Kitabı oku: «La ejecución de la estatua», sayfa 2

Yazı tipi:

Llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve llueve

La Llorona, la Patetrapo, la Muñeca y la Gobernadora no van a misa porque son liberales y ateas, solo Benjumea, la vieja renga que no recibe, sino astillas de leña como limosna, baja para la misa por la falda de los Boteros, su pata llaguienta y su eterno pañolón de cuadros azules y los que eran blancos, envuelta toda en él cual un obispo medieval que fuera al Oficio de Tinieblas; cuando las brujas se acuestan, se acuestan las lechuzas, los murciélagos, los jugadores y los amantes, se levantan los gallos, la aurora, los coadjutores, el fontanero, el hojalatero y ciertas lombrices de género tropical e inclasificado. “Algunas estrellas se van de sueños y otras de los sueños se vienen”, dijo en alguna memorable ocasión el maestro Sierra; el estanco cerrado, la notaría cerrada, la alcaldía cerrada; los niños y las palomas se han esparcido por el templo en variantes e irregulares formas: grupos de adormecidos, grupos de devotas, grupos de negras, grupos de grises, grupos de romanas, grupos de sonrientes, grupos de continentes, grupos de maliciosos, grupos de blancas, de tornasoladas y de viejas arrodilladas en sus adoloridas y callosas rodillas rezan vociferantes diversas novenas y devociones esperando el comienzo de la misa; los acólitos corretean por el presbiterio encendiendo las velas, instalando los sillones, sacudiendo el altar, tendiendo los paños, acomodando las campanillas, retocando las flores; en la sacristía de atrás, como la llaman los acólitos, se guardan los santos que solo se sacan en semana santa, allá van los acólitos a dormitar y a acariciarse mientras empieza la misa; allá violaron hace treinta años a Merceditas Botero entre dos curas, el uno joven y el otro viejo, mucho le había dicho su padre que dejara de ser tan rezandera, después del acto quedó frígida y se entregó por completo a los quehaceres del templo: cuidar de que las imágenes de los santos se conserven bien, de que las hostias estén bien hechas, de que no falten las clavijas en los clavijeros de las órdenes terceras, especialmente la de la Adoración del Santísimo, de que los que barren y trapean el templo lo hagan con devoción y cuidado, de que el sagrario y el templete sean bruñidos cada mes, de que las custodias estén brillantísimas, de que no haya ninguna esmeralda floja en los cálices ni en las custodias; el rostro de San Juan es afeminado según corresponde al tierno amante del Señor, el de San Pedro es rudo y envejecido como corresponde al primer Papa, el de Judas es astrogo y criminal (se sabe por qué) y el de Verónica histérico, amontonados como efigies de un auto sacramental en uno de los rincones ojivales del templo románico (especialidades de la arquitectura cural); Angelito, casi todos los días, obtiene unos cortos y súbitos éxtasis ante el cuadro al óleo de san Sebastián que hay en uno de los muros laterales y a donde va a rezar mientras empieza la misa, es muy devoto del santo porque él querría ser martirizado también, sangrante y bello bajo los venablos, matado por los sangrientos soldados, vencido por la tropa, violado en un lejano campamento de centuriones dormidos, escupido y sobre todo, vejado y flechado con las poderosas varas; el enano hace su entrada en la iglesia bajo las risotadas de los muchachos, serio, mascando su pipa apagada va a arrodillarse ante la imagen del Señor Caído para pedir perdón por su pequeñez y fuerza para pasar el día bajo los insultos y pedradas de los muchachos, Mardoqueo recorre el día con el burro de las monjas del convento pidiendo la limosna para la manutención de las Vírgenes del Señor, enciende tres lámparas de aceite de higuerilla y reza varios credos; le taponan el culo con una tusa como es tradición, con mucha dificultad le visten el hábito ya que los tendones se han endurecido, la viuda llora enloquecida, tratan de acomodarlo en la caja pero la torpeza de los que ayudan logra que el cadáver caiga al suelo produciendo tal impacto en el entablado que si no se hubiera muerto se habría matado, de su boca salta la caja de dientes que las viejas al prepararlo olvidaron; el matadero va quedando vacío, todos los cadáveres van siendo llevados a la plaza por carniceros y matarifes, demoran las viejas tabaquientas que lavando las tripas cantan canciones amorosas, rezan oraciones para reparar por la misa y el sol remojado por la lluvia y el rocío se va asomando por el monte de la vereda de La Aurora, su luz espesa arrecia los colores de la comarca, la región y el pueblo, la patria, don Evaristo, lento y que parece cansado sube las escalas del atrio; Simón Pedro ve entrar a Juancito, observa que no se ha bañado, nota las lagañas en sus pestañas superiores e inferiores, le entran ganas de regañarlo pero se distrae bruñendo la patena con un lino limpio que han tejido y bordado las hermanitas Pérez, Juancito se sienta en un sillón que tiene para dormitar bajo el estante de las capas pluviales, la negra para los entierros, la dorada para el Corpus, la blanca para la Aspersión, la roja para ciertos días de la Pasión, la azul para el ocho de diciembre, la verde para los domingos de pentecostés, la morada para otros días de pasión, la otra blanca para cuando el obispo viene de visita; Simón Pedro termina de limpiar la patena y toma la otra, la de comunión de los fieles, con manguillo de plata; doña Concha se dirige al baúl fumando su cigarrillo matinal, se inclina y lo abre, saca un pañuelo y va al tocador a limpiarse la crema que se aplica cada noche antes de dormir, se aplica el perfume para recibir al Santísimo y vuelve al baúl para ponerse la mantilla, recoge su devocionario de la mesita de noche, el Oficio Parvo de nuestra Señora, el manual de San Juan Eudes y el devocionario y misal de las Hermanas Eudistinas, cruzando la mantilla sobre su pecho echa a caminar por el zaguán enladrillado y rezando una oración a la virgen del Perpetuo Socorro cuya imagen sobre el dintel vigila y guarda la casa de incendios, ladrones, violaciones y todos los pánicos de que una mujer es acogida a la edad de doña Concha; Carola, su sirvienta, ha bajado al matadero que queda saliendo por un callejón de la calle de las Quebraditas en busca del hueso gustador o calambombo y las tripas, unas de res para las vejigas y otras de cerdo para chorizos y morcillas, doña Concha entretanto ha hecho la aguapananela para el chocolate; mientras las campanas dan la orden llena de “última” la primera mosca se sienta en el mostrador y empieza a caminar y revolotear bajo los ojos ansiosos de don Laureano, al final de un vuelo se para en el papel engomado que él nunca olvida poner en el extremo, junto a la caja de parva, precisamente para eso, para que no haya moscas, cada que se llena lo recoge y lo echa a la basura gozando mucho con el numeroso funeral; sonríe y exclama: “¡Ya cayó la primera!”