Kitabı oku: «Cuentos de Asia, Europa & América», sayfa 3

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Yazı tipi:

El verano de la Piedadray

bradbury

estados unidos

—¡ya no aguanto la espera! —dije yo.

—¿Por qué no te callas? —contestó mi hermano.

—No puedo dormir —dije—. No puedo creer lo que va a pasar mañana. ¡Dos circos en el mismo día! Ringling Brothers viene en el tren grande a las cinco de la mañana y Downey Brothers viene en camiones un par de horas después. No puedo soportarlo.

—¿Te digo algo? —dijo mi hermano— Duérmete. Tenemos que levantarnos a las cuatro y media. Me di vuelta en la cama, pero simplemente no pude dormir, porque podía escuchar cómo los dos circos se acercaban desde el borde del mundo, para levantarse con el sol.

Antes de que me diera cuenta ya eran las 4:30 am y mi hermano y yo estábamos de pie en la fría oscuridad, vistiéndonos, tomando una manzana para desayunar, corriendo por la calle y colina abajo hacia la estación de trenes.

Cuando el sol empezaba a salir, el gran tren de Ringling Brothers y Barnum & Bailey —noventa y nueve vagones cargados de elefantes, cebras, caballos, leones, tigres y acróbatas— llegó al patio de maniobras; las enormes locomotoras, envueltas en vapor, bufaban también grandes nubes de humo negro, y los vagones de carga se abrían para dejar a los caballos dar sus primeros pasos en la oscuridad de afuera, y a los elefantes descender con cuidado, y a las cebras, en manadas grandes y rayadas, reunirse bajo la luz del alba, y mi hermano y yo estábamos ahí, temblando, a la espera de que empezara el desfile, porque iba a haber un desfile de todos los animales, a través del pueblo todavía a oscuras, hacia los terrenos remotos donde las carpas se elevarían, murmurando, hacia las estrellas.

Por supuesto, mi hermano y yo acompañamos al desfile colina arriba y a través del pueblo, que no sabía que estábamos allí. Pero allí estábamos, caminando con noventa y nueve elefantes y cien cebras y doscientos caballos, y la gran carroza de los músicos, silenciosa entonces, hacia el prado totalmente vacío que, de pronto, empezó a florecer con el levantamiento de las carpas.

Nuestra emoción crecía a cada minuto porque donde horas antes no había habido nada en absoluto, ahora estaba todo lo que había en el mundo.

Para las 7:30, Ringling Brothers y Barnum & Bailey ya se había instalado bastante bien y era hora de que mi hermano y yo corriéramos de vuelta a donde los camiones descargaban el pequeño circo Downey Brothers: versión en miniatura del gran milagro, salía de camiones en vez de trenes, con sólo diez elefantes en vez de casi cien, y sólo unas pocas cebras, y los leones, adormilados en sus jaulas separadas, se veían viejos y sarnosos y exhaustos. Esto se aplicaba también a los tigres, y a los camellos, que se veían como si hubieran caminado cien años y la piel empezara a caérseles.

Mi hermano y yo trabajamos toda la mañana cargando cajas de Coca-Cola en botellas de verdad, hechas de vidrio y no de plástico, de modo que llevar una significaba levantar más de veinte kilos. Para las nueve de la mañana yo estaba exhausto, pues había tenido que mover cuarenta cajas o más, cuidándome a la vez de que no me pisoteara alguno de los monstruosos elefantes.

A mediodía corrimos a casa por un sándwich y de regreso al circo pequeño para dos horas de explosiones, acróbatas, trapecistas, leones sarnosos, payasos y jinetes del Viejo Oeste.

Al terminar la función del primer circo, otra vez corrimos a casa y tratamos de descansar. Tomamos otro sándwich y a las ocho salimos otra vez, hacia el gran circo, con nuestro padre.

Siguieron otras dos horas de truenos de metal, avalanchas de sonido y caballos al galope, tiradores expertos, y una jaula llena de leones nuevecitos y verdaderamente irritables. En algún momento mi hermano se fue, riendo, con unos amigos, pero yo me quedé al lado de mi padre.

Hacia las diez las avalanchas y las explosiones cesaron de pronto. El desfile que yo había presenciado por la mañana ocurrió en reversa ahora, y las carpas empezaron a hundirse, suspirando, para quedar en el pasto como pieles vacías. Nos quedamos de pie en el borde del circo mientras todo exhalaba, y todas sus carpas se colapsaban, y empezaba a alejarse en la noche, con la oscuridad llena de una procesión de elefantes que jadeó todo el camino de vuelta a la estación de trenes. Mi padre y yo nos quedamos allí, en silencio, mirando.

Di un paso con mi pie derecho, para empezar la larga caminata a casa, cuando de pronto pasó algo extraño: me quedé dormido de pie.

