Kitabı oku: «Niebla en Wharran Percy», sayfa 4
—¡Eh! ¿Estás bien?
Se arrodilló al lado y, con delicadeza, giró a la joven para apoyarla en su regazo. El corazón se le paró al ver la cantidad de sangre que había por todas partes. Un alarido salió de su garganta hasta desgarrarla. Abrazó el cuerpo ensangrentado e inerte y lloró desesperado. El resto de jóvenes detuvo sus juegos al escuchar el grito y dirigieron sus miradas hacia el lugar de donde provenía. Robert salió del agua, atravesó los arbustos sin importarle los arañazos y vio a Oliver en el suelo. Se acercó a él y cayó de rodillas al lado de su amigo. Había muchísima sangre. En cuanto retiró el cabello de la cara de la joven la reconoció. Se abrazó a Oliver, que gritaba y lloraba sin consuelo.
Los chicos fueron saliendo del agua y se acercaron para ver qué ocurría. Robert les hizo señas para que no se acercaran. Usher y Alan corrieron al pueblo y volvieron al rato con un par de mantas, que habían cogido de la iglesia. Entre todos, apartaron a Oliver del cuerpo ensangrentado y, con mucha delicadeza, la envolvieron en las mantas. Robert la cogió en brazos, procurando que el cuerpo estuviera bien cubierto y comenzó a andar hacia el pueblo. Oliver estaba en shock y sus amigos tuvieron que cogerle de los hombros para hacerle caminar tras el cadáver de su prometida, la joven Natalie Bellamy.
En procesión, llegaron a la parte trasera de la Casa Parroquial. Usher se adelantó y abrió la puerta, para que Robert pudiera pasar con su delicado cargamento. No había nadie en la cocina. Depositaron con cuidado el cuerpo encima de la mesa, bien tapado con las mantas. Quisieron sentar a Oliver en un rincón, lejos del cadáver, pero se negó. Acercó una silla y buscó la mano de la joven. Lo dejaron tranquilo con Usher vigilando, mientras Alan corría a la iglesia a buscar a las mujeres y Robert buscaba por la casa a alguien que los ayudara. En el piso superior encontró a Anne, velando al pastor Anthon. El hombre estaba en la cama, inconsciente, con el pecho lleno de emplastos para las quemaduras. Ella estaba rezando y alzó la cabeza al oír la puerta. No necesitó que le dijera nada, la cara desencajada de Robert le dejó bien claro que algo ocurría, y lo siguió deprisa a la cocina. A mitad de la escalera escucharon un grito desgarrador. Entraron corriendo para encontrarse una escena demoledora. Catriona, la madre de Natalie, estaba en el suelo gritando y llevándose las manos al pecho. Martha y Mathilda abrazadas a ella intentando darle consuelo. Oliver con la mirada fija en el cadáver, que alguien había destapado. Anne, por unos segundos, se quedó parada ante tal espectáculo. Robert tuvo que sujetarla por detrás, ya que parecía a punto de desmayarse.
Se rehízo enseguida y comenzó a organizar a todos los presentes. Tapó el cuerpo de Natalie y envió a Usher a buscar a Alistair, el padre de Oliver y también el carpintero del pueblo. Robert ayudó a Mathilda a llevar a la madre de la joven a la habitación contigua, mientras Martha y Anne preparaban agua caliente para infusiones calmantes, para lavar y preparar el cadáver para el velatorio. Pronto el olor de las hierbas inundó toda la estancia.
Alistair llegó al poco rato. Nada más entrar, se abrazó a su hijo en un intento de sacarlo de allí, a lo que el joven se negó. Con expresión decidida, ayudó a su padre a tomar medidas. Cuando acabaron, ambos se fueron juntos a preparar el ataúd para Natalie.
