Kitabı oku: «El zar del amor y el tecno», sayfa 2
Hay momentos de intenso placer creativo. La pierna izquierda de la bailarina oscurece la cara de un adolescente sentado en primera fila, así que en su lugar pinto un retrato del tamaño de un sello de correos de mi hermano, Vaska, cuando tenía su edad. Durante los últimos dos años lo he insertado en cientos de fotografías y cuadros. Vaskas jóvenes. Vaskas viejos. Vaskas escuchando a Lenin entre la multitud. Vaskas trabajando en campos y fábricas. Vaska está colgado en las paredes de tribunales, ministerios, escuelas, prisiones, incluso en el cuartel del nkvd, donde si se presta atención, se puede ver a Vaska con los ojos clavados en Yevgeny Tuchkov, el hombre que lo desapareció.
¿Me preocupa que me descubran? Por favor. Mis superiores están demasiado concentrados en a quién elimino como para darse cuenta de a quién incluyo.
La mano izquierda de la bailarina aún flota en el aire. No he tomado una decisión, tan solo la he sentido. Suelto el aerógrafo como uno soltaría un tenedor cuando le entran náuseas. Voy a dejar la mano de la bailarina caída en desgracia donde está, donde debe estar, ahí mismo, una única mano pidiendo ayuda, diciendo adiós, aplaudiendo a nadie, una única mano que quizá en cierta ocasión me tomó del cuello mientras una voz me pedía socorro al oído.
Deslizo la fotografía corregida en un montón con otras seis. Maxim las revisa mientras limpio el aerógrafo con un trapo. Suelta un gruñido. ¿Se habrá dado cuenta?
—¿Todo en orden, camarada? —le pregunto incapaz de sofocar un temblor en la voz.
Me sonríe amistosamente. Un par de colmillos de humo emergen de su nariz.
—Solo estaba admirando tu trabajo —responde—. Es fácil subestimar la belleza de lo que hacemos, ¿verdad?
Pasamos la tarde trabajando en el contenido de la caja más reciente. En un momento en que Maxim remolonea por la antesala, saco la fotografía de la bailarina del montón. Es algo irracional, es una locura, pero ¿qué pasará si alguien se da cuenta de la mano flotante? ¿Se me castigará por mi descuido?
Maxim regresa de la antesala antes de que me haya dado tiempo a corregirla o devolverla al montón, así que me la escondo en el regazo—. ¿Te encuentras bien, camarada? —pregunta—. Parece que tienes fiebre.
Me seco la frente con la manga—. Demasiado tiempo bajo tierra, quizá.
Maxim sugiere que terminemos pronto hoy. Asiento agradecido. Sin saber qué hacer, doblo la fotografía y me la guardo en el bolsillo del abrigo. He caminado doce pasos por el túnel, cuando Maxim me llama.
—Camarada, creo que olvidas algo.
La fiebre que Maxim sospechaba se hace real súbitamente. Bajo ningún concepto se pueden sacar fotografías del recinto. Es un crimen penado con la muerte solo por las sospechas que despierta. Me agarro al marco de la puerta.
—¿Sí, camarada? —consigo preguntar.
Maxim me mira. Lo sabe. Lo sabe.
—Camarada, te estás volviendo olvidadizo —dice mientras levanta en la mano mi mechero plateado.
En los años anteriores a la Revolución, cuando éramos niños, mi hermano y yo jugábamos a revolucionarios y monárquicos e intercambiábamos los papeles una docena de veces antes de la hora de cenar. Por la noche nos enviábamos mensajes a través de la pared que separaba nuestros dormitorios por medio del código del prisionero inventado por los decembristas. El código reparte el alfabeto en un cuadrante de cinco líneas y seis columnas. Los golpes para cada letra se corresponden con su número de fila y columna. Escribíamos con sonidos en una pared que no nos separaba más de lo que una carta separa al destinatario del remitente.