No me derrumbé, no sentí miedo, pero —de pronto— simplemente ya no pude moverme. Mis ojos se cerraron y empezaba a caer cuando sentí, súbitamente, que unos brazos fuertes me atrapaban y me levantaban en el aire. Pude oler la nicotina en el aliento cálido de mi padre, que me acunaba en sus brazos, daba media vuelta y comenzaba la marcha arrastrando los pies.

Todo aquello fue increíble porque estábamos a casi dos kilómetros de casa, y era realmente tarde, y el circo casi se había desvanecido y toda su extraña gente ya no estaba allí.

Por la banqueta vacía, mi padre marchó, cargándome en sus brazos toda esa gran distancia. Imposible: después de todo yo era un muchacho de trece años y pesaba más de cuarenta kilos.

Podía sentir sus esfuerzos para no soltarme, pero no podía despertar del todo. Luché por parpadear y mover los brazos, pero pronto estuve profundamente dormido y durante la siguiente media hora no tuve forma de saber que aún me llevaba, como una extraña carga, a través del pueblo, que apagaba sus luces.

Como desde muy lejos, oí voces y a alguien que decía: —Ven, siéntate, descansa un momento.

Me esforcé por escuchar y sentí que mi padre se estremecía y se sentaba. Me di cuenta de que en algún momento del viaje habíamos pasado ante la casa de algún amigo y que la voz había llamado a mi padre para que descansara en el porche. Estuvimos allí por cinco minutos, tal vez más, con mi padre sosteniéndome en su regazo y yo, aún medio dormido, escuchando la risa gentil del amigo de mi padre, que comentaba nuestra extraña odisea.

Al cabo, la risa gentil cesó. Mi padre suspiró, se levantó, y mi medio sueño continuó. Mitad en sueños y mitad no, lo sentí cargarme durante el último kilómetro, hasta la casa. La imagen que conservo, setenta años después, es la de mi buen padre, sin hacer nada más que algún comentario seco, llevándome por las calles oscuras; probablemente es el recuerdo más hermoso que un hijo ha tenido de alguien que lo cuidaba, y lo amaba, y a quien no le importaba hacer esa larga caminata hacia su casa, de noche.

Con frecuencia he llamado a esta imagen, de modo un tanto extravagante, nuestra Piedad: el amor de un padre por su hijo. Su caminata por esa larga banqueta, rodeado de casas a oscuras, mientras los últimos elefantes se desvanecían por la avenida principal hacia la estación de trenes, donde silbaba la locomotora y el convoy, rodeado de vapor, se alistaba para lanzarse hacia la noche, llevando un tumulto de sonido y luz que viviría en mi memoria por siempre.

Al día siguiente desayuné dormido, dormí toda la mañana, almorcé dormido, dormí toda la tarde, y finalmente desperté a las cinco y fui, tambaleándome, a cenar con mi hermano y mis padres.

Mi padre estaba sentado en silencio, cortando su bistec, y yo estaba sentado frente a él, examinando mi comida.

—Papá —lloré de pronto, con lágrimas cayendo de mis ojos—. ¡Oh, gracias, Papá, gracias! Mi padre cortó otro pedazo de bistec y me miró. Sus ojos brillaban.

—¿De qué? —dijo.

Traducción de Alberto Chimal

Adsum

angélica gorodischer

argentina

La primera vez que vio a ese hombre en su jardín se asustó muchísimo. Voy a llamar a la policía, pensó. Pero después se imaginó el diálogo hay un hombre en mi jardín ¿lo conoce? pero no no lo conozco es un intruso en mi jardín ¿le robó algo? no ¿la amenazó? no ¿estaba armado? no sé ¿intentó entrar a la casa? no ¿y qué hizo? nada pasó nomás ¿y qué quiere que hagamos? no sé son ustedes los que saben lo que tienen que hacer señora si no hay delito la policía no puede actuar bueno está bien gracias buenas tardes. Después fue acostumbrándose: el hombre pasaba, sólo pasaba, no estaba armado, no lo conocía, no intentaba entrar. Lo estudió, poco a poco lo estudió. Descubrió que tenía un pequeño lunar marrón claro acá, cerca del ángulo del ojo izquierdo. Descubrió que era ancho de hombros y que siempre iba impecablemente vestido; y que no usaba anteojos y que miraba invariablemente al frente y que no apuraba ni disminuía nunca el ritmo del paso. Descubrió además que se le había pasado el miedo, que ya no pensaba en llamar a la policía y que casi esperaba que pasara, todos los días. Y pasaba. Pasaba, no faltaba nunca: todos los días, verano e invierno, buen tiempo o lluvia, pasaba por su jardín, tranquilamente, sin dar vuelta la cabeza para mirar hacia la casa o hacia el cerco del fondo.

