos. Me gustaría que la Universidad lo nombrara Doctor Honoris Causa post mortem y voy a hacer el intento al respecto.
En la licenciatura, ¿qué cosas descubrió, cómo se fue enamorando de su profesión?
Desde la teoría de la arquitectura... En realidad, en Estados Unidos y en Inglaterra se encuentran las pocas universidades que imparten esa materia, le llaman de plano filosofía de la arquitectura. Eso explica todo: es el pensamiento profundo de la raíz de la arquitectura, su esencia y su futuro. Ésa era la materia que más me gustaba. Las otras eran geometría descriptiva, en la que muchos sufrían, y estructuras.
¿Había alguna que le costara trabajo?
Le confieso que diseño, la esencial en arquitectura. Nunca he sido un diseñador de primera, pero al mismo tiempo gozo diseñando porque en el diseño concurren tanto filosofía, geometría, proyección y todas las instalaciones y las estructuras, todo eso es un mundo. Estoy muy enamorado de mi profesión y creo que Dios me ayudó a orientarme bien en lo que más me gusta en mi vida.
¿Cuál era la tendencia en la arquitectura cuando usted estaba estudiando?
Como todavía se estaba viviendo el reflejo de una reacción sembrada allá por los años treinta contra el academicismo, entonces nació una escuela de diseño que se llamó el Bauhaus, en Alemania. Mi director, Nacho Morales, era un seguidor de esa doctrina, a la que también se le llamó funcionalismo, en la cual la obra debe expresar lo que en realidad está ocurriendo adentro. Por ejemplo, que una casa no parezca templo, que un templo no parezca gasolinera y que una gasolinera no parezca templo, sino que exprese la función que está albergando. Ésa era la tendencia.
Una vez que se graduó, ¿en qué se desempeñó?
En primer lugar, diseñé muchas viviendas, incluyendo viviendas populares. Eso me ligó mucho al urbanismo. Obviamente, el urbanismo es mi segunda pasión, llegué a tomar cursos de urbanismo. Cursé una maestría en Diseño urbano y ha seguido siendo mi disciplina colateral a arquitectura, la que más he disfrutado y en la que he tratado de servirle a mi país, con encargos incluso federales, ya que fui secretario técnico del Instituto Nacional para el Desarrollo de la Comunidad, al que se le encomendó el urbanismo de todo el país. Ahí trabajé durante cuatro años en la Ciudad de México. Además, he participado en varios asuntos de urbanismo tanto en el sector público como en el privado, que es el que más trabajo nos cuesta por la codicia que siempre hay de usufructuar del poco suelo y obtener el mayor beneficio. Son las constructoras y las inmobiliarias las que obtienen gran provecho del poco terreno y destruyen el equilibrio ecológico y urbano.
¿Era académico en la Universidad y fue director de la Escuela de Artes Plásticas?
Estuve cuarenta y dos años como académico. Lo de Artes Plásticas fue accidental, porque en un momento de problemas magisteriales y del alumnado me llamó el rector (creo que Guillermo Ramírez Valadez) para que fungiera ahí y metiera orden. Puse demasiado orden al grado de que a mí tampoco me quisieron, me salí pronto, estuve nada más año y medio ahí.
¿Veía algunas diferencias cuando usted era estudiante?
Cuando fui director comprendí que la arquitectura había avanzado. Por el inglés, que yo dominaba, conseguí una beca para ir a Estados Unidos durante tres meses a visitar centros de enseñanza de arquitectura y urbanismo. De ahí me traje algunas ideas y cambié el plan de estudios. Lo hice muy técnico porque se había abandonado la parte tecnológica y sobreabundado la artística. Traté de equilibrar y creo que sí lo logré. Después vino otro director que mejoró aún más el plan, el arquitecto Serapio Pérez Loza, que perfeccionó lo que yo le dejé. Después hubo más cambios, aunque siempre estuve como docente o técnico en algunas funciones, por ejemplo, en becas. El director en turno me llamaba a colaborar.

¿Qué siente ahora por la Universidad de Guadalajara?
Es mi Alma Mater, mi segunda madre. Así como Díaz Morales es mi segundo padre, la Universidad entera es mi segunda madre. La Universidad de Guadalajara me llena de orgullo, de recuerdos y de emoción.