Cuando alcanzamos la edad de creernos hombres, yo ya me había inclinado por el bolchevismo. Vaska halló consuelo en la iglesia ortodoxa. Idolatrábamos a los mártires de nuestras respectivas causas. Una tarde mis camaradas le dieron tal paliza que casi se convierte en mártir él mismo. Entró en la cocina de mi abuela con el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón y la nariz torcida en un ángulo imposible. Le cogí de las manos. Lo único que no traía morado eran los nudillos.
—Cuando vengan a por ti, tienes que salir corriendo —le dije.
—No. Tengo que quedarme —me respondió mirándome fijamente.
—Entonces, por lo menos devuelve los golpes. Esto es una vergüenza.
Se inclinó hacia delante mostrándome la cara amoratada como prueba y me preguntó, —¿Crees que el que debe avergonzarse por esto soy yo?
Esa fue la última vez que hablamos. Durante muchos años supe tan poco de su vida que no habría podido traicionarle.
En agosto de 1931 unos agentes del ogpu** me informaron de que Vasily Markin iba a ser detenido en un par de semanas acusado de radicalismo religioso. Me dijeron que mi hermano se había casado, que su mujer estaba embarazada. Me dieron su dirección. Fue una prueba. Tuvo que serlo. Se perdía tanta información en la comunicación entre los raions***, que si hubiera avisado a Vaska y él hubiera huido de Leningrado, aún podría estar vivo. Pero en ese caso, si los agentes hubieran registrado su piso de madrugada y no lo hubieran encontrado allí, habrían venido a por mí. Esto es lo que creo, y debo creerlo, porque si me paro a considerar, si me pongo a pensar que quizá me dieran el soplo como una cortesía profesional para que pudiera avisar a Vaska; si me pongo a pensar… todas las carreteras que van en esa dirección conducen a la oscuridad.
Aquel octubre, después del arresto, el juicio y la ejecución, los agentes aparecieron en mi casa con un sobre de color marrón—. Toma asiento, ciudadano —dijo el de rango superior señalando con un gesto mi propio diván, en el que acababa de terminar el postre. Obedecí a su brazo extendido, convertido de pronto en huésped en mi propia casa.
Los agentes se sentaron a ambos lados haciendo que el diván pareciera el asiento trasero de un «cuervo negro», el furgón de la policía secreta. El agente al mando abrió el sobre y deslizó una fotografía por la mesita manchada de cercos. Si me atraganté, fue de la impresión, fue de terror, fue de algo oscuro que se rasgaba en mi interior y que debían ser los dolores de parto del remordimiento. Durante aquel mismo año había corregido varios miles de fotografías, pero ninguna que hubiera visto antes, ninguna de la que hubiera formado parte.
El retrato que me mostraba el agente era de un miércoles de 1906. Mi padre, que era dueño de una mercería, había cerrado la tienda temprano aquella mañana. Estaba bien considerado, al menos entre los demás miembros del gremio, pues había cimentado su reputación gracias a un kokoshnik**** de perlas que había convertido a una condesa menor en la comidilla del Baile del Palacio de Invierno. Mi madre se ocupaba de la contabilidad, de reponer el género, de la contratación de las costureras, según ella de prácticamente todo, excepto de colocarle el tocado en la cabeza a la clienta. Se había criado a base de patatas y se aseguraba de que sus hijos lo hicieran a base de carne.
Aquel miércoles de 1906 nos pusimos nuestras mejores ropas y tomamos el tren de Pavlosk a San Petersburgo para ir al estudio del fotógrafo. Como casi todas las buenas ideas, aquella también se le había ocurrido a nuestra madre. Un retrato realizado con una cámara en lugar de a pincel expresaría adecuadamente el optimismo de tintes progresistas que llevaba toda su vida encarnando. Mi madre lucía un tocado con plumas de pavo real. En la fotografía son del color gris del agua de fregar. Yo estoy delante de ella con una ligera sonrisa. Ni siquiera el nudo de la corbata consiguió sofocar la excitación que me producía salir en una foto. A mi lado, con una corbata a juego y una sonrisa a juego, el remolino peinado a duras penas, el ancho rostro escondido detrás de la esbelta nariz, mi hermano, de pie, muy derecho, me miraba a los ojos a través de la lente, a través del tiempo, y yo estaba allí sentado, enmarcado entre los dos agentes que habían acabado con su vida.
