Kitabı oku: «Cuentos de Asia, Europa & América», sayfa 4

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Me olvidaste, mi amor

autar krishen rahbar

india

Aquello sucedió: el mismo hecho, relacionado con tradiciones antiguas, del que le habían hablado los ancianos de su familia. Su alma fue llevada por los mensajeros de la muerte, quienes la presentaron ante Dharmaraj. Su cuerpo o su carcasa, como quiera que se le llame, quedó tendido en el lugar del accidente. Su esposa iba junto a él y ahora estaba fría como la muerte. Después de ella, él soltó también su último aliento.

La policía intervino. Entregaron los cuerpos a los parientes más cercanos, quienes los llevaron al crematorio.

Dharmaraj pidió que le fuera entregado el archivo del profesor: el archivo que contenía el balance de sus pecados y sus méritos. Dharmaraj debía revisar el documento y decidir cuál sería la forma que habría de tomar el alma del profesor.

Se dice que la mayoría de los mortales llega a renacer. Este hecho mantiene en su curso el ciclo de vida y renacimiento. Sólo unos cuantos son liberados del vórtice de la vida y la muerte, una salvación que se concede nada más que a aquellos que llevaron una vida intachable, que realizaron actos absolutamente desinteresados y cuya naturaleza fue ejemplar en sí misma. En el caso de los que han de renacer, debe establecerse, entre otras cosas, cuál será la nueva forma que habrán de adoptar. ¿Habrán de ser humanos, o tomarán la forma de otra especie? Las criaturas vivas que pueblan el universo son incontables y de una variedad infinita. En ellas, se incluye un sinfín de animales, insectos y criaturas voladoras. Dharmaraj pondera y estima cada caso. Luego, emite su sentencia.

«No tengo idea de cuál será la orden que llegue», pensaba el profesor Suraj Prakash. «¿Me convertiré en un alce o en un búho? ¿En un perro o en un oso? ¿En un murciélago o en un halcón? ¿León o chacal, o acaso una serpiente o un pez?».

Se sentía, alternadamente, exaltado y abatido, después de caminar más de cien pasos, esperando impaciente la decisión de Dharmaraj. «¿Cómo hacerle saber las vicisitudes crueles y los laberintos que debe atravesar un pobre ser humano? Cada segundo es un martirio. Desearía que él mismo se instalara en la Tierra y llevara una vida normal. Seguramente entonces entendería lo que cuesta hacerlo», siguió el profesor con sus reflexiones y sus cavilaciones. Justo entonces una sonrisa, con un trazo de ironía, se dibujó en las facciones de Dharmaraj.

«¡Maldita suerte! Tal vez él entienda todo...», comenzó a preocuparse el profesor y, en su tumulto interno, se imaginó a sí mismo, mientras desgarraba a mordidas la carne de sus propias muñecas.

El aura y la conducta de Dharmaraj, grandiosas y solemnes, eran incomparables. La mesa en la que trabajaba estaba impecable. Sobre ella, en un costado, había un vaso de agua cristalina, con una tapa sobre él. Del lado opuesto, estaba el archivo del profesor y nada más.

Lucía apuesto y soberbio en su túnica, más elevado que el resto. Detrás de él estaban plantados dos guardias. ¡En verdad, Dharmaraj tenía toda la apariencia de un juez!

Mucho más abajo de Dharmaraj se hallaba sentada una persona que extraía, de cada lote, el archivo que se requería. Era el encargado del registro que, según se decía, era llamado Inderjeet. Sus dos brazos se proyectaban hacia atrás. Mientras trabajaba, su vista no recaía en sus manos. Por lo tanto, gracias a esto, no era capaz de hacer trampa o cometer fraude. El profesor, entonces, miró sobre su hombro para contemplar, erguidos sobre sus pies, a los emisarios de la muerte, que habían transportado su alma hasta la morada de Dharmaraj. Sus lenguas eran púrpura y sus rostros del color de la brea, cual si se hubiera untado alquitrán sobre ellas.