Si llovía, se mojaba; o no se mojaba; o mejor dicho, parecía no mojarse: no le resbalaba el agua desde los hombros, no le caía por la espalda del traje gris oscuro, no se despeinaba, no entrecerraba los ojos contra las gotas de lluvia. Sólo pasaba, seguía pasando. Lo que sí cambiaba era la hora. La primera vez había sido, ella se acordaba muy bien, a las nueve y cuarto de la mañana. Y en los días sucesivos, a las diez y media, a las ocho y cuarto, a las once, hasta que ella dejó de contabilizar el tiempo. Pasaba, el hombre pasaba y ella lo esperaba y una vez que pasaba podía dedicarse a la casa o salir o hacer lo que se le diera la gana; pero hasta que el hombre no pasaba, ella esperaba. Lo esperaba y él pasaba. Nada cambiaba nunca.

O sí.

Desde aquel día a las nueve y cuarto de la mañana algo había cambiado y ella no se daba cuenta de qué. Es que no podía, no podía eso, eso de darse cuenta y no podía porque esperaba atentamente a que el hombre pasara y la atención se le iba en eso, se ocupaba en eso de esperarlo a que pasara y, cuando pasaba, mirarlo atentamente a ver qué otra cosa descubría y entonces no le era posible ver, saber, hasta que vio y supo por ejemplo que la mañana parecía siempre nublada, siempre todos los días en los que el hombre pasaba que eran todos, y que aunque hubiera sol y ella lo hubiera comprobado, cuando el hombre pasaba estaba nublado, se nublaba el cielo. Eso era distinto, aunque otros aspectos del día no lo fueran.

O tal vez sí, pero no el día.

Fue en ella y no en él en donde descubrió que algo más había cambiado y ese algo era las fechas. Cómo puede ser que una confunda las fechas. Un pequeño tropezón puede ser hoy es miércoles ah no hoy es jueves, eso sí. Pero confundir los meses y, peor aún, los años, eso era por lo menos llamativo y tenía que ver con el hombre que pasaba por su jardín; ella no estaba segura de dónde estaba el vínculo, pero sí estaba segura de que la presencia del hombre, por mínima que fuera, corta como era, sostenía la trama difusa de los años y los días. Estamos en 2015; no, en 1768. ¿Seguro? Seguro. ¡Pero no! Es el año 1919. Claro, sí, de eso sí que estaba segura. Pero al día siguiente era 1497. El diario, se le ocurrió: el diario, tengo que ir a ver la fecha en el diario. De modo que fue a ver la fecha en la parte de arriba de la página del diario y era el 14 de diciembre de 1911. Claro, por supuesto, diciembre de mil novecientos once, cómo podía haberse confundido, qué raro.

También, fechas aparte a las que ya sabía aceptar y era un día de lluvia, se fijó en las vestimentas. El hombre pasaba siempre vestido de oscuro, elegante, discreto, con el mismo traje y la misma corbata y la misma camisa o eso parecía, pero ella cambiaba, no sabía en qué momento, cambiaba de vestido. Segundos antes de que el hombre pasara ella tenía puesto un chemisier gris con cuello y puños blancos y ah un cinturón de cuero blanco. Cuando el hombre desaparecía por detrás del parante derecho del ventanal, ella tenía puesta una túnica de gasa celeste y un turbante plateado y así seguía hasta el fin del día. Al siguiente se ponía pantalones negros y una remera rosa de mangas largas, pero después de que el hombre pasaba se veía vestida con falda floreada hasta los tobillos, botas cortas de color café y un top de raso beige. Y así de seguido pasando por mamelucos, trajes de baño, uniformes del Ejército de Salvación, burkas, bikinis, trajes sastres, vestidos de novia, trajes de buzo y negros hábitos de monja.

Cuando ya no le preocupaban los cambios de ropa, cuando ya estaba acostumbrada y el único inconveniente era que no podía salir a la calle con traje y casco de astronauta, por ejemplo, en esos días empezaron a aparecer los personajes. El hombre que pasaba no estaba solo. O sí lo estaba pero rodeado de gente. A veces eran dos o tres personas, a veces era una multitud. El hombre no los miraba, seguía pasando indiferente al clima y a las sombras a veces quietas, pero siempre animadas que estaban allá un poco más atrás, silenciosas. Indiferente a ella, a la casa, al jardín, a todo lo que no fuera el ritmo de su paso.

Ella dejó de mirar el paisaje y de mirarse a sí misma y volvió, como el primer día, a fijarse intensamente en el hombre que pasaba por su jardín. Pero ya no tenía mucho para descubrir; de hecho, no tenía nada nuevo. Era el mismo hombre que el primer día la había asustado tanto. Tal vez, se le ocurrió un día vestida con toga blanca y sandalias doradas, tal vez descubriera algo más si saliera y caminara con él. Pensó que era una excelente idea. Pero al día siguiente los personajes de allá en el fondo eran muchísimos y estaban uniformemente vestidos de marrón oscuro, enormes hábitos con capuchas todos hechos de telas bastas y pesadas, y andaban con las cabezas gachas mirado al suelo, las manos juntas, los labios moviéndose apenas en oración o conjuro y temió que las sombras se le echaran encima y la ahogaran y no salió. Durante muchos días alimentó esa fantasía de salir al jardín y acompañar al hombre en su camino. Sabía que no lo haría, ni en 1376 ni en 2001 ni en 1623 ni nunca y sin embargo no se permitió pensar en nunca. Vistió sedas y arpilleras, polleras y shorts, sweaters y perramus pero no salió.

