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parte i
miradas actuales al envejecimiento y la vejez
Historias para aprender sobre envejecimiento y vejez
Francisco González López*1
La diosa Eos, la aurora, condenada a enamorarse eternamente de los mortales, demandó de Zeus la inmortalidad de Títono, su amante, en compensación por el rapto de su hermano Ganímedes, a lo que el dios accedió sin dudarlo. Pero en su preocupación por la mortalidad del joven olvidó pedir la eterna juventud; y día a día Títono se hizo más viejo; las canas y las arrugas lo surcaron, sus dientes se desasieron y su cuerpo se redujo hasta perder la condición de hombre.
Su voz se convirtió en chillido, y la decrepitud lo acometió a pesar de los cuidados con la celeste ambrosía que le proporcionaba Eos, con el deseo de conservar el cuerpo amado incorruptible. Y cuando la vejez repugnante presionaba completamente sobre él, y no podía ya mover ni levantar sus extremidades, ella se apiadó desde su corazón y le condujo a una habitación donde guardaba los brillos del amanecer. Allí, él balbuceaba sin final, sin fuerzas, sin lenidad. Zeus compadecido lo convirtió en cigarra. Titono, condenado a vivir por siempre una vejez que nunca pretendió cada mañana antes de la salida del sol canta al cielo el anhelo de su muerte. A Títono le dio Zeus como gracia un mal eterno: la vejez, que es mucho peor que la espantosa muerte.
Adaptado del himno homérico a Afrodita: 218-23. (González, 2005a, p. 175)
No todos los individuos después de cumplir sesenta años estarán inevitablemente enfermos, ni todos los ancianos hospitalizados serán pacientes geriátricos. Tampoco existen enfermedades propias de la vejez; si bien es conocida una mayor predisposición a padecer trastornos degenerativos e inflamatorios crónicos, su expresión es absolutamente individual y depende del estado de salud mantenido a lo largo de la vida. Y, para precisar desde ahora, no existen parámetros biológicos o psicológicos para establecer las categorías de tercera o cuarta edades.
En términos prácticos, en función de su estado de salud y del grado de dependencia, cerca de la mitad de todas las personas mayores goza de buena salud, una cuarta parte de ellas puede cursar con una enfermedad y la cuarta restante comparte características de fragilidad o de paciente geriátrico, una denominación que incluye a los pacientes mayores que presenten, al menos, tres de los cinco criterios siguientes: 1) mayor de 75 años, 2) pluripatología relevante, 3) condición de discapacidad, 4) cierto deterioro cognitivo y 5) alguna limitación social (Arbonés et al., 2003, citados en Herrero Pérez, 2015).
Esta visión sucinta, sin intenciones de trivializar una realidad insoslayable, cumple con el objetivo de brindar herramientas básicas a los médicos generales y a los estudiantes de medicina y de las ciencias de la salud para hacer frente a las demandas de una población cada vez más creciente, cuyas manifestaciones de enfermedad, frecuentemente, se atribuyen a la vejez, ya por desconocimiento, indiferencia o prejuicio. O, en el extremo opuesto, por la obsesión que descifra en cada signo del envejecimiento una enfermedad infaliblemente tratable con los consecuentes efectos adversos y complicaciones.
Desde tiempos inmemoriales, la vejez y todo lo que le concierne ocuparon la atención de los seres humanos, a partir de percepciones tan disímiles como la humanidad misma. Para unos, la ancianidad es un don, y su disfrute, una ventura gozosa; para otros se trata de la antesala de la muerte con el sufrimiento y la degradación que ello implica. En opinión de Simone de Beauvoir, el aspecto biológico de esa relación siempre ha prevalecido al contradecir el ideal viril o femenino adoptado por los jóvenes y los adultos; frente a la vejez, “la actitud espontánea ha sido negarla en la medida en que se define por la impotencia, la fealdad y la enfermedad” (1970, p. 50).
Precisamente, en la búsqueda de perspectivas serias y realizables para afrontar de manera objetiva los aspectos que caracterizan el envejecimiento, a fines del siglo xix emergieron las primeras nociones de la ciencia encargada de tratar la vejez y los fenómenos que la caracterizan. Tal como define la Real Academia Española (2001) a la gerontología, una disciplina que aborda desde una óptica científica y humanística el estudio del proceso de envejecer, tanto en el ámbito poblacional como, y sobre todo, individual.