Observó el pueblo desde lejos. Aún había una gran humareda, pero iba bajando. Se rascó la entrepierna, bebió un buen trago de whisky que él mismo destilaba, y entró en su casucha tambaleándose. El interior era un único cuarto, desordenado y apestoso. En una esquina había una pequeña chimenea que servía para calentar el cuchitril y para cocinar, algo que Jacob no solía hacer, ya que prefería ir al comedor para pobres y ver a Anne. Su estofado de venado con verduras era famoso en el pueblo, al igual que sus galletas de avena. A veces, si sobraba algo, le permitían llevárselo a casa para cenar. Se sentaba en una banqueta rota, ante una mesa coja y frente a la chimenea. Miró su camastro revuelto, con mantas sucias y lleno de bichos. Llevaba tal cogorza que le pareció acogedor. Sin soltar en ningún momento el licor, se acercó al nido de pulgas y se dejó caer. En pocos segundos se quedó dormido y la botella rodó por el suelo, derramando su contenido.
Unas risas femeninas le hicieron abrir los ojos. Se incorporó con una rapidez inusual en él, que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo. Estaba despejado, sin esa niebla alcohólica en la que siempre vivía. Tuvo que mirar dos veces a su alrededor, frotándose los ojos con fuerza. Su cuchitril seguía siendo del mismo tamaño, pero limpio, ordenado y con mobiliario nuevo. Notó un olor extraño, agradable y nada habitual. Jabón. Las mantas del camastro estaban limpias, parecían nuevas. Se miró a sí mismo. No llevaba sus andrajos, vestía ropa nueva, sin lujos y sin remiendos.
Paseó por la estancia observándolo todo con sorpresa y curiosidad. Escuchó risas de nuevo. Se asomó por la puerta y una visión se plantó ante él. Era una joven bellísima, morena y de rasgos delicados. Los ojos eran dos brasas ardiendo. Se acercó a él contoneando las caderas, luciendo su cuerpo desnudo. Tal como Dios la trajo al mundo.
—Dios no tiene nada que ver con este cuerpo.
Su voz lo dejó sin aliento. Sus manos le provocaron escalofríos mientras recorrían su pecho escuálido y bajaban hasta su entrepierna abultada, que pedía a gritos que la liberaran con urgencia. Jacob agarró con fuerza los pechos de la muchacha pero las retiró enseguida, quemaban. La miró con una mezcla de miedo y sorpresa.
—Estás ardiendo, zorrita. ¿Es por mí? —dijo relamiéndose.
La rodeó con sus brazos y le estrujó el culo, o lo intentó, porque volvió a quemarse.
—Pero qué…
Ella le puso un dedo en la boca, haciéndolo callar. Con un gesto algo brusco, hizo entrar al hombre dentro de su casucha. Él no protestó, tenía los ojos clavados en las tetas de la joven, deseando llevárselas a la boca.
—Pronto harás eso, y mucho más —le susurró la joven.
Comenzó a chupar el lóbulo de la oreja mientras le acariciaba la entrepierna por encima de los pantalones. Él gimió y trató de quitárselos, pero ella se lo impidió. Jacob no estaba acostumbrado a que las mujeres le impusieran su voluntad, siempre era él el que tomaba la iniciativa, buscando su propio placer ya que, según él, las mujeres no disfrutaban del sexo, solo se quedaban embarazadas para joder a los hombres. No sabía cómo reaccionar ante la joven, que no dudaba en dejarle claro que ella mandaba.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —balbuceó.
—Creo que es bastante obvio lo que quiero de ti. —Sonrió burlona mientras le quitaba la camisa y la dejaba caer al suelo—. Para empezar, lamer todo tu cuerpo como si fueras un caramelo. ¿Serás mi caramelo?
—Si me dices tu nombre, te dejo hacer lo que quieras —jadeó.
Jacob ya estaba subido a una nube de placer, que no cesaba de aumentar con las caricias y lametones de la joven. Ella se acercó a su oreja y susurró.
—Jezbet.
Él gimió y se rindió a las exigencias de la joven, que lo tumbó en el camastro y le quitó los pantalones, dejando a la vista una gran erección. Se sentó a horcajadas sobre él, aprisionándolo entre sus muslos para que no se moviera.
—¿De verdad harás lo que yo quiera? —dijo mientras restregaba su pubis por el pene, volviéndolo aún más loco.