El hombre siguió pasando, todos los días de todos los años con el mismo traje, el mismo ritmo, los mismos climas, los mismos o distintos personajes, la misma indiferencia.

De modo que un día de 1358 ella salió al jardín vestida con amplia pollera sostenida por miriñaque de alambre, chaqueta de terciopelo, peluca plateada, botas de piel de ante, gorguera y guantes violeta de gamuza. No llovió ese día.

—Es que no, no tenemos ninguna explicación, ninguna sospecha —dijo Laura.

—Era bastante descuidada en cuanto a la seguridad de la casa —explicó Armando.

—Querido —interrumpió Laura con una sonrisa levemente ácida—, no agregues lo que yo iba a decir. ¿Sabe, Comisario? Nos inclinamos a creer que la han secuestrado y que en algún momento van a pedir rescate. ¿A usted qué le parece?

—Puede ser, señora, puede ser, no descartamos ninguna posibilidad, por desusada que sea.

—Lo que es si van pedir rescate, se están demorando bastante —dijo Armando.

—¡Querido! —dijo Laura.

—Vamos a esperar, señora. Vamos a esperar lo que sea necesario porque algo tiene que suceder, alguna señal vamos a recibir.

A veces llovía sobre el jardín, a veces no. Sombras solían adivinarse entre los fresnos. Pero todo era en silencio... aunque pasos, a veces, muy suaves, muy lentos, sin respuesta, grises, sin tiempo.