Etimológicamente, la palabra gerontología procede del término griego geron, gerontos/es, “los más viejos” o “los más notables del pueblo helénico” que, unido a la expresión logos, logia o “tratado” significa grupo de conocedores. Por su parte, la palabra vejez (derivada de viejo) procede el latín veclus, vetulusm, que a su vez define a la persona de mucha edad.
De las abuelas ancestrales a las visiones teogónicas
Recientemente, tanto la antropología como la etnología aportaron desde sus ópticas varias hipótesis que refutaron la noción tradicional de los cazadores-recolectores como uno de los fundamentos de la evolución humana al presentar la teoría del rol de las abuelas ancestrales, una figura que, según sus autores, delineó el perfil de los individuos en la estructuración de la sociedad primigenia: las mujeres jóvenes, particularmente, se encargaron de proporcionar los medios de subsistencia del clan y sus madres mantuvieron la cohesión del núcleo familiar, contrario a la costumbre masculina de entregar las piezas de caza a otros individuos ajenos a su parentela. Las repercusiones de este patrón se evidenciaron, entre muchas otras, en la prolongación de la vida posmenopáusica, un hito diferenciador con los demás primates.
Es bien conocido que el sistema reproductivo humano envejece más rápidamente que el resto del cuerpo, hasta el punto de afirmarse que a los 45 años el femenino, en particular, exhibe cambios que lo asimilan a la edad de 80 años. En 2003, la antropóloga estadounidense Kristen Hawkes notificó que el modelo social de las abuelas ancestrales evolucionó con el intercambio de alimentos entre la abuela y el nieto, una práctica que permitió que las hembras envejecidas incrementaran la fertilidad de sus hijas, lo cual garantizaba la selección contra la senescencia (pp. 380-400). En publicaciones ulteriores, basadas en modelos de simulación matemáticos, la autora concluyó, sin rodeos, que los cuidados de las abuelas a sus nietos aumentaron en 49 años la esperanza de vida en un breve periodo evolutivo (p. 1907).
En general, los logros de la especie humana en los últimos 60.000 años, a través de este modelo social, fueron: mujeres posmenopáusicas más vigorosas y con mayor sobrevida para permitir la fertilidad de sus hijas, acortamiento de los tiempos de embarazo y entre cada parto, madurez más tardía, mayor expectativa de vida, así como disminución de las tasas de fecundidad y de las tasas de mortalidad. De esta manera, la figura protagónica de la mujer vieja emergía desde la bruma la prehistoria.
Algunos milenios después, en desarrollo de la civilización sumeria, los relatos cosmogónicos incluyeron numerosas alusiones a los ancianos y a la búsqueda de la inmortalidad, tal como aconteció con la primera epopeya de la humanidad, en la cual el rey Gilgamesh descendió hasta el inframundo para reclamar al sabio Ut-Napishtim la planta que le cambiaría su condición de mortal. Una vez la obtuvo, una serpiente la robó y frente a sus ojos mudó su piel y volvió a ser joven. El final de ese mito muestra al afligido Gilgamesh al comprender que la juventud, como la inmortalidad, se le había escapado. ¡Estaba destinado a envejecer y a morir!:
Y Gilgamesh habló así al batelero: “Urshanabi, esa es una planta famosa; gracias a ella el hombre renueva su aliento de vida. La llevaré a Uruk, haré que coman de ella. La compartiré con los demás. Su nombre será: ‘el viejo se vuelve joven’. ¡Comeré de la planta y volveré a los tiempos de mi juventud!”. (Minois, 1987, p. 31)
Entre los egipcios, los términos viejo y envejecer se representaron en la escritura jeroglífica mediante una silueta encorvada que se apoyaba en un bastón, un ideograma que apareció por primera vez en el año 2700 a. C. A su vez, la crónica más antigua sobre el envejecimiento revela la queja en primera persona, de Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi hacia el año 2450 a. C., a decir del historiador francés Georges Minois, un grito de angustia “que conmueve por su antigüedad y por su actualidad a la vez […] Una alusión al drama de la decrepitud desde el Egipto faraónico hasta la edad atómica”:
¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer, solo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. Ser viejo es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hombre. (Minois, 1987, p. 31)
