Kitabı oku: «El poder», sayfa 2
3. ¿UN SEÑOR PREOCUPADO?
Al día siguiente, como solía ser costumbre en la chica, se levantó con el tiempo justo para ir a clase y sin nada más en la cabeza que sus ganas de seguir a lo suyo y con su carrera. Laura ya había llegado. La esperaba impaciente y preocupada para preguntarle:
—¿Todo bien?
—Sí, no te preocupes. No pienso comerme la cabeza por una asignatura. —La chica tomó asiento.
—No merece la pena. Además, seguro que te la sacas en septiembre.
—Es lo mínimo. Me pondré a estudiar de lunes a jueves para después poder echar horas extras en el trabajo tranquilamente.
—Hoy también trabajas, ¿no? —Laura siempre estaba al tanto del trabajo de la chica para ayudarla en el día a día con los apuntes.
—Sí, ahora estoy de viernes a lunes. Suelo echar unas ocho horas en la cafetería y el resto de días entre semana solo las cenas por la noche.
Llegó el profesor. Casualmente, era uno de los becarios y súbditos del Señor. Ernesto, en clase, era incluso peor que su propio jefe, pues se le notaba que quería demostrar su valía para el trabajo. El problema era cuando su exceso de ego le hacía quedar peor. Los alumnos no lo criticaban por su escasa simpatía, dado que ya estaban acostumbrados a que todo por aquella torre fuera así, sino por la falta de flexibilidad a la hora de impartir sus clases. Un hombre esquemático que seguramente sabría más allá de lo apuntado en su folio, pero al que los nervios y el querer imponer su pensamiento sobre los alumnos le hacían quedar como un inútil más de los que daban clase por aquel campus.
Acabadas las clases, tanto Laura como la chica se despidieron en la cafetería de Alfonso, quien siempre lo hacía diciendo antes de cada fin de semana lo larguísimo que se le haría por no poder ver a sus niñas. Alfonso era un hombre peculiar donde los hubiera, de más de cincuenta años y estudiando de nuevo para matar el tiempo libre que la jubilación anticipada le había regalado. Si bien es cierto que en primero de carrera había congeniado mucho más con Laura, pues ambos eran los más brillantes de clase y, a pesar de sus evidentes diferencias políticas, se sentía como otro padre de ella; a lo largo del segundo curso la chica y él fueron teniendo mayor relación, sin querer fue asimilando su amistad con Alfonso como un sustituto anhelado de la escasa relación con su padre.
La chica estaba convirtiéndolo en su padre putativo, aunque a ojos de los demás no fuera más que un viejo de cincuenta años arrimándose a una joven. Quedaban al menos un día a la semana para tomar un café. Él estaba en uno de sus peores momentos: tenía tanto problemas de salud como personales en casa. Ella se estaba convirtiendo en su paño de lágrimas y él en un padre de verdad para la chica, de los que escuchan y apoyan.
Inmersos en la rutina, cada uno por su lado pero bajo un mismo techo académico donde el cruzarse se daba a menudo, y más si se intentaba a propósito, el Señor no tardó en ver a la chica tras la revisión. Solo dos semanas más tarde se encontraron en el centro de fotocopias y él se acercó a ella:
—Buenos días, señorita —dijo mientras se esforzaba en sacar una sonrisa de simpático.
—Buenos días, profesor.
—¿Ha seguido mis consejos de la asignatura?
—En este cuatrimestre me voy a centrar en el resto. Cuando llegue el verano me pondré en exclusividad con ello. —Los nervios de la chica eran esbozados en su sonrisa.
—Pero en verano no hay tutorías. Le recomiendo que se pase la semana siguiente por mi despacho para decirle el punto de unión entre el temario y las lecturas. La clave para comprender mi exigencia.
—Se lo agradezco, pero no es necesaria tanta molestia.