«¡Astutos, pillos! No sueltan ni un chillido, como si no supieran nada. ¿Acaso me trajeron a estos lares, a través de leguas y leguas de senderos peligrosos? Supieron que habría de tener un accidente y de inmediato me raptaron, como a una gallina, para traerme aquí. Mi esposa estaba a mi lado. Me pregunto si su alma fue transportada hacia acá. Mi vida estaba por expirar, pero la suya se había extinguido ya. Un costado entero de su cabeza, hasta la mejilla, estaba empapado en sangre. Está bien que haya muerto. Shaama simplemente no habría sido capaz de vivir sin mí. ¡Cuánto me quería! Ella vivía por su esposo. Era un referente para todas las esposas. ¡Una diosa, de hecho! ¿No debería preguntar dónde está? Debe estar buscándome, a su amado, su satyawan».

En un impulso, le preguntó a Dharmaraj mismo:

—¿Dónde está Shaama? Ella no puede pasar un solo momento sin mí.

Dharmaraj irguió su espalda y sonrió un poco. Después, hojeó velozmente el archivo del profesor, por última vez. Se preparaba a sí mismo para emitir su juicio. El profesor parecía un niño, esperando la calificación de su examen.

«¿Qué puedo decir? Me gustaría hacerles saber que fui profesor de Ciencias Políticas. A lo largo de mi vida, relaté a mis alumnos el auge y la caída, los méritos y defectos de distintos sistemas políticos. Cómo me explayaba acerca del individuo y la sociedad, las responsabilidades y tareas del Parlamento. Los derechos humanos eran uno de mis temas consentidos y escribí extensamente acerca de él, por lo que me otorgaron galardones y fui muy estimado. Siempre me desagradó el silencio en la política y tuve en gran estima el debate. ¿Qué puedo decir? Este silencio del cementerio me roe por dentro. ¡No entiendo cuál es el sistema vigente aquí! Aunque me inclinaría por decir que es una dictadura. ¡Nadie respira siquiera! ¡No hay un solo sonido! La gente, como máquinas, trabaja en un orden estrictamente reglamentado... ¡No sé qué hayan anotado en mi archivo! Que mi dios, Ishwar, sea mi abogado. ¡Cómo quisiera saber, desde ahora, su decisión! Terminarían para mí esta agonía y este suspenso».

Siguió, indefenso, mirando estúpidamente a Dharmaraj. Se sentía pequeño e inferior. Shaama, su morena amorosa, se paseaba por sus pensamientos. Veía sus aretes flotar frente a él.

Cerca de ahí, había un salón desde el que llegaba un sonido de risas y júbilo. Se asomó entre los paneles de vidrio. Había muchas mujeres reunidas allí. ¡Se reían! Chismorreaban y se divertían. Alcanzó a notar el sonido con que reía su esposa, que tenía su propio tono y ritmo. Cuando reía, aparecían unos hoyuelos en sus mejillas. Esos hoyuelos habían robado el corazón del profesor. Varias veces le había dicho: «He visto a muchas con hoyuelos en las mejillas, pero ningunos tan encantadores como los tuyos. Seducen mortalmente».

Entonces, Dharmaraj se irguió aún más y resonó por doquier su voz, profunda y melodiosa:

—¡Señor profesor! Tenemos ya los resultados. Volverás a nacer en la Tierra: tendrás una nueva vida. Nos complace anunciar que la forma que adoptarás no será otra que la de un hombre.

El profesor Suraj Prakash se sentía extático. Pensó: «Ni Suraj Prakash abandonará a su querida Tierra, ni la Tierra dejará a Suraj Prakash... pero no tengo idea de qué planes haya para Shaama».

De inmediato, volvió a alzarse la voz de Dharmaraj:

—Profesor, queremos darte otra buena noticia: en tu nueva encarnación, habrás de casarte con quien tú desees. Habla ahora: ¿quién es la elegida? Nómbrala, y tu deseo habrá de realizarse este mismo día.

«Quisiera besar la boca de Dharmaraj», pensó el profesor, abrumado por la dicha.

—Manifiesta lo que tengas que decir —instó Dharmaraj.

—Maharaj, sólo ella. ¡Nadie más que ella!

