Kitabı oku: «Razonamiento jurídico y ciencias cognitivas», sayfa 6
4. EXPRESIÓN, MENTE Y CONDUCTA
Michael Pardo y Dennis Patterson señalan que la visión estándar reduccionista presentada en la sección II se ve a sí misma dentro de una dicotomía entre un dualismo cartesiano y un reduccionismo de lo mental a lo cerebral que se sigue a partir de un monismo de sustancias fisicalista28. Para Pardo y Patterson dicha dicotomía es algo aparente, pues es concebible otra forma de entender lo mental que no responde a dicha distinción. Para acceder a esta opción es necesario tomar como punto de partida un grupo distinto de ideas de las antes vistas.
Dos tesis son particularmente relevantes. La primera de ellas es negar uno de los supuestos del dualismo compartido entre cartesianos y reduccionistas, afirmando que lo mental no es una cosa separada del individuo y su conducta. La segunda consiste en afirmar que lo mental es parte de la comprensión que tenemos de nosotros en cuanto animales y agentes, sin lo cual dicha comprensión carece de sentido. Según este segundo punto, lo mental se predica de los individuos en cuanto personas y no en cuanto entidades materiales, y procurar ubicar lo mental en alguna parte del cuerpo es un sinsentido. Tal como la habilidad de ver no es una parte del ojo que interactúa con otros elementos del ojo físico, ni la habilidad de volar puede ser entendida como una parte de un ave, las capacidades vinculadas a lo mental no deben aislarse del comportamiento humano y de la noción de la persona que se expresa a través de aquel.
En esta línea, autores como E. J. Lowe, Bennett y Hacker señalan que cuando se afirma que el cerebro piensa, decide o siente, simplemente se están exponiendo sinsentidos. No tenemos cómo saber qué quiere decir que un cerebro decida ir a la cocina a comer o que siente tristeza, pues son las personas las que deciden ir a la cocina y sienten tristeza. El problema de este tipo de afirmaciones es que predican de una parte del animal lo que solo tiene sentido predicar respecto del animal como un todo (véase VON WRIGHT, 1997: 98)29. Por otro lado, debe considerarse que estos predicados no hacen referencia a una cosa, sino más bien a estados en los que los agentes se encuentran o a las capacidades y habilidades con que cuentan. Cuando se habla de los estados mentales como cosas (en este caso, procesos que ocurren en el cerebro) que se pueden describir, se utiliza una forma de hablar, basada en la relación objeto-designación, que deja de lado el sentido que tienen los conceptos mentales30.
Una consecuencia de negar que la mente es una cosa en el sentido referido, es que surge el problema de saber cómo identificar estados mentales y, junto con ello, atribuirlos a otros. Se trata de un problema, porque cuando identificamos estados mentales con estados cerebrales basta con tener las herramientas para saber cómo se encuentra el cerebro de una persona para hacer una correcta atribución de un estado mental que se individualiza precisamente a través de dichos estados cerebrales. Cuando dicha tesis es cuestionada, se requiere de otros criterios positivos de identificación.
Una alternativa para resolver este problema supone incorporar la idea de expresión, entendida como una relación interna entre lo mental y el comportamiento. En el día a día, sabemos de los estados mentales de otras personas a través de su comportamiento (e.g., salir caminando pálido del cine) y de sus reportes (e.g., la afirmación del espectador de que la película no le asustó), los que se dan en contextos determinados en los cuales adquieren su sentido como tales. Podría decirse que ese sigue siendo el material básico con el que trabajamos. Por el contrario, como se señaló en la sección anterior, cuando consideramos al comportamiento humano solo como movimiento corporal que necesita ser interpretado, caemos en la necesidad de incorporar un acto (o hecho, o experiencia) que medie entre dicho movimiento corporal y lo mental y, de paso, lo despojamos de su contexto.
