Kitabı oku: «La vuelta a España del Corto Maltés», sayfa 6

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Como Nazaré está alejado del puerto (unos 3 kilómetros), tal era la amabilidad de esta pareja que llegó a prestarnos la bici de Sally para que pudiéramos ir los dos al pueblo más rápidamente. Era una bici plegable y cochambrosa, con la solera de muchos años embarcada, por supuesto llena de óxido, pero una bici al fin y al cabo. Eso nos permitió aprovechar muy bien la tarde. Recorrimos el pueblo y la playa. Una parte de la playa la usan de secadero de pescado, sin separación de los bañistas, dando un olor apestoso a todo el entorno; nos sorprendió que entre el pescado colgaban objetos infantiles, como chupetes o zapatitos. ¿Para qué serían? Los tenderetes estaban vigilados por señoras vestidas de negro, con un pañuelo en la cabeza, a pesar del calor que hacía. Preguntamos a una señora el significado de aquellos objetos infantiles pero no nos entendió y nos quedamos con la curiosidad sin satisfacer. Allí mismo, en el paseo playero, vendían el pescado seco a los turistas. El extremo Norte de la playa finaliza al pie de un enorme acantilado, sobre el que asienta la parte antigua de Nazaré. Como se desprenden rocas, esa parte de la playa está vallada y no se puede acceder a ella. El acceso a la parte antigua se hace con un tren cremallera o “elevador”, de unos 200 metros de recorrido. En su salida nos encontramos con un grupo de españoles que estaban haciendo un recorrido turístico. Después de entablar conversación preguntaron por nuestra estancia en Portugal. Cuando les dijimos que estábamos dando la vuelta a España nos miraron incrédulos de arriba abajo, después a nuestros vehículos, y nos preguntaron: ¿Con esas bicis?

Habría que ver nuestra pinta con la ropa sucia de navegar así como las dos bicis plegables y tan viejas, para comprender su sorpresa.

También nos llamó la atención la cantidad de mujeres de todas las edades que hacían de “mujer-anuncio” sosteniendo carteles al borde de la calzada ofreciendo habitaciones, sobre todo particulares pero también de hostales y hoteles. La mayoría estaban sentadas de dos en dos, con la silla en la carretera y los pies en la acera, con el cartel sobre la tripa apuntando a los peatones, y a la sombra de una sombrilla, comiendo pipas y charlando animadamente. ¿Es que la gente vendrá a Nazaré sin la habitación contratada? Porque en otros pueblos igualmente turísticos y costeros de Portugal no hemos visto nada parecido. Aquellas sillas introducidas en la carretera de un pueblo con bastante tráfico nos parecieron una temeridad. Otra curiosidad a resaltar es que en las calles hay paneles para anuncios personales de todo tipo. Vimos uno de alguien que había perdido ¡una mochila infantil! y la gratificaba. ¿Qué habría dentro?

Al volver a la marina devolvimos la bici a Sally, que volvía de visitar con su gato al veterinario, y nos despedimos de esta pareja singular que nos encantó conocer. Buena gente de la de verdad, ojalá les vaya bien en la vida. Luis y yo seguíamos nuestro viaje. En Nazaré terminábamos la etapa más difícil de Portugal, de ahí en adelante encontraríamos más puertos de abrigo y las etapas diarias serían más cortas. Ya no haríamos estos maratones hasta Las Landas, en Francia después del canal de Midi... si es que llegábamos.