Cuando salimos del estudio del fotógrafo, mis padres nos llevaron a los Jardines Zoológicos de San Petersburgo. Había sido una década ruinosa para el zoo, la mayoría del terreno estaba abandonado y en muchas jaulas no había animales. Pero yo no era más que un niño y no comprendía el significado de las jaulas vacías. Los animales que quedaban en el zoo fueron toda una revelación. Nunca antes había visto un animal mayor que una vaca lechera ni más feroz que un perro hambriento. ¿Cómo imaginar un ser tan extraño y melancólico como una jirafa? Sin embargo, de entre todos los animales que vimos aquella tarde, el que recuerdo más claramente es el leopardo. Los miembros relajados. El cuerpo largo. Exhalaba estrechos triángulos de vapor por los hocicos. Las garras transmitían mensajes en código por el suelo de cemento. Los ojos eran unas enormes pupilas. Sus pasos se transmitían por su espina dorsal. Era una criatura inconcebible, ante la cual Vaska y yo nos quedamos maravillados al principio y a la que acabamos lanzando bolitas de pan.
—Estoy seguro de que lo reconoces —dijo el agente al mando señalando con la cabeza a Vaska en el retrato—. Confío en que sabrás a quién hay que corregir.
En esa época yo ya había evolucionado de la tinta china al aerógrafo. Ya no bastaba con borrar la cara de los traidores; la máscara de tinta era la constatación de que un traidor podía existir, afirmación que rápidamente se vuelve un acto de traición en sí misma. La historia es el error que nos pasamos la eternidad corrigiendo.
El agente al mando me condujo a mi mesa de trabajo.
—¿Es necesario hacerlo ahora mismo? —pregunté.
—La labor de construcción del socialismo nunca cesa. No se toma una hora de descanso—. Miró al postre que había en la mesita y frunció el ceño—. Ni come dulces.
Alisé la fotografía y cargué el aerógrafo como el que mete una bala en una pistola. Con paciencia de miniaturista otomano corregí a Vaska. Comencé por disolver sus zapatos de cuero negro en el suelo que tenía bajo los pies. Después vinieron las medias y los bombachos. Nuestro padre se encontraba detrás de él, así que, con golpes de aerógrafo lentos y parejos, realicé una versión de sus pantalones sobre mi hermano para que pareciera que no lo estaba corrigiendo sino que lo estaba escondiendo entre la ropa, donde viviría caliente y oculto, su piel junto a la de nuestro padre. Recordé cómo lo retrataba cuando éramos niños, cómo le pagaba caramelos para que posara para mí cuando se enfadaba, cuando lloraba, cuando estaba alegre. Nunca me sentí tan cerca de él como las veces en que sentía que parte de la esencia de su alma se vertía desde el lápiz hasta la hoja de dibujo.
Cuando la cara de mi hermano desapareció en la camisa de mi padre, miré al niño que había a su lado y me pregunté cómo me juzgaría si mirara a través de la lente y a través del tiempo y se encontrara con los ojos del hombre en que habría de convertirse. Entonces comprendí más allá de toda duda que había unido mi destino al del Estado, que mi fe se había hecho inamovible, mi lealtad impecable, porque si aquello estaba mal, si hacíamos aquello en vano, entonces no habría agua suficiente en el Báltico para lavar nuestras faltas.
Cuando terminé le entregué la fotografía corregida al agente al mando. No me había quitado la vista de encima durante todo el proceso.