—Por Dios, sí. ¡Déjame follarte ya! —gritó desesperado.
Comenzó a mover la cadera para intentar penetrarla, pero ella no lo dejó. Siguió torturándolo con sus oscilaciones y moviendo sus pechos en la cara de Jacob, que trataba de capturar un pezón con la boca.
—Primero, los negocios. Hemos de hacer un trato tú y yo. —Dejó que atrapara el pezón, solo unos segundos, y se lo volvió a quitar.
Se acercó a su oreja y le susurró.
—¿Cómo dices? —estaba tan absorto con aquellas tetas bamboleándose delante de él que no había escuchado nada.
O quizá no había querido escuchar nada. Ella se colocó en posición, con la punta del pene entre sus labios pero sin dejarlo entrar, esperando su respuesta. Jacob estaba a punto de explotar, así que la penetró de forma salvaje y dijo a todo que sí.
Abrió lentamente los ojos con gran dificultad. Todo era una bruma espesa. Inspiró profundamente, lo que le provocó un gran dolor en el pecho. Tenía los pulmones en llamas. Cuando consiguió relajarse escuchó susurros. Ladeó la cabeza intentando captar las palabras. Le pareció escuchar su nombre. ¿Hablaban de él? Había preocupación y mucho miedo. Apenas recordaba lo sucedido después de sacar a la mujer de la casa. Solo gran cantidad de manos ayudándolo a llegar a una zona segura, lejos de las hambrientas llamas. Después de eso, oscuridad y sueños inquietos.
Cerró los ojos de nuevo, con la respiración entrecortada. No se atrevió a mover un músculo. Si tumbado y quieto rabiaba de dolor, no quería ni imaginar cuando se moviera. Una voz suave lo llamó.
—Pastor Anthon…
Era Anne. Tenía grandes ojeras oscuras y algún mechón rebelde fuera de la cofia. La ropa arrugada y con manchas. Raro en ella, que iba siempre limpia y planchada. ¿Cuánto tiempo llevaba en pie atendiendo heridos en la iglesia? Seguro que no había descansado ni un segundo.
—¿Están todos bien? —preguntó apenas sin voz.
Tenía la garganta destrozada por el humo y el calor del fuego. Anne bajó la cabeza y negó. En su rostro cansado había una gran tristeza y sus ojos estaban rojos de haber llorado.
—¿Quién? —preguntó con miedo.
Sabiendo a quién pertenecía la casa, era fácil adivinar quién había fallecido. Pero ¿qué había pasado con los hombres y mujeres que trataban de sofocar el fuego y salvar a su vecina?
—Rose, la señora Percy, estaba en su cuarto tendida en el suelo —se le quebró la voz.
Suspiró con resignación. El pueblo ya estaba de luto por Daniel, el hijo de Rose. La muerte de la madre iba a ser un mazazo en la pequeña comunidad. Era muy querida y respetada por todos. Aunque llevaba tiempo comportándose de una forma muy extraña, todos hacían lo posible por cuidarla. Lo que a veces era complicado, por su obsesión con tener gran cantidad de velas encendidas, a todas horas, por toda la casa y cuyo resultado había sido devastador.
—¿A quién saqué de la casa? ¿Está bien? —preguntó ansioso.
Anthon aún no conocía a todo el mundo y, con el ajetreo del incendio, no pudo reconocer a la muchacha que salió de entre las llamas con la ropa y la piel quemadas.
—Era Laura Hemsley, Pastor. La han llevado a su casa, para recuperarse de las heridas. Su familia la vela a todas horas, rezando por un milagro.
—¿Qué hacía Laura en casa de la señora Percy?
Durante el funeral de Daniel, la señora Percy había llamado asesina a Laura y la había agredido. Todos pensaron que era fruto del dolor, aunque no tenía sentido alguno culpar a la prometida por la muerte del hijo.
—La señora Hemsley no está segura. Pero cree que fue a hablar con ella. Tratar de consolarse mutuamente por la pérdida de Daniel, al que ambas amaban profundamente. Es muy joven y no entiende que, a veces, es mejor dejar que se enfríen las cosas —suspiró Anne.