Rosario, enero de 2013

En la orilla

eduardo antonio parra

méxico

… jamás les hemos importado, ¿por qué iban a importarnos ustedes?, pasan y pasan ante nosotros, orondos y veloces con sus vidrios que nos encandilan al reflejar el rencor del sol, con sus faros que alargan las sombras en lo oscuro, con rugidos de fiera encabronada retándonos a pararnos delante, a atravesarnos en su camino pa sembrarnos en pedazos entre las piedras y olvidarnos luego en un alarde de fuerza que nos azorrilla, nos hace sentirnos chiquitos, inferiores, insignificantes y hasta con la obligación de agradecer el aironazo de horno que nos echan en la jeta y el terregal que alzan a su paso… y si anduvieran despacio se limitarían a voltear a vernos sin mirarnos, como si el pellejo se nos hubiera puesto ya igual de pálido que la arena por culpa de la calor o como si fuéramos otro arbusto seco del pinche desierto, de esos que ni siquiera son capaces de retener el aire entre sus ramas, y sus miradas de ustedes pudieran atravesarnos pa ir más allá, siempre más allá, carajo, ¿nunca se preguntan qué hacemos aquí en la orilla, tumbados debajo del sombrero, con las manos en veces extendidas, en veces junto al cuerpo o en las bolsas del pantalón, mirándolos ir o venir con tristeza y envidia, con esperanza y coraje, con humildad e impotencia?, ¿nunca piensan en detener su maldita carrera hacia quién sabe dónde pa enterarse por qué la vida se nos va en mirarlos pasar?, no, pos cómo, pa ustedes somos unos animales más de los que ven desde atrás del vidrio, igual que una cabra rumiando yerba o el cadáver de un caballo con las patas parriba y la panza inflada, a punto de reventar por haberse tragado una campamocha (¿sabrán siquiera lo que es una campamocha?, no, pa saberlo tendrían que apagar la máquina, apearse y preguntarle a uno de nosotros, pero eso sería indigno, sería rebajarse), sí, unos animales apenas de pie sobre sus patas traseras, cubiertos de trapos terregosos, jorobados de tanto estar con el espinazo gacho, rodeados de sus cachorros prietos y trasijados como tasajos que también los miran a ustedes con ojos grandotes y hundidos, con la hembra a un lado, greñuda, panzona y de tetas guangas, que sin embargo nada les piden, o casi nada, porque a lo mejor nos conformaríamos con que nos vieran, nomás con eso, nos daría algo de contento que al transitar por aquí por donde está la poquita gente que vaga en el desierto detuvieran aunque fuera una nada su loca carrera hacia donde van y giraran a medias la cabeza pa plantar en alguno la vista, sí, la vista, porque una sonrisa o un saludo sabemos que sería mucho pedir, nomás una mirada, aunque fuera rápida, un brillo en las niñas de los ojos que nos hiciera sentir que de veras estamos aquí, que de veras existimos y no somos las ánimas sin vida que en veces creemos ser y que es como nos vemos entre nosotros, ¿será mucho esperar, mucho querer, mucho aferrarse a una esperanza hueca?, si no fuera por eso ya nos hubiéramos metido más dentro del llano, donde no hay bramidos de motores ni pedorreos de escapes, donde el sol nomás destella en las piedras pulidas o en las alimañas negras que se tienden a dorarse cuando no están listas pa saltarnos encima, donde lo único que nos mira son las cuencas vacías de las calaveras de las bestias que se murieron de pura hambre y sed… y es que ustedes no saben lo que es estar aquí, entre el silencio y la soledad, pisando siempre esta tierra yerma y pedregosa debajo de esa bola de lumbre que nos tatema despacito la cabeza hasta hacernos ver visiones, indefensos ante los rumores de la nada que nos salen al encuentro en cualquier parte: y digo estar aquí, no vivir aquí, porque resulta trabajoso llamarle vivir a esto que hacemos sin que hagamos nada pa hacerlo, no, aquí no se vive, nomás se está, como está ese puente o los cactos, los nopales, los magueyes, los chaparros: a la intemperie, sin reparo, masticando una y otra vez un mismo impulso que no para de dar vueltas adentro hasta que se desgasta o se derrite sin que nunca tome verdadera forma pero que, sin que sepamos por qué o cómo, nos empuja todos los días a la orilla pa verlos a ustedes… en este llano tampoco se piensa: las palabras, las ideas, los movimientos vienen solos y lo atraviesan a uno a lo mejor porque nomás no saben estarse quietos y nos caen llegados de quién sabe dónde, se sienten primero en el estómago, luego en los muslos abajito de las verijas, más después en los hombros y cuando uno acuerda los tiene rebotando en la mente y entonces los pies se le mueven solos y lo llevan a uno lejos del jacal o de la choza hacia ese camino negro que parte en dos el desierto, y esto ocurre desde siempre, desde donde alcanzan los recuerdos… uno nace aquí porque aquí lo echó fuera la madre bajo cualquier sombra, junto a un anafre en el que tres o cuatro palos de mezquite ardiendo trataban de mantener las víboras y los escorpiones a raya y de calentar un poco el frillazo de las noches, al lado de una mesa o un cajón podrido donde un día sí y dos no había algo que llevarse a la boca y entretener el gruñir de la panza, en los alrededores de un pozo del que nunca salió más agua que la necesaria pa mantener el resuello, y después de nacido aquí comienza a arrastrarse, a gatear, a crecer nomás mirando cómo muchos de los demás se quedan poco a poco secos por el sol, el polvo y la falta de tragadera en brazos de su madre, hasta que un buen día ya no son sino otro tronco correoso abandonado en la arena, y uno se pregunta por qué su corazón sigue latiendo cuando los de ellos se apagaron tan rápido, y se hace resistente a fuerza de no tener nada, de sacarle