—¿Sabes lo que se dice de ti? —me preguntó el agente poniendo la fotografía a la luz.
—¿Qué se dice?
—Que hace falta más talento para arrojar un rostro al olvido que para volverlo a sacar de él. En ese sentido, eres una especie de genio.
Han pasado tres semanas desde que corregí a la bailarina. He intentado borrar varias veces la mano y deslizar la fotografía en el archivo, pero los vigilantes ojos de Maxim no me abandonan un momento, no puedo escamotear el aerógrafo de la oficina y para colmo el archivo ya ha vuelto al cuartel del nkvd.
Nadie ha mencionado ninguna fotografía perdida y con el aluvión de imágenes erróneas que hay últimamente, lo más seguro es que no se hayan dado cuenta y la hayan olvidado. Y sin embargo algo está sucediendo. La gente camina con los ojos fijos en el suelo, temerosos de hablar o de mirar a su alrededor. La otra tarde en un restaurante, saqué mi cuadernillo de bocetos y empecé a hacer un retrato de un anciano encorvado sobre un tazón de sopa. Dos minutos después, todos los que estaban sentados en la misma mesa habían desaparecido en silencio. Dos veces esta semana me han despertado ruidos de redadas en el piso de abajo. El nkvd trabaja de noche, como los asesinos. La pila de cajas con imágenes erróneas crece más y más, y amenaza con derrumbarse y aplastarnos mientras trabajamos. Le pregunto a Maxim si ha oído algo.
—Corre el rumor de que los servicios de seguridad han desenmascarado una red de espías desviacionistas polacos.
—Brindo por nuestra policía del Estado, siempre alerta —digo. Es un alivio. No soy polaco. No tengo parientes ni amigos que lo sean.
—Polonia solo exporta dos cosas, saboteadores y kielbasa***** —dice con un guiño—. ¡El nkvd se ocupará de los saboteadores, pero tú y yo deberíamos ocuparnos de la kielbasa!
—No me apetecen lo más mínimo salchichas extranjeras, sean del tipo que sean. Si te vuelvo a escuchar otro comentario sobre productos cárnicos polacos, te denuncio.
A Maxim se le congela la sonrisa y le aflora a los ojos una expresión de dolor y sorpresa.
Nos ponemos manos a la obra. Durante el último par de semanas, Maxim ha mostrado mucho interés en el proceso de aerografiado e incluso me ha pedido que le explique la perspectiva lineal y mis teorías personales sobre la desaparición de las figuras en el fondo de la imagen. Para mi orgullo y desesperación, se ha vuelto muy hábil. La luz del socialismo brilla lo suficiente como para iluminar incluso su tosca alma.
Desde nuestro despacho se escucha el golpeteo de los picos, los engranajes de las inmensas máquinas que muelen la piedra. La construcción no cesa nunca. En turnos de doce horas, las cuadrillas de obreros excavan el lecho rocoso, sacan carretillas de escombros, levantan los tabiques de los túneles y colocan los raíles y las traviesas de las vías. A este paso, la red de metro estará terminada antes que nuestro trabajo. Cuando paramos para almorzar, deambulo por los túneles oscuros. Cada día me obligo a alejarme un poco más, pero en medio de la oscuridad y sin otra unidad de medida que mis propios pasos, la distancia se convierte en un concepto cada vez más inútil. No creo que encuentre el final.
A mi regreso, Maxim está resplandeciente—. Esta noche por fin tengo una cita con cierta secretaria de ojos azules del Nuevo Instituto del Metal— explica—. Llevo meses cortejándola.
—Hoy vamos a trabajar hasta tarde —le informo.
—Pero me dijiste que hoy podría irme temprano.
—Han surgido imprevistos.
—Pero…
—La construcción del Socialismo no se detiene por ninguna secretaria, sea cual sea el color de sus ojos —le digo. Pobre Maxim. Fastidiarle es uno de los pocos lujos que me permito.