Cuando lo nombraron representante en la preparatoria, ¿cuáles eran sus actividades?
Me nombraron integrante de la Comisión de Educación. Ahí pude opinar cuando era medio adolescente, tenía dieciocho o diecinueve años. Opinaba sobre lo que se estaba manejando en el Consejo. Ahí me hice muy amigo de don Guadalupe Zuno, de un descendiente de Enrique Díaz de León, ya un personaje histórico, y también de Constancio Hernández, todos ellos ya grandes; los admiraba mucho. Ahora que ya llegué a viejo, qué bueno que no me admiran para que me dejen en paz. Mi trayectoria es accidentalmente distinta.
Ésa es la diferencia de hacer lo que en verdad le gusta...
No es carga, es un gozo diseñar y construir. Siempre me ha gustado mucho construir. He sido residente de obras grandes, no de proyectos grandes, sino para vigilar que las constructoras trabajen bien. He participado en edificios, como el Hospital Civil, la Torre de Especialidades, que forma parte del conjunto del hospital Fray Antonio Alcalde, el viejo. Coordiné esa obra y también el Hospital de Dermatología, así como la remodelación y el aprovechamiento del hospital que ahora se llama Juan I. Menchaca, que es parte del Centro Universitario de Ciencias de la Salud. Este hospital es grande y el edificio estaba abandonado; lo reforzamos y readaptamos a las circunstancias porque estuvo abandonado cerca de treinta años, y aprovechamos la estructura. Me gusta mucho la construcción, soy medio ingeniero en ese sentido.
Actualmente colaboro todavía con la sociedad a través de mi hijo, que es arquitecto. Él ha hecho varios diseños para la Universidad y se deja aconsejar, orientar por su padre, al que ve como un amigo, un colega que simplemente tiene más experiencia que él, pero la genialidad es más bien de él.
¿Su hijo estudió también en la Universidad de Guadalajara?
Claro, somos «UdeG» por completo, hasta la perrita que está afuera lo es. Mi hija le tejió un suetercito para el invierno que dice «UdeG».
La Universidad de Guadalajara lo nombró Maestro Emérito, ¿qué sintió?
Fue en 2006, tengo entendido. Representó una gran oportunidad para expresar en público mis inquietudes de orden humanístico. Para mí, uno de los hombres modelo es Bertrand Russell. Él decía que lo que más lo había motivado en la vida era la ciencia y el amor a los demás. Hice una alocución a ese respecto en la que decía que lo estaba tomando como modelo porque yo quisiera ser, aunque fuera un poco, como él. Fue un inglés que murió a los noventa y seis años, y todavía un año antes de morir dio un discurso incendiario en contra de las pasiones derechistas y conservadoras en Inglaterra.
Su familia, ¿qué le dijo?
Estaban calladitos, pero con la sonrisa de oreja a oreja. No me comentaron nada, pero sentían orgullo y satisfacción.
Si hiciéramos una comparación de cuando usted entró a la Universidad y ahora, ¿cuál es su sentir?
La Universidad ha tenido el mérito de haberse dejado conducir por gente que ha merecido dirigirla. Me refiero a Carlos Ramírez Ladewig, a Raúl Padilla y a Trino Padilla, a estos dos los admiro mucho. La creatividad de Raúl es increíble; su concepto del Centro Cultural de la Universidad, sus logros del Auditorio Telmex y la biblioteca, que es una maravilla de institución, ya está equipada. Aparte, recordemos que Raúl Padilla fue el que más impulsó la descentralización; la Universidad tiene ocho o más sedes en el interior del estado, una delegación en Los Ángeles, California. Todo es obra de Raúl, también la enseñanza departamental. Le debemos mucho y a quienes han estado en contra de él nada más les ha faltado preguntarnos a los universitarios qué opinamos de él.
Hay que recordar que su hermano, Trino, recibió una ovación cuando leyó su último informe. Es al que se ha ovacionado más, por su gran labor. De modo que hay líderes y eso es mérito de la Universidad, el saber escogerlos. Les llaman conductores morales; yo, líderes, que están al frente para bien y para mal.