Abrió la boca para decir algo más, pero no se atrevió. Lo cierto es que, aparte del pastor Anthon y Laura no había heridos graves. Solo magulladuras, raspones y pulmones ahumados. Estaban ya todos en sus casas y la iglesia recogida. Faltaba acabar de limpiar y dejarla lista para despedir a los feligreses que ya estaban con el Señor. Él vio su ademán. Hacía poco que la conocía, pero sabía que le ocultaba algo. El rostro de Anne era muy expresivo. Se retorcía las manos nerviosa, debatiéndose entre decir o no lo que sabía. Debía de ser muy grave.
—Anne, lo que debas decirme hazlo ya. No vale la pena alargarlo —le dijo intentando tranquilizarla.
—La señora Percy no es la única alma que ya no está con nosotros, pastor —sollozó la mujer.
—¿A quién más hemos perdido con esta desgracia?
—No murió en el incendio. La encontraron hace unas horas, al lado del estanque, salvajemente violada y asesinada. La pequeña Natalie Bellamy, la hija del herrero.
Anthon cerró los ojos con fuerza y se persignó. Alzó una pequeña plegaria por las dos mujeres. El señor Bellamy, un hombretón que lo ayudó cuando estaba a punto de caer desfallecido al salir de la casa en llamas. A veces los caminos del Señor, no solo eran inescrutables, sino muy injustos e incomprensibles.
Cogió todo el aire que le permitieron sus resecos pulmones y comenzó a incorporarse. Tenían trabajo que hacer. Ella trató de pararlo. Se estaban cayendo los emplastos que tenía por el pecho y los brazos, que servían para aliviar y curar sus quemaduras, superficiales pero extensas y dolorosas. Él se resistió. A pesar del fuerte dolor, tenía que atender las necesidades espirituales que tenía ahora mismo su parroquia. Debían preparar las exequias para las dos almas que habían traspasado y consolar a las familias. Comenzó a balbucear de forma incongruente. Anne no entendía nada. No consiguió que continuara en la cama descansando. Se giró bruscamente hacia la pared, cuando el pastor se levantó sin darse cuenta que lo habían desnudado para lavarlo y aplicarle los ungüentos y emplastos. Al ver su reacción se miró y vio sus partes íntimas al aire, cogió con rapidez una sábana de la cama y se tapó como buenamente pudo.
—Anne, discúlpame. Yo no… no sabía… —tartamudeaba avergonzado.
Ella, tras la sorpresa inicial, reacciono acercándose al armario, para coger unos calzones. Con los ojos tapados y procurando no tropezar con nada, le entregó la ropa para que se adecentara. Se volvió hacia la pared. Anthon soltó una serie de epítetos, poco adecuados para un pastor y que sonrojarían al mismísimo Lucifer, mientras se vestía los calzones. De cintura para abajo apenas le había tocado el fuego. El problema era que, de cintura para arriba, daba pena verlo. En carne viva. Los emplastos estaban haciendo su trabajo, pero aún tenían mucho más que hacer. ¿Cómo iba a ponerse la camisa? No podía presentarse en casa de sus feligreses, y menos en la casa del Señor, sin ir correctamente vestido.
Se rindió a las evidencias. Apenas podía moverse de cintura para arriba y el dolor lo dejaba impedido en cuanto hacia el más ligero movimiento. Ponerse los calzones había sido un suplicio. La camisa sería imposible ponérsela, ni contando con la inestimable ayuda de Anne, que lo miraba con ojos tristes y cansados. Se sentó sobre la cama resignado. Ella se acercó y lo ayudó a tumbarse. Con celeridad, preparó nuevos emplastos frescos para calmar los dolores y rebajar la inflamación. Esperaba que no subiera la fiebre o, con toda esa cantidad de piel quemada, el pastor no sobreviviría ni apelando al Señor misericordioso en busca de un milagro.
