Kitabı oku: «Argumentación y pragma-dialéctica», sayfa 2

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De esta manera se reintroduce tanto en las prácticas de la argumentación como en su teoría otra tarea: la necesidad de tener en cuenta que, por más reglada que sea una práctica y por más precisas que sean sus reglas, quienes argumentan obedeciéndolas, lo pueden hacer bien, regular, mal o —como ya se indicó— incluso de manera perversa; tales modos de comportarse dependen de las habilidades y de la moralidad de los argumentadores. Entonces, ¿hay también que incluir en el teorizar sobre la argumentación reflexiones e indagaciones sobre la educación de quienes argumentan, de su phronesis o, dicho en términos más kantianos, de su capacidad de juicio, teorizaciones ambas que, inevitablemente, remiten al cultivo de las virtudes tanto epistémicas como prácticas?

Una vez más, como siempre, la discusión racional —el ir y venir de argumentos que aspiran a ser buenos argumentos—, queda abierta a nuevas exploraciones.

La pragma-dialéctica en la historia de la teoría de la argumentación
Fernando Leal Carretero

El libro que el lector tiene en sus manos quiere ser un homenaje hispánico a Frans H. van Eemeren, profesor emérito del Departamento de Comunicación Verbal, Teoría de la Argumentación y Retórica de la Universidad de Amsterdam. Este homenaje se concibió desde el principio en dos partes principales. En primer lugar, se trataba de darle la palabra al homenajeado, traduciendo al español una selección de artículos que permitiera a los lectores hispanohablantes hacerse una idea cabal de la amplitud del programa de investigación que van Eemeren instigó hace treinta años y que ha venido desarrollando y enriqueciendo desde entonces con un grupo de colaboradores cercanos. Como veremos, este programa, llamado “pragma-dialéctica”, no ha concluido todavía sino que se encuentra en vigorosa marcha. En segundo lugar, la intención era dar la palabra a todos aquellos investigadores hispanos e hispanoamericanos de la argumentación de los que sabemos que tienen un particular interés por, y conocimiento de, la pragma-dialéctica. Desgraciadamente, no todos pudieron acudir al llamado, de forma que no están aquí todos los que son, aunque, eso sí, son todos los que están.

Para llevar a cabo la selección de artículos que constituyen la primera parte de este volumen procedí de la siguiente manera. Primero le pedí a van Eemeren que hiciera una lista de aquellos textos que en su opinión deberían ser traducidos al español. Viendo que faltaban algunos que yo creía importantes, le pregunté si tenía algo en contra de incluirlos. Como dijera que no, los añadí a la lista original, que ahora ascendía a unos 25 títulos. En vista de que traducirlos todos hubiera implicado un libro entero, y con ello la necesidad de hacer dos volúmenes, hice una nueva revisión y apliqué a la lista un cedazo formado por tres criterios. El primero obviamente era que los textos seleccionados pudieran juntos dar una idea de la profundidad y amplitud del programa pragma-dialéctico, ya que ese era el objetivo primordial de la selección, El segundo criterio era que se tratase de artículos no publicados antes del año 2000, con lo cual tendríamos textos que tienen en cuenta los desarrollos teóricos más recientes. Finalmente, el tercer criterio era que no hubiese demasiado translape entre uno y otro trabajo. Advierto a los lectores que un cierto translape es inevitable, sobre todo en vista de que van Eemeren prefiere reiterar los aspectos básicos de su teoría antes que perder a quienes pudieran no conocerlos. De esa manera, hay en este libro algunas repeticiones doctrinales; pero confío en que no sean más de las requeridas por la pedagogía, y conste que no comparto del todo el optimismo del viejo precepto spenceriano de que “sólo con variada reiteración es posible vencer la resistencia de las mentes a conceptos que les son extraños”.

La riqueza del material así elegido no me parecía, sin embargo, suficiente para que los lectores hispanos se hicieran bien cargo de la marcha del programa pragma-dialéctico, del movimiento intelectual que lleva de un trabajo al siguiente. Por ello le pedí a van Eemeren si podía escribir, especialmente para este volumen, una especie de autobiografía intelectual. Amablemente así lo hizo e incluso me hizo saber que esta idea lo había llevado a concebir un nuevo proyecto de investigación acerca de la historia de la teoría pragma-dialéctica de la argumentación. Este libro cuenta así con un inédito de van Eemeren (el capítulo 1) y no solamente con trabajos anteriormente publicados en inglés (los capítulos 2 a 10). Igualmente inéditos son naturalmente los trabajos aportados por los quince colaboradores de España, México, Chile y Argentina. Juntos creo que dan una buena idea de la diversidad de aspectos y perspectivas que la comunidad hispanohablante tiene sobre la pragma-dialéctica.