Conozco el medio de la UNAM porque di clases dos semestres, y el del Politécnico, y le aseguro que la Universidad de Guadalajara sí es la segunda del país, pero la primera en calidad académica. Creo que en número de profesores investigadores, proporcionalmente la UdeG tiene más que la UNAM.

¿Encontró en la Universidad amigos para toda la vida?
Sí, claro, sobre todo colegas, por la razón normal de convivir con ellos durante el proceso educativo, como después en el trabajo profesional, que facilita la prolongación de las amistades. Actualmente tengo un grupo (de mis ocurrencias, a pesar de la edad) que se llama Programa Integrador de Experiencia. Hemos logrado que el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades lo eche a andar institucionalmente. La idea es rescatar del olvido a muchos viejos cuya experiencia se está desperdiciando, que las experiencias que andan divagando se concentren en ese programa. El rector, en su último informe, habló de la universidad de la tercera edad, pero en realidad el nombre es Sistema Universitario para la Tercera Edad, hubo un lapsus scriptus. En él he intervenido como ponente de inquietudes, y su representante, García de Alba, ha hecho muy bien su trabajo.
¿Cuáles son las construcciones o monumentos que a usted más le gustan?
Hay varios, no es el tamaño, sino su calidad en el diseño lo que más me ha llamado la atención. Uno de ellos es el CAPSE, el edificio donde se aloja, por la avenida Alcalde. Es del arquitecto Salvador de Alba. Otro que me gusta, y que está mal que yo lo diga porque participé en él, es el edificio donde se aloja el CUAAD, que originalmente fue diseñado por mis alumnos, a los que yo coordiné, para la Escuela de Arquitectura, que es la madre de todo lo que es el CUAAD. Su ubicación fue, a propósito, al borde de la Barranca. Es de las escuelas de arquitectura que tienen un mejor paisaje integrado al mundo, no tiene nada que le estorbe, la vista es increíble por la belleza natural de la barranca, eso no se cambia. Otro más es el conjunto universitario situado en Alcalde, frente a la Normal, donde está la Facultad de Derecho. También el Teatro Experimental, en el Agua Azul, diseñado por uno de mis profesores, Erick Ubfal. El Hospital de Especialidades, al cual, por desgracia, lo orientaron mal, no me hicieron caso de orientarlo al norte y al sur, sino al oriente y al poniente, de modo que se calienta mucho.
¿Tiene algún otro proyecto en mente?
De momento no. Quiero hacer un breve ensayo sobre la urgencia de que las universidades en el mundo instituyan una nueva disciplina para contener el caos mundial, por las guerras, los conflictos religiosos y raciales, la hambruna, las enfermedades no dominadas, etcétera, se requiere una visión holística del conjunto. Este ensayo se referirá a una disciplina que se podría llamar ambiciosamente «axiolotaxia»: axio, por axiología, o sea, valores, los valores dominantes del todo, los valores relativos a la vida, a la utilidad, la lógica, la verdad, la belleza y la ética, en función de que todas las actividades del mundo contemporáneo y previsible para un futuro sean ordenadas; olo, del conjunto, y taxia, de taxis, es orden. Ésa es mi última ocurrencia, que se instituya esa nueva disciplina para que los estudiantes de todo el mundo se den cuenta de lo mal que andamos y cuál es su papel, no sólo en la localidad —la ciudad es el conjunto de todo el ámbito multiurbano, el Estado, la nación—, sino en todo el mundo. La universidad es lo máximo del pensamiento humano, así como el pensamiento es el productor de ideas, es lo máximo, una maravilla que se llama cerebro.
¿Quisiera añadir algo más?
Agradecer mucho que escucharan mis limitados conceptos y, desde luego, a mi universidad.

Hay que hacer caso a los empleados que saben
Isidro Casillas Limón
Ha laborado durante veinticinco años en la Universidad de Guadalajara. Tiempo en el que ha desarrollado el gusto por la lectura, sobre todo se ha adentrado en obras de Dostoievski y Nietzsche. Actualmente trabaja en la Coordinación General Académica.