Capítulo 9

Las islas Berlengas y un nuevo tripulante hasta el estuario

del río Tajo

De Nazaré salimos a las 8:15 con la intención de llegar a Peniche pasando por las islas Berlengas, de las que teníamos muy buenas referencias. En teoría unas 30 millas. En Peniche debíamos recoger a otro tripulante. Salimos con lluvia, algo increíble después del día anterior que fue tan veraniego, y con muy poco viento. Inicialmente hizo brisa del Suroeste, justo de proa, pues aquí la costa portuguesa abandona su verticalidad Norte-Sur para recurvarse francamente hacia el Oeste, hasta el cabo Carvoeiro, justo antes de Peniche. Así que nos tocó otra vez ceñir, con la mayor y el génova apoyados por el motor, y al final solo a motor. A media mañana, entre tanta niebla, lluvia y motor, habíamos decidido saltarnos las islas Berlengas y continuar a Peniche. Pero a las 10:53, al levantarse la niebla, avistamos las islas en el horizonte a unas 12 millas y no pudimos resistirnos. El cielo se fue despejando poco a poco y antes de tres horas de navegar a motor y con la mayor izada, arrumbando a las islas “a vista”, llegamos a la Berlenga Grande de nuevo con un tiempo veraniego. No nos arrepentimos.

El archipiélago de las Berlengas se encuentra a poco más de 5 millas de Peniche, desde donde salen, por cierto, los barcos con turistas que pueden visitar la isla durante un día. Consta de una única isla habitable, la Berlenga Grande, así como varios islotes, como las islas Medas (se llaman como las de Cataluña, que contaremos más adelante) las islas Estelas y Los Farallones, en los que no se puede ni siquiera desembarcar. Fueron la primera área protegida del mundo, ya que en 1465 el rey de Portugal prohibió la caza. En la actualidad son Reserva Natural desde 1981, e incluye toda la tierra emergida y el lecho marino hasta la línea de sonda de los tres metros. Berlenga Grande fue habitada desde mil años antes de Cristo, y en otras épocas se la ha conocido como “isla de Sueño” e “isla de Saturno”. En 1513 se establecieron monjes de la Orden de San Jerónimo con el propósito de ofrecer auxilio a la navegación y a las víctimas de los frecuentes naufragios en aquellas costas, asoladas por corsarios. Se fundó el Mostério da Misericórdia (ahora un restaurante) que solo estuvo activo unas décadas por los asaltos corsarios. En el siglo XVII los monjes construyeron un fuerte, el Forte Sao Joao Baptista, amurallado en una península natural y unido a la isla por un estrecho istmo, para defenderse de los piratas (actualmente es un centro de buceo y un bar). Pero la escasez de alimentos, las enfermedades y los constantes asaltos hicieron imposible la vida de retiro de los frailes, a menudo incomunicados debido a las inclemencias del mar, que acabaron abandonando la isla.

Actualmente están deshabitadas, aunque en verano hay un camping y un pequeño barrio denominado “Barrio de los Pescadores” con 13 casitas asomadas encima del único muelle de desembarco llamado Carreiro do Mosteiro, pero que ya no son residencia permanente sino una especie de bungalows para estancias cortas. Este muelle solo se puede usar para embarcar y desembarcar, no para dejar el barco. Junto al Forte Sao Joao Baptista también existen unas escaleras de desembarco que utilizan las zódiacs de los buceadores, pero que tiene muy poco calado y sería imprudente desembarcar allí con cualquier embarcación que no fuera una zódiac o una pequeña lancha.