A fin de situar mejor los diversos capítulos de este libro, me gustaría contar, de manera naturalmente breve y fragmentaria, aunque espero no completamente heterodoxa e idiosincrática, la historia de la teoría de la argumentación. Dentro de la cultura europea esa historia comienza con los griegos.1 Podemos decir en general que, para cada área cultural x, las comunidades humanas pasan por tres etapas: la etapa en la que se practica x, la etapa en la que las personas se vuelven conscientes de x y hablan de x, y la etapa en que deliberada y sistemáticamente tratan de elaborar una teoría de x. En el caso de la argumentación, podemos probablemente decir que ella existe desde que existen comunicación y lenguaje, con lo cual el comienzo de la primera etapa se pierde en la bruma de los tiempos, y ninguna comunidad humana ha jamás carecido ni carecerá de ella. No hay por ello manera de escribir la historia de la argumentación como tal. En cambio, la historia de la toma de conciencia y del discurso explícito sobre la argumentación es en principio más fácil de escribir. El primer gran monumento literario de la Grecia clásica lo forman de común acuerdo los poemas homéricos de la Ilíada y la Odisea; y en ambos encontramos ya clara conciencia de, y pulido discurso sobre, la argumentación.2 Sin embargo, algo así como una teoría de la argumentación propiamente dicha aparece por vez primera en el escrito que conocemos ahora como De las refutaciones sofísticas, escrito por Aristóteles.3 Su autor está consciente de su logro y expresa con orgullo su ser pionero en haber escrito un tratado sobre el razonar y argumentar (183b35-184ª1). No es probablemente casualidad que ese tratado se ocupe precisamente de la naturaleza de las falacias o errores en la argumentación. Después de todo, quizá son siempre los errores que se cometen en una actividad lo que primero nos mueve a intentar hacer una teoría de ella.

En el caso de Aristóteles, ese primer tratado de las falacias fue seguido muy pronto por los Tópicos, un libro mucho más amplio que nos presenta la contraparte positiva: las reglas que han de seguirse para triunfar en una contienda argumentativa. El modelo que Aristóteles siguió en los Tópicos es el diálogo socrático, tal como este fue presentado por Platón con un arte literaria sin parangón. Del substantivo griego diálogo, que significa “hablar dos o más personas por turnos” o “tomar ellas turnos para hablar” Platón derivó el adjetivo dialéctico, y desde entonces hablamos de “arte dialéctica” para referirnos al modo particular de llevar una discusión que inventara Sócrates y que se cultivara en la Academia platónica. De esa manera, podemos decir que los Tópicos de Aristóteles son la codificación de ese método de conversación. Como tal, no podemos decir que constituya una teoría general de toda argumentación; y de hecho vale la pena constatar desde este momento que este problema de la generalidad es endémico a todos los intentos teóricos que vinieron después, incluida la propia pragma-dialéctica.

Comoquiera que ello sea, frente a la dialéctica aristotélica en tanto teoría de la argumentación propiamente dicha conviene distinguir dos temas cercanos pero diferentes. Uno es el tema de la demostración matemática. Como es bien sabido, fueron los matemáticos griegos los que inventaron la demostración (cf. Vega Reñón, 1990; Netz, 1999); y sobre la base de las intuiciones que Platón tuvo acerca de la naturaleza de este invento se lanzó Aristóteles a hacer también su teoría. Hasta dónde haya o no el filósofo tenido éxito en esta empresa es una cuestión disputada en la que afortunadamente no necesito entrar aquí, ya que la demostración como tal no es en sentido estricto una especie o un caso de argumentación. Los matemáticos sin duda argumentan, al igual que los demás seres humanos, y sería muy interesante intentar hacer la teoría de la argumentación en matemáticas; pero la teoría de la demostración que intentó Aristóteles con poca fortuna y que en nuestros días es una realidad gracias a la invención de la lógica matemática, no es tal teoría.4