. Don Sinforoso pisa el umbral de la puerta que da a la falda de la calle Real, envuelto en su poncho, su carriel colgando y su rostro bajo el cuidado sombrero de fieltro verde, adelanta unos pasos y ordena su tinto; don Gabriel carga las balas en su revólver, lo acomoda en el carriel y diciendo “hasta luego” echa a caminar hacia la iglesia mientras don Federico Estrada atraviesa la plaza y va a amarrar su mula a la entrada del café Pielrroja para tomarse su primer aguardiente. “Buenos días don Laureano, cómo le amaneció, ¿ya me calentó el aguardientico?”. “Aquí se lo tengo señor, y otras cositas para que no se le olviden”. “Y no se le olvide a usted el limoncito que después de este aguacero está haciendo mucho frío pero hoy hace calor, hoy hace calor y usted sabe que eso es lo que necesitamos, ¡calor!”. Don Laureano voltea hacia su iconostasio, toma la botella de aguardiente, la coloca sobre el mostrador y empieza a vaciar lentamente bajo la mirada intensa de don Federico, tasante, tapa la botella y vuelve a su nicho, acerca el platillo con el limón, la mula patea en la acera; vueltos a la iglesia el padre coadjutor se prepara para la misa, va a la sacristía a lavarse las manos y revestirse, Simón Pedro tiene los ornamentos dispuestos; por la aurora el sol se viene sobre el pueblo montañero y endomingado, la plaza se acoge bajo un velo medio malva, medio púrpura, el vaho neblinoso y húmedo se va secando, se va levantando al cielo, ofrenda al azul que cubre la comarca, la patria entera, algunas palomas han volado a las torres del templo, Hildebrando Puerta atraviesa la plaza en su caballo encabritado y blanco, el policía Rigoberto fatigado de su ronda espera el relevo para irse a dormir, tejiendo van guirnaldas / llenándolas de amor / oh celeste aurora / dame tu fulgor / tejiendo van guirnalda s/ llenándolas de amor / quiquiriqui ququqaraqua quequereque quoquoroquo quuquuruqu kikiriki kakaraka kekereke kukuruku kokoroko cacaraca cocoroco cucurucu, los gallos cantan acosados por la luz que va tomando posesión de patios y corredores, aleros y tejados, calles y aceras, matas de azalea, muros desconchados, tapias húmedas y purificada su cal por la lluvia madrugadora y endomingada, ¡quiquiriquiiiii!!! “¿Cuánto hace?”. “Quince días padre”. “Di tus pecados”. “Me acuso padre de haber fornicado, de haber robado, de haberme enfurecido, de haber peleado, de haber desobedecido, de no haber cumplido con mi deber, de haber sido perezoso, glotón, de tener malos pensamientos, de haber jurado en falso, me acuso padre de todos los pecados olvidados y por olvidar, y no de los olvidados solamente”. “¿Has fornicado solo o acompañado?”. “Solo, padre”. “¿Cuántas veces?”. “Quince, padre”. “¿Y qué has hecho?”. “Me he hecho la paja”. “No digas así pequeño mío, de ahora en adelante dirás ‘me he masturbado’; ¿tienes malos pensamientos cuando lo haces?”. “No padre”. “¿En qué piensas?”. “En las tetas de mi prima”. “Eso es un mal pensamiento, y no digas tetas, tetas son de vaca, di ‘senos’”. “Las teee… seeenos de mi prima son bonitos”. “Pero son un mal pensamiento, hijo mío, pequeño mío, estás en la edad en la que el demonio quiere tu joven corazoncito para él, y no solo el corazón, sino tus tiernas nalguitas, tus ágiles piernas, tu boquita, tus manos y todo tu cuerpecito que es el templo vivo del Espíritu Santo y que debes conservar puro y casto e inmaculado para el día en que desposes a una joven pura y virginal como tú, y unidos por el Santo Sacramento del matrimonio vivan en felicidad y contentos hasta el día en que la muerte los separe y como dos palomitas impolutas vuelen al cielo. El demonio te tienta a diario con esos horribles pecados de la carne que han llevado a tantos hombres al infierno; prométeme nunca más volver a hacerlo porque de lo contrario, día a día, tu alma se irá ennegreciendo hasta ponerse como un carbón con el que el diablo atiza el fuego de los infiernos; en cuanto a los otros pecados que si no son tan graves como éste, no dejan de serlo, aléjate de todos ellos y no los cometas más. En penitencia rezarás cien credos y diez avemarías”. “Una pregunta padre”. “Sí, di hijo”. “¿Qué es inmaculado?”. “Es lo mismo que impoluto, que no tiene mancha, reza el señormiojesucristo”. “Señor mío Jesucristodiosy hombreverdadero prssrbsqunsbpsblsblssblsdslsbslblssbprquesmsobrtdslascsas las cosas prsdn prolspcadsypslds psmamen”. “Ego te absolvo in nomini…”. Parece que la luz llegara por los cuatro costados del mundo porque el barro rojo del barrio de las putas, porque en la entrada del camino de las Guaduas, en el verde de las hojas, por la entrada de El Carretero, por la salida para el Alto del Sinaí, porque en el patio trasero y empedrado en donde Plumasfieras canta, porque sobre el tejado de la Casa Cural inhabitada, porque en la frente de la estatua de La madre y en los pliegues de su ropa de mármol, porque en la cacha del revólver del agente Rigoberto, porque en la cúpulas del templo, porque en el balancín tornasolado del toldo de Próspero, porque en el Tanque de las Aguas, porque en el aviso en donde dice Pielrroja, porque en el león de yeso de la entrada al colegio, porque en el alero del estanco, porque en el techo del kiosco, porque en la capota de El Fugaz, porque en las gafas de Heliodoro, porque en el patio de los Agudelo, porque en la acequia de la molienda, porque en los guijarros del piso, porque en las calles de Saldeguaca, porque en las tapias de la casona de doña Concha, porque en la tonsura del cura, porque en las macetas de la casa de Agustina, porque en los caballetes de la pesebrera de Gildardo, porque en las losas del atrio, porque en la glorieta del parque, porque en los setos del otro parque, porque en el patio de la escuela, porque en el frontis del templo, porque en la quebrada de las Ánimas la luz cae como un pájaro desosegado que viniera del otro lado del mundo; con la luz vienen las