la vuelta a las bestias de peligro, de aprender a hacer todo solo y sin ayuda, a fuerza de perseguir esos pensamientos que nomás nunca acaban de estar claros pero siguen apretándole la panza desde abajo con un dolor muy distinto al del hambre, y en menos de lo que lo cuento un día se acuesta escuincle y al otro día despierta muchacho, con los huesos largos y el cuero curtido, con pelos en la cara y alrededor del quiote, con ganas de hacer hartas cosas y de ir a hartos lugares y conocer hartas viejas pero sin saber cómo, sin estar cierto de que quienes se largaron siguiendo el camino llegaron a algún lugar, sin las agallas pa arriesgarse a cruzar el páramo porque quién sabe si de verdad del otro lado haya algo diferente a esto, y al final se queda dando vueltas en redondo, unos pasos por aquí, otros por allá, pa acabar siempre donde mismo, ai donde lo llevaron los grandes de chico, donde comenzó a ir solo cuando supo caminar, donde se puede ver algo distinto aunque sea nomás por unos segundos: a la orilla del camino a esperar que ustedes pasen pa mirarlos venir desde lejos y luego perderse más lejos todavía como si quisieran ganarle al viento en su carrera… así como un día uno se despierta muchacho, otro día amanece hombre con mujer y hasta con hijos, pero por mucha fuerza que haga no puede acordarse del modo en que le salió la familia, a la vieja a lo mejor se la topó aquí mismo en la orilla o en alguna choza de las que de tanto en tanto hay más adentro cerca de las nopaleras o las macollas de biznagas un día en que equivocó el rumbo y en vez de ir hacia ustedes agarró al lado contrario, o caminando atarantada por el sol en cualquier vereda de las que casi ni se notan, el caso es que ai está junto a uno, siguiéndolo a todas partes con sus pasitos cortos, su silencio aterrador y su mirada triste de perro sin dueño, un escuincle en los brazos con los labios prendidos al pezón y otros dos o tres aferrados a sus enaguas dando boqueadas pa poder respirar en el bochorno, y uno entonces la mira y vuelve a mirarla y se pregunta qué fue lo que vio en ella la primera vez, qué lo hizo hablarle y tocarla y llevársela consigo, pero como en ese cuerpo mal hecho y en esa cara de desgracia no encuentra respuesta mejor tuerce la mirada a donde ustedes transitan porque ai es donde consigue aletear la esperanza… en veces aunque vayan tan aína pueden atisbarse las caras de los que viajan dentro de las máquinas, ora son pelaos en grupo con cervezas en la mano pa soportar la calor y muertos de risa por lo que se dicen o por lo que van a encontrar cuando lleguen a donde van (seguro una hembra bonita y limpia, con luz en los ojos y unos chamacos alegres y gordos que huelen bien), ora son familias completas que hacen visajes risueños como si fueran cantando mientras se reparten tacos unos a otros y se mira que no sudan ni se abochornan detrás de los vidrios con ese aire fresco que los acompaña a todos lados, ora son tipos solos con cara pensativa y cigarro en la mano, atentos al camino como si de repente se les fuera a mover, y muy pocas veces pasan también mujeres solas que tras el volante lucen más decididas que los hombres, fuertes y tranquilas como si vinieran de otro mundo, y uno no deja de preguntarse si allá donde termina la carretera todas las hembras son iguales a ellas, con pelos de distintos colores flotando sobre sus cabezas, boca roja y trompuda, con esos colguijes brillantes y ropa llamativa, y dan hartas ganas de ora sí acercarse más y respirar el aire que sueltan a su paso nomás pa saber a qué carajos huele una mujer así, pero en menos de lo que se piensa todos acaban perdiéndose en la distancia y el camino se queda tan solo, tan abandonado de la mano de Dios por horas o hasta por días, como el llano de más adentro, que comienza a crecerle a uno la pregunta de si de veras habrá Dios como nos enseñaron los viejos o si nomás es un invento de quienes nos trajeron aquí pa que nos quedáramos por los siglos de los siglos a cuidar de esta tierra que no tiene nada pa cuidarle, luego oscurece y con las oscuridades llega el frío y esa sensación miedosa de estar siendo vigilados por muchísimos ojos, y uno piensa en las bestias de ponzoña, en los murciélagos chupasangre, en los coyotes que rondan las sombras, y como aquí en el camino ya no se mira nada, si acaso y con tantita suerte un par de luces muy de vez en cuando, pero a nadie dentro igual que si las máquinas vinieran solas, entonces uno recoge sus pasos con el desánimo que da la certeza de que otro día se fue y nadie de los que pasan por el camino lo vio, y regresa allá adonde quienes lo trajeron al mundo le dejaron el refugio de un techo, que es el rincón en el que la hembra y los hijos lo esperan enteleridos y engarruñados de miedo y frío y hambre… pero pa qué contar todo esto, ¿no?, si a ustedes no les importamos, nunca les hemos importado ni les importaremos, será nomás pa llenar el silencio de palabras, con eso de que este lugar es tan callado… una vez hace años hubo harto ruido cuando comenzaron a pasar máquinas gigantes, mucho más grandes que una casa, tanto así que los pelaos con casco que llevaban al volante parecían niños escondiéndose de alguien, avanzaban despacio como si les costara trabajo moverse y de tanto en tanto se detenían, luego el hombre se apeaba, se quitaba el casco y miraba el desierto buscando algo, una señal o una piedra, marcaba el piso con polvo blanco, se encaramaba de nuevo y volvía a arrancar pa hacer todo otra vez más adelantito, luego venían otros y las cosas se repetían, y como en esos días no pasaba nadie más que ellos empezamos a preguntarnos si el tiempo no se habría