A las veintidós horas emerjo a la noche negra como el alquitrán. Estamos en diciembre. Si mantengo el ritmo de trabajo actual, no volveré a ver el sol hasta abril.
La mujer de la limpieza me ha dejado la cena en la cocina, pero solo me sirvo una copa de aguardiente de ciruela y me retiro al salón. Pongo un disco en el gramófono y me derrumbo en la cómoda depresión que hay entre el segundo y el tercer cojín del diván. Saco la fotografía enrollada de la bailarina de la pata hueca de la mesita. Una mano iluminada por un foco y debajo un hombre que baila solo en un escenario. Me quito las gafas y las dejo sobre la mesita. Las aristas de los muebles desaparecen como cubitos de hielo fundiéndose en un vaso. Me acurruco en el cojín y bebo sorbos de aguardiente mientras las notas chirrían a través del gramófono, y me siento bien, me siento liberado del peso de la vista, y entra un bamboleante oboe y me imagino a la bailarina en escena, toda ella, y extiendo el brazo pero no alcanzo a verme la muñeca, tan solo vislumbro un vacío flotante que podría pertenecerle a ella tanto como a mí.
Camino en sueños por túneles interminables con un pincel y un tarro de tinta china. Está oscuro y encuentro la pared del túnel al tacto, mojo el pincel en la tinta y lo pongo sobre el cemento.
Hace dos años: después de dejar a la mujer de mi hermano y a su hijo, me fui al trabajo.
Sobre mi mesa había un paisaje del pintor checheno del siglo xix Pyotr Zakharov-Chechenets, quizá la obra más mediocre de todo el catálogo razonado del artista. A la última luz de la tarde, un prado vacío asciende hasta la cima de una loma en el tercio superior del lienzo. Un muro de piedra blanca traza una silenciosa diagonal a través del campo. Una dacha. Un pozo. En primer plano, un huerto de hierbas aromáticas en sombra sube por la loma. No hay señales de vida o movimiento, ni siquiera una cabra perdida.
Tenía el lienzo desde hacía un mes y no hacía más que posponer la tarea de insertar en primer plano al delegado del Partido en Grozni. Afirmar que no me resultaría difícil mejorar una obra de estilo realista socialista dice menos del estado de mi ego que del estado del arte contemporáneo. Por el contrario, un maestro del siglo xix es harina de otro costal.
Cuando pinté en el cuadro la figura del tamaño de un soldado de juguete del delegado del Partido, le puse la cara de Vaska, o, mejor dicho, la cara que Vaska podría haber tenido de haber llegado a convertirse en un abotargado gerifalte del Partido. Lo mejor de mi profesión es la posibilidad de transformar la imagen en memoria, la luz en sombra, sin embargo, cada pincelada que borraba se repintaba en mi interior, y en aquel momento me di cuenta de que antes que artista corrector, que funcionario de la propaganda, que ciudadano soviético, antes incluso que hombre, yo era la vida después de la muerte de todas las imágenes que había destruido.
Aquella mañana, las últimas imágenes del rostro de Vaska habían desaparecido a base de rascaduras de moneda de un rublo.
Aquella tarde empecé a pintar a Vaska por todas partes.
Al principio estaba seguro de que no tardarían en descubrirme. Corregía los murales de los edificios públicos con la absoluta certeza de que todo el mundo notaría el detalle del rostro de Vaska al fondo de la obra. Nadie lo hizo. Era igual que en aquel estúpido cuento de hadas que le conté al hijo de mi hermano; Vaska estaba protegido, al fondo, fuera del campo de visión de los que querían hacerle daño. Lo inserté en todas las imágenes que pude. Rostros de Vaska de todas las edades, incluso, o mejor dicho, especialmente de viejo. A Vaska nunca se le hará justicia, y la inserción de su rostro en el arte nunca compensará su desaparición de la vida, pero el acto de multiplicar a mi hermano, de verlo día tras día, de contemplar quién podía haber llegado a ser y la idea de haberme convertido por fin en retratista, hacen que el resto del trabajo sea soportable.