Entré a la Universidad en 1987 a la edad de cuarenta y tres años, con la consigna cruel de quienes me indujeron al trabajo y que le dijeron a la persona que me recibió: «Ahí te mando a este viejito, ojalá que sepa leer y escribir para que te sirva de algo». Curiosamente, el día que me presenté en esa oficina acababa de pintar una pared, por eso iba como todo un albañil, en buen cristiano. La señorita que me recibió me dijo: «El director no está ahorita, venga usted el próximo lunes». Ese día ya fui sin manchas de mezcla y hasta con una corbata. Me preguntó: «Oiga, ¿es usted el que vino el viernes?» Le respondí: «Sí, yo soy». «¡Ah!, pues pásese. Mire, aquella persona que está allá es la oficial mayor, ella es quien lo va a recibir».
La señorita, atenta a la recomendación, me hizo llenar una hojita con mi nombre, mi dirección y mis datos, se me quedó mirando y volteó con la secretaria, le dijo: «Miren, esto se llama saber escribir, vean esta forma de letra». Me dejó pasar ahí el primer día y el segundo. Lo primero que se ofreció: «Ayúdenos a limpiar aquí, a trapear y barrer».
Entré a trabajar al Centro Regional de Tecnología Educativa, el mismo en el que estoy ahorita. Curiosamente, los veintiséis años que tengo en la Universidad han sido en la misma dependencia, por lo cual no han surgido muchas novedades. Le han cambiado de nombre una o dos veces: primero, Centro Regional de Tecnología Educativa, y después Dirección de Educación Superior, ahorita es Coordinación General Académica. Durante todo ese tiempo he tenido la dicha de estar en la misma dependencia. He visto pasar por aquí maestros, incluso el señor vicerrector, al que conocí en ese tiempo que era maestro todavía.
He tenido la ventaja de tener dos veces la misma persona como director. Las novedades surgen de la presión que tenga uno en el trabajo, porque hay que saber que cada director que llega trae diferente criterio y modo de pensar, de hacer las cosas, y entonces nos ha tocado a los compañeros y a mí pues nada más observar, adaptarnos a sus necesidades. De ahí para delante, empieza, dependiendo el tipo de criterio de los directores, el modo de ordenar, de mandar las cosas. En fin, unos llegan cambiando chapas, puertas y traen su equipo de trabajo; por ejemplo, las secretarias, como son las secretarias del jefe, se creen jefas y quieren imponer su criterio.
Me tocó la suerte de que me preguntaran por qué yo traía llaves de la puerta, por qué hace esto, por qué está aquí y, digo, es que tengo aquí toda la vida. Conozco el edificio, todos los rincones, me dejan la llave de los privados, incluso del baño.
Dependiendo del criterio de cada director, van surgiendo las novedades. Ellos confían en su secretaria y creen que ella se lleva bien con todo mundo y sucede que es al revés, porque a veces cometen imprudencias y no creo que sea por enfadar. Si un director es imprudente, hace a un trabajador desobediente —y eso está comprobado.
Tuvimos una temporada borrascosa porque los señores directores en su mundo y aquí los señores jefes administrativos en el de ellos. Dejan al trabajador a su libre albedrío y eso también es malo. Otras veces no cumplen como debiera ser con el perfil, incluso no tenemos vehículos ni pinzas para cortar un cable de luz, mucho menos una llanta de refacción.
Me he visto en la necesidad, no por capricho, sino por necesidad, de «tirar» la camioneta oficial en un potrero porque no podía echarla a andar; no traía ni unas pinzas. Casualmente, pasó un compañero y él me trajo. Para mi desgracia, al día siguiente el señor director fue a una actividad a Villa Primavera y lo primero que vio fue la camioneta tirada a medio potrero. Preguntó de quién era y quién la trajo y le dieron todita la razón. Bueno, pues cuando vine aquí me mandaron llamar: primero fue la reprensión, luego se atacaban de la risa ya que les comenté por qué la había dejado.
Yo no sabía que la señorita de aquí era familiar muy allegada del señor director y él me había preguntado cómo nos la llevábamos con la secretaria, porque él decía que todo perfectamente, pero no sabía que hasta le habíamos puesto un sobrenombre, no la soportábamos. No voy a decir cómo le decíamos porque todavía trabaja aquí. Tanto ella como el director mis respetos, pero esos detalles hacen que uno incurra en ciertas imprudencias.