La noción de expresión puede contrastarse con la de descripción. La idea de descripción de lo mental se utiliza cuando, asumiendo el fisicalismo monista, se dice que un estado mental se puede percibir por medio de los mecanismos de neuroimagen o, por introspección, por medio del ojo de la mente31. En esta línea, se entiende que una creencia es un cambio en la irrigación sanguínea de cierta zona del cerebro en conjunto con la activación de un grupo de neuronas, por lo que puede ser perfectamente descrita como tal. En contraste, el acceso a lo mental para quien toma en cuenta la noción de expresión proviene de la interacción con otras personas, al enfrentar su comportamiento significativo en cuanto otras. Así, cuando un niño se lastima y grita no está informando a su madre acerca de cierto estado de cosas al que accede por medio de introspección, ni la madre ve lo que ocurre en el niño como el efecto de la activación de ciertas zonas del cerebro (véase HACKER, 1997: 31-39; SCHATZKI, 1996: 25-30). De hecho, una respuesta como “qué interesante” o una como “¿Cómo sabes que te duele?, tal vez si te tomamos una IRMf podríamos ver si realmente estás sintiendo dolor” por parte de la madre están fuera de lugar; por el contrario, normalmente el niño manifiesta dolor y la madre acude a consolarle. Es en este tipo de reacciones en donde estaría el origen de nuestros juegos de lenguaje, no en descripciones de estados internos o de reacciones químicas32. Si, por una parte, cuando decimos “me duele la muela” o “estoy pensando” no estamos haciendo referencia a una parte de nuestro cuerpo, sino a nosotros, y si, por otra, en condiciones normales no hay un abismo entre esa oración y su significado, podemos afirmar que la relación entre reporte y estado mental no es la de una descripción, sino una de expresión.
Que se trate de expresiones manifiesta que hay una relación interna entre mente y conducta. La evidencia primaria para atribuir predicados psicológicos a un individuo es precisamente su comportamiento dentro de un contexto. Bennett y Hacker argumentan que no se trata de evidencia inductiva, entendida esta como la correlación de fenómenos concomitantes. Los criterios para atribuir este tipo de predicados están conceptualmente conectados con el atributo psicológico en cuestión. El dolor y el comportamiento de dolor no están correlacionados como dos hechos que coinciden; que las personas se quejen cuando sienten dolor no es una relación que se descubra empíricamente, como sí lo es descubrir que cierto estado neurofisiológico se repite cuando una persona siente dolor (véase BENNETT y HACKER, 2005: 82-85)33.
Al respecto, en la sección 244 de Investigaciones filosóficas se puede leer:
¿Cómo se refieren las palabras a las sensaciones? – En eso no parece haber ningún problema; ¿pues no hablamos diariamente de sensaciones y las nombramos? ¿Pero cómo se establece la conexión del nombre con lo nombrado? La pregunta es la misma que esta: ¿cómo aprende un hombre el significado de los nombres de sensaciones? Por ejemplo, de la palabra ‘dolor’. Esta es una posibilidad: las palabras se conectan con la expresión primitiva, natural, de la sensación y se ponen en su lugar. Un niño se ha lesionado y grita; y ahora le tranquilizan los adultos y le enseñan exclamaciones y más tarde oraciones. Ellos le enseñan al niño una nueva conducta de dolor.
“Dices, pues, que la palabra ‘dolor’ significa realmente el gritar?”. – Al contrario; la expresión verbal del dolor reemplaza el grito y no lo describe.
Considerando lo dicho, Wittgenstein presenta como alternativa identificar expresiones primitivas de estados mentales. En un sentido elemental, este tipo de manifestaciones permiten comprender que el comportamiento intencional es expresivo, cuestión que se puede ver también en animales no humanos. Tanto en la interacción entre ellos como en su interacción con nosotros, su comportamiento es expresivo de su mente, formándose lo que Finkelstein denomina el espacio lógico de la vida animal (véase FINKELSTEIN, 2003: cap. 6; von WRIGHT, 1997: 100-101). A su vez, las reacciones al comportamiento son parte del mismo espacio (véase HACKER, 1997: 36-38, 49; SCHATZKI, 1996: 61-64; STROUD, 1996: 178-180). El comportamiento de un cazador tras su presa es expresivo de su intención de cazarla y la presa así lo percibe, por lo mismo puede entenderse su conducta como (expresiva de) su huida. Expresar lo mental por medio del propio comportamiento y comprender el comportamiento de otros como expresión de lo mental es parte de pertenecer al mundo animal, al mundo de lo mental; no hay nada tras eso que nos haga creer que es así34. Llorar al sentir un dolor, reír al sentir cosquillas, estirar los brazos hacia un objeto al desearlo, son formas primitivas de expresión que parecen preceder nuestros juegos de lenguaje y que, a su vez, son roca sólida sobre la que se desenvuelven (véase ANSCOMBE, 1963: 68-69; HACKER, 1997: 36-39; SCHATZKI, 1995: 61-63).
Los conceptos mentales se adquieren por medio de la interacción con otros, en diversos procesos de aprendizaje. Una expresión tiene sentido como tal en gran medida porque puede ser entendida por otro. La incapacidad de un individuo de identificar un grito de dolor desgarrador como una expresión de dolor o una risa como expresión de alegría (o de nerviosismo, dependiendo del contexto), y así sucesiva y sistemáticamente, significa simplemente que ese individuo es incapaz de comprender a otros. Josep Lluís Prades argumenta que la constatación de esto permite entender qué está en la base de nuestras interacciones, pues un animal que sistemáticamente interpreta el comportamiento de otros de una forma alternativa no es siquiera imaginable, ya que su comportamiento no puede ser comprendido como la identificación de intenciones (véase PRADES, 2011: 72, 75).
Para situar al argumento desarrollado en los párrafos anteriores, cabe recordar que al referir a lo mental hablamos de un conjunto de cuestiones muy disímiles, tales como sensaciones, emociones y actitudes proposicionales, que a su vez se pueden entender como complejos conjuntos de cuestiones fenoménicas e intencionales, con las que usualmente se hace referencia a una serie de capacidades, poderes y habilidades que se atribuyen a los individuos. Esto hace necesaria la identificación y clasificación de diversos criterios para diferentes estados mentales teniendo en cuenta cuál de dichas cuestiones prima o si estos estados mentales tienen o no duración temporal, si pueden ser compartidos por varias personas al mismo tiempo, entre otros35.
De hecho, no todo estado mental funciona de la manera descrita, pero esto no abre una brecha entre mente y comportamiento. Consideremos el estado mental intención. Si una persona nos dice “intentaré salir de este cuarto”, esperamos por definición que en algún momento su comportamiento exprese dicha intención de salir. Algo similar se puede decir de las creencias: si una persona dice que cree que la sala está llena de gente para que sus palabras tengan sentido (y, por ejemplo, no se le acuse de actuar irracionalmente o de mentir) no puede luego actuar como si el lugar estuviera vacío. En esta línea, respecto de las creencias, en la sección 578 de Investigaciones filosóficas se lee:
Pregúntate: ¿Qué significa creer en el teorema de Goldbach? ¿En qué consiste esta creencia?
[…]
Quisiera preguntar: ¿Cómo interviene esta creencia en este teorema? Examinemos qué consecuencias tiene esta creencia, a dónde nos lleva, “Me lleva a buscar una prueba de este teorema” – Bien; ¡Ahora examinemos en qué consiste realmente tu búsqueda! Entonces sabremos en qué consiste la creencia en ese teorema.
Cuando un individuo cree algo está dispuesto a realizar determinados comportamientos y a afirmar determinadas cosas acerca de lo que hay y no hay; de este modo, atribuir a otro una creencia supone atribuirle los compromisos que se asumen en dicho contexto al afirmarse la posibilidad de lo creído. Entender que alguien tiene una creencia supone entender a dónde lo lleva. Por eso, cuando alguien nos dice que cree en algo, debemos preguntarnos qué consecuencias se siguen de dicho reporte36. A su vez, si vemos que una persona dice creer en algo, pero actúa de forma incompatible con dicha creencia, estamos autorizados a cuestionar la veracidad de su reporte, o a preguntarle si realmente sabe lo que significa creer en lo que dice que cree37. Prades señala que en la base de estas cuestiones se encuentra nuestra capacidad de ver la direccionalidad del comportamiento en el mundo, lo cual subyace a la idea de intención38. A su vez, estados mentales de mayor complejidad suponen la adquisición y entrenamiento de diversas habilidades, con lo que se van incorporando cuestiones propias del desarrollo de un lenguaje o de la posibilidad de especular acerca de los estados mentales de otros con consecuencias tales como generar acciones que pueden identificarse como mentir o simular. En esta línea, en la sección 362 de Investigaciones filosóficas se señala:
Un niño tiene que aprender mucho antes de poder disimular. (Un perro no puede ser hipócrita, pero tampoco puede ser sincero).
Y en el volumen I de Últimos escritos sobre filosofía de la psicología se lee:
Solo en un complicado juego de expresiones puede haber simulación y su opuesto. (Igual que un movimiento falso o correcto se da en un juego) (WITTGENSTEIN, 1982: 208-208).
Un rasgo de varios estados mentales es que pueden ser simulados, lo cual requiere del desarrollo de capacidades más complejas y, con ello, diversos tipos de juicios en relaciones de segunda persona y tercera persona con otras que permiten una mayor complejidad en las interacciones. El espacio lógico de lo animal es un escenario complejo en donde las diferentes habilidades están distribuidas de forma variada entre los individuos de las diversas especies39.
En conclusión, cuando hablamos de lo mental no referimos meramente a estados cerebrales, más bien, predicamos cuestiones psicológicas de una criatura viva que caza, tiene hambre, penas y que normalmente manifiesta su sentir con su comportamiento; precisamente es eso lo que hace que sea su comportamiento y que otros individuos puedan percibirlo como tal (véase HACKER, 1997: 46)40. La relación entre la mente y su expresión es interna. Así, pensando en la forma en que se puede entender el comportamiento de un joven como delincuente, Narváez señala:
Conocer la sinestesia o el caso del cerebro del adolescente supone hacerse cargo de una explicación, no de una descripción que vincula elementos conectados lógicamente. Si decimos que ahora entendemos cómo se produce la conducta del adolescente, cometemos un error al equiparar la comprensión de qué es (en qué consiste ser) conducta de adolescente y cómo están los cerebros de los adolescentes con esa conducta (NARVÁEZ, 2016: 117).
Frases como “me gusta esa canción” manifiestan dicho gusto y no simplemente describen algo que sucede en el interior, y lo mismo sucede con poner una cara de alegría al escuchar la canción y ponerse a bailar con ella. Ambas cuestiones sirven como criterios para adscribir el estado mental a una persona; aunque dichas adscripciones sean derrotables, en principio es la forma en que se vive la vida mental. Como señala Finkelstein, si una persona desea saber mi condición psicológica, usualmente yo soy la mejor persona a quien preguntar por la misma razón que mi cara es el mejor lugar para buscar la expresión de dichos estados mentales, ambas son expresiones de lo que sucede en mí que requieren de diversas capacidades y tienen diversas características (véase FINKELSTEIN, 2008: 101). En palabras de Anthony Kenny: “la expresión física de un proceso mental es un criterio para ese proceso; es decir, el que un proceso mental de un tipo particular deba tener una manifestación característica es parte del concepto de ese proceso” (KENNY, 1989: 33)41. Los movimientos del cuerpo humano no son (solo) contracciones de músculos, sino que son sonrisas, caras de asco, voces de enojo, miradas de desprecio.
La visión defendida en estas páginas nos lleva a entender que nuestra comprensión de lo mental está fuertemente vinculada a una comprensión del comportamiento, aunque se pueden tener instancias de estados mentales que no se expresan en comportamientos, o personas que, por diversas cuestiones, no están en condiciones de realizar los comportamientos relevantes. Creo que esto es clave para la comprensión del fenómeno jurídico. A ello me referiré brevemente en lo que sigue.
5. EXPRESIÓN Y ADSCRIPCIÓN DE ACCIONES
Retomando algunas de las cuestiones dichas, podemos ver que el rol que juegan las interacciones con otros muestra que la mente no es una cosa. Pardo y Patterson, inspirándose en Aristóteles, la comprenden como un conjunto de poderes y habilidades que se predican de los individuos, en cuanto complejos, no de parte de su cuerpo. Lo mental es así visto como un conjunto de habilidades, capacidades y poderes que poseen los humanos y otros animales en diferentes medidas. Cuando se identifican en casos concretos se atribuyen al animal completo, no a su cerebro. Es el gato el que caza, no el cerebro del gato, es el niño el que está feliz, no el cerebro del niño. A su vez, esto permite ver que en nuestras prácticas cotidianas nos enfrentamos a otros por medio de este tipo de atribuciones.
Estas atribuciones pueden ser puestas en duda y ser fruto de negociación e interpretación, como se ha señalado. Esto no deja de ser relevante, pues permite dar cuenta de cómo parte de nuestra identidad se construye por medio de nuestro comportamiento y su significación para otros (véase COULTER, 1979: cap. 2; SHOTTER, 1993: cap. 1; MEDINA, 2009: cap. 3). Así, por ejemplo, se puede ser conocido como alguien de buenas intenciones o como alguien mentiroso. A su vez, se puede ser conocido como un asesino pérfido o como alguien que mató a una persona por accidente, dependiendo de cómo se lea lo ocurrido en el contexto. De esta forma, se suele entender que nuestras acciones hablan por nosotros y manifiestan quiénes somos. Esto es relevante para el ámbito jurídico, pues su foco de atención suelen ser las acciones de las personas, ya sea para identificarlas como delitos, ya sea para asumir que manifiestan la aceptación de una norma, ya sea para asignarles efectos jurídicos, entre otras cosas. Teniendo en cuenta esto, lo dicho permite clarificar algunas cuestiones en torno a la atribución de acciones. Quisiera dedicar lo que queda de este trabajo a realizar una breve reflexión acerca de ello.
El problema que Finkelstein y Stroud detectan al aplicar el análisis del seguimiento de reglas a la atribución de estados mentales tiene su símil en el caso de pensar la acción. En el caso de la acción, la filosofía contemporánea ha trabajado en gran medida bajo el supuesto de que lo que marca la diferencia entre lo que hacemos y lo que nos ocurre se encuentra en la voluntad o el querer. Bajo este modelo, las acciones son movimientos corporales a los que se suma la voluntad o querer. De ahí que gran parte de la discusión se centre en cómo entender dicho elemento.
Ludwig Wittgenstein, en la sección 621 de Investigaciones filosóficas, caracteriza la pregunta en que se centra dicho modelo de la siguiente manera:
Pero no olvidemos una cosa: cuando ‘levanto mi brazo’, se levanta mi brazo. Y el problema se produce: ¿qué es lo que queda, cuando del hecho de que levante mi brazo sustraigo el que mi brazo se levante?
En las observaciones en torno a esta pregunta, Wittgenstein revisa críticamente dos posibles caminos que se pueden seguir42. Según el primero, la voluntad o el querer sería algo que experimentamos. Cada acción sería algo que nos sucede y que, con el tiempo, aprendemos a reconocer y controlar. El problema de esta idea es que niega que las acciones sean algo que hacemos, cuestión que está directamente en el corazón de la idea de acción y agencia: las acciones son precisamente aquello que hacemos y no meramente algo que nos sucede. El segundo camino supone asumir que sí somos quienes producimos nuestros movimientos corporales y que lo hacemos a través de un estado mental específico; acá se suele hablar de voliciones, actitudes favorables o intentos. Lo extraño de este camino es que nos sitúa como observadores de nuestra propia acción, además de que surge el problema de tener que responder qué es aquello que produce la volición (¿otra volición?), lo que nos conduce al problema del regreso al infinito al que se hizo referencia unas páginas atrás. Podemos ver que ambos caminos tienen su símil en las propuestas de la filosofía de la mente revisadas en la sección III: o bien mi cerebro provoca mis acciones, cuestión de la que después me doy cuenta, o bien yo domino mi cerebro y provoco mis acciones. De todas formas, esto nos conduce a un callejón sin salida, pues aquellos movimientos corporales a los que llamamos acción no parecen ser producidos por nosotros, pero tampoco tiene sentido que no sean producidos por nosotros43.
Pero el problema está en la pregunta misma, en suponer que hay algo que es distinto del cuerpo y que puedo conocer, ya sea porque aprendo a reconocerlo por medio de mis experiencias o por ser un estado específico que produzco, que autoriza a decir que ciertos movimientos corporales son voluntarios y otros no. En este caso, la pregunta presente en la citada sección 621 supone un abismo entre levantar mi brazo y lo que queda además del hecho de que el brazo se levante.
En este ámbito también puede presentarse una alternativa a esta dicotomía que surge del dualismo movimiento corporal/querer. Dualismo que sufre de un problema similar al que afecta la distinción entre unas manchas de tinta sobre un papel y su significado. El texto de la sección 615 de Investigaciones filosóficas expresa:
“La volición, si no se considera una especie de deseo, tiene que ser la acción misma. No puede detenerse antes de la acción”. Si es la acción, entonces lo es en el sentido usual de la palabra; o sea, hablar, escribir, andar, levantar algo, representarse algo. Pero también: tratar, intentar, andar, levantar algo, representarse algo, etcétera.
La respuesta de Wittgenstein en este punto es similar a la presentada unas páginas más arriba y se complementa con lo señalado respecto de la atribución de estados mentales. No hay que buscar algo fuera del comportamiento contextualizado para saber si una persona hace algo o qué es lo que está haciendo. En consecuencia, también podemos hablar de la acción como expresión, en contraste con teorías que, en un sentido amplio, se denominan causalistas44.
Charles Taylor, en su ensayo Acción como expresión (1979), presenta una forma de entender a la acción desde una lectura expresivista. En primer lugar, señala que la forma en que una acción se expresa es directa, no se apoya en una inferencia. A diferencia de otras formas no inferenciales de acceder a un objeto, lo característico de una expresión es que “lo que se expresa solo puede ser manifiesto en la expresión” y que “el objeto expresivo revela lo expresado en un sentido más fuerte que el mero hecho de permitir verlo” (TAYLOR, 1979: 79). En resumen, según Taylor:
Lo esencial aquí es que concebimos al objeto expresivo no solo como si nos permitiera ver algo, sino, en cierto sentido, como si nos dijera algo. […] [E]n el caso de los objetos expresivos, lo que expresan/dicen/manifiestan es algo que, en cierto modo, hacen, y no algo que pueda ocurrir por su intermedio. Y por esa razón, lo que expresa una cosa no puede reducirse a la posible lectura hecha en ella por un observador (TAYLOR, 1979: 80)45.
Si bien lo expresado no es idéntico a la expresión, la relación que hay entre lo expresado y la expresión no puede ser reducida a una relación como la de causalidad en la cual tenemos dos cuestiones distintas donde una es efecto de la otra.
De este modo, la mente de otros se nos presenta en lo que otros hacen ante nosotros. En este punto la actividad corporal juega un rol muy importante, pues es a través de dicha actividad que se hace presente en el mundo lo que sucede a una persona (véase SCHATZKI, 1996: 21-25, 41-54)46. A su vez es fuente de conocimiento y especulación para otros, quienes pueden acceder a lo que sucede en otros y, a su vez, reaccionar ante ello. Esto constituye un fluir continuo de interacciones en las cuales la actividad corporal adquiere sentido dentro de una historia.
La interacción con otros es fundamental porque es en dicha interacción en la que aprendemos a expresar y a atribuir estados mentales y, con ello, a dominar conceptos mentales. Esto, a su vez, muestra que el cuerpo no solo se define por su materialidad y sus aspectos mecánicos, sino que el cuerpo pasa a ser significado. Un cuerpo inmóvil en un determinado contexto puede comunicarnos lo que sucede en una persona de la misma forma en que lo hace por medio de conductas determinadas; lo que dicho cuerpo comunique se define a partir de la forma en que se debe leer en el contexto lo que ocurre con esa persona47.
Si consideramos el contexto de atribución de acciones, debemos tener en cuenta que nuestro comportamiento es expresivo de nuestras intenciones y que, por defecto, se realiza voluntariamente. Como se señaló, no es por inducción que vinculamos mente y conducta. En nuestro día a día no estamos esforzándonos en provocar nuestras acciones, pero tampoco son cuestiones que nos ocurran. A su vez, nos enfrentamos a los demás como si su comportamiento fuera voluntario y expresivo de sus estados mentales, y no buscando aquello que está detrás de sus movimientos corporales para entender que actúan voluntariamente. En este espíritu, en la sección 577 de Zettel (1967) podemos leer:
Son voluntarios ciertos movimientos con su ámbito normal de propósito, aprendizaje, intento, acción. Aquellos movimientos de los que tiene sentido decir que a veces son voluntarios y a veces involuntarios son movimientos pertenecientes a un ámbito especial.
Nos enfrentamos a los otros como si se comportaran voluntariamente, en contextos anormales surge la pregunta acerca de la voluntariedad e involuntariedad de su conducta, de otro modo sería imposible el intercambio con otros. Como argumento final de este trabajo, quisiera llamar la atención respecto de cómo la comprensión acerca del modo en que nos enfrentamos al comportamiento de otros fue desarrollada en el ámbito de la filosofía de la acción por los autores denominados adscriptivistas48. Así, por ejemplo, John Austin señala en A plea for excuses:
Me siento en mi silla del modo normal –no estoy embotado o influido por amenazas o cosas parecidas: en este caso, no valdrá decir ni que me senté en ella intencionadamente ni que no me senté en ella intencionadamente, ni tampoco que me senté en ella automáticamente o por hábito o lo que se quiera (AUSTIN, 1956: 181).
Pero, a partir de esto, el adscriptivismo incorpora un par de argumentos más acerca de lo que implica atribuir acciones. Una idea central, que le da el nombre a la propuesta, es que las oraciones por medio de las cuales se habla habitualmente de acciones, tales como “él lo hizo” o “ella camina”, no buscan describir la conducta de alguien, sino atribuírsela, de forma análoga a como oraciones como “esto es de él” o “ella tiene el derecho a disponer de ese bien” atribuyen propiedad y derechos (véase HART, 1949). Considerando lo antes dicho, según esta tesis adscriptivista, las acciones se predican de las personas, no de sus movimientos corporales o de parte de su cuerpo.
Por otra parte, para el adscriptivismo, la identificación de una acción como de un determinado tipo depende de la forma en que se le asigna sentido dentro de una comunidad concreta, interpretándola dentro de un contexto comunitario amplio que supone la participación en una historia de interacciones en las que se aprende a identificar patrones, cambios y reacciones en el comportamiento de otros a partir de parámetros comunes. En esta línea, Theodore Schatzki identifica al menos cuatro elementos del contexto que son relevantes para poder atribuir una acción y, con ello, un estado mental específico: la conducta pasada y futura de la persona a la que se atribuye, la red de condiciones de vida que forman parte de lo que dicha persona es (e.g., sus capacidades intelectuales o físicas), la situación en la cual la persona actúa y las prácticas en las que participa (SCHATZKI, 1995: 35-36, 55-87). A ello hay que incorporar elementos de la interacción misma en que se atribuyen dichos estados mentales, pues muchas veces en algunos contextos deben seguirse reglas específicas para atribuir correctamente acciones y estados mentales que en otros se ignoran, por lo que la perspectiva de quien atribuye tiene un rol especial. Todos estos elementos están, a su vez, marcados por un trasfondo de representaciones comunes que se transmiten entre personas y que se presentan como condiciones de una interacción exitosa. Una correcta atribución de un estado mental, así como la correcta identificación de un comportamiento como de un tipo determinado, se define dentro de estas variables, y un estudio de este tipo de juicios de atribución debe tenerlos en cuenta.
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