Cuando llegamos, el muelle Carreiro do Mosteiro estaba muy animado, lleno de chicos bañándose, que habían venido en alguno de los transbordos desde Peniche. Hay que tener en cuenta que el tiempo había mejorado y ya hacía un sol de justicia. En la isla había numerosas embarcaciones pequeñas que se dedicaban a recorrer el perímetro de la Berlenga Grande con los turistas que desembarcaban en ella. Como no podíamos dejar el Corto Maltés en el muelle, preguntamos al barquero de una de ellas, Antonio, dónde podíamos fondear, nos recomendó utilizar una boya que en ese momento estaba libre, en la ensenada siguiente al Carreiro do Mosteiro. Era una cala pequeña y se veía el muelle (y el Corto Maltés desde el muelle) a través de una grieta vertical del acantilado. Él vendría a recogernos para desembarcarnos. Así lo hicimos, resultando ser una línea de boyas para embarcaciones pequeñas, tan pequeñas que la más cercana no medía más de 2 metros y era en realidad un soporte para nasas de pesca con forma de barco. Estaban muy cerca de un acantilado de roca; si nos decidimos a dejar el barco allí fue porque el viento y el mar estaban completamente en calma, por las ganas que teníamos de conocer la isla, y porque toda la excursión que pensábamos hacer era por encima de ese mismo acantilado y no dejaríamos de ver el barco casi en ningún momento. Si algo se complicaba, bajaríamos por las rocas para alcanzarlo a nado. Amarramos para más seguridad a dos boyas, una a proa y otra a popa, para evitar que el Corto Maltés bornease y acabara golpeando a alguno de los otros barcos o en la orilla. Antonio, además de amable y buena persona como veréis después, resultó ser también navegante a vela, tenía su velero de 9 o 10 metros en Peniche y volvimos a coincidir con él en la marina de ese pueblo preparándose para una travesía. Tal y como se había comprometido nos recogió en el barco a la vuelta de uno de sus recorridos por la Berlenga (incluso superando un poco la capacidad de embarque de su lancha, aunque para un recorrido cortísimo) nos desembarcó en el muelle, nos preguntó cuánto tiempo estaríamos visitando la isla y se comprometió a recogernos en la escalera de desembarco cercana al Forte Sao Joao Baptista a la hora que le dijimos.

Hicimos una excursión a pie al faro de la isla, alimentado por energía solar, pasando junto al barrio de pescadores, el camping (construido en repisas escalonadas, todas con vistas aéreas sobre el muelle) y unas antiguas piscinas de recogida del agua de lluvia, ya en desuso. Todo el camino estuvimos viendo gaviotas patiamarillas y sus polluelos que estaban empezando a salir de los nidos (estábamos en junio) frailecillos, cormoranes, lagartos y lagartijas. A los otros habitantes, los conejos y los ratones, no los vimos, aunque se notaba su presencia por las zonas en que el suelo estaba agujereado como un queso Gruyère. Llegamos a la altura del famoso Forte Sao Joao Baptista, que desde la altura tiene una imagen espectacular allá abajo, tras un acantilado impresionante y una escaleras talladas en la piedra a lo largo de un istmo rocoso de más de 100 metros, sobre el que se ha construido un puente de piedra, pasando las olas por debajo. Al descender nos estaba esperando impaciente una persona que pensaba que éramos los rezagados de un grupo de turistas que acababan de embarcar, y creía que nos habíamos quedado en la isla por error. Aclarado el malentendido nos fuimos a ver el interior de la famosa fortaleza, quedando un poco decepcionados pues está ocupada en su totalidad por un centro de buceo, con sus trajes de neopreno puestos a endulzar y a secar, y toda la parafernalia de los buceadores, además de contar con un bar. A la hora convenida apareció Antonio con su lancha para recogernos. Nos llevó al barco haciendo exhibición de sus habilidades al timón haciendo pasar la lancha por unas grietas inverosímiles en las rocas. Después comprobamos que debe ser una especie de costumbre entre los barqueros para impresionar a los turistas, pues todos hacían lo mismo aunque la ruta ortodoxa (simplemente dando la vuelta a una roca) con el motor de esas lanchas no les demoraba ni siquiera medio minuto. Cuando nos despedimos no nos quiso cobrar nada a pesar de que había hecho un viaje expresamente para nosotros; suponemos que le emocionó nuestra vuelta a España siendo él navegante a vela, pues estuvimos hablando de eso por el camino.