Nunca fui lo suficientemente original como para que expusieran mi obra ni en un café. Pero ahora mis retratos en miniatura de Vaska están por todas partes. He oído que uno de ellos incluso se ha colado en los aposentos de Stalin.
Tuve el Zakharov colgado en mi despacho durante varios días antes de enviarlo de vuelta a Grozni. Nunca he sabido qué fue de él.
Me despierta el estruendo de algo haciéndose pedazos. Intento coger las gafas pero no están en la mesilla de noche. No hay mesilla de noche. Me he quedado dormido en el diván. Antes de que pueda ponerme derecho, unas manos me agarran de los hombros y me lanzan de cabeza al suelo. Una rodilla se me incrusta en la columna vertebral, y de pronto soy un ser inmovilizado y jadeante que agita los brazos y las piernas. Intento decirles que no pretendo escaparme, solo respirar, pero la rodilla aprieta aún más fuerte y se instala entre mis vértebras.
—Mis gafas —balbuceo mientras me ponen en pie.
Por toda respuesta, el crujido de unos cristales bajo un zapato.
—No veo—. Si el hombre me oye, no le importa.
—¿Qué es esto? —pregunta otro agente mientras me coloca una imagen gris delante de la cara. Me doy cuenta de que se trata de la bailarina. Debo haberme quedado dormido con la fotografía a plena vista encima de la mesita. Un momento después me colocan violentamente entre las manos el marco con el retrato de Stalin por un lado y el gato salvaje de Rousseau por el otro.
—Hay más de un lado —comenta asombrado un agente.
—Cierto —dice el primero—. Y como al cuadro, a este también lo van a clavar en el muro.
En el pasillo, un tercer agente coloca en lo que debe ser mi puerta cerrada una banda de color rojo que debe ser el precinto oficial de las fuerzas de seguridad del Estado. Me bajan por las escaleras y me meten en el asiento trasero de un coche. Las salas de interrogatorio de la cárcel de Shpalerka están llenas desde hace semanas. Solo queda la Prisión de Kresty.
Conducimos sin rumbo fijo durante media hora a través de media ciudad hasta el edificio de ladrillo rojo de la prisión que, vista desde mi piso, está al otro lado del Neva. Los agentes me conducen a través de varias puertas y desaparecen. Alguien me coge los dedos, los pasa por una almohadilla húmeda, me los pone sobre un papel y me ordena que toque el piano. De allí me llevan a otra habitación en la que me hacen sujetar un letrero. El fogonazo de un flash y el disparador de una cámara fotográfica.
—¿De qué se me acusa? —pregunto una y otra vez sin que nadie me responda. Se trata de funcionarios de nivel inferior, para ellos no soy nada. El hecho de que me hayan arrestado me condena, todo el mundo lo sabe. Si soy sospechoso de algo, ya soy directamente un traidor y los traidores se convierten en presos y los presos se convierten en cadáveres y los cadáveres se convierten en números. Mi nombre y mi voz son ahora parte de la cuota: ¿Para qué dignificar mi pregunta con una respuesta?
El hombre que me registra me mueve las extremidades como si fueran las patas de una cama plegable. Me mira entre los dedos de los pies, bajo el prepucio, en los oídos, bajo los párpados. Comprueba que no tengo muelas falsas, me introduce un bolígrafo en la nariz, todo con la tosca brusquedad del explotado. Suspira y farfulla como si esta farsa fuera un insulto únicamente a su dignidad.
Cuando concluye el registro me permiten vestirme. Cuando termino, me desata los zapatos y me quita los cordones, me desabrocha el cinturón y me lo arranca de las trabillas—. ¿Qué hace? —pregunto. Por toda respuesta me pasa una cuchilla por el pecho de la camisa. Los botones repiquetean en el suelo. Los recoge uno a uno y después me corta el elástico de los calzoncillos largos—. ¿Qué es esto? —pregunto con mayor preocupación.