—¿Quién es ella: el jardín o el monte? —se mofó Dharmaraj.

El profesor se sintió desconcertado. Le rogó:

—Maharaj, ella,2 solamente: mi Shaama, mi esposa. ¿Quién más?

—¿Ése es también el deseo de ella? Debemos verificarlo.

—Pero, maharaj, ¿hace falta verificarlo siquiera? ¿Cuándo fue ella capaz de negar algo que yo determinara?

—Necesitamos consultarle el tema. Ella está justo aquí.

El profesor estaba fascinado. Dharmaraj señaló a uno de sus servidores, quien al instante trajo a Shaama del salón adyacente y la presentó ante su señor.

—¿Reconoces a esta persona? —preguntó Dharmaraj a Shaama.

Ella estaba un poco aturdida y miraba en torno suyo, sin hablar. En su pensamiento difuso no atinaba a saber cuál era el tema que les ocupaba.

—Te hablo a ti... ¡a ti! ¿Sabes quién es este hombre? —Dharmaraj empezaba a rugir.

—¿Cómo no iba a saberlo, maharaj? ¿Quién no conoce al señor profesor? Es una celebridad —dijo ella.

—Shaama, ustedes dos volverán a nacer en la Tierra, en la forma humana. Preguntamos al profesor a quién elegiría como su compañera en la nueva vida y nos dio tu nombre. ¿Te parece aceptable? Si nos confirmas que ése es tu deseo, tu voluntad compartida será ejecutada hoy mismo, en este momento.

Shaama estaba perpleja. Reflexionó un momento.

—¡Te pido que hables pronto! —el profesor no pudo contenerse—. ¡Tú, mi nueva novia y yo tu nuevo esposo!

De golpe, Shaama soltó su lengua:

—No... no... esto no puede ser. No voy a aceptarlo.

El profesor sintió como si le hubieran apaleado con un bastón. El suelo se movió bajo sus pies, y en completa estupefacción le respondió:

—¡Querida, mírame! ¡Soy tu Suraj, el profesor Suraj Prakash! Soy Nagraj,3 tu amor. Soy tu Manjoon y tu Satyawaan.¿Por qué no me reconoces? No podrías ni masticar un solo bocado sin mí.

—Señor profesor, te conozco enteramente, al derecho y al revés —respondió ella.

—Tonterías —dijo el profesor, indignado—. Mujer, ¿por qué no recuerdas tu vida recién terminada? Eras incapaz incluso de digerir la comida sin mí.

—¿Qué más podía hacer? No tenía opción —replicó ella—. Toda mujer, después del matrimonio, es entregada a una casa ajena y hace de ella su único nido. Sólo la abandona con la muerte, en un ataúd. Mientras tanto, se olvida de todo y entrega su vida entera en sacrificio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el profesor.

—El asunto es que una mujer, necesitada e indefensa, no puede hacer otra cosa que soportar la indignidad, la esclavitud y el sacrificio.

—¿Qué clase de fantasía estás tejiendo? ¿Estás fuera de tus cabales? —dijo el profesor.

—Estoy completamente lúcida —soltó ella—. Toda mi vida estuve confinada en las cuatro paredes de mi hogar, prisionera como un ave enjaulada. Dime dónde pasabas esas horas valiosas, antes de que regresaras a casa por las noches. Harta y exhausta, solía esperarte como si hubieras sido mi exigua ración de alpiste.

El profesor estaba atónito. Las palabras seguían brotando de Shaama, como una cascada:

—Un día sí y al otro también, invitabas a tus amigos a casa. Jugaban cartas y se ponían a chismorrear, a hacer bromas tontas y hablar de naderías. Llegabas a beber un trago o dos mientras yo, sin parar, cocinaba y guisaba cada noche para tus invitados, con la desesperación subiendo por cada uno de mis cabellos. Ellos se iban ya avanzada la noche y yo pasaba las siguientes horas lavando los trastes y limpiando la casa, en el frío punzante, hasta que me dolían los ojos. Mi cuerpo entero se congelaba. ¿Y te atreves a preguntarme si te conozco? ¿Qué es la vida de una mujer común?, te pregunto. Es un instrumento cuya piel, rosada y pura, se encoge y desgasta mientras cría niños. La mujer siempre ha sido un juguete en las manos del hombre, que sólo acierta a ser un poco afable con ella de vez en cuando y se dedica a usarla injustamente.