En una ocasión me mandaron al aeropuerto a recoger a unas personas que venían de fuera. Yo hice changuitos para que me alcanzara la gasolina de regreso y otra vez al aeropuerto, ya que nos daban dinero muy limitado para la gasolina. Así fue, se me acabó todo: la gasolina y la batería, y largué la camioneta. Al otro día tuve que conseguir de mis gastos un mecánico para ir a recoger la camioneta porque el señor director se había dado cuenta y hasta me habían mandado llamar. Cuando les platiqué todo el desmadrito se reían. Él no se daba cuenta de que no teníamos ni siquiera unas pinzas para cortar un cable, menos una llanta de refacción.
Un día me pidió el director que lo llevara al aeropuerto. Yo le advertí que la camioneta se ponchaba inmediatamente, así que tuvo que tomar un taxi porque no traía llanta de refacción. Nos exponíamos a salir a carretera y traer a esas personas tan ilustres en un vehículo todo desordenado. Hubo otra ocasión en que me mandaron a Ciudad Guzmán a traer otra camioneta, que traía las llantas disparejas y todas boludas. En cuanto quería acelerarle parecía que bailaba rocanrol ranchero, pero así me la traje. Cuando llegué aquí, ya al anochecer, le advertí a la secretaria que esa camioneta no servía para carretera, pero a ella no le importó. A día siguiente se la facilitaron a otra persona que iba al norte del estado. La carretera en ese tiempo en esa zona estaba poca más que inservible, igual que la camioneta, y les comenté las condiciones en que estaba la camioneta, pero no me hicieron caso y así se la llevaron. Al día siguiente, tal vez por la falta de pericia de la conductora, se volteó y murió.
A veces las sugerencias del empleado las toman como rebeldía. Para empezar, lo juzgan a uno de loco y después de agresividad. Sin embargo, uno es el que anda manejando los vehículos y sabe a lo que se expone cuando no se tiene dinero extra para un imprevisto o, incluso, para un desayuno o comida cuando es un viaje. Tenemos que aguantar el hambre hasta que llega uno a la ciudad. Esos detalles hacen que surjan ciertas inconformidades.
¿Desde que entró a trabajar a la Universidad ha estado en el piso 8?
Antes estaba en el edificio de Valentín Gómez Farías, de allá nos cambiaron al edificio de Madero y Escorza, y de ahí nos trajeron a este piso.
¿Qué sucede cuando hay cambio de director?
Hay que toparle a lo que venga. Hay ocasiones que nos dicen que van a dar de baja al personal. Por ejemplo, cuando entró Raúl Padilla comentaron que iban a ver cuántos tenían nombramiento y cuántos eran empleados de confianza. A nosotros nos necesitan porque lo primero que hace un director es ordenar trabajos, sacar copias, engargolar, en fin.
Los directores pocas veces han tenido la gracia de juntarnos a todos antes de empezar sus labores y preguntarle a cada quien cuál es su nombramiento o su ocupación aquí. Ha habido directores que poco les veo la cara, para empezar. Uno de ellos duró aquí más de un año, y sólo unas tres veces tuve la gracia de verlo.
Por buena suerte o para mi satisfacción, nunca es conveniente apegarse a lo que dice el nombramiento, porque jamás se utiliza, así de sencillo. Si yo sé manejar una máquina copiadora y al señor se le ofrece que maneje el vehículo y ande de chofer con él, olvídese de las copiadoras. Me siento más conforme con ser servil que con decir que por mi capricho me voy a sujetar a lo que dice el nombramiento.
Ahora me he dado el gusto de dedicarme a la lectura un poco más. He leído muy buenos libros, los clásicos de Dostoievski y Friedrich Nietzsche, en fin, montón de lecturas, que no quiere decir que influyan en mi personalidad porque a esta edad ya es muy difícil que le borren a uno las intenciones o los criterios, imposible ya. A mi edad, quisiera tener capacidad para aprender algo más de lo que pueda hacer. No sé ni manejar una computadora, ni prenderla siquiera, y siento que ya no me hace falta porque, para empezar, ya le empieza a fallar a uno la vista. Entonces, al prenderla, la letra pequeñita, imagínese usar lentes para estar viéndola... es más la entretención que el beneficio para mí.