No obstante esa desesperanza, los remedios de la época ofrecían, como ahora lo hacen, “una eficacia garantizada contra los males de la vejez”. En el papiro de Ebers, datado del año 1500 a . C. se incluyó una prescripción para rejuvenecer el rostro de un anciano: polvo de calcita, polvo de natrón rojo, sal del norte y miel, mezclados en un compuesto y untado: “Recubra la piel con esto […] Cuando la carne se haya impregnado de ella, le embellecerá la piel, hará desaparecer las manchas y todas las irregularidades” (Pollak, 1970, p. 71; Minois, 1987, p. 31):
La garantía de la juventud perpetua incluía la lucha contra un signo seguro de envejecimiento: las arrugas. La resina senetjer, la cera, el aceite de balanos fresco y la hierba cyperus deben ser molidas y mezcladas con jugo de planta fermentada (no identificado) y aplicadas en la cara todos los días. En total, se dan cinco recetas para combatir las arrugas, y una de ellas especifica que el cliente es una mujer. (Manniche, 1999, p. 134)
Por su parte, el pueblo hebreo, en general, fue benevolente con los viejos y honró la vejez. Numerosos textos jurídicos, históricos, poéticos y filosóficos conservados hasta nuestros días nos revelan una imagen bastante exacta sobre el papel de los ancianos en esa sociedad. En la época correspondiente al nomadismo eran considerados jefes naturales y los gobernantes tomaban las decisiones solamente después de consultarlos. De manera puntual, en la Biblia, en dos de los textos del Pentateuco se hallan referencias sobre el cuidado a los más viejos, así: en el Éxodo, Moisés recibe la instrucción de ir delante del pueblo, llevando consigo a los ancianos de Israel. Y en el libro de los Números se asienta la creación del consejo de ancianos por iniciativa divina:
El Señor le dijo a Moisés: reúneme a setenta ancianos de Israel entre los que sabes que son ancianos y magistrados del pueblo. Los llevarás a la tienda de reunión; y que estén allí contigo. Yo bajaré y hablaré contigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos para que lleven contigo la carga del pueblo y no tengas que llevarla tú solo. (Biblia, 1972, Nm 11:16-17)
El libro de los Proverbios contiene un himno de alabanzas a la ancianidad: “Los cabellos grises son una corona de honor; se los encuentra en los caminos de la justicia” (Biblia, 1972, Prov 16:31). “Escucha, hijo mío, recibe mis palabras y los años de tu vida se multiplicarán (Prov 4:10). En alusión a las edades del hombre, el libro de los Salmos apuntaría: “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más saludables son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, por que pronto pasan y volamos” (Biblia, 1972, Sal 90:10).
La vejez en el Oriente
En la India del siglo iv a. C., la historia del príncipe Siddhartha Gautama dio un giro al hallar en su primera salida del palacio un ser “achacoso, desdentado, todo lleno de arrugas, canoso, encorvado, apoyado en un bastón, balbuceante y tembloroso” (Beauvoir, 1970, p. 7). El cochero, al ver su asombro, le definió sin rodeos su visión: “¡Es un viejo!”. Un suceso ocurrido antes de su mensaje de desapegos, antes de su vida de ascetismo y de su iluminación como Buda, lo llevó a exclamar: “Qué desgracia, que los seres débiles e ignorantes, embriagados por el orgullo propio de la juventud no vean la vejez […] De qué sirven los juegos y las alegrías si soy la morada de la futura vejez” (p. 7).
Pese a lo anterior, a decir de los historiadores indios, desde un milenio antes de nuestra era, la medicina ayurveda desarrollada a partir de los antiguos libros de sabiduría escritos en sánscrito y conocidos como los Vedas se ocupó de la longevidad de los seres humanos. Por cierto, su relación radica en el origen mismo del término ayurveda, que significa el conocimiento de la longevidad sin enfocarse solo en la duración de la vida, ya que valora mucho más la calidad que la cantidad bajo el concepto de una vida bien vivida “mes tras mes y año tras año, una sucesión ininterrumpida de buenos días”. Y concluye: “Solo se puede vivir bien cuando la mente y el cuerpo estén en armonía […] no puede haber longevidad sino hay satisfacción” (Svoboda, 1988, p. 73).