El intento de valentía le pasó factura durante varias horas. Tras varios cambios de paños fríos, parecía sentir cierto alivio y pudo descansar un poco. Anne fue a la iglesia por si era necesaria su ayuda, ahora que el pastor descansaba y había cejado en su intento de levantarse. Cuando entró no pudo hacer otra cosa que sonreír. Las mujeres del pueblo la habían dejado impoluta. Nada hacía pensar que, unas horas antes, aquello era poco menos que un hospital de campaña. Respiró hondo y se acercó al altar. Se arrodilló y rezó con fervor, dando gracias por haber salido de esta, a pesar de las dos almas perdidas, para las que pidió un buen recibimiento en el paraíso, ya que habían sido buenas personas en vida. Con lágrimas en los ojos se levantó, cerró con llave y fue a casa a lavarse y descansar.
Era noche cerrada. Las hogueras bien alimentadas y vigiladas, iluminaban la noche de Wharram Percy. Los restos del incendio aún humeaban y el silencio se había adueñado de la aldea. En casa de los Bellamy estaba reunida la familia y algunos vecinos velando el cadáver de la joven Natalie.
Los gritos de la señora Bellamy habían dado paso a un balanceo insistente de su cuerpo. El señor Bellamy estaba en shock, mirando la nada, sentado en un rincón del comedor. En el centro de la estancia, rodeado de velas, estaba el ataúd abierto en el que yacía Natalie, la niña de sus ojos, su única hija, muy buscada y querida. Pálida pero serena. Le habían arreglado el cabello y adornado con flores frescas. Llevaba puesto su mejor vestido y zapatos como si, en cualquier momento, pudiera levantarse y caminar de nuevo entre ellos. Aunque lo cierto era que iba a reunirse con el Creador para convertirse en uno de sus ángeles; abandonando, demasiado pronto, su vida terrenal sin haber disfrutado apenas de ella.
Con un suspiro se levantó de su rincón y, sin decir nada a nadie, fue a la cocina y salió por la puerta de atrás. En ese patio, iluminado por varias lámparas de aceite, era donde podía descansar junto a Natalie al final del día. Se acomodaban en un pequeño sofá, con viejos cojines, bajo un tejadillo a modo de porche. Frente a ellos, una mesita en la que reposaba siempre un refrigerio y del que disfrutaban mientras hablaban de lo acontecido en su día, sus opiniones y chascarrillos varios con los que reír a carcajadas. Para él era la mejor parte del día. Hiciera sol, lloviera o nevara, nunca faltaban a su cita vespertina. Siempre sonriendo por las quejas de la señora de la casa, advirtiéndolos de las consecuencias de las inclemencias meteorológicas, aunque cada tarde les tenía preparados unos deliciosos pastelitos, acompañados por limonada fresca en verano y bebidas calientes en invierno.
Se sentó en el sofá. Hacía una noche espléndida. Las estrellas brillaban y no había nubes amenazando lluvia. Como por inercia, comenzó a contarle a su pequeña cómo le había ido el día. Habló con voz suave y tranquila. Intentó alargar el momento ya que, si dejaba de hablar, debería dejar ir a su niña para siempre. La voz se le quebró. Su cuerpo se dobló en dos y de su garganta surgió un gemido desgarrador, que cruzó la noche llegando incluso a las casas más lejanas. Casi todos los moradores de la aldea se encogieron al escucharlo.
Excepto alguien, que bailaba al son de los alaridos. Eran música para sus oídos. Con una sonrisa torva, los pies descalzos y cantando suave una antiquísima letanía en una lengua ya olvidada, celebraba la desesperación que se extendía por la aldea.
9
16 de febrero de 1435
Una bruma de dolor cubría todo el pueblo. Con gran tristeza y consternación, dieron el último adiós a Rose y Natalie, e intentaron volver a sus quehaceres diarios.