—No es molestia. Me supo mal suspenderla, pero sé que he hecho bien porque me lo dará todo en el siguiente examen. Y si no, pues en el siguiente. Quiero ver por qué eligió esta profesión. —Poco común ver frases de ánimo en él.
Y se fue sin dejar ni siquiera una oportunidad de contestación, pues sin duda le encantaba ser el último en hablar, que fueran sus palabras las últimas que hicieran eco en el lugar. La chica siguió con sus fotocopias, aunque más pensativa —unas palabras de ese estilo por parte del Señor eran todo un halago, sin duda—, al mismo tiempo que aliviada porque sus suposiciones malpensadas acababan de llegar a su fin. Pensó en la posibilidad de que su chulería y ceguera le impidieran apreciar sus propios errores. Realmente, dudaba si se había merecido aprobar pasándose con sus suspicacias en la revisión. Fue así, de esta manera tan fácil y sutil, como la chica bajó la guardia.
Finales de abril. Un mes después de aquella revisión y de nuevo en una clase con Elena, el Señor envió un correo a Laura y otro compañero, donde los citaba en quince días para un debate sobre un libro concreto, en el cual decidiría quién de los dos se merecía la matrícula de honor. Automáticamente, la chica comenzó a buscarle el libro a Laura por internet, dándose cuenta de que la biblioteca de la facultad solo contaba con un ejemplar. Sin dudarlo, se levantó de su sitio, dispuesta a ir a la biblioteca a por él. De nuevo en mitad de una clase de Elena, pensaba la chica mientras se sonrojaba y seguía su proceso de salida, pero no podía permitir que el libro acabara en otras manos que no fueran las de su amiga.
La chica quería a Laura, tanto que en numerosas ocasiones saltaba en su defensa cuando algunos de sus compañeros, y cada vez eran más, hacían referencia a la forma en que conseguía las cosas: mediante la práctica del «peloteo» a los profesores o del victimismo. No hacía oídos a los rumores, pues levantaba en la chica su instinto más protector y siempre había sido muy buena con ella, dándole igual el resto.
Cuando entró de nuevo en clase, Elena no pudo resistirse a preguntar delante de todos cuál era el motivo de su salida. La chica mintió, diciendo que había ido al baño, y se disculpó por molestar. Al sentarse le dio a su amiga dos besos y el libro, bajo la atenta mirada de la profesora, a la cual se le notaba el desconcierto. Al acabar la clase, ambas reían al ver correr hacia la biblioteca a su compañero, quien ilusamente creía, con su habitual estilo de superioridad y de suponerse más inteligente, que iba un paso por delante.
Esa misma tarde se vieron Alfonso y la chica en la cafetería de siempre, un sitio tranquilo, lo suficientemente cercano a la facultad, pero alejado del ruido y ajetreo universitario, perfecto para poder charlar tanto de cómo arreglar el mundo como de por qué el gatito de Alfonso estaba cojeando de nuevo. Llegando al lugar, mientras hablaban de la proximidad de los exámenes finales del curso, se encontraron con Elena sentada allí, leyendo lo que de lejos parecía un trabajo de un alumno. Al verlos se levantó a saludarlos, en especial a Alfonso, pues eran amigos fuera del ámbito académico, como estaba justo comprobando la chica, la cual se quedó un paso atrás, dispuesta a sentarse en una mesa aparte y alejada de su profesora. Sin embargo, Alfonso, con su habitual costumbre de pelotear, insistió en sentarse todos juntos y convertir aquello en algo cordial y ameno fuera de la facultad.
La chica, muy observadora como siempre, estaba notando que estaban acostumbrados a quedar. Ambos se apoyaban en sus problemas personales. Se notaba que no había nada más que un gabinete psicológico improvisado en la terraza de un bar. Aquella tarde se le hizo larguísima a la chica. No sabía qué decir ni hacer, cómo sentarse o expresarse. No estaba nada cómoda sentada frente a la profesora que a la mañana siguiente, a las nueve en punto, estaría dándole el temario en clase e incluso dos meses después tendría que examinarla. Hablaron de todo menos de la facultad. Elena parecía interesada en saber sobre la vida de la chica, de su procedencia y por qué había decidido elegir aquella carrera. Las respuestas que se encontraba eran de lo más trivial y secas. La chica estaba cortada y no daba pie a mucha conversación.