En China, cerca al año 200 a. C. fue compilado El manual de medicina interna del emperador amarillo, una de las obras más extensas de las prácticas preventivas de la dinastía Han. Su cuerpo principal se basó en conceptos del taoísmo y algunas partes se han atribuido al médico Chi Po, en su misión de describir al emperador los efectos de la vejez. Él afirmaba, entre otras materias, que envejecer era una enfermedad debida al desequilibrio corporal entre los principios universales y opuestos del yin y el yang, que la supervivencia natural del hombre podría ser mucho mayor de lo que era en realidad; pero advertía que, al apartarse de la senda de la naturaleza, el individuo alteraba el buen funcionamiento de sus facultades y aceleraba la decrepitud. “El límite de la vida humana está a la vista cuando ya no se pueda superar la debilidad. Entonces ha llegado el momento de morir” (Minois, 1987, p. 33).
Antes de esos tiempos, el confucionismo, el más apegado al concepto chino de la tradición, instaba a los individuos a realizar las mismas prácticas de los mayores, a ingerir los mismos alimentos y a reservar un puesto en la mesa para los mayores fallecidos. ¡A venerar a los mayores! En uno de los proverbios atribuidos al filósofo se lee: “A los cincuenta años sabía cuáles eran los mandatos divinos. A los sesenta los escuchaba con oído dócil. A los setenta podía seguir los dictados de mi propio corazón, pero ya no deseaba ir más allá de los límites del bien” (De la Serna, 2003, p. 34).
Sin embargo, al parecer, sus meditaciones no apuntaban enteramente hacia una misma dirección; una situación comprensible al evaluar la gran cantidad de escritos atribuidos a Confucio bajo el título de las Analectas. En uno de ellos, dedicado al envejecimiento, se hallan las tres maneras de abordar la vejez: la física, la de la personalidad y la de los diferentes roles reconocidos a los viejos. En la primera, la física afirma de manera precisa que la atrofia con implicaciones de deterioro se inicia a los cincuenta años; su estómago no está satisfecho sin comer carne a la edad de sesenta años; no se siente caliente cuando no viste telas de seda a la edad de setenta años; “no se siente caliente cuando no está acompañado por otra persona a la edad de ochenta años; y, no puede sentirse caliente incluso si está acompañado por otra persona a la edad de noventa años” (Choe, 1995, pp. 24 y 25).
En cuanto al envejecimiento de la personalidad, la visión era bien diferente. Si bien la vejez comenzaba a los cincuenta años, la personalidad ya estaba en plena madurez. Y, finalmente, en la influencia de la edad para determinar la distribución de los cargos públicos se disponía del siguiente dictamen:
Una persona que alcanza los cuarenta años puede entrar en el servicio gubernamental como erudito confuciano. A la edad de cincuenta una persona dedica su vida a la política en cargos públicos como una “estimada figura paterna” […] De igual manera, el hecho de que una persona se haya sometido a la voluntad del Cielo será el tiempo que alcance la edad de cincuenta. A la edad de sesenta años ordena a las personas bajo su control para que realicen trabajos en su nombre y debe empezar a transferir su función pública a otra persona. Aunque reconoce el envejecimiento físico el envejecimiento del carácter no se reconoce en sus sesenta. Una persona en sus setenta años no debería tener roles públicos porque su personalidad declinante obstaculiza el manejo de los deberes. (Choe, 1995, p. 25)
Los ancianos en la Antigüedad clásica
En cuanto a la civilización griega, ya desde la introducción del presente capítulo se insinuó la postura mitológica sobre la ancianidad en la historia de Eos y Títono: ¡una maldición! Sobre ese particular, Minois delinea sin ambages el árbol familiar de la vejez: hija de la noche, diosa de las tinieblas y nieta del caos; hermana del Destino, la Muerte, la Miseria, el Sueño y la Concupiscencia. “Una habitante del vestíbulo de los Infiernos, junto al Terror, el Hambre, la Enfermedad, la Indulgencia, el Agotamiento y la Muerte […] Ni siquiera la eternidad tiene valor alguno si va acompañada de la vejez” (Minois, 1987, p. 68).