Hicieron hace poco una campaña y a todos los compañeros les dieron la oportunidad de comprar una computadora a crédito, pero yo no tengo hijos. Imagínese el gasto que estaría haciendo. La secretaria y los directores quisieran que uno fuera la persona ideal y preparada para todo, pero hay cosas que no necesitan tanta preparación, sólo buena voluntad.
Mi nombramiento decía técnico especializado o técnico administrativo. Administrativo puede ser todo lo que existe en la dependencia: agarre la camioneta, vaya al correo, vaya a pagar esto al banco, a cambiar los cheques. Preferible eso que estar sentado esperando indicaciones para utilizar las máquinas fotocopiadoras o engargoladoras. Antes había que compaginar a mano, qué cosa tan cruel, sólo quienes lo hemos hecho sabemos lo pesado que es. Hay quienes dicen qué tanto se va a cansar de estar hojita por hojita, lo que no saben es que cuando ya es una cantidad considerable de documentos y de hojita por hojita se cansa uno de las manos, de la espalda y la mente.
¿Ha pasado algún momento difícil dentro del trabajo?
Difícil en el aspecto de organizar trabajo. Cuando nos vinimos a este piso duré dos noches y tres días sin poder bajar por el exceso de trabajo. Se fueron toneladas de hojas haciendo el reglamento de la Universidad, había que elaborar mínimo 300 documentos, y cuando los revisaron los jefes y se dieron cuenta de que un inciso no concordaba con un artículo, entonces tuvimos que volver a hacerlos. En este entonces estaba de director el maestro Carlos Moyado Zapata. Tanto él como la maestra María Esther Avelar Álvarez disponían que cuando se empezaba un trabajo, éste tenía que terminarse a la hora que fuera, dos o tres de la mañana, o hasta el día siguiente. No nos podíamos ir hasta terminarlo. Si nos equivocábamos o se equivocaban ellos, había que corregirlo y volver a hacerlo. Así, pasamos cerca de un año elaborando este tipo de documentos, sobre la red, el reglamento y los estatutos.
Un día, el director me llamó la atención por un trabajo malhecho. El secretario le dijo que yo me había equivocado, pero él fue el del error. Yo ni siquiera sé prender la computadora, menos elaborar un documento, pero el secretario se quiso cubrir. Yo sabía que era por demás la discusión de aclarar, pero, como dicen, eso es parte del trabajo.

¿Hay situaciones divertidas que recuerde...?
No, ninguna es divertida porque todo lo que le comento ha sido producto del trabajo. Nunca hemos tenido la oportunidad de contar chistes con los directores. Entre los compañeros ha habido épocas que no tenemos tiempo ni de salir a comer, menos de contar chistes. Esto, porque cuando llega otro director, dice: «Yo no quiero saber nada de esto, vamos a elaborar otro tipo de trabajo», lo que pasó en la administración pasada a la basura y a elaborar otra clase de trabajos.
Entiendo que la Coordinación General Académica es la dependencia que tiene que dar la cara de la Universidad ante dependencias públicas, por ejemplo, la Secretaría de Educación Pública y el Conacyt. Entonces, hay que adaptarnos a cada voluntad.
¿Estos veinticuatro años que tiene en la Universidad qué satisfacciones le han dejado?
La satisfacción de no tener la necesidad de andar preguntando o pidiendo para el sustento de su casa. Desde niño tuve trabajos más pesados que los que estoy haciendo ahorita. Me crié en el cerro, en Valle de Guadalupe. En el rancho había trabajos que hacían que me escurriera la sangre de los brazos cargando piedras, cuando tenía trece años. Había que trabajar igual que los grandotes y medianos, y utilizar las mismas herramientas que todos, incluso un arado de madera que arreaba con una yunta de bueyes. Todos los trabajos que aquí hacemos para mí son resbalosos y en nada me mortifican. Ni modo que me salgan cayos de manejar la máquina o la engargoladora.
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