mulas, por los cuatro costados vienen las mulas con la aurora y la carga para las barricadas, bajo las palabrotas de los peones van llegando, sangrantes y sudorientas, entre las enjalmas y la piel el dolor de las mataduras, los cuartos traseros se van acostumbrando al zurriago en las más jóvenes, desfile de júbilo y riqueza: los grupos envueltos en olores de panela fresca, maíz recién cosechado, caña de azúcar sumiendo savia, frisoles, aguacates, naranjas, limones, acosadas por el latigazo de los zurriagos, por las nudosidades del guayabo y del arrayán, la vehemencia del presto o con sentimiento del “movetemulahijueputarecondenada” y el maestoso del gesto arriero; Filiberto, Fabián y Fabricio vienen del sur; Jenaro, Juancho y Julio vienen del oriente, Hernán, Hernando y Hermenegildo vienen por el occidente y Óscar, Horacio y Ovidio y Otomán vienen por el norte; son los trece más grandes muleros de las comarcas, trabajadores de los más poderosos finqueros, armados todos de peinilla, revólver, zurriago, carriel y ruana, sombrero de iraca y alpargatas de cabuya, baraja de naipes, barbera española y pañuelo rabuegallo; el teniente tiene gonorrea, su chaqueta tiene quince botones colgada en el taburete, la luz agónica que entra por el postigo modifica su cuerpo dormido, quince botones en la chaqueta, la camiseta, un par de botas sobre la cómoda, otro par bajo la cama, la camisa junto a la chaqueta, los pantalones debajo de la chaqueta, doblados meticulosamente, algunos reflejos sacuden sus dedos, recién cortadas colas de iguana, teclean sobre la sábana amarillenta por el sudor y el malva de la madrugada, entreabierta su boca burbujea saliva al expirar, un poco de fiebre en sus sienes. “¿Por qué el teniente no fue a la comisión?”. “Vos sabés qu’ esos hijueputicas hijos de rico no sirven p’a nada. Ese ’stuvo en l’ escuela militar”. El postigo del teniente tiene pestillo pero él no lo ajusta porque le gusta que entre el aire y le ventée los sueños y la piel, a sus sueños, entran las botas de los soldados, el sargento golpea la puerta, el teniente se voltea bocaabajo demostrando sus arqueadas nalgas y su espalda de nadador, el sargento golpea de nuevo, la escuadra gira en los sueños; la luz arrecia sobre la piel. “El sargento Silverio Camargo de parte de la comisión”. “¿Estás aún vivo, indio de mierda?!”. “¡Sí mi teniente!”. “Acúsome padre que el jueves estuve robando en la platanera de El Malo, más o menos veinte racimos, que anoche me acosté con una de las mujeres malas y me emborraché, los demás son pecados veniales, como decir palabras feas, pelear con mi mujer y enfurecerme con mis hijos”. “Hijo de mi alma, tus pecados son muy graves, recuerda que lo robado no es perdonado si no es restituido, tienes que encontrar una manera de restituir esos plátanos; lo de que te emborrachaste ya se puede saber por el tufo que traes y que mata cristianos, y lo de la mujer, ya sabes que no es primera vez que vienes a confesármelo, tu carne es muy débil, si no enmiendas tus continuos pecados con estas mujeres te van a llevar a la perdición del fuego eterno; los que llamas pecados veniales también son graves porque seguramente con tus palabras feas maldices y hasta blasfemas, los altercados con tu mujer y con tus hijos debes morigerarlos porque ellos te conducen a la ira que es uno de los pecados más graves; una vez más te conmino a que entiendas tus pecados y hagas un firme propósito de no volver a cometerlos; como penitencia darás veinte pesos a nuestra Señora de los Siete Puñales y de hoy en adelante, cada día, hasta tu próxima confesión, rezarás cinco credos y tres rosarios. Reza el señormiojesucristo”. “Señormiojesucristo…”. A más de su tablero de controles, El Fugaz ostenta, a la izquierda, una lámina barata de san Cristóbal rodeada de una corona de siemprevivas, en el centro, encima del espejo retrovisor, una estampa de la virgen del Perpetuo Socorro guardada a cada lado por dos ramos de siemprevivas, a la derecha un retrato de El Caudillo; con esta guardia delantera, sus brazos expertos y su ojo preciso como el de un arriero, José Luis Bedoya, alias Chicharrón, comedidamente lleva a los pasajeros de Saldeguaca a la Villa de la Candelaria; Darío monta la llanta de repuesto. “No hombre, no se suba, ¡¿no ve que están cambiando la llanta, o qué?!”. “Y ustedes, ¿a qué van a la Villa?, cuenten pues”. Doña Julia voltea la cara esquivando la pregunta mientras su niña sonríe medio tímida al interlocutor, Darío termina con lo de la llanta, desmonta el gato y abre el portamaletas. “Bueno ¡traigan aquí esos corotos que ya nos vamos!”. La barbería de Saldeguaca contiene dos armarios que guardan varias cajas de jabón en polvo para afeitar, siete tijeras, doce frascos de loción para después de la afeitada, tres frascos de tricofero DuBarry, una piedra de afilar hojas, una silla de barbero muy gastada en los brazos de cuero, oxidada en la pata de metal, chirriadora al girar, en la repisa una inevitable bacía de barbero para mezclar el jabón en polvo con el agua caliente, las tijeras de uso, la brocha peluda de uso, la piedralumbre de uso, la loción de uso, el talco de uso, dos espejos, uno frente al otro, una palangana, una fotografía de la Magdalena meditando en la cueva de la muerte, una Alegoría del bebedor (en vitela), un retrato del Corazón de Jesús, un radiocardiograma enmarcado, dos sillas para que los pacientes se sienten, una hemeroteca de publicaciones viejas amontonada junto a las sillas, una percha de pie, un radio y un reloj; doña Leonor Guzmán despierta a su marido, se levanta desganado y se dirige al baño, después de mear piensa temerosamente en el chorro helado que le espera, cobra valor, abre los brazos y respira profundamente, se mete bajo el agua. “¿Está ya listo el desayuno?”. “¡Pero si ni siquiera te has afeitado y ya estás acosando por el desayuno Helio bendito!”