—El suicidio es el último acto de sabotaje del enemigo —dice al salir. Los pies se me salen de los zapatos, se me caen los pantalones y me cuelga la camisa abierta.
—¿Cómo va a matarse alguien con un par de calzoncillos? —le grito, pero la puerta ya se ha cerrado.
Mantengo la camisa cerrada con una mano mientras con la otra me sujeto los pantalones y los calzoncillos. Me adentro en la lúgubre y gris habitación con pasos cortos y precavidos y descubro que, aparte de dos banquetas y una mesa, está vacía. ¿Encerraron a Vaska en una habitación parecida en Kresty? ¿Idéntica? ¿La misma? No es normal. En esta celda debería haber media docena más de presos, el doble, si los rumores del hacinamiento en Kresty son solo medio ciertos. No soy nadie especial. No soy nadie.
Dos juegos de pasos entran en la habitación. Unas manos fuertes me levantan de las axilas y me guían hasta uno de los taburetes.
—¿Qué le pasa a este? ¿Es ciego? ¿Qué te pasa? —pregunta una voz desde el otro lado de la mesa.
¿Por dónde empezar?
El interrogador me repite las mismas preguntas durante nueve horas. ¿Cuándo entraste en contacto con la bailarina disidente? ¿Cuál es el significado de la mano cortada? ¿Con que otros espías polacos estás en contacto? Damos vueltas y vueltas en un tiovivo grotesco en el que él hace las mismas acusaciones y yo lo niego todo y ambos pensamos que estamos progresando.
—No conozco a la bailarina —le explico—. El asunto de la mano no es más que un error después de un largo día de trabajo. Solo un error. Me llevé la fotografía a casa para ocultarlo.
Estoy extenuado y sediento. El interrogador me promete una cama y agua, un almuerzo de cinco platos, la libertad, el mundo entero y una botella de vodka; solo tengo que confesar la verdad.
—¡Ya he confesado la verdad!
El interrogador suspira, su decepción es palpable. En el silencio lo imagino frunciendo el ceño ante sus papeles; su frustración, el espejo ciego de la mía.
—Continuaremos mañana —dice.
Pido una almohada y una manta pero el guardia se ríe y me obliga a ponerme en pie. Si intento sentarme, me da una patada. Si me apoyo en la pared, me da una patada. Si pregunto la hora, me da una patada. Me había imaginado laboratorios de acero y fábricas de dolor, instrumentos zumbantes que te arrancaban cada nervio de raíz. Sed, sueño, agotamiento, un par de patadas de un guardia aburrido. El proceso parece completamente obsoleto. Sin embargo, funciona. Se me hinchan los pies dentro de los zapatos sin cordones. Me quedo adormilado y se me sueltan las manos y se me caen al suelo los pantalones y los calzoncillos. Naturalmente, el guardia me da otra patada. Las sesiones de interrogatorio se alternan con sesiones de privación de sueño y postura forzada puntuadas por la bota del carcelero. Los interrogadores de Kresty no tienen pruebas, así que me golpean para que yo mismo construya mi propia acusación. Tampoco necesitan pruebas. Pueden inventarse lo que quieran.
Después de tres sesiones de interrogatorio, el interrogador me implora que confiese.
Es ridículo y extrañamente conmovedor. El interrogador, que hasta el momento ha sido una voz incorpórea, una pregunta imposible, se torna un alma afligida. Necesita mi confesión para confirmar la infalibilidad de la jurisprudencia soviética, para justificar la degradación de la humanidad que ambos compartimos. Me gustaría consolarlo.
Llevo días despierto, quizás, cuando hace su aparición el ministro. Releva al agente de guardia y espera a que la puerta se cierre antes de saludarme.
