Kitabı oku: «Tras la apariencia de la soberanía», sayfa 2

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La imagen publicitaria como promesa de un mundo por-venir

La imagen publicitaria se sostiene de las mismas estructuras que configuran la representación desde la expansión de la razón colonial. Su arquitectónica, que establece el umbral como mandato y como comienzo, es «la figura de una hegemonía forzada» (Derrida, 2008, p. 397). Como lo plantea Derrida:

No habría soberanía sin esa representación […] La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo. Lo que hace que –paradoja– al transmitirle al sujeto lector o espectador de la representación narrativa la ilusión de que él mismo mueve soberanamente los hilos de la historia o de la marioneta, la mistificación de la representación está constituida por este simulacro de un auténtico traspaso de soberanía (2008, p. 341).

Creadas desde ese ojo que mira sin ser visto, estas imágenes son el resultado de los mismos mecanismos bestiales de visualización colonialista, acaso la cúspide de su ipseidad. No obstante, en la época del llamado Antropoceno, (8) la de la cuarta era industrial y la sexta gran extinción, en pleno avance de la economía del conocimiento (la cual perpetúa patrones históricos de exclusión) ante la amenaza de la devastación del cambio climático, la publicidad también está cargada de promesas.

El capitalismo actual, al que Rosi Braidotti (2018) se refiere como capitalismo cognitivo, depende de las tecnologías avanzadas, la financiarización de la economía y el poder exorbitante de los medios y los sectores culturales, donde el trabajo es concebido de manera simultánea como algo sofisticado y no regulado y por lo tanto descaradamente explotador. Además, mientras que el capitalismo avanzado promueve la «proliferación cuantitativa de múltiples opciones de bienes para el consumo y activamente produce diferencias desterritorializadas en nombre de la mercantilización» (Braidotti, 2018, p. 11), la imagen publicitaria se aprovecha del sentimiento de inadecuación resultante para ofrecer alternativas.

De ese modo, la publicidad enfoca todos sus esfuerzos en la construcción de un futuro, concebido desde una noción de tiempo lineal y progresivo que no deja de ser moneda falsa. Su sentido radica precisamente en que no exista dicho progreso (al menos no uno que pueda librar al potencial consumidor de ese sentimiento que lo lleva a aspirar a un mejor futuro –representado por un labial, un auto o un viaje–, sin importar sus circunstancias reales). Ser consumidor implica la renuncia al devenir. Una vez convertido en consumidor, el sujeto permanece en un estado fijo (no necesita participar activamente o incluso moverse de su espacio íntimo) mientras las mercancías están en movimiento: son estas las que progresan. Nuevos modelos sustituyen anteriores, son abundantes y se reproducen y mejoran permanentemente; nos hacen volver por más, nos otorgan agencia (su ilusión) de acuerdo con sus reglas. Como lo plantea Massumi (citado por Baidotti, 2018), la rapidez con que los productos cambian acorta la carga virtual del presente, lo infectan con la temporalidad internamente contradictoria de los fetichismos de la mercancía. La imagen publicitaria ejecuta el mandato soberano, expuesto así por Derrida (1995, 2008), de darle o quitarle su tiempo al otro. Esta demanda atención permanente a la vez que siembra un sentimiento perenne de anhelo por el por-venir, concebido como hedonismo, uno que nunca llega.

El gozo (cínico e individualista) no es más que el consumo desenfrenado, nunca satisfecho; acumulación de objetos y experiencias que no son más que la satisfacción de un imaginario, que quedará registrada en las imágenes que integran la pantalla-vitrina de cada uno –su timeline–, el registro de vidas conquistadas desde la posesión, el lugar donde el ser es tener o, al menos, su apariencia, como «exceso o… una hubris del más, del más que» (Derrida, 2008, p. 330). El discurso publicitario es siempre una promesa y la promesa del progreso por-venir es la «bobada testaruda» (Derrida, 2008, p. 358) que establece la relación poder-saber-ver-deber. Así, toda posibilidad real de agencia queda, de entrada, prohibida –fuera de vista–. Como escribe Derrida, no nos queda más que «contentarnos con soñar con el paraíso y que, al mismo tiempo, la promesa o la memoria del paraíso serían a la vez la de la felicidad absoluta y la de una catástrofe sin retorno» (2008, p. 354). La publicidad construye y nos vende un simulacro de vida como paraíso.

La noción de progreso por-venir integra el sueño civilizatorio en todas sus formas y el valor más elevado es el ego individual. La publicidad nos promete a nosotros mismos, nuestra realización, la cúspide de la vida concebida como algo estable, fijo –tótem y monumento. Esa es su gran contradicción: la aporía de su mensaje. El selfie es hoy no solo la materialización de la economía del yo, el devenir-objeto, ya no solo como representación del otro ajeno sino como aspiración, la expropiación del otro y de lo otro en mí; su borradura aparentemente definitiva.

La representación como borradura

A lo largo de la historia, el encuentro entre culturas diversas da paso a la interpretación del otro desde un imaginario ajeno, en algunos casos considerado su opuesto, constituido no solo por una realidad distinta sino también por mitos y utopías. Ese encuentro y el movimiento sucesivo de interpretación implican la traducción –el truco– de las imágenes percibidas a las propias categorías, borra aspectos propios de esa otra particularidad y construye una mitologización. De ahí que «toda interpretación es una traducción» (Derrida, 2008, p. 390). Esto es algo que puede verse en las imágenes construidas por los cronistas y los artistas en la corte de Carlos V, quienes plasmando lo que no conocían construyeron un imaginario. Las imágenes de aquella época –a pesar de su realismo– no retratan la realidad sino la construyen; nos muestran al otro desde el imaginario del colonizador. Por consiguiente, ese proceso de hacer sentido consiste en la operación de absorberlos –devorarlos–.

La representación es el resultado de la traducción, «cuestión de traducción entre lenguajes» (Derrida, 2008, p. 390). Desde esta lógica, mientras más radicalmente distinto sea el otro, más intraducible o incomprensible y para la razón colonial la comprensión es la condición para la negociación. Cuando Fray Bernardino de Sahagún ([1582] 2006) elabora una lectura de las costumbres de la cultura mexica, reflejó más de sí mismo que de aquella cultura. Mira a las mujeres mexicas desde su ojo occidental cuando escribe: «¡Oh hija mía muy amada, mi palomita!, si vivieres sobre la tierra, mira que en ninguna manera te conozca más que un varón; y esto que ahora te quiero decir, guárdalo como mandamiento estrecho» (p. 336). La misma lógica rige su lectura de las costumbres mesoamericanas. La pretensión del «Uno» no tolera la pluralidad.

En la actualidad, como escribe Derrida, «simplemente se ha cambiado de soberano […] Se destruyen los muros pero no se deconstruye el modelo arquitectural que […] va a seguir sirviendo de modelo, e incluso de modelo internacional» (2008, p. 333). La homogeneización –resultado del movimiento devorador civilizatorio– a la que aspira la publicidad depende de la anulación de la multiplicidad y la diferencia, de la diferencia de los demás y la diferencia dentro de cada cual, parafraseando a Karen Barad (2012), de toda interpelación, sorpresa o descubrimiento de un otro que no sea el propio reflejo o la diferencia cuantitativa –mera variedad en la oferta–. El mercado de las diferencias es la única democracia que realmente conocemos. La anulación de posibilidades de producción de conocimiento fuera del marco del capital y su máquina representacional están vedadas desde la mera concepción del imaginario. El conocimiento solo es tal cosa si es un medio para el lucro. María Lugones (2007) señala que:

La transformación civilizadora justificaba la colonización de la memoria, y por ende de los sentidos de las personas de sí mismas, de la relación intersubjetiva, de su relación con el mundo espiritual, con la tierra, con el mismo tejido de su concepción de la realidad, de su identidad, y de la organización social, ecológica y cosmológica (p. 108).

El capitalismo se apropia de los saberes tanto como los crea, hace saber como quien sabe, en ello radica su ejercicio político. «El orden del saber nunca es ajeno al del poder, ni el del poder al del ver, al del querer y al del tener» (Derrida, 2008, p. 330). La publicidad encarna y transmite los saberes del capitalismo avanzado a la vez que moldea los de la sociedad. De manera consecuente, Derrida (2008) escribe:

El relato o la representación no vienen aquí, posteriormente, a contar, narrar, describir, representar el poder providencial del soberano, sino que ese relato y esa representación forman estructuralmente parte de esa soberanía, que constituyen su estructura constitutiva, su esencia dinámica o enérgica, su fuerza, su dunamis, incluso su dinastía. Pero también su energeia, que significa el acto, la actualidad, y asimismo su enargeia, que significa cierto destello de la evidencia, cierto brillo (p. 340).

La publicidad también moldea la manera como nos aproximamos a las imágenes en general y cómo vemos al otro. Se nos ha enseñado, en las palabras de Rivera Cusicanqui (2015) a «individualizar a tal punto nuestra mirada, que sólo podemos mirarnos a nosotrxs mismxs, «mirando la pena de los demás» (p. 294). Cuando la alteridad parece presentarse en la imagen publicitaria esta no es más que una curiosidad; la curiositas banalizada como telón de fondo, mera estrategia de marketing para la exaltación de lo «Mismo», por contraste. El comercial de bebida carbonatada o el de computadoras portátiles no nos hablan de la dignidad de las vidas que han sido históricamente ignoradas, sino que reducen la lucha social al consumo de un producto y anulan las voces de sus protagonistas desde la ventriloquia. El movimiento de universalización –la globalización económica contemporánea como soberanía indivisible– que consolida la homogeneización de la representación es también, en su movimiento de idealización, un movimiento despoetizante. Cierra toda posibilidad de significación; habla por el otro, le quita su tiempo al otro. Se presenta como saber absoluto. Esta es su trampa.

Sin embargo, no hay presencia sin ausencia.

La diferencia posibilita la oposición de la presencia y de la ausencia. Sin la posibilidad de la diferencia, el deseo de la presencia como tal no hallaría su respiración. Esto quiere decir al mismo tiempo que ese deseo lleva en sí el destino de su insatisfacción. La deferencia produce lo que prohíbe, vuelve posible eso mismo que vuelve imposible (Derrida, 1986, p. 183).

La imagen desencarnada: Solidificación del sujeto

Otro cimiento de la arquitectura publicitaria es el de la banalización de la experiencia humana. En ella, la corporalidad está siempre desencarnada –marioneta, el devenir qué del quién. La borradura de la diferencia encuentra su cúspide en la anulación de la corporalidad, es una mirada desencarnada que desencarna lo que re-presenta, que le arranca, en el acto mismo de la representación, su singularidad (Deleuze, 1991) (9) y relacionalidad, convirtiéndolo en piedra, construyendo un tótem como modelo de rol: el estereotipo del «Hombre» (y la mujer concebida desde la mirada masculina) congelado en el tiempo. Es esta estatua de piedra a la que aspira parecerse el consumidor, es su «estilo de vida». Como lo plantea Haraway (1999), este es el relato del hiperproduccionismo y la ilustración, que gira alrededor de la reproducción de la imagen sacra de lo idéntico, «de la única copia verdadera, mediada por las tecnologías luminosas de la heterosexualidad obligatoria y la auto-procreación masculina» (p. 125). La prescripción de la representación es el mandato de la autenticidad; el gesto autoritario del falocentrismo.

Esa alternativa única de existencia se nos presenta hoy como en un bombardeo en nuestros dispositivos, aparatos cada vez más delgados y sencillos, más fáciles de sostener, como capaces de capturar nuestra atención cada vez más. Incluso cuando el mundo o los cuerpos parecen detenerse, el mundo virtual de nuestras pantallas le otorga el sentido de movimiento a nuestros cuerpos estancados. «La technê quizás sea siempre la invención de los límites», escribe Derrida (2008, p. 350). Ese movimiento de la imagen –su performatividad característica– es circular. Cual péndulo, la repetición de las imágenes nos hace entrar en un estado de hipnosis que nos vuelve a la vez inmunes a la representación y moldeables por sus efectos. Este es su doble movimiento, la manera como la imagen publicitaria opera: por medio del contenido y por medio de la repetición ad-infinitum de su mensaje. Repetición que, siguiendo el principio de Hebb (Page et al., 2006), consolida patrones neuronales haciendo de la plasticidad cerebral una forma de daño cognitivo (Amin et al., 2006). (10) En su función pedagógica en la sociedad, la imagen publicitaria tiene el poder de construir no solo en su contenido sino en el imaginario del consumidor (la subjetividad contemporánea, mera marioneta) una realidad distorsionada, la cual es «mediada a través de la reproducción de racionalidades dañadas por siglos» (Amin, Samuel y Dhunpat, 2006), el eterno retorno de lo mismo. La pantalla es la caja boba que a su vez nos emboba, incitándonos al consumo compulsivo y a la respuesta automática (activando principalmente nuestro sistema cerebral evolutivamente más antiguo) y moldeando nuestro cerebro en el largo plazo. La bestia, como bobada, nos traga. Como lo afirmara Berger (2016), la publicidad es la vida misma del capitalismo pues sin publicidad el capitalismo no puede sobrevivir y, sin embargo, es también su sueño.

El capitalismo sobrevive obligando a la mayoría —a la que explota— a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible. En otro tiempo lo logró mediante privaciones generalizadas. Hoy lo está logrando […] mediante la imposición de un falso criterio sobre lo que es y no es deseable (p. 154).

La imagen construye una realidad aparentemente inescapable. La imagen se habita y queda prohibido atravesar el umbral; esa imposibilidad es la mera condición del discurso de la imagen publicitaria. Escapar de la lógica de la imagen publicitaria solo es posible dentro de ella misma, bajo sus mismas reglas, cuando esta se adapta a las transformaciones sociales más visibles y las absorbe, cuando celebra la disrupción convirtiéndola en una nueva campaña. Es allí donde, por ejemplo, el feminismo se convierte en feminismo hegemónico. Por otro lado, la diferencia que escapa a su lógica es vista como esencializada, negativa, separada, en falta, como menos. Estas son precisamente las imágenes que faltan, las que no pueden ser creadas. Entre la saturación de imágenes en la que vivimos sumergidos nos faltan imágenes. No obstante, su entrada requeriría transformar los mecanismos y los métodos de representación, dislocar acaso el mero concepto de representación (Deleuze, 1991) (11) y las prácticas visualizadoras, librar a la mirada de las trampas del mercado; reencarnarla. Como nos lo recuerda Judith Butler (2006):

Sucede algo totalmente diferente cuando el rostro funciona al servicio de una personificación que afirma «capturar» al ser humano en cuestión. Para Levinas, lo humano no puede ser captado por medio de una representación, y podemos ver que cuando lo humano es «capturado» por una imagen tiene lugar cierta pérdida (p. 181).

La imagen es aquí el instrumento de control de los cuerpos: la llave primero, luego el código y la edificación de la fosa que nos encierra sin colocar rejas; así opera la maquinaria del poder soberano, de la hegemonía capitalista. Es por ello por lo que no se trata de crear publicidad incluyente sino de deconstruir la mirada hegemónica y su arquitectura, plantear otras maneras de ver –y de percibir a partir de otros sentidos– y de imaginar, sin que la publicidad las devore, las haga suyas; sin olvidar que a la imagen publicitaria le gusta estar en casa en casa del otro (Deleuze, 1991; Derrida, 1991, 2008; Baudelaire, 1995). (12) Butler subraya que:

Sería un error pensar que sólo es cuestión de encontrar la imagen justa y verdadera para que cierta realidad sea transmitida. La realidad no es transmitida por lo que representa la imagen, sino por medio del desafío que la realidad constituye para la representación (2006, p. 182).

Como se ha dicho, la invención misma del umbral es parte de esta estrategia. Derrida escribe que esta es una «línea presuntamente indivisible, pasada la cual, se entra o se sale. Por consiguiente, el umbral siempre es un comienzo, el comienzo del adentro o el comienzo del afuera» (2008, p. 365). Esa es la línea ilusoria que nos lleva a pensar que existe un lado en el que se debe estar y otro, un margen o una sombra, que debe evitarse o superarse. Su demarcación es la construcción de una identidad individual, unitaria y vacía, a la vez que autocontenida y autosuficiente, una política interna, un «otro en sí del cual estamos celosos por siempre, esta política interna encuentra su colmo en esa demasía que la excede y la des-cuenta» (Derrida, 2008, p. 241). Y es que ese cuerpo desencarnado encuentra su realización –encuentros siempre momentáneos– en la envidia, los celos y la inconformidad que causa en otros, hasta que, acabado el momento, esa inconformidad, como reflejo en el espejo, vuelva. Derrida agrega:

Los celos son siempre ese colmo que me completa, me suple y me excede a la vez precisamente porque recibe, cobija y ya no puede echar al otro que está dentro de mí, al otro yo dentro de mí. Uno no está celoso más que de sí mismo, de lo mismo, y eso no arregla nada (2008, p. 241).

Este es el ideal, el sueño, o el triunfo del sueño falocéntrico; el nacimiento de «la marioneta dentro de mí» (p. 230) que acaba por devorar-me. La publicidad sería, así, «el arte de la marioneta» (p. 247). Y, como explica el filósofo, en ese «culto teatral, en todos esos simulacros, la sangre no corre menos, no menos cruelmente ni menos irreversiblemente… La bestia y el soberano sangran, incluso las marionetas sangran» (Derrida, 2008, p. 341).

La petrificación del sujeto en su cualidad múltiple y en devenir es la realización del truco viril, bestial y caníbal al centro del capitalismo:

Su erección recta y directa […] el automatismo cuasi mecánico de la máquina marioneta en manos de su marionetista con el reflejo, casi podría decirse con la reacción refleja y auto-mática de la erección fálica […] en el estilo mismo de los dispositivos de autoridad y control […] La marioneta es una especie de metáfora o de figura, de tropo fálico (2008, p. 263).

La imagen publicitaria es, por naturaleza, falogocéntrica, la imposición de la subjetividad individual que se alza, sólida y totalizante para anularse a sí misma.

La huella de la alteridad como diferencia: Hacia una revolución poética de la imagen

¿Es posible desmontar la estructura, solidificada por siglos –con toda la cristalización de sus estereotipos– de la imagen publicitaria? ¿Podemos pensar en alternativas para desestabilizar la representación y quizás, desde ahí, aspirar a un agrietamiento del sistema mismo? ¿Cómo abrir en las imágenes, desde las imágenes, otras alternativas? Derrida (2008) sugiere posibles movimientos para «darle su tiempo [al otro, para] dejar hablar al otro» (p. 276) y recuerda que «la historia no borra nunca aquello que oculta; siempre guarda en sí el secreto de lo que encripta, el secreto de su secreto. Es una historia secreta del secreto guardado» (2000, p. 30). En este sentido, siempre queda una huella. Los movimientos de la imagen publicitaria en avance hacia el ocultamiento de la alteridad y la borradura del cuerpo dejan siempre una traza que, como hilo en la oscuridad, es posible jalar para comenzar un proceso de rastreo; un hilo que se descubrirá enredado con otros, en nudos o ensamblajes. El análisis sobre la ausencia en la representación puede guiarse así también por la consideración de que:

Las huellas (se) borran, al igual que todo, pero pertenece a la estructura de la huella que no esté en poder de nadie borrarla ni sobre todo «juzgar» acerca de su borradura, menos todavía acerca de un poder constitutivo garantizado de borrar, performativamente, aquello que se borra (Derrida, 2008, p. 164).

Cuando se cuestiona la existencia misma del umbral, en lugar de pretender pasar al otro lado descubrimos que hay una huella que no se puede borrar, que queda un resto. Derrida (1995) se pregunta: «¿Podríamos decir que la cuestión del resto, y del resto del tiempo dado, está secretamente vinculada con una muerte del rey?» (p. 13). Ese resto podría constituir a la alteridad –una alteridad afirmativa– y un pensamiento compuesto no por la visión dualista del yo y el otro, sino de la diferencia como propiedad de los cuerpos –su multiplicidad–, a su vez en procesos activos de diferenciación. Para ello debe morir un rey; debe terminar la tendencia totalizante de la mirada.

Esa huella está marcada en nuestros cuerpos, los cuerpos concebidos como alteridad, atravesados por una anulación originaria (el establecimiento del umbral mismo, comienzo/mandato), imborrable. Porque aún si llegásemos a diluirnos en el individualismo, como triunfo aparente de la bestialidad capitalista, el rastro de quiénes somos –como ensamblajes y relaciones– se mantiene, no como esencia sino como memoria. Nuestras memorias encarnadas son el recordatorio de nuestra vulnerabilidad y nuestra identidad no unitaria, nunca fija. Cada acontecimiento arrastra consigo ecos de un pasado habitado por múltiples entidades, cuerpos, experiencias. Cada experiencia acarrea una mínima repetitividad. Es por ello por lo que el presente es a la vez un no-presente. Habría que buscar, entonces, formas maneras de mirar en esa huella que deja la presencia de lo previo y de lo que aún no ha sucedido. Butler (2016) subraya precisamente que:

Ya no podemos simplemente señalar la «traza» en el momento inicial de la secuencia sin que ese señalamiento se vuelva un problema de que podemos establecer la «traza» como un tipo de ser sin tomar en cuenta cómo está constituido ese campo ontológico. La traza que nos permite referirnos al pasado no es continua con ese pasado, como tampoco es un tipo de ser. Solo puede ser entendida a través de otro concepto clave, el de la différance, deletreado con la a, marcando un intervalo irreducible a cualquier síntesis anterior o continuidad (Introducción).

Al pensarnos desde una localización –inscripción nunca permanente o estable–, la posición neutral del ojo que construye la imagen publicitaria resulta en gran parte insostenible. Desde allí es posible también desarrollar otras pedagogías de la visualización, como reconocimiento de formas-otras de construir conocimientos, abrirse a la exploración sin rutas preestablecidas, superando la noción lineal del tiempo, guiar difracciones más que reflexiones. Como lo plantea Bozalek (citada por Braidotti, 2018), la difracción como método de lectura abre un espacio para la creatividad –práctica y productiva–, a partir del reconocimiento del valor de las contribuciones del pasado, presente y futuro al conocimiento. Pensar de manera difractiva subvierte las lógicas del falogocentrismo pues no reproduce lo «Mismo» una y otra vez sino parte de la premisa de la diferencia, sin reducirla.

La difracción se encuentra en la base del reconocimiento de las diferencias, tanto desde la física como para la teoría feminista (Barad, 2014). Esa diferencia es posible pues la difracción misma no sucede físicamente en un evento singular en el espacio-tiempo sino es un dinamismo constituyente del espacio-tiempo (spacetimemattering), lo que «problematiza la onto(epistemo)logía de la física clásica» (Barad, 2014, p. 174) y a la vez descompone el tipo binario de diferencia propio del mito colonialista. (13) Desde esta noción, la integración de cualidades opuestas no se da como borradura sino como relación. Se entiende así que las diferencias son formadas a través de la intra-actividad, en devenir, en este fenómeno que es constituido en su inseparabilidad, como ensamblaje –una relacionalidad siempre presente que produce diferencia y una diferenciación que implica relacionalidad–. Es la diferencia lo que se difracta. En ese sentido, la corporalidad es en sí misma «una multiplicidad, una superposición de seres, devenires, aquís y allás, ahoras y entonces» (Barad, 2014, p. 176). La representación como la capacidad de capturar algo en su esencia se desestabiliza y en cambio se abre la posibilidad de una mirada encarnada y performativa, que se constituye en el acto de mirar desde un cuerpo situado en relación y en devenir con otras corporalidades, enmarañado con estas. En otras palabras, no mirar al y por el otro desde ninguna parte sino mirarse entre sí, entre diferencias para que la pluralidad prolifere.

La lógica de la borradura y de lo inapropiado se transforma cuando no se piensa desde dentro de la misma arquitectónica dualista y antropocéntrica que lo sostiene como negatividad y se convierte en un «estar en una relación crítica y deconstructiva, en una (racio)nalidad difractada más que refractaria, como formas de establecer conexiones potentes que excedan la dominación» (Haraway, 1999, p. 126). Esta estrategia, como deconstrucción y apertura, como desfamiliarización (Braidotti, 2019) (14) con respecto a la normativa del yo, podría abrirle una grieta a la visión soberana; es una apertura que genera –en lugar de borrar– cadenas de significación y diferencias (differánce). «Ser inapropiado/ble es no encajar en la taxón, estar desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas, pero tampoco es quedar originalmente atrapado por la diferencia», agrega Haraway (1995, p. 126). Por ende, podemos referirnos a este como un posible movimiento para una revolución poética de la imagen, en el sentido derridiano de lo poético como «revolución en el saber del saber» (2008, p. 324) resultante de la activación del quién sabe y los quizás, de:

[suspender] el orden y la autoridad de un saber afianzado […] en sí mismo, determinado y determinante […] para empezar a pensar el orden del saber, la de-limitación del saber […] a cruzar […] el límite del saber y, sobre todo, de esa figura del saber denominada la certeza afianzada del «ego cogito», de la puntualidad presente e indivisible del ego cogito o del presente viviente que pretende escapar, justamente, con su certeza absoluta, al «quizá» y al «quién sabe» (2008, p. 330).

Como se ha señalado, los posibles movimientos de esa revolución poética de la imagen requerirían de una noción del tiempo no reducida a la linealidad progresiva, el cuestionamiento de la propia existencia como dirigida a un fin, no como derrota sino como posibilidad abierta, puntos de partida para otras imaginaciones. Ello significaría plantear formas de ver, sin aislar la mirada de otros sentidos, desde la fluidez y el descubrimiento, desde la acción y la colectividad. Construir imágenes no como un fin con normas establecidas sino como procesos, donde la imagen resultante es más bien el registro de una performatividad realizada en colaboración (intra-acción); las trazas que los cuerpos dejan en otros al encontrarse. Interrumpir la arquitectónica de la imagen en el capitalismo reencarnando la percepción de nosotros mismos y la de otras corporalidades, con nuestras y sus multiplicidades. Imágenes que no sean objetos muertos sino, en las palabras de Gloria Anzaldúa (2015), objeto-eventos; diálogos, negociaciones siempre abiertas de significados, difracciones de corporalidades humanas y no humanas.

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