. Calladamente empieza a enjabonarse la cara flaca (Caremachete lo llamaban en la escuela), desayuna velozmente y velozmente sale de la casa como si el patrón lo estuviera esperando en la barbería. “… por lo tanto, en la oficina de don Alberto te explicarán todo lo que debes hacer. Encomiéndate a la Virgen del Perpetuo Socorro y a nuestra Patrona, arrepiéntete de tus pecados y reza el señormiojesucristo”. “Señormiojesucristo… basbabaslabasamen”. “Ego te absolvo in nomine patris et filii et…”. El reverendo Noreña camina acusadamente por el atrio, mira hacia el camión de Chicharrón, su paso enérgico cae sobre el embaldosado con la fuerza y serenidad que tanto elogiaban sus profesores cuando estaba en el seminario, las gafas tienden a corrérsele sobre la nariz, gafas que ya muy viejas viene usando por diez años y a las cuales les ha hecho cambiar las lentes solo una vez (la miopía progresiva de tanto leer y estudiar, el breviario de las devociones y las cuentas de la parroquia, vigilar el pueblo y ordenar la conducta de los hombres), renguea desde que lo operaron de la próstata y de lo cual le quedó el espermancamiento vacilante, algunas palomas revolotean alborotadas con su pasar, deslumbradas por el rebrillo de las hebillas de plata en sus zapatos; su caminar despide cierta seguridad malsana que su padre confesor solía describir como síntoma de orgullo y soberbia, disminuye la lentitud de sus pasos a medida que se acerca al templo, abre su libro de oficios, se detiene ante la puerta, mira hacia la plaza y observa a la gente que sube al camión, observa la alcaldía cerrada, la peluquería abierta, el postigo del teniente abierto, el toldo de Próspero, el postigo del teniente, Ramón, mira hacia el balcón de la casa de doña Tulia, hacia el postigo del teniente y como dándose por satisfecho entra en la nave (fuera de la cual no hay salvación) y va a sentarse en su confesionario (a sentarse en su cubil como negra y maligna ave viperina y tóxica, así lo calificó el poeta que se suicidó en el parque después de cortar una rosa y ponérsela en el ojal de la solapa); los arrieros sudan y gritan meros animales montaraces, peen como mulas y escapan ladeando los cigarrillos en sus mestizos labios de buey; Filiberto Posada viene primero, sesenta y dos años, ha caminado tres leguas, ni siquiera suda, sus ojos van atentos a cada mula, a cada traspié, a cada rezago, el tabaco bien mordido y presto el brazo para asentar el zurriago sobre la Chapolera que es la más caprichosa, pasa frente a la casa de los Giraldo, saluda cortésmente tocándose el ala del sombrero con el mango del guayabo, Ismael, el nieto de seis años trota a su lado para coordinar el paso, aferrado a los ramales de la vaina del machete de su abuelo, no llueve pero las mulas están frescas; a dos cuadras viene Fabián Ochoa, se detiene en la casa de los Giraldo para entregar unos quesos y hacer requiebros a la sirvienta, pellizcarle las nalgas, sus mulas continúan al trote como si fueran azotadas, acostumbradas ya porque Fabián no las deja en paz un segundo, continuamente va fueteándolas como si anduvieran despacio; pegado a él viene Fabricio González, ha sido el último en salir este domingo porque él es el más cercano al pueblo, ahí no más, más allá de la Cascada, ni una legua, saluda al pasar por la casa de los Giraldo aunque nadie hay que le reciba las saludes, ni nadie que le responda a las “buenas mañanas”, golpea el ala del sombrero con el mango del zurriago y vocifera: “¡Cómo amanecieron!”. Un caballo sin montura y con su jinete irrumpe en la plaza y va a detenerse chispeando junto a la mula de don Federico, la cabeza del barbero asoma en la puerta de la peluquería, el sargento se detiene a la puerta del cuartel, el jinete baja presto y entra al Pielrroja. “Dohon Fehedeherico, la policía mató a Garcés y Arredondo”. “Pasito hombree, no haga escándalo, ¿a Garcés y Arredondo, Virgilio y Luis Ge?”. “Los mismísimos don, en el mero atrio”. El reducido grupo que se ha formado se mueve hacia la parte trasera de El Fugaz aprestándose para subir las maletas, los bolsos y las encomiendas. “No señora, no se asuste, yo no me la voy a comer”. Doña Julia toma la niña, Georgina, del brazo y sube al camión alejándola del interlocutor, un desconocido agente viajero que va de regreso a la Villa después de haber empleado todo el sábado vendiendo específicos. “Lo que él quiere es hablarte, ni lo voltees a ver”. Georgina se sienta comedidamente junto a su mamá en la segunda banca, otros pasajeros suben y se distribuyen por las diversas bancas, aún entredormido, el agente viajero se sienta en el extremo de la izquierda en la banca de adelante y empieza a mirar por el espejo a Georgina, allá le sonríe atemorizadamente mientras doña Julia la vigila al reojo. “Oiga usted, no se siente ahí que ahí voy yo”. El agente no hace el menor caso, es como si no hubiera oído, don Ricardo Vélez sube con sus alforjas y envuelto en la ruana, se sienta en el extremo de la segunda. “Buenos días doña Julia, ¿cómo le amaneció?”. “Muy bien don Ricardo ¿y usted?”. “Pues ahí, como siempre, medio vivo, medio muerto, unos días que me voy, otros que me quedo”. “Cómo así don Ricardo, ¡cuánto lo siento!”. “Mi Dios se lo pague señora Julia. Vea, ¿y qué la lleva por la Villa?”. “Pues no, nada importante, voy a visitar a Jorge, eso es todo”. “¿Y qué hay de él?, cuénteme”. Chicharrón llega medio acosado y revisa el equipaje. “¿Ya chequiaste el motor?”. “Sí ’ombe, ha’ que cambiar una bu’ía”. “En la bomba, en la bomba, ¿todo listo?”. “No, faltan algunos”. Chicharrón revisa banca por banca, el vendedor le arguye que esa banca no es la del fogonero, que el fogonero tiene que ir en la alta. “Vea hombre, lo que pasa es que ese puesto está reservado”. “Ah, bueno, si así es perdone usted”. El vendedor se baja y va a sentarse en uno de los pocos puestos que quedan atrás, doña Julia respira desahogadamente. “Encomiéndense a la Virgen que ya nos vamos, pero no se preocupen que la carretera está muy buena”. Chicharrón voltea la llave del encendido, El Fugaz ruge, pita anunciando su partida y echa a rodar por la calle Real hacia la salida de Saldeguaca en donde hay que recoger a Pacha, la moza de Chicharrón; la Venenosa se levanta de la mesa en la cantina y tambaleándose se mete en su cuarto, se mira al espejo, se frota el rouge con el envés de la mano y se arrodilla a rezar y llorar, la Culibajita la consuela y trata de hacerla meter en la cama, la Venenosa se resiste. “… dejame llorar mis penas, ¿vos creés que porque soy puta no tengo de qué llorar?, ay, ese hombre me va matar, ¿cuándo volverá?”. La Culibajita entra a la cantina y despierta a Crisanto que se ha quedado dormido sobre una mesa. “Venga pues mijito que ya si’acabó el trabajo y nos tenemos qui acostar”. Crisanto se levanta de la mesa vomitada y con la cara toda untada, la Culibajita le ayuda a sostenerse y vacilantes se meten a su cuarto, ella moja una toalla en la ponchera de agua caliente y empieza a limpiarle la cara. “¡Olés a puro demonio!”