—¿Quieres decir que te asumí como propia y me despreocupé de ti?

—¿Dirías que eso es una mentira, que lo estoy inventando? —replicó en voz alta.

El profesor no pudo hacer más que mirarla fijamente, como mangosta hipnotizada.

—La mujer siempre ha padecido la tiranía y la opresión. Siempre. Desde tiempos inmemoriales, ¡en casa y fuera de ella! ¡Incluso los cinco pandavas, cuyo valor fue ejemplar, llegaron a apostar a su propia esposa, en un juego! ¿Acaso ha ocurrido algo más detestable y descabellado en este mundo? Recuerda a Ram y a Sita, que fueron personajes ejemplares, un dios y una diosa. Ram tuvo que exiliarse y decidió irse a residir al bosque. Sita lo acompañó, pensando en lo injusto que resultaba todo para él. Y aquí surge una duda: ¿le preguntó a Sita lo que ella pensaba de esa decisión? Al final, Sita tuvo que pasar la prueba del fuego junto a él. ¿Era necesario que ambos compartieran el suplicio? Es cierto que mucho ha cambiado desde entonces. Pero, incluso hoy, ¿acaso una mujer tiene una posición comparable a la del hombre? El nacimiento de una niña hace que se tuerza el gesto de todos los presentes. Para muchos, es preferible un aborto que una hija.

«Hay una variedad de recursos que se utilizan para evitar que nazca una hija. Tú los entiendes mejor que yo, profesor. ¿Los activistas por los derechos humanos no deberían evitar que se aplasten los derechos de las mujeres? La dote, ese cáncer, sigue carcomiendo nuestro tejido social. Las mujeres se enfrentan a la muerte por inmolación, no al fuego que las cremaría después de la muerte. Se incendian y luego mueren, en vez de que sea a la inversa, como dicta la costumbre. ¿No es algo desalmado? ¡Despiadado! Pueden verse unas cuantas mujeres en ciertas asambleas, tanto como en el Parlamento. Con todo y eso, ustedes, los hombres, hacen lo que les place. Se escriben leyes a su medida».

—¡Espera, espera! ¡Escucha, mujer! ¿Por qué me atacas? ¿Soy acaso un emperador o la cabeza del Parlamento? —dijo el profesor, exasperado—. ¿Qué puede hacer una persona ordinaria como yo? ¿Qué?

—Te lo diré —respondió Shaama—. Es justo el hombre común quien da a luz ese sistema y lo legitima. Si lo rechazaran, podrían levantarse para derrocarlo. ¿Qué clase de enseñanza dabas a tus estudiantes? Transmitir el conocimiento significa despertar a las mentes. ¿Cuántas de ellas lograste elevar, a cuántas iluminaste? Hablas con elocuencia cuando se trata de los derechos humanos. ¿Alguna vez se te ocurrió que podías haber estado impidiendo el ejercicio de esos derechos en tu propia casa?

El profesor se había quedado mudo. Ni una palabra podía decir. Su Shaama parecía estar sumamente elocuente ese día. ¿Algo había cambiado en ella o se trataba de rabia pura? No dejaba de mirarla.

Cuando al fin vio Dharmaraj que la tormenta amainaba, volvió a interrogar a esta mujer sagaz y de veloz ingenio:

—Shaama, todos tus argumentos serán recuperados en la Tierra, cuando renazcas en tu nueva forma humana. Y entonces podrás lograr todo lo que no te fue posible en tu encarnación previa. Es posible que ésa sea la base para tu salvación futura. Tengo una sola pregunta que hacerte: ¿aceptas, para tu siguiente vida, la unión para la que el señor profesor ya tiene el corazón dispuesto?