Tras esta excursión y un baño reconfortante salimos hacia Peniche hacia las 15 horas, con un hambre endemoniada. Sería un trayecto corto, poco más de 7 millas, e intentamos hacerlo con el espí, aunque el viento era tan flojo que no pasábamos de 2 nudos. Así que tuvimos que acabar la jornada a motor. En este trayecto nos cruzamos con una migración de cangrejos hacia el Oeste (en dirección a la isla). Los había por cientos de millares, nadando unos centímetros por debajo del agua, y desde lejos parecían una nube, un simple cambio de color del agua, ni siquiera agitaban su superficie. Esto también lo hemos visto en Santander, manadas de cangrejos nadando hacia la isla de Mouro. Se conocen otros tipos de migraciones de cangrejos, sobre todo las que atraviesan la tierra porque cruzan autopistas, vías de tren, etc., y son espectaculares y fáciles de observar por los profanos. Las que ocurren en el mar pasan más desapercibidas. La migración más famosa es la del cangrejo rojo de la isla Christmas, en Australia. Cada año cien millones de cangrejos rojos inician al mismo tiempo una larga migración de cinco kilómetros por tierra para reproducirse y desovar, desde su hábitat en la selva hasta el mar. Es como una alfombra roja que se desplaza sola. Para un cangrejo 5 kilómetros son como 100 kilómetros para un humano. Al construir la ciudad y algunos equipamientos, como carreteras, colegios, campos de golf, etc., no se tuvo en cuenta esta migración y ahora los cangrejos lo atraviesan todo. Como en las carreteras pueden provocar accidentes, existe una señal de tráfico avisando de su presencia. Las migraciones que nosotros hemos visto en Santander y en las Berlengas no serán tan espectaculares, pero nos impresionaron por la novedad, por lo inesperado y por lo cerca que las tuvimos ya que hemos navegado entre ellas. Suponemos que se dirigían a las islas para reproducirse o desovar. Qué pena que no se nos ocurrió sacar el esquilero, porque habríamos comido un buen arroz con cangrejo al llegar a Peniche, y nos tuvimos que conformar con un bocadillo de fiambre con ensalada.

Llegamos a la marina de Peniche por la tarde. El puerto está al Sur del istmo de una península de unos tres kilómetros de diámetro, parecido al de Guetaria, y por tanto perfectamente protegido de los vientos del Norte, que son los dominantes. En otros tiempos esta península fue una isla y poco a poco el istmo se fue cerrando hasta convertirse en península, igual que el Monte Buciero en Santoña. La entrada no ofrece ninguna dificultad. Nos colocaron por fuera del pantalán más exterior, que es el que destinan a los barcos de paso, y recibe muchas olas de los pesqueros, los ferries de turistas que van a las Berlengas y los demás barcos que entran y salen del puerto a más velocidad de la permitida (3 nudos). Siempre nos ha sorprendido este desprecio por los demás navegantes, porque al salir a más velocidad se generan olas más grandes, que hacen chocar unos barcos con otros con más violencia. Por suerte el viento nos alejaba del pantalán y el barco no golpeaba cuando recibía las olas. Nos controló la documentación la Guardia Costera en el interior de la patrullera, que estaba amarrada a pocos metros de nosotros en el mismo pantalán. La oficina de la marina comparte un pequeñísimo local con la de venta de billetes para los ferries de las Islas Berlengas, pero el personal es muy amable. Fue la única marina en que nos dejaron las llaves de las duchas sin pagar la fianza, ya que nos íbamos a ir por la mañana antes de que abrieran. Se fiaron de que se las dejaríamos en el buzón antes de largar amarras. El edificio de duchas era en realidad “de ducha” porque había una sola, en un local muy coqueto con retrete, lavabo y ducha todo junto. Lo malo es que si vienen varios tripulantes a la vez la espera es interminable y no se puede resolver una necesidad mientras otro resuelve la suya. Poco práctico, vaya.