. Lo desviste y se mete con él en la cama después de lavarse la vulva, se persigna y empieza a rezar sus oraciones y entredormirse mientras él se va despertando. “Bueno cabrona, ¿es que no vamos a meter o qué?”. “Vos estás muy borracho y esa cosa no se te para”. “¿Que no?, tocá y verás qu’está como pat’a e santo”. La Culibajita le coge la cosa que en realidad está como una pata de santo, sonríe contenta y se le sienta encima. “Me tenes que soltar esa piedra ligero o te mato. Yo creo que vos se la estás soltando a otro gran perra”. “Ssssssst, sst”. Sonriente, la Culibajita salta encima de Crisanto y le aprieta las caderas con las rodillas, empieza a temblar y él a arquearse; la Venenosa termina sus llantos y arrancándose el vestido se mete en la cama y se queda dormida de un golpe, tocan a su puerta, ella no oye, tocan más fuertemente, es la Pesada, la débil puerta cede con el empujón de la enorme mole borracha y excitada. “¿T’ emborrachaste otra vez malparida?!”. Coge el cepillo para el pelo y empieza a golpear a la Venenosa en la cara. “¡Gran puta!, mientras yo trabajo vos bebés porque ya no tenés a nadie que te coma y yo te tengo que mantener, ¡ah, gran malparida!”. La Culibajita interrumpida en su tarea en el cuarto vecino por los gritos de la Pesaba precipita las cosas. “Yo voy a callar ese par de areperas, esperate y verás”. “No mijo, no se mueva, no se vaya a meter con eso que con cosas de amor nadie se puede meter”. Ella vuelve a su ritmo encima de Crisanto, Efraín el cantinero viene a ver qué pasa pero dándose cuenta de que son ellas vuelve a la cantina a terminar su cerveza antes de acostarse, agita una botella de soda y empieza a duchar a los que se han quedado dormidos en las mesas. “Bueno muchachos, esto se acabó, vamos a cerrar, vayan despertándose que ya nos vamos para la misa”. Con las primeras gotas de sangre que salen de la frente de la Venenosa, la Pesada se conmueve y empieza a besarla hasta irse quedando dormida, la otra, inerte como si estuviera muerta respira y babea la almohada, Efraín pone el candado y desenvuelve la estera que guarda detrás de la puerta, trae las cobijas, apaga las luces, se persigna y trata de dormir. “¿Por qué no te moriste indio de mierda?!”. “No sé mi teniente”. El teniente se sienta, Silveriano arrodillado le acomoda los pies en los calzoncillos, el teniente se pone de pie, Silveriano sube los pantaloncillos, el teniente se sienta. “¿Sigue muy enfermo mi teniente?”. “¡No, no es nada indio de mierda!”. Silveriano abraza al teniente, el teniente se aprieta contra el afiebrado e inane, las mangas de la camiseta, la camiseta sobre el pecho, un roto cerca de la tetilla izquierda. “No, no importa, indio de mierda, otro día la remienda”. “Sí mi teniente”. “¿Hay pompas?”. “Sí mi teniente, solo uno”. Vestido y endomingado el teniente baja las escaleras golpeándose las piernas con el vergajo, los soldados se ponen de pie, dispersos en derredor a la barbacoa, el sargento se adelanta, la cara ensangrentada, la cabeza vendada, el dolor de las corvas, los ojos rendidos, la acritud en la garganta. “Acabamos con todos mi teniente, no queda ni uno”. “Pero nos falta uno, gran hijo de puta”. El teniente golpea con el vergajo débilmente la mejilla del sargento. “¿Por qué lo dejaste morir, gran hijo de puta?!”. El sargento calla, el teniente arrecia los golpecitos, extiende el brazo y golpea fuertemente con la sangre seca de la mejilla, salta un polvillo marrón, la sangre se refresca con la nueva. “Preparen el funeral, laven al muerto”. Los crótalos herrados de las mulas llegan a la plaza por las cuatro esquinas como si una banda de gitanos madrugara al pueblo para arreglarlo con los panderos, las ajorcas tintineantes y la lectura de tarots y manos, los crótalos retumban en los pabellones del sargento que se dirige a la botica por las benzedrinas, la acústica que forman las filadas tapias, las cocidas tejas, las aboriginalmente piedras sobre el piso estallan con sus ritmos y ecos en los pabellones heridos del sargento, parece que aún estuvieran disparando, se aprieta las palmas contra las orejas y escucha el agitado atabal de su corazón percutiendo en los nervios de las muñecas, en la red venosa de las sienes; Jenaro Chaverra trota al lado de su perro, las mulas van de prisa, acosadas por el sol y las enjalmas en las mataduras; Juancho que viene rezagado, Juancho López, va conversando con Julio, reunidas las dos recuas, Julio Agudelo; Hermenegildo Barrientos viene por el puente de la Herrería, blande su zurriago y blande su palabra (es uno de los copleros más renombrados, dizque solo le gana el viejo Chema); Hernando va entrando al barrio de putas, Hernando Alzate, Hernán Sepúlveda ya está propiamente en el pueblo, trotando por la calle Real entre blanqueadas tapias con su recua parda; Óscar Rojas viene acompañado de su mujer porque ella, mientras él descarga, instala su venta de verduras en la plaza, tienen una huertecita en la finca; Horacio Londoño les precede, Ovidio y Otomán ya están en el pueblo, Ovidio y Otomán Osorio, el primero descarga el maíz en la tienda de don Toribio y el segundo junto a la flota porque todo el frisol de don Chema, su padre, se lo llevan para la Villa de la Candelaria; Heliodoro llega a la puerta de su barbería y la abre, toma la escoba y barre, un muchacho llega con el Cariacontecido y se para en la puerta a mirarlo absortamente, Helio distraído barre, barre la sombra del muchacho y el polvo del piso. “Buenos días don Heliodoro lo estaba esperando”. “Éntrese hombre y espéreme un momentico que tengo que barrer esta pesebrera, anoche hubo mucho trabajo y no tuve tiempo de hacerlo. Toda mi vida siempre lo he hecho por la noche, creo que durante los días que tiene este pueblo, pero a las once despaché el ultimo cliente, todos montañeros usted sabe, usted sabe los sábados hay mucho trabajo porque vienen todos estos montañeros a mercar y vender pendejadas. Vea, ¿y qué le pasó que viene tan temprano? Hoy como que va a hacer buen día, ya la mañana está calientica, pueda ser que no peleen mucho a ver si se trabaja en paz. Ya casi acabo, no se vaya a ir, es cosa de un momentico. Vea hombre ¿y qué le pasa que trae esa cara como de espantado? No se preocupe que usted está muy joven y esta vida rinde mucho, no empiece a joderse que usted está en lo primero. ¿Por qué no me hace un favor, y mientras acabo aquí de barrer, va y me trae un tintico del café?”