Tal como se lee, los dioses del Olimpo no reverenciaron a los viejos, y los dioses viejos fueron necesariamente malvados, perversos y siempre vencidos. Aunque hubo una que otra excepción en Atenas existió un templo dedicado a la vejez con una imagen representada con los rasgos de una anciana cubierta con un ropaje negro, apoyada en un bastón y con una copa en la mano; junto a ella, una clepsidra casi agotada (Minois, 1987, p. 68).
Antes de finalizar el siglo vi a. C., el músico y poeta Mimnermo de Colofón (s. f.), conocido como el maestro de los goces terrenales, da cabida a la nostalgia en sus elegías y expresa: “Breve es la juventud, caduca como las hojas las generaciones humanas (fr. 2), inevitables el sufrimiento y la vejez (fr. 5), y cuando la vejez ha llegado no vale la pena vivir” (párr. 6). Poco tiempo después, su coetáneo, el estadista Solón de Atenas, autor de uno de los más antiguos modelos del ciclo vital, le responde en su Poema a Mimnermo: “Envejezco aprendiendo siempre muchas cosas”. Esta afirmación rescata uno de los atributos de la vejez, como es el de aprender cosas nuevas y, sobre todo, con un mejor juicio sobre lo aprendido, sin importar que se pueda tardar un poco más en ese aprendizaje (Márquez, 1996, p. 7). Es de recordar que, su famoso decálogo lo finaliza con la Eusebeia, el precepto de honrar a los padres.
En el siglo v a. C., el filósofo y matemático Pitágoras de Samos enunció que: “Una bella ancianidad es ordinariamente la recompensa de una bella vida. Pero lo cierto es que saber envejecer es una difícil asignatura de la vida” (De la Serna, 2003, p. 38). El perfil más patético del envejecer lo presenta el poeta Sófocles en el drama de Edipo en Colona. La obra, escrita a sus ochenta y ocho años, parece corresponder a una identificación evidente del autor con el infortunado héroe. El viejo Edipo, desterrado de Tebas, ciego, mendigo y andrajoso, acompañado por su hija Antígona encarna la maldición impuesta por los dioses. El coro de los ancianos de Colona narra las desgracias de la vejez, y según Minois (1987), el eco de estas palabras retumbará en el corazón de todos los ancianos a través de las generaciones:
Quien desea una larga existencia y desdeña la medida de una vida ordinaria, me parece un verdadero insensato. Frecuentemente lo que los numerosos días nos traen se parece más a tristezas que alegrías; a la alegría no se le descubre por ningún sitio cuando se ha tenido la desgracia de sobrepasar el término medio de la vida. Y cuando aparece la barca de Hades, sin acompañamiento de cantos de himeneo, de liras y de coros, el remedio que a todos nos trae el mismo fin, se acaba en la muerte […] No nacer es la suerte que sobrepasa a todas las demás; pero una vez nacido, el volver los más pronto posible al origen de donde uno ha venido es lo que procede. (Sófocles, 1976, p. 83)
Algún tiempo después, la filosofía resurge en el pensamiento de Platón; en su estilo dialogado presente en La república enseña una visión individualista e intimista de la vejez al resaltar la idea de que se envejece tal como se ha vivido y, también, la importancia de cómo habría que prepararse para esa etapa de la vida en la juventud. Constituye, sin duda, un antecedente de la visión positiva del envejecimiento, así como de la importancia de la prevención; al mismo tiempo, destaca la complejidad y las contradicciones de la vejez, sus miserias y su grandeza. Luego, de edad muy avanzada, el filósofo ateniense escribe en Las leyes, una curiosa recomendación no compartida por una gran mayoría de personas que puede reflejar una situación diferente a la que se cree que ocurría en su época y que nos lleva a pensar que la longevidad podía ser mayor de la estimada. Dice: “Los hombres llevarán las armas desde los 25 hasta los 60 años” (Márquez, 1996, p. 5). Lo importante es que al fijar el límite del servicio militar en esa edad nos podría indicar que los hombres tenían una sobrevida mayor de la comúnmente narrada y se conservaban en buen estado físico.