El señor Bellamy abrió de nuevo la herrería; trabajaba de sol a sol. Quería volver a casa tan agotado, que el sueño se lo llevara pronto, en cuanto se acostara. Pero el sueño lo rehuía. Pasaba horas despierto llorando por su pequeña, mientras su esposa estaba en una duermevela constante, llena de pesadillas espantosas que la despertaban entre gritos y sudores fríos. Él la abrazaba con fuerza y le susurraba suaves palabras, para que dejara los malos sueños atrás. Ambos acababan dormidos uno en brazos del otro, apoyándose en la fortaleza de su cariño, para no perderse en malos pensamientos que los abocarían a su fin.
Cada mañana, de camino a la herrería, pasaba por delante de la casa quemada. Un constante recordatorio de las recientes desgracias ocurridas en la aldea. Siempre se paraba unos instantes a observarla, pensativo. Excepto ese día, que fue en dirección contraria, directo a la casa parroquial, a hablar con el pastor Anthon. No lo veía desde el entierro de su niña y ni tan siquiera se preocupó por su salud, tras sufrir quemaduras por salvar a Laura del incendio. Se reprendió a sí mismo. El hombre se había esforzado por ser aceptado en la comunidad, hasta el punto de arriesgar su propia vida, y ellos le pagaban con indiferencia. El que estuvieran pasándolo mal por su pérdida no era excusa para regodearse en su pena y no preocuparse por el resto de almas del pueblo.
Con decisión y paso ligero, llegó a la puerta de la casa parroquial. Llamó varias veces y abrió sin esperar invitación. Al entrar en el salón, encontró al pastor sentado en una butaca, con el pecho descubierto y Anne inclinada sobre él, aplicando ungüento en la piel quemada. Ambos miraron hacia la puerta, sorprendidos por la entrada repentina del señor Bellamy. El hombre se quedó quieto, sin saber qué hacer o decir, mirando las heridas del joven. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, murmurando una disculpa, se volvió hacia la puerta dispuesto a salir corriendo de allí.
–¡Espere! ¡No se vaya! —gritó Anne yendo tras él, mientras se limpiaba las manos en su delantal.
Cogió del brazo al hombre para detenerlo, antes de que saliera a la calle. Con una sonrisa le guio de nuevo hacia el salón, donde el pastor se volvía a poner la camisa, con mucho cuidado y evidentes gestos de dolor. Cuando acabó de vestirse, recompuso su rostro, trató de sonreír y señaló otra butaca a su lado, invitando al azorado señor Bellamy a sentarse.
El hombretón se acomodó con la cabeza gacha, sin atreverse a mirarlo. Toda la decisión que lo llevó a la casa parroquial a exponer sus ideas, se había esfumado. No sabía cómo comenzar a disculparse. Llevaban tanto tiempo en la aldea comportándose como ermitaños, que dar el paso de abrirse a un extraño le costaba un mundo. Pero decidió que ya era hora de dejar aquello atrás y comenzar a dar pasos en otra dirección, para no hundirse más en la miseria. La muerte de su pequeña le hizo ver que tenían que vivir la vida como si no hubiera un mañana. No sabían qué sucedería dentro de un minuto.
—¿Cómo se encuentra, pastor? Lamento mucho no haber venido antes a visitarlo…
Dejó de hablar al darse cuenta de que no sabía cómo seguir. Nada de lo que dijera le parecía suficiente para paliar su falta. Tan nervioso lo vio el joven, que se estiró para apoyar su mano sobre el brazo del herrero, intentando darle consuelo.
—No se preocupe, señor Bellamy. Las circunstancias nos han sobrepasado a todos —dijo con una sonrisa abierta y sincera.
El hombretón suspiró algo más tranquilo y consiguió hacer aparecer media sonrisa en su rostro. Ese apretón y esas palabras, acompañadas del rostro risueño del pastor, lo calmaron más que cualquier bálsamo. Los ojos verdes del joven lo miraban atentamente, esperando e invitándolo a desahogarse, sin presiones ni prisas. Anne entró despacio en la sala, con una bandeja. Ante los dos hombres, preparó una mesa con sendas jarras de peltre y un pequeño refrigerio. Sin decir ni una palabra, se retiró de la estancia, cerró con cuidado la puerta ofreciéndoles intimidad y sosiego, mientras continuaba con sus tareas diarias.