vuelto loco y giraba igual que trompo también pa quienes transitaban el camino y lo que veíamos era lo que ya habíamos visto y en vez de varios hombres y varias máquinas se trataba del mismo que pasó por aquí la primera vez, eso nos dio miedo y tristeza porque si así hubiera sido ya no habría tenido caso venir hasta acá a ver cosas diferentes, aquí en la orilla sería igual que adentro, pero entonces un escuincle se animó a acercarse al hombre del casco y le preguntó quién era, y sin voltear a mirarlo el hombre respondió que era el gobierno que venía a traernos progreso y que el progreso nos iba a dar una vida mejor, luego se subió a su máquina y se alejó despacio, el motor jadeaba y las llantas parecían arranadas hasta que desapareció, pero no fue el último, todavía pasaron muchos iguales haciendo lo mismo por varias jornadas hasta que dejaron de venir ellos y poco a poco regresaron las máquinas de siempre, las de ustedes, no volvimos a verlos sino hasta mucho tiempo después cuando se detuvieron todos juntos con sus máquinas y sus cascos a un lado del camino y pegando de gritos unos bajaron montones y montones de bultos y otros apilaron hartos fierros por ai mientras los que parecían mandar contaban los pasos que hay de un lado a otro y alzaban los ojos hacia lo alto, no al cielo ni al sol sino al aire arriba del suelo, nosotros nos arrimamos a ver qué hacían, a mirarles las caras de cerquita y a ver si ellos nos miraban, pero ni cuenta se dieron de nuestra presencia, y al oscurecer en vez de largarse por donde habían llegado levantaron unas casitas blancas de lona, encendieron lumbres, se repartieron cervezas y comenzaron a platicar y a reírse de sus cosas hasta que nosotros nos fuimos ateridos de frío y de cansancio a nuestras chozas, así varios días con sus noches, los pelaos trabajaban igual que hormigas en construir el mentado progreso que nos traían, y cuando una semana después se fueron yendo el mismo escuincle que se les había acercado primero volvió a agarrar valor y le preguntó al mandamás qué era eso que habían dejado, ¿no lo ves?, es un puente, le respondió viendo al fondo del llano, ¿un puente?, dijo el escuincle, pero si aquí no hay río, el hombre entonces hizo un visaje de cansancio, se levantó el casco, miró al cielo y como si lo regañara dijo que gracias a ese puente los habitantes del lugar iban a poder cruzar la carretera sin poner en peligro sus vidas, o algo así dijo, y el chamaco, que era de los más listos de nosotros, se rio del gobierno y de su puente, de que llamara «habitantes» a los tres o cuatro gatos que andan por aquí y del peligro de atravesar un camino por el que pasan máquinas cuando mucho tres veces al día, pero el pelao del casco no lo oyó porque ya se había trepado a la última de las maquinotas y con el motor bufando se alejaba pa no volver jamás, y ai sigue el puente aunque el escuincle aquel ya no está con nosotros, él tenía inteligencia, sus pensamientos sí acabaron de tomar forma y, cuando ya fue muchacho, una tarde que vino hasta la orilla decidió no detener sus pasos y poco a poco se fue perdiendo a lo lejos, allá donde se pierden también todos ustedes los que pasan por aquí… la verdad ni lo echamos en falta, por estos rumbos los hombres, las mujeres y los niños desaparecen seguido sin que nadie se pregunte cuál fue su suerte porque, sin ellos tragando, los nopales y biznagas, los quiotes y las flores de palma, las ratas y las cascabeles acabalan pa llenar más bocas, y además es seguro que luego de un tiempo uno se encuentre lo que quedó de ellos medio enterrado en la arena, seco, en pedazos, o los puros huesos blancos desperdigados aquí y allá, que es como quedan cuando los coyotes hacen lo suyo con un cadáver o con un moribundo, y es que en el llano lo más fácil que hay es morirse, ya de un piquete de ponzoña, ya porque uno se aleja mucho del pozo y le gana la sed, ya porque el espinazo se le acabó de quebrar por el hambre, ya porque se topó con un cristiano de esos malhumorados que no le piensan pa sacar el filo, o nomás porque ya le tocaba, tan simple, así que cuando un fulano que antes estaba de pronto ya no está los demás ni siquiera se preguntan si se habrá ido por el camino negro hacia el norte o hacia el sur, o si tomó el otro, el invisible, el que lleva de este mundo al otro donde si Dios quiere habremos de encontrarnos todos algún día… pero a ese escuincle tan listo que después era muchacho sí hubo quien lo miró alejarse paso a paso hasta volverse un puntito lejano que se confundió con los arenales al pardear el día, luego dicen que más adelante alguien lo vio subir a una máquina llena de chivos que se detuvo a su lado y que en ella llegó muy lejos, hasta la ciudad, donde le dieron trabajo y prosperó y con el tiempo tuvo su propia máquina y con ella vino a pasar ante nosotros como cualquiera de ustedes, con trapos distintos y llenos de colores, fumando su cigarro tras el volante, muy sonriente, como si ya tuviera también su hembra limpiecita y chula y unos escuincles listos y gordos que huelen a flores, eso dicen por aquí las lenguas, unos lo creen y otros aseguran que no es más que chisme, leyenda, pero sea lo que sea el cuento algo nos alborota por dentro cuando venimos a la orilla igual que si esperáramos de repente reconocer al escuincle ese trepado en una de las máquinas, sobre todo cuando miramos el puente que no se usa nunca porque no sirve pa nada resquebrajándose al sol y nos acordamos de los hombres con casco que dijeron que nos traían el progreso y una vida mejor, ¿será?, casi nadie lo creyó y la mayoría dejó de arrimarse al camino por donde está, prefieren irse a plantar más