Aristóteles, expresó su teoría del envejecimiento en el tratado De la juventud y de la vejez, de la vida y de la muerte, y de la respiración. En él, fundamentó la interrelación del alma y el calor natural desde el nacimiento a manera de un fuego que debía ser alimentado durante toda la vida. Su debilitamiento conducía a la muerte habitual. Sin ambigüedades, asimiló a la vejez con una enfermedad natural y reafirmó el concepto de las etapas en la vida del hombre: “La primera, la infancia; la segunda, la juventud, la tercera, la más prolongada, la edad adulta; la cuarta, la senectud, en la que se llega al deterioro y la ruina” (Minois, 1987, p. 105).
Uno de sus contemporáneos, Hipócrates de Cos, conocido como el padre de la medicina, determinó que la vejez empezaba a los 56 años y exhortó a sus seguidores de abstenerse de prescribir terapias a los viejos con enfermedades crónicas e incurables por la desdicha del resultado. Como las gentes de su época, consideró la vejez el resultado de la pérdida del calor y de la humedad: “[…] en los ancianos el calor escasea pero necesitan poco combustible para su llama, porque en exceso la apagaría. Por esta razón, las fiebres no son tan altas entre los viejos, porque sus cuerpos están fríos” (Minois, 1987, p. 103). Una hipótesis que fue apropiada una y otra vez en el curso de los tiempos hasta la segunda mitad del siglo xx, cuando se comprobó que la síntesis alterada de las interleucinas 1 y 6, y del factor de necrosis tumoral, principalmente, causaba la ausencia de fiebre en los ancianos afectados por enfermedades infecciosas.
Según Minois, la Grecia clásica permaneció volcada hacia la búsqueda incesante de la belleza, la fuerza y la juventud; relegó a los ancianos a un lugar secundario, y dejó en la galería de los porqués insolubles cuestionamientos, como ¿hay espacio para la vejez en una civilización como esta? ¿Cómo clasificar la vejez en otro lugar que no sea el de las maldiciones divinas? ¡Dichoso Alejandro, que no llegó a conocer arrugas! (1987, pp. 21-68).
Más tarde, en Roma, la era republicana se caracterizó por una elevada consideración hacia la vejez bajo las políticas del derecho romano que concedía una autoridad muy particular a los ancianos bajo la figura del pater familias, el poder político sobre la familia y los esclavos. Después, esa tradición fue sustituida por la figura del emperador, que detentaba el poder de los dioses e insinuaba el desprecio hacia la vejez y todo lo que representaba el anterior orden. Un cambio visible se dio en la apariencia de los bustos de los gobernantes: en la primera se apreciaba un verismo constante, las obras artísticas se centraban en la fuerza moral del personaje y se recalcaban sus trazos personales; las facciones mostraban sin sutilezas arrugas, calvicie y deterioro y, en la imperial, el retrato encarnaba la divinidad, el vigor y la eterna juventud (González, 2003, pp. 28 y 29).
En el siglo i a. C., el jurista, filósofo, escritor y orador latino de sesenta años, Marco Tulio Cicerón, en El tratado de la vejez (Cato maior de senectute liber), pone en boca de Catón el Censor, en su diálogo con los jóvenes Escipión y Lelio, una explicación del porqué es mal aceptada la vejez. Dice Catón:
Mas a mi modo de entender son cuatro los motivos por que la vejez parece a algunos llena de trabajos: el primero, porque aparta del manejo de los negocios; el segundo, porque debilita y enferma el cuerpo; el tercero, porque priva de casi todos los deleites, y el cuarto, porque no está muy lejos de la muerte […] Si no vamos a ser inmortales es deseable que el hombre deje de existir a su debido tiempo. (Citado en Márquez, 1996, p. 7)
En el capítulo xii, continúa Catón: “¡Oh, gran prerrogativa de la edad que a nosotros nos quita lo que más vicioso es en la mocedad!”. Como compensación, la vejez trae la moderación y el goce de otros placeres como la reunión con los amigos, la conversación agradable y sabia. Para concluir, cita la anécdota atribuida a Sófocles, cuando ya viejo, le preguntaron si usaba “los deleites de Afrodita”, a lo cual respondió: “Mejor lo hagan los dioses conmigo, que estoy muy gustoso con haber escapado de ellos como de un señor agreste y furioso” (Márquez, 1996, p. 7).