El otro tema es la retórica. Aunque hemos perdido los tratamientos doctrinales sobre el arte de hablar bien en público que comenzaron a aparecer desde la segunda mitad del siglo V a.C., no resulta demasiado aventurado pensar que se trataba de colecciones de recetas y consejos más que de tratamientos teóricos. Una vez más parece Aristóteles el primero en intentar hacer la teoría, y justo especialmente de la argumentación, como se desprende del hecho de que él mismo dice que los tratadistas que le precedieron ignoraron el entimema, que es precisamente el nombre que Aristóteles da al argumento retórico. Pero justo aquí es que comienzan los problemas: no encontramos a lo largo y ancho de la Retórica aristotélica (y no se trata precisamente de una obra breve) nada que podamos comparar en alcance teórico a los Tópicos. Aristóteles dice muchísimas cosas, y por cierto de gran importancia, sobre el arte de hablar bien en público y los recursos que se pueden utilizar para persuadir al auditorio y más generalmente para lograr que piensen o hagan lo que el orador busca; pero lo que no hay es una teoría que nos detalle cuáles son la forma y contenido de la argumentación en retórica. Los autores que vinieron después, tanto en Grecia como en Roma, tienen méritos didácticos y prácticos enormes; pero ninguno de ellos ha presentado una teoría de la argumentación retórica siquiera similar a la teoría de la argumentación dialéctica de los Tópicos.5

De la Grecia clásica damos un salto enorme hasta la escolástica medieval latina. El llamado método escolástico, y más en particular la técnica de la disputatio es una práctica argumentativa que debe mucho a la dialéctica griega, si bien tiene rasgos originales.6 En ese sentido, podemos decir que la teoría de los Tópicos le queda corta; pero, ¿es que existe una teoría de la disputación propiamente dicha? La evidencia parece mostrar que no; no parece haber habido ningún pensador medieval que se haya propuesto hacer la teoría de las disputaciones clásicas, esa técnica de la que admiramos el producto acabado en la Summa theologiae de Tomás de Aquino y muchos otros textos antes y después. Podría decirse que un tipo peculiar, la disputatio de obligationibus, constituye una excepción, por cuanto hay autores que teorizan sobre ella. Pero, si bien los especialistas declaran que estamos lejos de entender bien el sentido y funcionamiento de esta técnica, yo al menos me inclino a pensar que se trata en realidad de una variante del tipo de discusión de que hablan los Tópicos. De hecho, uno de los más celebrados teóricos de la disputación con obligaciones, Walter Burley, copia en buena medida la descripción de los Tópicos (cf. Yrjönsuuri, 1994, cap. III). Comoquiera que ello sea, lo que de teoría de la argumentación hay aquí se refiere a modos de discutir tan altamente regulados y artificiales como lo fueron los encuentros dialécticos sobre los que teorizó Aristóteles. Tenemos pues también aquí la cuestión de hasta dónde una teoría de la disputación medieval y sus variantes podría considerarse una teoría general de la argumentación. Parecería que no.

Unos siglos más tarde, la transformación del parlamento que comienza bajo Enrique VIII y con las reformas de Thomas Cromwell, y que se iría perfeccionando al paso de los años en dirección hacia la democracia moderna, crea la ocasión para prácticas retóricas que en su momento demandarán reflexión y elaboración teórica. Una vez más son las falacias lo que da el impulso. Son dos las obras pioneras aquí: la Parliamentary Logick del honorable William Gerard Hamilton, miembro del parlamento británico, y el Book of Fallacies del reformador Jeremy Bentham. La primera, publicada póstumamente en 1808, está orientada a la instrucción de los colegas legisladores en todos los trucos del oficio de manipular al público y vencer al adversario; la segunda, publicada en1816 en traducción francesa (Traité des sophismes politiques; edición póstuma en inglés de 1824 bajo el título A Book of Fallacies) y con muchas modificaciones respecto del original, tenía como propósito contrarrestar la obra de Hamilton e instruir a los ciudadanos para defenderse de las manipulaciones de los políticos. Con el paso del tiempo, se dio en pensar que aprender a debatir a la manera parlamentaria debería ser parte de la formación de todo ciudadano en una democracia. Así surgió en los países anglosajones la teoría del debate que se enseñaba a los adolescentes y se practicaba en forma de certámenes públicos entre escuelas. Una vez más tenemos una teoría de la argumentación que dista también mucho de ser general, como puede constatar cualquiera que se asome a los numerosos manuales para aprender a debatir.7 Por no tomar sino el aspecto más obvio, la administración del tiempo en los distintos formatos para el debate que se han propuesto constituye una limitación artificial que no vale para la mayoría de las discusiones humanas.