—¿En qué lío te has metido, viejo amigo? —pregunta con tristeza.
—¿Qué día es hoy?— respondo. La barba crecida es mi única manera de medir el tiempo.
—Viernes —dice.
¿De qué semana? ¿De qué mes? Intento visualizar el calendario de seis días por semana y cinco semanas por mes. Los domingos se prohibieron hace cinco años para impedir las prácticas religiosas. Los viernes por la tarde compro una tableta de chocolate para celebrar la muerte de otra semana de trabajo. Me agarro a la palabra como a una cuerda. «Viernes», repito, envolviéndome en ella, aferrándome a una vida que fue mía.
—Eres un activo constructor del socialismo, camarada —dice el ministro—. Desde que te conozco siempre has sido fiel al Partido, al Pueblo, al Futuro.
Levanto la cabeza. Mi pensamiento, confuso por tantos días sin dormir, por la tortura, por la interminable monotonía de las mismas tres preguntas, se congrega en torno a la esperanza de que aún puedo salvarme, de que no he caído en desgracia—. Sí, camarada, siempre he sido fiel.
—Y justo ahora, cuando se te necesita, resultas ser un traidor.
—Se me acusa de estar implicado en una red de espías polacos. Es un error. Siempre he sido fiel.
La mesa cruje; siento como el ministro se apoya sobre ella—. ¿Darías la vida por la Revolución?
—Sí.
—¿Por el vozhd?
—Sí.
—¿Por nuestra utopía socialista futura?
—Sin dudarlo.
—¿Entonces por qué niegas tus crímenes?
—Porque no los he cometido.
Mi insistencia en mi fidelidad e inocencia lo decepciona. Tose dos veces antes de encender un cigarrillo y ponerme el extremo entre los labios. La primera bocanada de humo me marea.
—Pensaba que tú entenderías mejor que nadie lo poco que importa eso.
—¿Lo poco que importa qué?—. La hoja de tabaco brilla con el calor del sol de Crimea bajo el cual creció.
—Lo que hayas o no hayas hecho —dice. Las palabras resuenan desde el fondo de la hastiada caverna que hay en su interior. ¿Cuántas veces ha entrado en las celdas de la prisión de Kresty y ha tenido que explicar lo que resulta evidente para todos excepto para la persona sentada al otro lado de la mesa? —Piensas que eres el narrador de tu propia historia pero en realidad solo eres la página en blanco.
—Pero yo no he hecho nada malo.
—Lo que tú consideras la verdad es un pequeño músculo que funciona únicamente dentro de tu cabeza. Estás implicado en una red de espías polacos, camarada. Si antes no lo estabas, ahora sí.
El veredicto se pronuncia antes de que la defensa pueda exponer el caso. La culpabilidad y la inocencia no determinan la sentencia sino que por el contrario, es la sentencia la que lo determina todo, incluso la definición de culpa.
—¿Qué debo hacer? —pregunto.
La pálida y pastosa nebulosa se acerca a mí de nuevo.
—¿Eres un auténtico revolucionario o no?
—He entregado mi vida al Partido.
—No —replica.—Aún no.
¿Puedo negarme? ¿Debo renunciar a mi fidelidad para demostrarlo? Si me niego, me convierto en el traidor que me acusan de ser. Si confieso, el resultado será el mismo. Pero mi fidelidad al Partido ha sustituido a las demás fidelidades, incluso la fidelidad a Vaska. Sin ella no sé quién soy, sin ella moriría siendo un extraño para mí mismo.
—¿Estás dispuesto a demostrar tu fidelidad confesando tus traiciones?— pregunta el ministro.
—Pero no hablo polaco —digo.
Se pone en pie y me coge del hombro—. Estoy convencido de que lo recordarás.
—Ha sido Maxim, ¿verdad?
—¿Qué?
—Mi ayudante. Me ha delatado él, ¿verdad?
—No sabría decirte —dice mientras camina hacia la puerta.