—Señor, ¿para qué apresurarnos? Nos será concedido un renacimiento antes de eso y luego, llegado el momento, seremos adultos y nuestro matrimonio será un asunto a considerarse. ¿Cuál es la urgencia? En su curso normal, el tiempo decidirá cuándo será propicia tal unión... pero no con él... nunca... ¡de ninguna forma!

El profesor Suraj Prakash se quedó incapaz de ver: sus ojos se apagaron ante la imagen del rostro real de Shaama. Perdió el uso de todos sus sentidos. Sintió vértigo y se desmayó, dando un golpe en el suelo como un leño al caer.

Dharmaraj observaba el triste estado de las cosas. El resto de los presentes esperaban, como pilares de hierro, las órdenes que daría Dharmaraj.

Al ver todo esto, Shaama perdió el control y se sintió fuera de sí misma. Como una demente, se lanzó hacia su marido y comenzó a sacudirlo. Él parecía haber perdido toda sensación y estaba inerte. Shaama entró en pánico. Sin preocuparse de pedir permiso, tomó el vaso de agua que el señor tenía sobre la mesa y fue a rociar unas gotas sobre el profesor. Luego vertió un poco más sobre sus labios. El profesor abrió los ojos y su cuerpo, hasta entonces estático, cobró vida y se movió. Shaama lo llevó a sentarse en una silla cercana. Luego, volvió la vista hacia Dharmaraj, para saber si había hecho algo incorrecto. Vio una sonrisa contenida en su rostro y respiró, aliviada.

Dharmaraj les aconsejó ir a la habitación contigua, recomponerse y luego hablar entre sí, libremente, hasta desahogarse.

—Luego, pronunciaré mi sentencia —dijo.

El profesor estaba por dirigirse hacia allá, obediente, cuando la lengua de la mujer volvió a agitarse:

—No... ¡no, maharaj! Pronuncia ahora tu sentencia. La aceptaremos de corazón. Sostengo todo lo que dije. Aunque te ruego, con toda humildad y mis manos dobladas, que su alteza no preste atención a nuestro altercado. En la Tierra, estos intercambios estridentes ocurren continuamente, en la vida de cualquier pareja. ¡Di tu plegaria! Entrega tu sentencia, cualquiera que tú dispongas.

Todos los presentes miraban atentamente a la mujer de fuerte espíritu, ¡una flor excepcional! Se ocupaban en juzgar su conducta. Dharmaraj concedió su veredicto de la forma que había sido prefigurada y anunciada por la refinada mujer, en su última declaración.

Traducción de Atahualpa Espinosa, a partir de la versión del kashmiri al inglés de G. L. Labroo

2 La palabra soy, en hindi, significa tanto «ella» como «ortiga». El juego de palabras es intraducible. (N. del T.)

3 Nagraj es el protagonista de un relato tradicional cachemir, Nagraj y Heema. (N. del T.)

El vestido

hélia correia

portugal

Fátima

La mujer tenía la libertad en el vestido. Giraba los pies, haciendo la danza de los derviches, y la falda, tan amplia, iba subiendo y ondulando, hasta quedar horizontal. Entonces aquel gran movimiento se detenía, como al borde del desastre. El tejido alisado como lámina de un metal muy ligero, en suspensión. Era una de esas negaciones de las leyes de la física que no se sabe en qué difieren de un milagro. Si insistía, la mujer comenzaría, ciertamente, a volar. Pero conocía los límites. Mujer no vuela. Algunas cosas puede compartir con los pájaros: cantar, llevar comida a los hijos. Hasta colgar de un murito, apreciando un fragmento de paisaje, sin embargo, sin dejar de ponerse alerta. Levantar el vuelo, no.

Hasta porque le verían las piernas y las vergüenzas. Ya sin hablar de los periodos de la sangre. Las mujeres condenadas menstruaban, por la desregulación que hay en el terror, poco antes de ser ahorcadas. Eso hacía explícito lo que había en el espectáculo de muy sexual, equivalente a las misteriosas eyaculaciones que llenaban los pantalones masculinos, y hacía levantar las cabezas en un impulso nervioso, con el anhelo de ver el cadáver que caía, cortada la cuerda, hacia un lado del patíbulo.