Ya puestos en el siglo XX, se ha dado en hablar de 1958 como el año del renacimiento de la teoría de la argumentación, merced a la publicación casi simultánea de La nouvelle rhétorique de Perelman y Olbrechts-Tyteca y The Uses of Argument de Stephen Toulmin. En un sentido 1958 es demasiado tarde: ya la bibliografía en Barth y Martens (1982) muestra que el interés por la argumentación precede a estas publicaciones por un par de décadas. En otro sentido 1958 es demasiado pronto, ya que ninguna de las dos célebres obras, a pesar de sus enormes méritos, constituye una teoría de la argumentación. En mi opinión hay que esperar hasta 1984 para ver nacer, con la disertación doctoral de Frans van Eemeren y Rob Grootendorst8, los inicios de una teoría de la argumentación que es original respecto tanto de la teoría de los Tópicos (incluyendo las que hubiere de la disputatio) como de la teoría del debate parlamentario.9 Y aunque también de la pragma-dialéctica se ha dicho o insinuado que no es todavía una teoría general (Walton, 1989; Woods, 2006; Morado, 2013), ciertamente es un candidato más plausible que las dos (o tres) anteriores, al menos en el sentido de que no parte de entrada de una práctica artificiosa y convencional previa.

He dicho antes que en el año 1984 vimos nacer los inicios de una teoría de la argumentación. La razón para decir esto es que tal vez el rasgo más distintivo de la pragma-dialéctica es que no es una teoría acabada, sino un proceso de teorización en marcha. El capítulo 1, escrito especialmente para este libro, describe precisamente como fueron desarrollándose las diversas capas de la pragma-dialéctica. En primer lugar, tenemos un meollo teórico, constituido por la pragma-dialéctica estándar o elemental (van Eemeren & Grootendorst, 2004, tr. esp. 2011) y la pragma-dialéctica extendida o avanzada (van Eemeren, 2010; tr. esp. 2012).10 En segundo lugar, tenemos una capa empírica, en que se utilizan técnicas de investigación cualitativa y cuantitativa para verificar si los constructos teóricos corresponden a la realidad argumentativa (van Eemeren, Houtlosser & Snoeck Henkemans, 2007; van Eemeren, Garssen & Meuffels, 2009; no hay traducción al español). En tercer lugar, tenemos investigación aplicada, en la que se trata de identificar las características peculiares que distinguen teórica y empíricamente entre los diferentes modos en que los seres humanos argumentan de acuerdo con los propósitos que persiguen y las instituciones creadas para cumplir esos propósitos (van Eemeren, 2009; así como la serie de libros “Argumentation in Context” y el Journal of Argumentation in Context).11 De esta estructura compleja y multinivel de la pragma-dialéctica dan cuenta con algún detalle los capítulos 2-10 de este libro, los cuales fueron escogidos justamente para permitir que el lector hispanohablante tuviese una visión de conjunto del programa de investigación dirigido por van Eemeren que no le permiten los libros que se han traducido al español hasta ahora.

Ahora bien: si se mira con cuidado esta estructura teórico-empírico-aplicada de la pragma-dialéctica, se verá que no es legítimo objetar que la teoría no es general. En vista del carácter dinámico del programa pragma-dialéctico de investigación, podemos decir que se trata de una teoría general en construcción. La estrategia científica seguida por van Eemeren y sus colaboradores es la de partir de un modelo ideal de argumentación que, justamente por ser ideal, representa una simplificación de lo que ocurre. Pero no se trata, y nunca se trató, de que la cosa quedara allí. Este modelo ideal va haciéndose progresivamente menos ideal y sin prisa ni pausa se va enriqueciendo según se le van incorporando poco a poco elementos adicionales, concretamente la perspectiva retórica (en la pragma-dialéctica extendida), la investigación empírica (análisis lingüístico y experimentos cognitivos) y los estudios aplicados de dominios argumentativos específicos con sus variadas instituciones comunicativas (el derecho, la política, la medicina, los medios, la academia). Esta estrategia científica de aproximaciones sucesivas al fenómeno de la argumentación es, a lo que veo, la misma que han seguido la física, la biología, la economía y la lingüística: modelos sencillos que se van enriqueciendo al contacto con los datos empíricos. No hay, a lo largo y a lo ancho de los estudios sobre argumentación, ningún otro programa de investigación tan duradero y persistente como la pragma-dialéctica.