Bellamy observó la pequeña sala en la que se hallaba. Estaba amueblada con lo justo, sin lujos ni presunciones, bien iluminada con la luz del sol, que entraba a raudales por las ventanas. Una chimenea, encendida al fondo, caldeaba la habitación. Aunque la primavera estaba a la vuelta de la esquina, las mañanas aún eran frescas. Se quedó mirando bailar las llamas, sumido en sus pensamientos. Un ruido de líquido cayendo y el tintineo de la cuchara lo devolvió al presente. Se giró hacia el pastor y vio que estaba sirviendo el refrigerio, acercándole una jarra de vino. La cogió con gusto, calentando sus manos mientras decidía si coger o no una de las deliciosas galletas de avena de Anne. Le dio un buen sorbo al vino, lo notó descender hasta su estómago y calentarle las entrañas.
Sin apenas darse cuenta, comenzó a hablar de su vida en Wharram Percy. De cómo su familia llegó a la aldea, cuando él apenas tenía dos años, buscando tierras mejores donde ganarse el sustento. Su padre era pastor de ovejas y su madre se dedicaba a cardar, hilar y tejer lana, tanto para el uso de la familia, como para vender en el mercado. Por aquel entonces, era un pueblo alegre y muy hospitalario. Los aceptaron sin reservas y los ayudaron a instalarse.
El pastor, al oír esto, levantó una ceja incrédulo. Nathaniel sonrió con tristeza. Era lógico que no se lo acabara de creer. Sus otrora alegres vecinos, se tornaron personas miedosas y no aceptaban forasteros así como así, ni siquiera eclesiásticos, como bien sufría en sus carnes Anthon. Que no pudo evitar preguntar.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué son todos tan ariscos en el pueblo?
Sentía gran curiosidad y preocupación, aunque la curiosidad ganaba, sobre todo después de haber descubierto los extraños diarios del pastor Seraphim.
El señor Bellamy respiró hondo, sopesando qué explicar y cómo, ya que él mismo no entendía muy bien lo que sucedía, solo que tenían miedo. Bebió más vino, mordisqueó una galleta de avena y simplemente dijo:
—La niebla.
Octubre de 1433
La niebla llegó una noche de otoño. No le dieron mayor importancia. En esa época del año, suele ser habitual que haya niebla noche y día. Lo que se salía de lo normal, era el creciente número de misteriosas desapariciones.
El primero fue el pequeño Lazarus Quirby, de tan solo seis años. Era el hijo de Sarah, la partera y sanadora de la aldea. Vivían casi a las afueras, rodeados de un gran huerto, en el que la mujer cultivaba para su propio sustento y para vender en el mercado, además de un jardín de hierbas que ponía a secar y que despedían un agradable aroma, que se extendía por las cercanías. Eran parte de los ingredientes para sus pócimas, ungüentos, emplastos, tisanas, etc.
Sarah se encontraba trabajando en su huerto, levantando la mirada de vez en cuando para vigilar al niño, que correteaba por el jardín de hierbas. El sol comenzó a caer, lo que era señal de entrar a avivar el fuego, para caldear la casa y preparar la cena. Llamó a Lazarus, animándolo a dejar sus juegos por esa tarde y entró sonriendo al escuchar los pucheros del chiquillo y sus posteriores risas mientras continuaba jugando, haciendo caso omiso a su madre. Atizó el fuego hasta conseguir una buena lumbre, sobre la que colocó un caldero con agua para preparar un buen caldo con verduras y algo de carne. Trajinaba por la cocina tarareando. Se acercó a una ventana para observar a su hijo. Un escalofrío recorrió su espalda. Una niebla muy espesa se acercaba a la casa, a una velocidad endiabladamente antinatural.
Se santiguó y, todo lo rápido que le permitieron sus temblorosas piernas, salió de la casa gritando y llamando a Lazarus. El niño estaba entretenido en sus juegos y no se daba cuenta de lo que se le avecinaba, hasta que oyó los gritos de su madre. Se quedó plantado mirándola con los ojos muy abiertos, sin entender a qué venía tanto escándalo. Sarah tropezó y cayó varias veces al suelo, magullando manos y piernas que sangraban, sin que ella hiciera el menor caso. Trataba de incorporarse, cuando vio que la niebla abrazaba a su hijo y se retiraba tan rápido como había llegado.