La mujer giraba hasta el punto en que la falda quedaba horizontal. Los derviches subían. Ella no.

Tenía el nombre de Fátima y se sentía cómoda con él. Siempre pensó que era bendecida, ligada por el nombre a aquella tierra en que la Virgen había hablado con los pastores. Ella creía que allí todo había comenzado. Y que, antes de eso, no había mujeres-Fátimas. En cierto modo, en cada mujer-Fátima se repetía la escena, la aparición. Había nacido el nombre hacía pocos años, dos, tres generaciones, en un lugar medio desierto que se había llenado, sin embargo, de gente. En Portugal. Con la Virgen entregando recados de su hijo que, por lo demás, nunca la trató bien. Pero nadie quería leer esa información en los Evangelios.

Fathma

La mujer tenía la libertad en el vestido. Era otra mujer, de nombre Fátima, Fathma, como la hija de Mahoma. Nunca alguien le había indicado exactamente a qué siglo, a qué año pertenecía. Y ella no necesitaba saber. No necesitaba, por cierto, nada. Por otro lado, una parte de sus nervios no había alcanzado la evolución final. Lidiaba con pequeños pensamientos que ni siquiera se tocaban entre sí. El pensamiento de moler. El de amasar. El de soplar las llamas al brasero. El de coger las aguas con cuidado. El de hacer sumisos a los niños. El de abrir el camino de su hombre al cuerpo de abajo, allí, donde ella no conocía nada de sí misma y el pensamiento, aunque pequeño, se convertía en una masa de pavor.

Fathma tenía la libertad en el vestido. Era un vestido compacto, una prisión, con una rejilla frente a los ojos. La cubría de cabeza a los pies, creando así una especie de horizonte. Hacía parte de una miríada de pequeños mundos pesados y azules, cada uno de los cuales contenía una mujer con su vientre, con sus brazos de trabajo y nada más. Tenía un ambiente muy controlado ese mundo en el que Fathma existía. Un tanto de calor y de oxígeno, menos oxígeno que calor. Ese olor a hierbas, leche y sexo que hasta en la oscuridad guiaba al hombre. Y esa selección de pensamientos.

Los cilindros azules, como planetas en su elipse autónoma, pasaban entre la casa y la fuente, la fuente y la casa, sin que se produjera ninguna desviación. Treinta pasos devoraban la distancia y no había más recorrido. Armas, pozos, rebaños, campos de grano, aunque verdaderos, estaban fuera del alcance. Sólo llegaban como historias traídas por las botas, historias que el polvo y la pólvora contaban. Fathma se quitaba el burka para que el hombre, al llegar a casa, entrara en sus ojos, entrara en todo lo que quisiera dentro de ella. Con sus aderezos de guerrero. Estaba en la naturaleza masculina esa tentación de hacer agujeros, de borrar tierra, cabras y enemigos, y la conciencia y el sexo de la mujer. Al retirar el burka, Fathma tenía siempre el recuerdo de la primera noche, de una niña muy resignada que ve a su marido complacerse con la mancha roja sobre el paño increíblemente blanco, nupcial.

Pedía para mantenerse cubierta, incluso en el espacio de la cocina donde toda la gente gemía de calor. El marido apreciaba su modestia. Y la suegra también. No sospechaban que ella se recogía en el vestido como un animal se recoge en una concha, en una extrema medida de defensa. Querían separarla del exterior y, sin saberlo, la separaban de ellos mismos. Fathma no era una mujer. Era una función que no hablaba. Ni siquiera con los hijos. Porque ellos pertenecían al padre y, por eso, a la abuela, más que a ella. Pero los residuos de mujer que circulaban en aquel mundo bajo el burka azul que, en sí, constituía un universo, iban generando un lenguaje, aún inarticulado, muy grueso, muy trabado a nivel de la garganta. Casi se confundía con un llanto. Pero era una turbulencia de pasión. Su cuerpo, intocable por la luz, reconocía como gemela la oscuridad. Fathma amaba la noche de tal modo que el maquinismo de adivinación propio de las viejas despertaba a la suegra, que no veía hechos anormales, lo que la dejaba más preocupada.