. “Con mucho gusto don Heliodoro, ¿del Pielrroja?”. “Dígale a Laureano que es para mí”. El muchacho sale corriendo, Heliodoro sintoniza el radio en la estación que transmite la Ópera Matinal y tararea una aria invariable que aprendió cuando estuvo viviendo en la Villa. “¿Cuánto hace?”. “Quince días padre”. “Diga sus pecados”. “He tenido malos pensamientos, quince veces he deseado ardientemente a mi novio, he peleado dos veces con una compañera de la escuela, he dicho cincuenta mentiras, he sido desobediente no sé cuántas veces, pido perdón por todos mis pecados, los confesados y los olvidados”. “Estás en la edad en la cual el demonio tienta a los hombres con el terrible pecado de la carne. Tu misión en este mundo es criar hijos para el cielo y educarlos, por lo tanto debes conservar tu pureza hasta el santo día del matrimonio, si tu novio te es motivo de pecado aléjate de él, no lo frecuentes, ya vendrá otro hombre que será tu futuro esposo y no te causará tanta pena, tanto dolor para tu alma inocente, arrepiéntete de tus pecados y haz una firme encomienda de no cometerlos más, reza el rosario cada día con suma devoción y enciéndele una vela a Nuestra Señora de los Siete Puñales. Reza el señormiojesucristo”. El rostro se retira del postigo con visillo, con el que lleva el olor a pachuli, un hombre procede de la fila y se arrodilla frente a la negra sotana del párroco, su cabeza surge de entre las cortinillas moradas. “Di tus pecados”. “Vea padre, yo ya hablé con los hombres, todo está listo y arreglado”. “Muy bien hombre, usted sabe que tiene mi apoyo en todo lo que haga. Hay que liberar a este pueblo de esa chusma infame”. “Muy bien padre”. “Ego te absolvo…”. “Gua gua gua guaaaaak, gua gua gua aaaaaaah, guah guah gua guaguaGUAH!”. El padre Noreña se levanta aireado de su confesionario, va hacia el perro, el perro retrocede, un hombre lo golpea con el bastón, el perro huye ladrando más agudamente por entre los fieles hacia la puerta. “Un mes padre”. “Debes confesarte con más frecuencia hija mía, no lo olvides, no es bueno pasar días en pecado porque la vida es efímera y nunca sabes cuándo vas a morir, y si mueres en pecado ya sabes lo que te espera, di tus pecados”. “Me acuso padre de haber sido infiel a mi esposo, de incumplir con mi deber en el hogar, de no haber venido a la misa del domingo pasado. Me acuso de todos los pecados confesados y olvidados”. “¿Cuántas veces has sido infiel a tu marido?”. “Tres veces padre”. “¿Con la misma persona?”. “Dos veces con una y una con otra”. “Maldita. ¿Sabes cuán vil es este pecado? ¡Maldita adúltera! Tú que eres considerada socialmente como modelo de virtudes y no eres más que un sepulcro blanqueado, tú, mujer, vil mujerzuela, ¡te arrepentirás hasta el fin de tus días de tan ignominioso hecho! Oh hija mía, nunca más vuelvas a hacerlo, este pecado no solo se castiga con la pena sino con la muerte, las mujeres antiguas eran lapidadas, pero tú, tú has tenido la suerte de vivir en estos tiempos corrompidos y modernos en los que la sociedad no se protege; si cuando vuelvas a confesarte regresas con este pecado no te podré perdonar, tendrás que ir a confesarte con el señor obispo…”. La palidez que se ha acentuado en las sienes de súbito aprieta la cabeza de la penitente quien temblorosa rueda por el escabel del confesionario y cae inconsciente sobre las baldosas. “Pobrecita, no debe haber desayunado todavía, ayudémosla”. Tres de las mujeres la levantan y van a sentarla en una de las bancas; Filiberto Posada viene primero, Ismael, el hijo de Juancho, el menor trota a su lado, asido a los ramales de la vaina del machete. “¡Pueda ser que ya no llueva más!”. “Ya vamos llegando, ¿no cierto abuelito?”. “Sí mijo, ya casi llegamos, ¿está cansado?”. El niño no contesta, le duelen las plantas de los pies, el abuelo bien lo sabe, pero Ismael tiene también que aprender a ser arriero, primero le dolerá un poco pero con el tiempo la piel forma callo; el trotar deja de ser penoso y el trabajo se vuelve sencillo; el muchacho vuelve con el café y poniéndolo sobre el tocador sonríe a Heliodoro: “Don Heliodoro por favor, motíleme ligerito que es que me tengo que ir para el colegio y no quiero llegar tarde, ni siquiera me he puesto el uniforme, ayer no tuve tiempo de venir porque me fui a jugar fútbol a la manga”. “Y mejor que no hubiera venido porque con el trabajo que hubo no sé si me hubiera alcanzado el tiempo, pero como le dije antes no empiece a preocuparse que usted está muy joven, siéntese a ver si comenzamos”. Don Heliodoro echa mano a las tijeras y empieza a sonarlas en el aire como si cortara la cola a los espíritus. “Es que mi papá me castigó y me mandó para acá hace rato”. “Vea, cuénteme hombre, cómo está su papá, hace días que no lo veo, creo que desde que lo motilé la última vez. Ese Fernando sí que es un gran tipo, es de los pocos varones que hay en este pueblo. ¿Se acuerda usted de lo de Rengifo? Pues ahí se portó como un hombre, nos mostró a todos lo que vale, especialmente a nosotros los liberales y a esos godos también que querían acabar con Rengifo ahí sin más ni más, todo porque el pobre Rengifo es pobre. ¿Lo mojo? Pero su papá sí que es un caballero, y como les hablaba y como los desafíó, no fueron capaces de dar ni un paso, ni siquiera uno, pero no, usted estaba muy chiquito para acordarse, mejor que ni se lo cuente. Bueno, ¿no ve?, ya está listo, ya sabe que Heliodoro es su peluquero y que no tiene que preocuparse, cuando llegue a la casa démele saludes a Fernando y dígale que se deje ver de vez en cuando”. El grupo sangriento fatigado se va a las duchas, el muerto y el teniente se quedan solos en el patio claro, la pierna izquierda amputada completamente, la carne interior pálida, la cara blanca y barbada, el teniente extiende la sábana, se golpea la pierna con el vergajo, por los caños del baño va el pantano, el polvo, la sangre, el sudor, la mierda, el teniente observa cómo se van por el sumidero, los movimientos lentos de los soldados cansados. “Sargento, dígale al boticario que mande las benzedrinas, hoy es domingo”. El teniente se sienta en el corredor, el sargento sale a la plaza, la botica está cerrada, Silveriano le da el vaso de jugo, la uretra arde, el batallón desnudo pasa sobre el patio en tierra bajo el sol, marcha adormecidamente, sube las escaleras hacia el dormitorio. “La botica está cerrada mi teniente”. “Vaya hasta la casa de ese malparido y no se me aparezca sin las pastillas gran cabrón”. El teniente toma el jugo de naranja, va al baño. “Es mejor la verga del cura”. “¿Qué dice mi teniente?”