En el puerto había una gasolinera servida por el personal de la marina, con precios muy caros. Al cargar nuestros bidones y luego trasvasarlos, nos dimos cuenta de que la gasolina era gris oscura, casi negra. Como en España es transparente, parece colonia, pensamos que tenían el depósito sucio y nos dio reparo utilizarla. Intentamos repartirla en el depósito con otra procedente de cargas anteriores, finalmente al motor no le pasó nada. A partir de ese día cogimos la costumbre de analizar el color de la gasolina que repostábamos, cuál no sería nuestra sorpresa al ver que en todo Portugal tenía ese tinte grisáceo que parecía contener posos de suciedad. Nadie nos supo dar una explicación, para ellos ese es el aspecto “normal” de la gasolina. Suponemos que le añaden un colorante para diferenciarla de otros derivados del petróleo y no confundir lo que compras.

Después de todos los trámites y “obligaciones” al llegar a tierra, nos quedó tiempo para ir a recorrer el pueblo y hacer una excursión en bici al faro, situado en la punta de la península. Resultó que no se podía visitar ni entrar en su recinto pues curiosamente es dominio militar y está vallado. Desde el acantilado se tiene una vista idílica sobre las islas Berlengas en el horizonte hacia el Oeste, allí me tomé un zumo que me supo a gloria en un chiringuito rodeado de gatos, atendido por una chica madura pero aún guapa que se preguntaría quién sería ese desaliñado con aquella reliquia de bici. Yo me dediqué a mi tercera profesión (supervisor de nubes), dejé bajar el sol en el horizonte viendo cómo al descender detrás de las islas recortaba su silueta negra contra el cielo anaranjado. Me apetecieron unos minutos de soledad pues ese día hacía un año de la muerte de nuestro amigo Mario, también navegante y compañero en las navegaciones con los niños del hospital, que con cuarenta y pocos años no pudo contra un cáncer. Desde aquel lugar maravilloso mandé un abrazo cariñoso a Titi, su madre, y a toda su familia. En cierto modo Mario estaba en el origen de la decisión de esta vuelta a España, que inicialmente se había ido posponiendo para un futuro impreciso, tal vez la jubilación, y que su desgracia precipitó al hacernos dolorosamente conscientes de la provisionalidad de todos nuestros planes en la vida.

La escala en Peniche tenía una connotación muy especial. Se incorporaba como tripulante Víctor, el hijo de Luis, que venía de Santander en autobús para compartir algunas etapas con nosotros. Redistribuimos los espacios del barco para recibirle, la cena la hicimos ya juntos en una bocatería. Ese día uno de los tripulantes del Corto Maltés era especialmente feliz y el otro se alegraba por él.

La siguiente etapa queríamos hacerla hasta uno de los puertos del estuario del río Tajo, al fondo del cual está Lisboa. No teníamos intención de llegar hasta la capital de Portugal por la misma razón que no quisimos entrar hasta el fondo de las rías en Galicia. Sobre la carta es tentador, pero en el caso de Lisboa suponía un rodeo de 11 millas para entrar y otras 11 para salir, es decir, alargar en más de dos horas (en el mejor de los casos) el viaje de dos días. Preferíamos quedarnos en una marina pequeña del contorno del estuario y visitar Lisboa en tren. Salimos de Peniche oyendo el motor (también con la mayor, a la francesa) y llegamos a Cascais 10 horas después escuchando la misma melodía. En todo el día no salió más que una brisa suave de dirección variable, insuficiente para mover el barco. Estas jornadas de poco viento se aprovechan, ya que el barco no escora, para tareas atrasadas, como bricolajes o hacer la colada. A bordo hay distintas formas de lavar la ropa. Cuando únicamente se trata de quitarle el olor a sudor y la suciedad más ligera, se ata la prenda con un cabo y se arrastra por la popa unas horas. Así lo han hecho todos los navegantes a vela y aseguramos que da resultado para lo que pretende. Si la suciedad es peor (manchas de grasa o de comida) hay que lavarla con jabón, pero siempre con agua del mar para economizar el agua dulce. En ambos casos se pone a secar en los quitamiedos del barco, y cuando está seca se sacude para quitarle la sal que haya quedado impregnada. Si otro día llueve se vuelve a sacar a los quitamiedos para que se moje con agua dulce y quede más suave. Esos días el barco sí que parece de trotamundos, es como un tendal navegando. Por cierto, en algunas marinas está mal visto poner la ropa a secar y hay que ser discreto en lo que se cuelga a la vista de todos.