Fátima

Para ir a misa, Fátima vestía una falda trabada, por cautela. La iglesia quedaba muy a lo alto, al final de una gran escalera, y tenía vientos agitados. Ella posaba levemente la mano en el antebrazo de su marido. Levemente. En la otra, sostenía el bolso y el velo. Y no sobraban manos para nada más, para mantener un vestido en su lugar. Por eso la falda del domingo era tan estrecha. Sin embargo, alguna inseguridad acompañaba todo aquel trayecto y los zapatos parecían retorcerse, en el afán de pisar bien el suelo. Los tacones invitaban a los bailes a los que sólo iban chicas casadas bajo la vigilia de pesadas madres. Fátima ya no iba a ningún lado. Pero no quedó embarazada. Se asemejaba a un barco sin lastre, un barco listo para lanzarse a sí mismo más allá de las aguas. Por falta de un cuerpo en el vientre.

Fátima no debía ponerse nunca el vestido amplio. Pero se lo ponía. Entre ella y el vuelo había la red del interdicto que protegía la civilización. Atrapaba a las mujeres fugitivas tal como antes atrapaba las langostas comedoras de cosechas. Tenía un gran zumbido, aquella red, era un dispositivo para el choque. Pero la mujer se temía a sí misma, más que a todas las prohibiciones.

Fathma

Fathma conocía muy poco. Pero, evidentemente, no sabía cuánto le faltaba conocer. Sabía sólo de la regularidad con que la noche caía sobre la aldea. Con la eficacia de un burka natural. Cubriendo a toda la gente, hombres, mujeres, y los animales domésticos, y las fieras. Fathma salía a veces al patio para tocarlo, como quien toca una flor. En el gran desamparo del misterio. Extendiendo las manos y no hallando nada, ella que hallaba aspereza en todas partes. Nunca había pensado en preguntarle a su marido qué había en la noche. No podía proferir una pregunta. Todo era afirmativo en su mundo, orden y contraorden, ley y creencia. Un hierro que aquietaba el corazón.

Porque no había en ella un alborozo, una medida que desborda, un susto. No había ni siquiera maldad. Ni pensaba en el momento en que la suegra moriría y ella finalmente saldría al frente, para mandar. Pues, con la fiebre de la noche, ella dejaba caer la vida cotidiana, se distraía. Cuando la suegra se quejaba con el hijo, el burka le atenuaba el golpe. No tanto que le ahorrase las manchas negras. Sólo al acostarse, a la luz de la lámpara, el marido las veía. Fathma no. No sabía de las propias equimosis. Porque no mostraba el rostro ni a las hijas. Parecía una modestia extraordinaria, un martirio del cuerpo que nadie se atrevería a censurar. La suegra observaba, largamente, aquel bulto que ni ojos tenía. Presentía una falla. No disponía, sin embargo, de lenguaje que tradujera aquel presentimiento. No se apoyaba en el soporte de las palabras. Fathma no transgredía ninguna ley.

Fátima

La voluntad de Fátima cedía a la voluntad de la falda, poco a poco. El armario se agitaba de noche y el marido murmuraba contra los ratones, en su murmullo de marido, estirando la sábana hacia arriba de la cabeza. Ella decía: «Compraré veneno», e imaginaba que habría un modo de matar el vestido pero que lo lamentaría para siempre, si lo hiciera.

Le faltaban las tareas maternales, nunca se había levantado para calmar a un niño o para darle de mamar. Y empezó a levantarse para abrir la puerta del armario, de puntillas, y cada vez más cuidadosamente porque el vestido estaba ganando color y echando luz, debido a la impaciencia. Una mañana lo llevó a la despensa, un lugar donde el hombre no entraba. Pero lo encontraba siempre entre la harina y la lata del café, ya herido, listo para romperse como una planta seca. Tomó a mal que Fátima lo pusiera junto a las cosas feas que no vuelan. En realidad, ejercía más poder con aquella tristeza que cuando se agitaba en el armario sin cesar. Pues Fátima se sentía esa madre que castigó a un hijo y que no tiene descanso mientras dura ese castigo. Había puesto a su niño a pan y agua y temía que se enfermara.

El vestido desprendía un cierto olor, propio de la mala higiene de un recluso. Había perdido los colores de rebeldía, lilas chispeantes, amarillos. «Estás enferma», le decía el marido cuando miraba su rostro cetrino. En lo que él sobre todo reparaba era en los guisos chamuscados, en los tenedores que caían al suelo. «Al menos, acabaste con los ratones», concluía. «Es que el veneno es bueno», decía Fátima. Pensaba en el vestido que moría en la despensa sin aire ni luz ni espacio. Pensaba que tendría que salvarlo, fuese como fuese, aun a su propia costa, aunque la libertad la deshonrase. Hacía grandes planes para su crimen y le decía: «Estamos casi, casi». Estaba segura de que pronto ese vestido se encargaría de su cuerpo, ya sin ceremonia, sin ninguna educación.

«Hoy no ceno», dijo al fin al marido, y el marido no entendió. Ella le dio a elegir dos comidas. En una había puesto veneno, en otra no. Por casualidad, él prefirió la inofensiva. La mujer retiró la letal. «El destino es el que escoge», concluyó. Sacó ese trapo de la despensa, se rio muy alto y salió al jardín. El vestido la llevó por los aires.

La policía ni se molestó en averiguar la inocencia del marido. Todo el mundo hablaba a su favor. La ley debía darlo pronto por viudo para que Dios, a la postre, lo bendijese con una esposa fértil. La ley esperó un tiempo y cedió.

Fátima / Fathma

Fátima se cansó de volar. Pero el vestido no. Corrió leguas. Pasaba por los valles, por montañas, por el día y por la noche, pero tan lejos, tan por encima de los picos más nevados, que nadie veía ni las piernas, ni las vergüenzas, ni la sangre de la mujer. Era un grano de polvo diminuto, totalmente invisible bajo el sol. Brillaba por la noche, pero nadie podía detectar movimiento alguno a tal distancia. Era una estrella entre las demás. Pero Fátima, con su cuerpo humano, tenía hambre. No nostalgia del suelo. Hambre, solamente. Y un cierto temor a dormirse. «Detente un rato, baja», dijo Fátima. Pero al vestido no le gustaba bajar. «Yo soy tu libertad», respondió. «Si vas a la tierra, te prenden de nuevo».

«No hace daño, baja un ratito», insistió la mujer. «Sin ver a nadie».

El vestido descendió sobre el desierto. Sobre el pequeño pueblo de Fathma. Estaba enojado con la mujer y quería castigarla, causarle privaciones. Imaginó que los hombres intentarían aprovecharse de la ocasión, que su olfato cazador se abriría al olor de la hembra extraviada, que atacarían. Pero, en el último momento, el remolino de la falda empezaría. Cuando alcanzara la posición horizontal se convertiría en el filo de un cuchillo capaz de romper unos cuantos brazos.

Ésa era la fantasía del vestido. Pero la noche estaba adelantada. Y no tenía enemigos, sólo pastores que respiraban en paz en sus colchones. Los animales, detrás de las cercas, se inquietaron por unos segundos, buscando la amenaza. Pero pronto se volvieron a dormir.

Fathma, que esperaba algo de la oscuridad, aunque no se preguntaba qué, oyó que los pies de Fátima aterrizaban, con un pequeño golpe contra el suelo. Entonces se levantó muy despacio y fue a espiar, con miedo, por la ventana. Sus ojos enormes brillaban bajo el encantamiento del vestido. Porque el vestido irradiaba una luz fuerte, deseoso de ponerse a levitar.

Fátima abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Quería beber agua. Pero por la rejilla nada pasaría. Temió que la mujer reaccionara y empezara a gritar. No podía distinguir el enojo del temor. Los dos iluminaban de igual forma. Y no tenían manera de explicarse. «¡Aquí no!», le dijo Fátima al vestido. «Quiero aterrizar donde me comprendan».

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