lejos, nomás unos pocos venimos todavía acá, al mismo lugar de siempre, a lo mejor porque el cuento del escuincle listo y la visión de ese como camino de cemento en el aire nos despierta algo que no sabemos entender pero que nos impulsa a seguir viniendo, y luego sin apenas darnos cuenta comenzamos a pararnos debajo, a la sombra, moviéndonos de lugar conforme el sol cambia en el cielo, con lo que la espera resulta menos trabajosa y la sed nos atonta menos, ¿será ése el mentado progreso del que habló el hombre?, si no, por lo menos así resulta menos cansado estar aquí… ya sin el sol ardiendo en la coronilla como que los impulsos y las ocurrencias dejan de confundirse tanto, y un día a uno se le ocurrió subir las escaleras y ver cómo se veía el camino desde arriba, no podía creerlo, dijo, trepado ai la vista abarcaba mucho más pa un lado y otro, ustedes aparecían más pronto y tardaban un rato en esfumarse, nomás cuando pasaban debajo se sentía un temblor que daba miedo, el puente crujía igual que si fuera a caerse y brincaba polvo de las junturas, pero eso era nomás un segundo, después todo volvía a estar igual, entonces también los demás comenzamos a subir cada vez que veníamos y nos dimos cuenta de que arriba el aire del llano es más fresco y limpio y el interior de las máquinas se mira más claro cuando se acercan, en veces hasta les miramos las piernas a las hembras, aunque ustedes sigan sin alzar los ojos adonde estamos, y así al final el pelao del casco tenía razón: su progreso nos trajo una vida mejor, ¿qué no?... luego se nos ocurrió que una manera de que nos vieran sería la de darnos a conocer ya no con señas o con la mano extendida como antes, sino llamándoles la atención escupiéndoles gargajos, y aunque no los viéramos mirarnos estábamos seguros de que notaban nuestra presencia porque sus máquinas pitaban harto y bien fuerte al pasar por debajo y a veces hasta alguno sacaba el brazo por la ventana pa hacernos una seña, y recordábamos otra vez al chamaco listo contentos de seguir su ejemplo, porque aunque a ustedes no les importáramos ni les íbamos a importar nunca, sí conseguíamos que nos miraran y supieran de nosotros como él lo había conseguido, a lo mejor un día haríamos realidad nuestros impulsos y nuestras esperanzas de largarnos de aquí a un mundo mejor… así fue como nos fuimos acercando a ustedes cada vez más, y más luego, como esas ideas que nos vienen solas de quién sabe dónde, a otro se le ocurrió lo de las pedradas, y fue también gracias al puente, porque así como temblaba a su paso y desprendía montones de polvo de pronto comenzó a soltar cascotes de cemento, y con eso nos dimos cuenta de que no iban a durar mucho nuestro progreso y nuestra vida mejor porque el día que pasara cualquier máquina de las pesadas se vendría abajo con todo y escaleras, algo se olieron muchos de ustedes porque comenzaron a bajarle a su carrera cuando se acercaban, como si se cuidaran de algo, y lograban sacarle el bulto a los terrones y cascotes, unos cuantos atinaban en veces en la trompa, en veces en los vidrios, pero sin que consiguiéramos hacerlos detenerse a pesar de los pitidos y hasta los gritos que nos echaban al alejarse… y nomás porque hace dos noches volvieron a pasar varias de las maquinotas como las que levantaron el puente y con los temblores se desgajó un pedazo de la escalera, se me ocurrió que ora sí cualquiera de ustedes iba a acabar parándose, de buenas que estaba solo, los demás quién sabe por qué no habrán venido, desde que me encontré el trozo grande de cemento en la arena supe que era del tamaño suficiente como pa detener cualquier máquina y trepé al puente retecontento, acordándome del escuincle listo y de todo lo que se dice de él, con las ideas en alboroto y cada vez más claras gracias al aire fresco de arriba, pensando, ora sí pensando, que a lo mejor no era tan difícil largarme de aquí dejando atrás pa que los aproveche cualquier otro a la hembra fea y a los chamacos hambreados, la soledad y el silencio, el calor y el frío, aunque nunca se me ocurrió que en la máquina viniera usted, una mujer, una hembra como muchas de las que pasan por aquí, de pelos colorados, que esta vez, segurísimo estoy, sí plantó las niñas de sus ojos en mí pa verme muy bien cuando alcé la piedra por encima de mi cabeza, antes de dar el volantazo que hizo chirriar las llantas con un ruido fuerte que se confundió con el del vidrio roto y el mismo grito que salió de su garganta… a la máquina se le abollaron los lados de las maromas que dio pero quedó sobre sus llantas, derechita y andando todavía un rato, luego se apagó, pero ai está, a unos pasos del camino, apenas metida un poco detrás de aquella nopalera, y usted, que todavía alcanzó a verme de cerca con los ojos muy abiertos y hundidos igual que los chamacos de por aquí, y con su mirada atenta a mis trajines mientras la levantaba de donde fue a dar pa arrastrarla acá junto a los cactos por si pasa otro de ustedes no pueda verla, me hizo sentir al final que sí existo, que todos nosotros existimos, que no nomás somos sombras ni manchas oscuras en la arena del desierto, y ora que con sus últimos resuellos termina de oír las palabras que gasto pa que no nos aplaste el silencio, me doy cuenta también de que con un poco de esfuerzo podemos llegar a importarles, así como ustedes nos importan a nosotros…

Амос Оз
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952 s. 5 illüstrasyon
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9786075712680
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Seriye dahil "Fondo Universidad de Guadalajara"
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