Por esas mismas fechas, otro filósofo y político romano, Lucio Anneo Séneca, conocido por sus obras de carácter moral, sigue la línea de pensamiento de Aristóteles y escribe en Las cartas a Lucilio, la defensa del retiro:
“Hay que querer a la vejez, pues está llena de satisfacciones cuando se sabe utilizarla bien”. “Hay que abandonar las ambiciones políticas y las económicas y buscar la tranquilidad, renunciar a la búsqueda de honores y anteponer el descanso a todo lo demás”. La ancianidad manda entrar en la reflexión […] es un deslizarse lenta y suavemente de la vida al final de la cual se tendrá que enjuiciar, sin ninguna trampa ni oropel […] Magnífica cosa es aprender a morir, quizás pienses que es superfluo aprender lo que ha de hacerse una vez, por esto mismo debemos meditar en ello; siempre hemos de aprender lo que no podemos volver a experimentar cuando ya lo sepamos. (Minois, 1987, p. 143)
Desde otro punto de vista, el poeta romano Juvenal en las Sátiras X, compuesta a comienzos del siglo ii, recalca en las pérdidas como elemento principal de la vejez; pérdidas de los amigos y parientes que desencadenan frecuentes estados de depresión. Acude al término demencia, y aunque no es posible aseverar que hubiera sido equivalente al empleado actualmente, lo que describe se asemeja particularmente, y esa, la pérdida de las capacidades cognoscitivas, sí constituye una de las más temibles y comunes afecciones del envejecimiento:
Pero una larga vejez está llena de largos y continuos males. Este es el castigo de una vida larga. Envejecer entre desgracias domésticas siempre renovadas, entre lutos, con tristeza perpetua y con negros vestidos. Peor que cualquier defecto de los miembros es aún la demencia: ni sabe el nombre de los esclavos, ni reconoce el rostro del amigo con el cual cenó la noche anterior, y ni tan sólo a aquellos que engendró y educó. (Márquez, 1996, p. 7)
El enfoque médico de la época, y de los doce siglos siguientes, estuvo marcado por la obra de Galeno, a pesar de las inconsistencias en sus descripciones anatómicas. Consideró la vejez un estado intermedio entre la salud y la enfermedad; en su texto, Gerocómica, incluyó consejos higiénico-dietéticos y resaltó el principio de contraria contrariis al recomendar calor y humedad para el cuerpo envejecido caracterizado por la frialdad y la sequedad (Beauvoir, 1970, p. 24).
Visiones medievales y renacentistas acerca de la vejez
El cristianismo primitivo continuó con la tradición de los Consejos de ancianos, y según los libros del Nuevo Testamento y sus funciones individuales incluían, entre otras, presidir las asambleas, ejercer el ministerio de la palabra y la catequesis, imponer las manos a los que recibían un don especial y hacer la unción de los enfermos. Resulta interesante anotar en este aparte que el término anciano, incluido en las Antigüedades judías del historiador Flavio Josefo (xii: iii, 3), amplió su significado a una instancia diferente a la de la estricta consideración de la edad para referirse a un personaje importante de la comunidad, el notable, el famoso por su sabiduría; ya no necesariamente el viejo (citado en Minois, 1987, p. 59).
La nueva religión, constituida a partir del estamento político romano, y basado en su concepción del arte, utiliza la vejez de forma alegórica: la decrepitud que la caracteriza le proporciona la imagen al pecado. El viejo es el pecador que debe regenerarse por la penitencia. Se establece una relación entre pureza y niñez, y pecado y ancianidad. Las canas definirán el carácter inmaculado de su alma renovada:
El anciano servirá de imagen-adefesio para testimoniar lo reprobable de la creación y la vanidad del mundo terrenal. En estas condiciones, es mejor que sea lo más feo posible: “Los ojos se nublan, las orejas se ensordecen, los cabellos caen, el rostro palidece, los dientes empiezan a moverse […] el hombre interior, que no envejece en absoluto, se ve influido por estos signos de decrepitud, que muestran que pronto se va a derrumbar la morada del cuerpo”. (González, 2004, p. 30)