¿Significa eso que la pragma-dialéctica es inmune a objeciones? De ninguna manera; y todos son bienvenidos a plantearlas y contribuir a la mejora de la teoría. Lo importante es que, al objetar, procuremos conocer primero bien el objeto que atacamos. Mi impresión es de hecho que la teoría no ha tenido críticos más severos que los propios pragma-dialécticos. Si no fuera así, no existirían las modificaciones constantes a la teoría al contacto con los diversos aspectos que se han ido añadiendo y la han ido complejificando. Espero y confío en que la lectura de los capítulos 1-10 despierten la curiosidad de los lectores por informarse más en detalle acudiendo a las ricas fuentes de todo el programa de investigación.

Lo que debe quedar claro es que el programa pragma-dialéctico, como todo programa serio de investigación, no constituye un dogma. Prueba de ello es que van Eeemeren con frecuencia invita a investigadores con otras perspectivas teóricas a estancias en Amsterdam y, de ser posible, a proyectos colaborativos. Un excelente ejemplo es la obra conjunta de van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs (1993), por la que podemos decir que inicia el giro descriptivo, más allá de lo normativo, en el programa pragma-dialéctico. Un ejemplo diferente es la investigación doctoral de Lilian Bermejo-Luque, cuyos resultados fueron publicada subsecuentemente en una de las colecciones que edita van Eemeren (Bermejo-Luque, 2011): aunque altamente críticos, han sido realizados con conocimiento de causa del programa que critica, y al menos en mi opinión son en principio un aporte valioso que modifica, pero no destruye, la teoría. Una versión breve de este aporte crítico es el cap. 11 de este libro, con que abre la primera sección de la segunda parte de este libro. Los capítulos 11 a 16 sugieren, cada uno a su manera, revisiones, modificaciones u objeciones a la teoría pragma-dialéctica. En cambio, los capítulos 17 a 22 de la segunda sección se limitan a ofrecer posibles aplicaciones de la teoría.

Hasta este punto no he intentado expresar en qué consiste una teoría de la argumentación. Aunque sobre esto seguramente habrá discusión y hasta controversia, creo que la experiencia de los últimos años nos permite distinguir al menos cinco elementos indispensables para poder hablar de una teoría de la argumentación: (1) una explicitación del fin o propósito de argumentar, (2) una explicación de los medios, verbales y no verbales, por medio de los cuales se realiza ese fin, (3) técnicas de identificación y análisis de argumentaciones concretas, (4) una descripción de las reglas de un “juego” argumentativo mediante el cual podemos con esos medios alcanzar ese fin, (5) una normativa que permita identificar y ordenar las falacias en cuanto violaciones de esas reglas. Todos esos elementos están presentes tanto en la codificación del diálogo socrático que hizo Aristóteles como en el modelo de discusión crítica de la pragma-dialéctica; pero faltan en una medida u otra en todas las demás propuestas.12 Sobre cualquiera de estos elementos se pueden plantear objeciones, sea dirigidas a la dialéctica de Aristóteles o a la pragma-dialéctica de van Eemeren; y las objeciones podrán ser o no respondidas de manera de satisfacer al crítico; pero lo que no puede negarse es que cualquier propuesta que aspire a ser una teoría de la argumentación (general o parcial) las necesita todas, que tanto la dialéctica como la pragma-dialéctica las poseen, y que no es fácil encontrar ninguna otra propuesta que sea tan completa como estas dos. La pragma-dialéctica tiene, como rasgo adicional, (6) un programa de investigaciones empíricas y aplicadas con el propósito de verificar y en su caso corregir, modificar y enriquecer la propuesta teórica pura. Con esto se reafirma el carácter único y dinámico de la pragma-dialéctica que he tratado de esbozar en esta introducción. Invito al lector a que lo confirme por sí mismo a través de la lectura de este libro.

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9786077423348
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