En esta travesía cruzamos los dos cabos que dan forma a la “nariz” de Portugal, el cabo da Roca y el cabo Raso. A su altura, en alta mar, existe un “dispositivo de separación de tráfico” para mercantes, como en Finisterre, pero en este caso la zona de navegación costera para barcos pequeños es de unas 10 millas, por lo que no nos afectó. No se estrujaron mucho la cabeza para bautizar estos cabos, pues el primero es un puro acantilado de roca y el segundo una tierra baja, enrasada con el mar, que no se aprecia hasta estar a poca distancia del mismo. Del cabo Raso lo primero que se percibe es la carretera pues llaman la atención los coches que parece que circulan sobre el agua y cómo reflejan el sol del atardecer en sus cristales y carrocerías se ven desde mar adentro. Ese día nos sorprendió los cientos de motos que recorrían la carretera; más tarde entenderíamos la razón. Nos quedamos en Cascais, el primer puerto del estuario viniendo del Norte, una bonita ciudad convertida, por su cercanía, en zona residencial de Lisboa. Tiene un acceso rapidísimo a Lisboa en tren, lo que convenía a nuestros planes. La entrada no tiene peligros si se siguen las instrucciones del derrotero y no se intenta atajar, pues la luz roja de babor está alejada 100 metros del borde visible del rompeolas, pero no sin motivo. Además del rompeolas principal que sobresale del agua, hay otro sumergido que llega hasta la luz roja que, por tanto, hay que rodear por fuera. El pantalán de espera se sitúa a estribor de la entrada. Las oficinas, como toda la marina, son un poco pretenciosas, en el sentido de mucho aparentar: sofás, muebles muy barnizados, suelos brillantes, etc. El personal de las oficinas, sin embargo, es un poco descuidado. Al fotocopiar los papeles del barco (un documento de varios folios grapados, que deben durar muchos años, y que hasta ahora había pasado por las manos de tanta gente sin un rasguño) me los devolvieron estropeados porque la chica los desgrapó de mala manera y les rompió la esquina. Nos “dieron” una botella de vino de bienvenida pero en este caso no regalada, sino cobrada, porque la noche costaba 25 €, por ahora el récord de la travesía. Además en teoría había wifi en los pantalanes pero al instalarnos en el número 35 que nos asignaron, al fondo de la dársena y justo al pie de la famosa torre de franjas blancas y azul cielo de la luz roja del puerto, comprobamos que hasta allí no llegaba la señal. Cuando más tarde protestamos al director de la marina, vestido con la misma pretenciosidad que todo lo que le rodeaba, nos dijo que ya conocía ese problema, que justificó por una dificultad técnica de las antenas que ya estaban intentando resolver, pero de hecho no nos solucionó el problema a nosotros ni por supuesto nos descontó de la tarifa el servicio que no nos daba. La única excepción, por su extraordinaria amabilidad, fue el personal de marinería. Por la noche, cuando después de visitar Cascais nos dirigimos con el portátil a hacer el blog sentados en el suelo cerca de las oficinas (donde sí se recibía la señal) el marinero de guardia nocturna nos ofreció hacerlo en su cuarto de guardia. Nos preparó tres sillas y una cuarta que hiciera de mesita. El chico estaba viendo un partido de fútbol en la tele y lo apagó para que no nos molestase. Como incluso allí la señal de wifi se recibía mal, interrumpió lo que estaba haciendo en su ordenador para dejarnos conectar nuestro portátil al cable de red que utilizaba el suyo. Finalmente nos dijo que el problema de las antenas no era de ahora, sino que llevaban años quejándose los visitantes y no terminaban de arreglarlo. Cuando nos fuimos de Cascais ¿sabéis a dónde fue a parar la botella de vino que nos habían “regalado”? Habéis acertado, se la regalamos al marinero.

Nada más entrar a la zona de pantalanes de Cascais percibimos que allí pasaba algo especial. Vimos amarrados en los más exteriores tres veleros enormes españoles, de madera y con estampa clásica, con unos pabellones nacionales desproporcionados. Uno de ellos era el Giralda, un motovelero de dos palos construido en 1958, que perteneció originalmente a Juan de Borbón, el padre de Juan Carlos. Cuando falleció fue donado a la Armada, que lo utiliza como buque escuela. Por cierto Don Juan vivió el exilio, durante el franquismo, en Estoril, la ciudad inmediata a Cascais. A bordo del Giralda toda la tripulación, aunque vestida de paisano con una uniformidad deportiva, se notaba que era especial, por el orden y armonía marciales con que se movían. Les saludamos desde el Corto Maltés al pasar, pero nuestro pabellón nacional era muy pequeñito, seguramente no se dieron cuenta de que éramos compatriotas, y no nos devolvieron el saludo. Estaban representando a España en una concentración o regata amistosa de los dos países vecinos. A la hora de la cena estuvimos dudando si presentarnos a hacerles una visita pero finalmente pensamos que seguramente tendrían una cena de gala y nosotros no íbamos a dar la talla, no lo hicimos.

La visita a Cascais fue sorprendente, porque había una concentración de Harley- Davidson de toda Europa. La ciudad estaba literalmente tomada por las motos y, como veríamos al día siguiente, no solo Cascais sino toda la zona central de Portugal. Aquello era un estruendo del conocido sonido ronco de las Harley, una invasión de moteros uniformados con las cazadoras negras, los cinturones, los sombreros vaqueros, los flecos de la ropa, las calaveras, etc. Había chiringuitos de venta de artículos Harley, un escenario con música a todo volumen casi las 24 horas, puestos de comidas y bebidas, y miles de curiosos fotografiando las más diversas motos, originales o tuneadas. Me paseé entre las motos al volver de cargar gasolina con la bici, mi imagen con aquella bici plegable y dos bidones de gasolina en el transportín fue más fotografiada que todas las Harley juntas. Cenamos en uno de los chiringuitos de comida rápida que proliferaban en el entorno de la concentración y al acabar el día hicimos el blog en el garito del marinero de guardia como contamos antes.

El día siguiente nos lo tomamos de descanso para visitar Lisboa con Víctor. Fuimos en el tren pero llevando la bici a cuestas, para turnárnosla en la ciudad y poder visitar los sitios más alejados. Había una exposición reivindicando el sector agrario y ganadero de Portugal y la famosa Plaza del Comercio, a orillas del Tajo, estaba ocupada por manadas de vacas y toros, y otros animales de granja, en corrales improvisados. En Cantabria, para que las vacas no se hieran unas a otras con los cuernos, se los liman o les dan una pomada citostática (de las que se usan para el cáncer de piel) cuando les empiezan a salir, con lo que abortan su crecimiento. Así pueden verse ganaderías enteras de vacas sin cuernos. En Portugal han recurrido a otro sistema: les ponen en la punta una especie de tapón, los que vimos eran de un metal dorado. Como era fin de semana aquella exposición reivindicativa estaba animadísima. Aparte de visitar todos los lugares típicos de Lisboa, nos llamó la atención la existencia, aún, de limpiabotas, que en España hace años que no se ven, y la utilización de antiquísimas motocicletas militares con sidecar para visitas turísticas de la ciudad. Volvimos a Cascais al anochecer, frescos y dispuestos a emprender la ruta al día siguiente, deseando que hiciera buen viento y pudiera estrenarse Víctor en una larga y rápida travesía.


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