. “Que es mejor la verga del cura”. Silveriano cierra la ducha. “Perdone mi teniente pero no lo oigo”. “¡Nada, indio de mierda!”. La nariz del teniente tiene veinte y dos años, la lengua del teniente tiene veinte y dos años, el teniente todo entero tiene veinte y dos años en la puerta del baño mirando a Silveriano bañarse, los soldados se ponen los uniformes limpios, se acaban de secar la sangre, se limpian las heridas; Filiberto, Fabián y Fabricio vienen del sur, bañados en luz y sudor, sacudiendo los rejos, los cetros de guayabo, circundados por las mulas castañueleras, alocadas, sonoras, el eco del trote se proyecta hacia las tapias. “Muévetemulahijueputarecondenada”. Truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta truta “¡Arre mula de los demonios!”. Sobre las mataduras van las enjalmas, sobre las enjalmas la carga, sobre la carga el rejo, y sobre el rejo las bocas de Filiberto, Fabián y Fabricio, proferidoras, vituperadoras, apasionadas, anchas, tenoras que avientan las palabrotas contra el trasero peyente de las estériles bestias; Ismael de cuando en cuando levanta su zurriago y ayuda a Filiberto con la tarea, pero los dos pies arden, arden más que el trasero de las mulas, más que las mataduras de las mulas bajo las enjalmas, arden sobre los filudos guijarros, las yerbas espinosas, la piedra reventada; Rosalba abre la puerta. “Como li’ amaneció mi niña”. “Pus a i será bien y a vusté”. “Pos lo mesmito qu’ iayer, ni más ni menos”. Ella se le arranca de las uñas que se le han clavado en la nalga, mientras lo mira con desdén y ganas le palmotea la callosa mano de una bestia, inmensa, poderosa. “Prest’ iacá esos quesitos y adiosito”. Antes de entregarle los quesitos le vuelve a agarrar la nalga. “¡Eh maldita sea, lárguese pues!”. Las mulas de Fabricio lo alcanzan al bajar las escalas de piedra, corre delante de ellas para alcanzar las suyas que han seguido a un rápido trote. “¡Qu iubo Jabián!”. GHUAGHUAGHUAGHUAGHUA GHUAGHUAGHUAGHUA”. “Diga sus pecados, este maldito perro…”. El cura interrumpió, aparta al teniente, sale del confesionario, el perro al verlo sale atemorizado, algunos ríen, el padre Noreña acordeona el entrecejo y vuelve al confesionario. “Mire padre, yo no vine propiamente a confesarme sino a decirle que vino un hombre de la Población Vecina contando que allá mataron a dos liberales y que si usted no ayuda a lo que pueda pasar este pueblo se va a prender como todos los domingos”. “¿Sabes los nombres de ellos?”. “Un tal Arredondo, del otro, ni idea”. “Ego te absolvo in nomini…”. El reverendo padre Noreña se levanta y va a la sacristía, escribe una nota en un papelito. “Quítese esa sotana, no, no, mejor vaya con ella, vaya a la casa de don Alberto Ospina y llévele esto. Pero a la carrerita”. “Diga sus pecados”. “Me acuso padre de haber jurado en falso, de haber fornicado quince veces, de no haber cumplido con mi deber, de haber desobedecido a mi padre, de haber matado un ratón, de haber mentido como mil veces, de haber hecho chismes, de no haber ido a la escuela, de haber robado, de haber vuelto a mentir”. “En penitencia rezarás cinco Credos. Ego te absolvo in nomini Domini Patris…”. “Diga sus pecados”. “Hace quince días padre”. “Diga sus pecados”. “He sido mala, perjura, infiel, he cobrado por mis servicios en el barrio, he dicho palabrotas feas, he maldecido, lo he maldecido a usted por no dejarnos ir al pueblo, chucé a un hombre la semana pasada pero los policías no me cogieron. Estoy muy arrepentida padre y no quiero volver a hacerlo más”. “En penitencia darás diez pesos a la Santísima Virgen y rezarás el rosario todos los días. Ego te absolvo…”. “Ghua ghua ghua ghua ghua”. “Diga los pecados”. “Mis pecados no son sino veniales porque yo nunca cometo pecados mortales, yo soy muy buena pero no me enorgullezco de ello, sino más bien trato de ser…”. “Si no tienes pecados haz un acto de contrición”. “Señormiojesucristo…”. “Ego te absolvo in nomi…”. El acólito vuelve corriendo, el párroco se levanta y va a la sacristía. “Qué dijo, qué mandó decir”. “No, él no dijo nada, cogió el papelito y se entró”. “¡Almártaga, vuelve y dile que si tiene algún mensaje!”. El sargento reparte las bencedrinas, los soldados parecen acabados de levantar mientras desayunan en un rincón del patio, el teniente no desayuna, se golpea con el vergajo, tiene veinte y dos años, sube a su oficina, grita desde el corredor del segundo piso: “¡Soldado Rentería, traiga la regadera!”. El soldado Rentería va a la esquina del patio en donde están las ametralladoras, coge la “regadera” y su trípode, sube las escalas. “Se va a estar aquí todo el día, ojo con la casa cural, ojo con la casa de don Laureano, ojo con la comandancia de la policía y ojo conmigo, yo no voy a salir de la plaza”. “Sí mi teniente”. Los soldados terminan el desayuno y empiezan a limpiar los fusiles, toman el café. “¡Silveriano!”. “Sí mi teniente”. “¡Afeitada!”. Silveriano va a la pieza del teniente, se sienta en su taburete en el corredor del segundo piso, por el marco que deja el techo hacia el cielo atraviesan cinco gallinazos. “Ahí van tus tíos Silveriano”. “Sí mi teniente”. Silveriano va a la pieza, vuelve con la vasija de agua caliente, moja la brocha, aplica el jabón en las mejillas, en la barbilla, en la nuca del teniente, pasa la barbera, pasan los gallinazos, el soldado Dinero prende una vela junto al ataúd del municipio, el soldado muerto no respira, las moscas lamen la película de aguasangre de su rostro, los gallinazos miran el pasar, Rentería ve un perro que sale corriendo de la iglesia, el teniente se golpea con el vergajo, Silveriano pule la nuez de Adán de veinte y dos años, pasa la toalla, frota el alcohol, la piel se enrojece. “Tráigame los cigarrillos y el café”. “Sí mi teniente”. Severiano coge la cajetilla de la mesa de noche, mira por el postigo y ve a un perro en el atrio de la iglesia, el toldo del carnicero, asoma la cabeza, la capota de El Fugaz, Atehortúa, el cocinero, atraviesa el patio encementado con el pocillo del teniente, Silveriano recibe el pocillo y va hacia el teniente, mira a los gallinazos. “Aquí tiene mi teniente”. Ya “bacía” de helio esa tonelada, tibia entre su mano y seca en el exterior, la