Comenzaron a llegar los vecinos más cercanos, asustados por los gritos desgarradores de la mujer. La encontraron en medio de su jardín de hierbas, llena de raspones y sangre, con una mano extendida hacia el bosque, por donde había desaparecido la niebla con su pequeño. Un par de hombres la cogieron en volandas y la llevaron a la casa prácticamente a la fuerza, ya que ella solo quería ir al bosque. Entre gritos y balbuceos, consiguieron entender que el niño había desaparecido. Avisaron a más vecinos que, con antorchas y armas, salieron a buscar al pequeño perdido, a pesar de que la noche se acercaba y la oscuridad iba a complicar mucho la búsqueda. Pero aquella mujer había salvado a más de un habitante de la aldea con sus artes sanadoras y ayudado a traer bebés sanos al mundo, así que no se lo pensaron ni un segundo, se metieron en el bosque sin dudar, gritando el nombre del niño. Cuando Sarah vio que ya estaban buscando a su hijo, dejó que la atendieran a regañadientes. Varias mujeres lavaron sus heridas y prepararon una tisana para calmarla.
La señora Percy aprovechó que el agua del caldero ya hervía y que sobre la mesa estaban los ingredientes para la cena. Se arremangó y comenzó a preparar un caldo contundente. La noche iba a ser muy larga y fría. Entraron más leña y encendieron velas. El anciano pastor Seraphim acudió enseguida a dar consuelo espiritual a la atribulada mujer. Se reunieron todas frente a la chimenea y, con el pastor guiándolas, comenzaron a rezar para que los hombres encontraran sano y salvo a Lazarus Quirby.
Sarah miraba el fuego crepitar. La tisana le había sentado bien, la estaba relajando y la letanía de los rezos de sus vecinas la estaba amodorrando. La señora Percy hizo señas a la señora Bellamy y ayudaron a Sarah a llegar a su cuarto, procurando no hacer ruido. La tumbaron en la cama y la taparon con una manta. Ambas se quedaron velando su inquieto sueño, hasta que despertó en medio de una pesadilla gritando y sudando, llamando a su niño. La señora Bellamy fue a la cocina a por más tisana, mientras la señora Percy intentaba razonar con Sarah, cosa harto difícil, aunque comprensible dada la situación. Rose tampoco entraría en razón si su hijo desapareciera. Con suaves palabras y más tisana, que traía Catriona Bellamy, consiguieron calmarla lo suficiente para que pudiera hablar de lo sucedido.
Ninguna tuvo valor para interrumpirla una vez comenzó su historia. Poco a poco, el terror fue adueñándose de ellas. Temblaban y se santiguaban continuamente. Cuando acabó de hablar, Sarah se desplomó, como si se hubiera quitado un peso de encima. Las miró sin saber si la creían o no. Ella misma se daba cuenta de que lo sucedido era bastante inverosímil y no las culparía si no creían ni una palabra.
La primera en reaccionar fue Rose. Inspiró con fuerza, se levantó del borde de la cama y salió del cuarto. Catriona no podía dejar de temblar. Conocía a Sarah de toda la vida y creyó la historia a pies juntillas, a pesar de parecer rocambolesca. Al cabo de unos minutos, volvió la señora Percy con el pastor Seraphim, casi a rastras y protestando por haber dejado los rezos a medias. Protestas que cesaron al ver a la señora Bellamy aterrorizada, con los ojos anegados de lágrimas y el cuerpo tembloroso. Cuando el anciano le pidió a la sanadora que repitiera la historia, Catriona se levantó como si tuviera un resorte y salió corriendo del cuarto. No se atrevió a salir de la casa en plena noche, así que se quedó con el resto de mujeres rezando fervorosamente, convencida de que llegaba el juicio final y arderían todos en el infierno.
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