Dispuestos a alargar la tarde y quedarse a cenar, Alfonso y Elena llamaron al camarero para pedir. La chica aprovechó para excusarse con que había quedado para cenar y se le había hecho tarde. Tras levantarse, se despidió con un toque en el hombro, mientras que a Alfonso le dio dos besos y dinero para pagar su parte, cosa que rechazó, obligando a la chica a guardarlo. Mientras conducía camino al piso, no dejaba de pensar en la extraña situación de estar sentada en una cafetería fuera de la facultad junto a su profesora. Al llegar al piso se lo comentó a Cristina, que ante la cara de preocupación de su amiga no paraba de reírse.
—Yo no le encuentro la gracia, Cristina. Dime. —La chica se puso seria.
—Con lo poco que te gusta la gente que pelotea a los profesores y coges y te vas de cervezas con una. —Cristina no podía parar de burlarse.
—Pero yo no he peloteado en absoluto. Si no sabía ni qué decir. —Se sentía avergonzada sin tener claro el motivo.
—Si lo sé. Te conozco de sobra para saber que eres incapaz de pelotear incluso si necesitas aprobar, más que nada porque eres una borde de naturaleza.
—Gracias, cariño. Yo también te quiero.
—Te digo la verdad. Además, no te preocupa lo que repercuta en tu nota porque bien que me has dicho que la ves objetiva y, separando ambas cosas, porque ni siquiera habías notado que era amiga de Alfonso en clase.
—Ya sé lo que me vas a decir. Me preocupa que piensen que estoy peloteando cuando no es así. —Odiaba las versiones inventadas sobre su vida.
—Pero no puedes evitar que te sienten mal las injusticias y eso sería una. Sin embargo, te sientes mal porque ni tú misma lo ves bien. ¿O me equivoco?
—¿Hoy te has leído un libro de psicología o cómo va el tema? Cómo odio lo que me conoces.
—Te jodes. Venga, vamos a cenar, que encima vienes muerta de hambre.
Cristina se dirigió a la cocina riéndose sin parar; incluso ya dentro de ella se la seguía escuchando. Sabía que era una tontería lo que su amiga estaba pensando, pero que esta se preocuparía. Aun así, no estaba en la chica aceptar de buen grado las críticas falsas y sabía que si alguien los veía tomando café le caerían muchas. En aquel momento no sabía que sería el primero de muchos cafés y el comienzo de su madurez respecto al «qué dirán».
La chica se fue directa a la cama tras cenar, ya que al día siguiente le esperaba un buen madrugón y cuatro horas de clases seguidas con Elena. Ya en la cama, escuchó el timbre de la puerta. Extrañada, se levantó para que Cristina no abriera sola, pero era demasiado tarde: cuando salió al salón, Raúl ya estaba allí dentro, pidiendo hablar con ella. No pudo evitar agradecer en un leve susurro su presencia, pues esa noche no dormiría sola, sino abrazada a él.
4. UNA HISTORIA DE AMOR
Cinco años de relación de amor y odio. Ni podían estar juntos ni podían estar el uno sin el otro. Raúl, un chico bien acomodado, acostumbrado a no recibir ningún «no» por respuesta, se había planteado como reto acostarse con la chica cinco años atrás como uno más de sus juegos. Sin embargo, este acabaría marcando la vida de ambos.
Con diecisiete años ella y veintidós él se conocieron, irónicamente, en un hospital, en las sesiones de rehabilitación. Él había sufrido un accidente de moto y había sido operado de la rodilla, mientras que la chica tenía una hernia de disco y estaba en tratamiento físico preventivo para no empeorar su situación. El día que ella llegó por primera vez a la clínica, se quedó mirándolo imprudentemente. Raúl era atractivo y con una picardía que encandilaba a cualquiera, chulo y con un toque de arrogancia propia de un chaval de su edad que, hasta ese día, lo había conseguido todo con tan solo pestañear.
Ella era normal, del montón alejado del que él se solía fijar, pero no podía evitar la curiosidad al descubrir la sinceridad tan directa de la chica, quien estaba fijándose en su herida en vez de en él, llevándole a gastar una de sus insolentes bromas:
—La sonrisa y los ojos los tengo más bonitos, rubia —le dedicó con tono picarón.
A lo que ella respondió de una manera muy fría y distante, mirándole a los ojos:
—Es común, del montón. Pero la herida es original, al igual que tu falta de humildad y tu defecto visual, pues soy morena.
La cara de Raúl fue un auténtico cuadro. No supo ni qué responder ante semejante bordería de la chica. Sin embargo, eso mismo fue lo que le llamó la atención y, finalmente, lo que le enamoró.
Pasaron los tres meses correspondientes a la rehabilitación. Los pacientes que habían pasado todos juntos esa fase realizaron una cena de finalización, donde los flirteos entre la chica y Raúl eran cada vez más evidentes, pero él cometió el error de que siempre hablaba de más e incluso mantenía el mismo flirteo con otras. Por esta misma razón, cuando Raúl se ofreció a llevarla a casa paró en un parque cercano a la casa de la chica, donde poder hablar tranquilamente a solas.
—¿Por qué te caigo mal? —Sonreía mientras la miraba a los ojos.
—No me caes mal, Raúl. Si no, no estaría sentada aquí contigo.
Automáticamente, la besó de una manera un tanto fría y con las intenciones claras de querer algo más y, aprovechando el banco junto al parque y que era una zona totalmente oscura y poco transitada, acercó a la chica hacia él. En ningún momento habían dejado de besarse; la tensión sexual era muy evidente. Ella se sentó sobre él, dejando caer sus piernas por la parte de atrás del banco y acariciando la nuca de Raúl de una manera muy sensual. Se le notaba el erizamiento de los vellos cada vez más. Él aprovechó para coger con cada vez más fuerza la cintura de la chica. Era muy evidente el deseo carnal con cada gesto. Estaban a punto de entregarse, pues la chica estaba igual de desinhibida que él y con las mismas ganas de quitarle la ropa, pero de repente, a pesar de que en aquel momento fuera lo que más le apetecía, mordió el labio de Raúl y se levantó.
—Hoy no va a ser el día. Hoy no me apetece ser un número más.
—Estás de broma, ¿no? ¿De verdad me vas a dejar así? Pero si tú también quieres.
—Pero mi orgullo no me lo permite. Hasta pronto, rubio. —Se dio la vuelta sonriéndole y se fue.
—Hasta nunca, que eres una niñata chula y estúpida —le gritó enfadado y con cara de incrédulo.
Cada uno tiró hacia un lado. La chica se había preocupado con la última frase de él, pues realmente le apetecía, y mucho, estar con Raúl; pero no podía dejarse llevar. No era más que un niñato que solo quería un polvo, mientras que ella se acabaría pillando. Sabía que a pesar de estar culpándose por quedarse con las ganas, había hecho lo correcto para no sufrir.
Mientras tanto, Raúl no paraba de maldecirla por haberlo dejado tirado con el calentón. Su ego no se estaba creyendo lo que le acababa de pasar. Sin embargo, cuando llegó a su casa y encontró a su compañero de piso y amigo no paraba de reírse. Los nervios le hacían soltar una carcajada tras otra.
—Raúl, ¿qué te pasa? ¿Qué has fumado? —le preguntó Germán.
—Esa niña es una auténtica cabrona —le decía una y otra vez entre risas.
—No te has podido acostar con ella, ¿verdad? Pues me alegro. A ver si así se te bajan los humos. —Una frase que le dedicó mientras le golpeaba la rodilla.
—Llevo todo el camino pensando quién se cree. No está tan buena para que se lo tenga tan subido, pero ahora no puedo parar de reírme porque la hija de su madre sabe que no me voy a dar por vencido y la voy a llamar.
—Pues sin el número lo tienes difícil. —Ahora era Germán quien reía.
—Va a hacer que me lo curre. No será una noche de sexo sin más.
Y así fue. A los pocos días Raúl volvió a la clínica para sonsacarle el número de teléfono a la fisioterapeuta que los había tratado a los dos.
—Dolores, no seas así. No se lo voy a decir a nadie, pero necesito su número, por favor.
—Raúl, te conozco lo suficiente para saber que no te tomas nada en serio, empezando por tu propia salud. ¿Has seguido haciendo los ejercicios?
—No me cambies de tema. Después me regañas, pero dame el número.
—¿Por qué esa insistencia? Si ella no te soportaba. ¿No te has dado cuenta en estos tres meses? Siempre ha dicho que eras un niño de papá, un pijo repelente, prepotente y creído.
—Eso me está doliendo, así que merezco una recompensa por tus hirientes palabras —le dijo en tono irónico y con intento de poner cara de pena.
—Está bien, pero esta conversación nunca ha existido. Aquí lo tienes. Fotografía la tarjeta de paciente y vete.
—Dolores, eres la mejor. Sin duda, Dios te lo va a compensar con muchos hijos.
—Vete y no digas tonterías. Pero una cosa te digo, como mujer y como madre tuya que podría ser: no es de las tuyas, no es tu tipo.
—¿Y cuáles son de mi tipo? —Le dedicó la mejor sonrisa picarona.
—Sabes a lo que me refiero. Esta chica no te va a ser nada fácil. No es para nada hueca y es de las que te cortan el rollo rápido.
—Me gustan los retos —exclamó mientras le daba un beso en la frente y se fue de la consulta.
No esperó ni siquiera a salir por la puerta principal del hospital cuando ya estaba llamando; sin embargo, no tuvo fortuna y la chica no se lo cogió hasta el día siguiente por la noche. Tardó todo un día, para desesperación de Raúl, quien no pudo evitar que se le notara cuando por fin le cogió el teléfono:
—Sí, dígame.
—Rubia, ¿tú que pasa? ¿Que no sueles devolver las llamadas perdidas?
—¿Raúl? —La chica se mostró totalmente sorprendida.
—Así me llamo. ¿Qué tienes que hacer esta noche?
—Pues acostarme, mañana tengo clase. Te recuerdo que estoy en bachillerato y tengo selectividad en un mes.
—Es verdad, que eres toda una baby —bromeaba por la diferencia de cinco años.
—¿Me has llamado para decirme tonterías? ¿Qué quieres? ¿Y cómo tienes mi número?
—¿Te apetece ir a cenar este sábado?
—Prefiero comer. Por la noche he quedado para salir. ¿A qué hora?
—Te recojo a la una en el parque de la otra vez.
—Vale. —Colgó sin dar oportunidad de decirle nada más.
Durante mes y medio estuvieron quedando los sábados para comer y besarse a ratos. Se mandaban mensajes casi todos los días, cuyo contenido no era más que burlas del uno hacia el otro, junto con las trivialidades que les pasaban a lo largo del día, provocando el mismo efecto en ambos: una sonrisa pura, sincera, y la sensación de que algo más se estaba gestando.
El sábado siguiente de la Noche de San Juan quedaron a cenar y posteriormente decidieron irse a un mirador en la montaña donde poder hablar, hacer y deshacer sin dar explicaciones. Allí, nada más salir del coche, la chica se apoyó en el capó. Raúl, muy peliculero, comenzó diciendo lo bonitos que estaban el cielo y las estrellas hasta que, de repente, se giró hacia la chica y se colocó frente a ella, rozando nariz con nariz:
—¿Sabes una cosa? Eres como el vino: de las que mejoran cuando se las conoce y de las que van a madurar muy bien.
Acto seguido la besó, cogiendo con su mano derecha su cuello y mejilla mientras con la izquierda acercaba su cuerpo al suyo. Ella, totalmente receptiva, rodeó con sus piernas la cintura de él mientras le metía la mano en el bolsillo trasero para acercarlo aún más. Tras varios minutos en los que las chispas no paraban de saltar entre ambos, besándose en la boca y el cuello, de nuevo y de repente ella le mordió el labio; inmediatamente, él abrió los ojos y, con sus manos aún en su cuello y cintura, le dijo:
—Ni se te ocurra, rubia.
La chica, entre risas, le volvió a morder, pero esta vez más lentamente, y en un susurro le dijo:
—Era broma, rubio.
Cuando acabaron, Raúl se tumbó y rodeó con su brazo a la chica, besándola de nuevo en los labios y la frente; sin embargo, ella se levantó y comenzó a vestirse.
—¿Dónde vas? —preguntó con cara de preocupación.
—Ha valido la pena la espera, ¿no? Pero ya tienes lo que querías, ¿no? Pues entonces me voy.
—Yo no he dicho eso en ningún momento. —Se quedó totalmente incrédulo.
—Raúl, en todos estos meses te he escuchado decir mil barbaridades sobre todas aquellas chicas con las que te acuestas y cómo ninguna significaba nada. Sé que soy una más; soy consciente de ello desde la noche del parque. Pero no te preocupes. Cada uno lleva la vida que quiere.
—Pero… Pero… Rubia. —No podía decir una frase completa. Los nervios no le dejaban vocalizar bien; estaba totalmente sorprendido.
—No te preocupes, que hay una parada aquí. Aquí tienes una amiga para lo que necesites, ya lo sabes.
Le dio un beso y se fue.
Esa noche, al llegar a casa, la conversación entre los dos amigos fue totalmente distinta a la del comienzo:
—Me gusta la niñata, Germán. Y no sé qué hacer.
—Normalmente, y es algo que ya sabes porque no llevas soltero toda tu vida, cuando te gusta alguien intentas salir con esa persona. Seguramente se te habrá olvidado, pero yo te lo recuerdo. —Su tono irónico crispó a Raúl.
—Muy gracioso, pero ella no está receptiva a tener nada conmigo.
—No, Raúl. No está receptiva a ser una más. Simplemente te está diciendo que no es fácil; no es una chica de una noche. Tú eres quien debe decidir si lo es o no.
—Cuatro años estudiando Psicología para al final decidir yo, Germán. Así no se puede ir por la vida siendo psicólogo —le dedicó a su amigo en tono de broma.
La siguiente llamada para quedar de nuevo fue por parte de Raúl. Necesitaba verla, contarle sus cosas y que la chica formara parte de su vida. Se estaban enamorando el uno del otro entre flirteos y borderías, entre cenas y noches de pasión. Llevaron durante más de nueve meses vida de pareja sin llegar a serlo. No quedaban con otras personas, no se eran infieles, pero al mismo tiempo no paraban de justificarse el uno al otro que no eran nada. Hasta que llegó el día donde los sentimientos no pudieron ocultarse más, siendo Raúl de nuevo quien dio el paso. Tras otra noche juntos, donde ella ya no se vestía y se iba, sino que se quedaban hablando horas hasta dormirse, fue cuando, mirándola a los ojos, él le dedicó un «te quiero» sincero y puro, brillándole los ojos, encontrándose con una respuesta que lo dejó totalmente frío: «Gracias».
La chica se hizo la dormida de inmediato, al igual que él. Ambos estaban nerviosos y no paraban de moverse. Él no comprendía qué acababa de pasar. Sentía ser el mayor calzonazos del mundo por abrirse y por cómo ella estaba jugando con él, y eso no podía permitírselo. La chica no comprendía por qué le acababa de decir «gracias» cuando realmente quería gritarle que lo quería y amaba cada segundo que pasaban juntos. Sabía que había generado una fractura en aquella relación o intento de iniciarla.
Cuando a la mañana siguiente se fue para casa, notó la mirada vacía de Raúl, quien se despidió muy fríamente y sin casi mirarla a los ojos. Estuvieron toda aquella semana sin hablarse, cinco días exactamente, en los que él se negó a llamarla mientras que ella no paraba de pensar y planear algo perfecto para poder recuperar la confianza y confesarle su verdadero sentimiento. Ese mismo viernes, el vuelo de Madrid a Málaga aterrizaba a las 14:10, como era habitual. Raúl tardaría en llegar a casa una hora aproximadamente, por lo que el plan de la chica tenía que estar listo a las 15:00. Y así fue: la chica confió en que, como de costumbre, Raúl bajaría a Marbella el fin de semana y, cuando este abrió la puerta, tenía su comida favorita preparada en la mesa, todas las persianas bajadas y el salón alumbrado con un par de velas.
Ella se había vestido como miles de veces él le había dicho que le encantaba: con una camisa suya y solo unas bragas de encaje fino de color negro y el pelo totalmente suelto. Estaba de pie, en mitad del salón, esperándolo y mirándolo a los ojos desde que entró por la puerta.
—Rubia, ¿qué es todo esto? —No podía dejar de mirar a su alrededor y sonreír, pues estaba cuidado cada mínimo detalle, hasta el colchón en mitad del salón.
—La semana pasada metí la pata. No esperaba que lo que yo sentía tú también lo hicieras. Me dio miedo oírlo de tu boca. Solo estaba acostumbrada a escucharlo en mi mente cuando te miro, te beso o simplemente te abrazo. Raúl, te quiero, y no te lo he dicho antes porque me dio miedo; no pensaba que la felicidad fuese tan real y sentida a tal extremo hasta que te conocí. —Acababa de entregarle todo, su corazón en bandeja. Por eso mismo agachó la mirada.
—Pero ¿miedo por qué, mi rubia? —le dijo mientras le levantaba la cara para mirarla a los ojos—. Hemos empezado algo sin comenzar, estamos sin estar, nos queremos sin decírnoslo, nos buscamos el uno al otro en cada momento, ambos sabemos de la necesidad del otro por estar juntos. Por esto mismo debemos…
—Ya sé. Dejarnos llevar y sobre todo llevarlo a nuestra manera. Pero me sentí mal cuando no te respondí, cuando sentí que esto se acababa y era por mi culpa.
—Aquí estamos. Quedémonos con esto y comencemos por el postre.
Tres segundos después estaban de pie, apoyados en la pared, dejando salir toda la tensión acumulada. De nuevo les sobraba ropa y les faltaban besos por darse.
Comenzaron así cuatro años de idas y venidas, de un año de estabilidad y seis meses sin dirigirse palabra. Se querían y se amaban, pero las circunstancias y las familias los separaron aún más. Principalmente la de él: se oponía por las diferencias sociales, mientras que la de la chica tardó años en saberlo, pues ya de por sí la relación no era buena y ella siempre sentía que no debía dar en casa explicación alguna de su vida privada.
Cabezones, orgullosos, celosos, directos y sinceros, sin duda alguna estaban hechos el uno para el otro, pero en otra etapa de sus vidas, como ellos mismos decían. Más adelante, cuando ninguna de sus vidas dependiera del control paternal, cuando pudieran ser ellos mismos en público como lo eran en la intimidad. De cinco años, estuvieron uno y medio siendo egoístas y pensando solo en la relación. El resto del tiempo se dejaron influenciar por las malas lenguas, los celos, los familiares y amigos entrometidos. Aun así, se veían una vez a la semana como mínimo para que el mundo se parara alrededor de ellos, para poder entregarse el uno al otro al desnudo y sin tapujos, para poder seguir amándose en silencio y siempre a escondidas.