heredó de su padre quien no siendo peluquero la usaba, tiene escrita una H que aparentemente fue lograda con un cautín de hojalatero, Heliodoro la deja sobre la repisa junto a las tijeras de uso y echa los treinta centavos en la caja de galletas un llamore e un bambino… se filtra por la tela burda que cubre el parlante del radio, viene hasta sus oídos a excitarlo a un “baaaaambino da… Boheee”. Una masa casi cuadrangular envuelta en una extensa ruana parda y gruesa, coronada por un sombrero alón de fieltro marrón, soportada por dos ángulos y encallecidos pies que curvan las tablas del umbral oscurece quieta y repentinamente casi toda la barbería; el hombre es muy alto, casi llena la puerta llegándose a las jambas con los codos de los dos brazos ocultos bajo la ruana, por el contraluz Heliodoro no puede ver los movimientos de los labios que dejan salir la voz profunda y vigorosa: “Heliodoro, mataron a Garcés y a Arredondo”. “No me lo diga don Mariano”. “Acaba de llegar la voz, ¿no vio al hombre a caballo que entró corriendo hace un momento?”. “Sí, ¿por qué don Mariano?”. “Él trajo la mala noticia, así que váyase preparando”. “Cuente siempre conmigo señor”. “Más tarde le daré los informes, tengo que hablar primero con los otros a ver qué se hace”. La masa gris gira lentamente en el marco de la puerta y desaparece por una de las jambas dejando un “hasta luego Helio” que se viene sobre el barbero como una pedrada, Helio se queda clavado, estupefacto en la mitad de la barbería, como saliendo de un súbito ensueño va hasta el excusado para constatar que su rifle está aún ahí; la Venenosa tiene un vestido rosa, la Pesada tiene una bata rosada y una blusa morada, duerme casi encima de la Venenosa vestida de rosa, los trajes vomitados, arrugados, laicizados, ensangrentados, enrosados, dormidos en derredor a ellas y ellas dormidas entre ellos, herida la Venenosa, la Pesada arrepentida y ponderosa sobre el débil rosa del vestido de la Venenosa, por las hendijas de la puerta entra la luz filuda, polvosa, fluye sobre las tablas y alumbra los zapatos de las dos putas, las flores marchitas sobre la mesa de noche, la pasta de los pintalabios se derrite en sus rostros, el mentón filoso de la Venenosa, muy blanco, liso y blanco de la Pesada, una de sus grandes tetas ha salido por el escote y rosa el vestido de la Venenosa, dos muñecas guardadas por un gigante corrompido, flácidas, desnutridas, intoxicadas muñecas que usan las brujas de las montañas para los maleficios, dura la cara de la Venenosa, vertical partida por una nariz huesuda aunque no preminente, agujereada por dos horizontales, delgados y oscuros ojos que fueron el atractivo para los hombres que la adoraran en su juventud, los labios delgados y apretados por la penuria; la Pesada tiene una cara tan redonda como sus tetas, blanda como ellas y blanquísima, envuelta en el cabello negro y recortado a la altura del lóbulo de las orejas, de consistencia de lana, de la frente de la Venenosa no sale sangre pero hay sangre seca al lado de su herida, en los pequeños labios de la herida, aguasangre como la aguasangre en el rostro del soldado muerto en el patio de los soldados, sus dos caras dormidas gastadas por la putería, el abandono, el tiempo, el amor, la intoxicación y el uso; El Fugaz tiene la trompa pintada de tres colores, amarillo, azul y rojo, los faros y la parte frontal son rojos, la tapa de la máquina, amarilla, los guardabarros azules, tres bandas de los tres mismos colores se adhieren a lado y lado hasta la parte de atrás en donde terminan en el cuadrángulo que delinea la tapa del portamaletas en cuya superficie una pintura representa un lago azul, rodeado de montañas verdes, una luna menguante en el cielo, y un hombre duro asido a una guitarra en forma de castañuela mal dibujada recostado al tronco de un árbol; el carruaje va por entre las tapias hacia la bomba de gasolina, pita alertando a los pasajeros, a los arrieros, a las vacas y a las mulas, José Luis Bedoya sostiene el volante como si tuviera a un toro por los cuernos, las láminas de los santos y sus flores se sacuden a medida que las llantas saltan en los baches y los guijarros, los huecos, el polvo blando, el retrato de El Caudillo se zarandea como en una película de cine mudo, doña Julia saca su camándula y empieza a repetir avemarías e insiste en que su hija la acompañe, otros pasajeros se santiguan al iniciar la carretera en la salida de Saldeguaca; el confesionario es de madera marrón barnizada, arruinada en algunos lugares por las uñas de ciertos penitentes convulsivos que no hallando cómo soportar las palabras han tenido que apuntalar su resistencia contra la construcción del dicho aparato, acosados por las admoniciones del confesor, dos cortinillas moradas velan la puerta ojival y ocultan al párroco en el interior, estampadas con dos cruces iguales, bordadas en la parte inferior con flequillos que solo las hermanitas Pérez con su tecnificada tradición pueden lograr; en el escabel frontal, en donde los varones se hincan, hay polvo y huellas de rodillas perdonadas, gusto de madera en donde a la manera de taladros por varias épocas muchos penitentes han pedido perdón por sus pecados o hanse ofrecido para ser absueltos después del vituperio unas veces, y otras después del consuelo y la admonición; las rejillas laterales a las cuales alternativamente el confesor ajusta una portezuela cuando termina cada confesión para evitar la confusión de pecados, un cojín morado y fabricado también por las hermanitas Pérez protege el trasero del confesor de la dureza de las tablas con que está construido el asiento; el padre sobre él, siente la presión de su cuerpo sobre el cojín, por entre las cortinas espía la devoción de algunas viejas, suena la campanilla que anuncia la elevación, terminan rápido los consejos a su penitente, separa las cortinillas y se arrodilla mientras pasa la elevación, vuelve a sentarse y aplica su pañuelo a las narices para protegerse del aliento matinal de los confesantes; el cuartel es una casa cuadrada, las partes de madera pintadas de amarillo, las tapias de rosa, en las tapias frontales del segundo piso e interrumpido por las tres puertas que dan al balcón un letrero dice: BATALLÓN GIRARDOT, en el primer piso y en la pared que da a la calle hay un cartel cerca de la puerta de entrada, impreso en tinta negra sobre el papel amarillo, titulado con el escudo nacional: